MI AVENTURA EN TIERRA
Así que, mientras me gritaban cosas que apenas alcanzaba a escuchar, yo corría entre la floresta, apartando helechos del tamaño de mi cuerpo y esquivando macizos troncos de árboles. Corría un poco a lo loco, lo confieso, pero al mismo tiempo tratando de poner la mayor distancia posible de por medio con el grupo de piratas.
Ante mí la selva iba poco a poco despejándose, cruzando una zona de suaves ondulaciones enmarcada por extraños árboles retorcidos, semejantes a nuestros robles pero con un follaje más pálido. Habiendo dejado atrás a los piratas y estando en una senda fácil en una isla aún por explorar, viendo al fondo uno de los montes con su cúspide alumbrada por el sol, mi joven corazón me empujó a seguir adelante, alejándome de los oscuros pensamientos de peligros y zombis.
Mi camino me llevó a atravesar poco después una zona más pantanosa, rodeada por sauces de gran tamaño, rodeados a su vez por una exuberante vegetación, cuyos helechos me llegaban en ocasiones a la altura de los hombros pero que no me impedían mi fogoso caminar, de modo que continué deseando alcanzar aquel monte cada vez más cercano y poder echar un vistazo desde lo alto.
Y de pronto, con un vuelco en mi corazón, al girar la cabeza para ver el camino que llevaba andado, me encontré ante un espectáculo dantesco, una escena que jamás pensé que nadie pudiese ver y que, pese a comenzar de manera casi hasta inocente, me provocó tal horror que fue lo que hizo que el relato de este viaje que todo el mundo conoce se limitase a hablar de tesoros, piratas, barcos y cañonazos. Entonces no podía contar aquello; no después de ver lo que vi en ese momento en la isla. Y a fe que he tardado en poder hacerlo.
Un poco más abajo, y perfectamente visible por vestir de blanco y llevar un pañuelo de tono morado anudado en la cabeza, venía uno de los marineros de La Hispaniola llamándome a grandes voces. Al parecer, los gritos de Silver reclamándome habían hecho que el grupo que había llegado a tierra se pusiera a buscarme, por más que yo prefiriese que no me encontrasen, por aquello de no estar seguro de quién era amigo y quién no.
No pude reconocerle al hallarse a relativa distancia y además medio oculto por la floresta, pero el caso es que, sospechando que la mayoría de los que estaban en los botes eran de la calaña de Long John, mi instinto me hizo agacharme y observar qué dirección tomaba para irme yo por la opuesta. Y por eso mismo, por estar mirando, fue por lo que vi la atrocidad que vino a continuación.
Fueron dos, salidos como por ensalmo a ambos lados del marinero. Altos, delgados, con los miembros a punto de romperse, la piel hecha jirones, pero capaces de saltar y con las fauces —pues fauces y no boca tenían— abiertas. Se abalanzaron sobre el marinero quien, sorprendido, apenas pudo protegerse la cara y caer derribado por el que le atacaba por su izquierda, más cerca.
Al caer al suelo, el otro zombi, que estaba más lejos y por tanto había dado un salto mayor, pasó por encima de ambos, ya que no encontró cuerpo alguno con el que tropezar y, por lo tanto, aterrizó un par de metros más allá. Se revolvió justo cuando el marinero, que sería pirata y rufián, pero al menos tenía agallas y ganas de conservar su vida, forcejeaba con su atacante y lograba separarse de él lo justo para, en un rápido gesto, sacar el cuchillo que llevaba en su faja y clavárselo.
El zombi aulló, pero se limitó a mirar el cuchillo que tenía atravesándole las tripas, mientras el otro era el que se abalanzaba sobre el desdichado marinero. Este se intentó proteger como pudo, pero mientras luchaba con uno el otro le rodeó y, desde atrás, saltó sobre su cuello.
Un alarido espantoso, mucho más espeluznante que los que yo había oído hasta entonces, atravesó la atmósfera y me llegó como si los tuviera a mi lado. Aterrado, vi cómo los dos zombis mordían y destrozaban aquel cuerpo con sus manos convertidas en garras, cómo en apenas un instante el que fuera un marinero de La Hispaniola se había convertido en un informe montón de carne sanguinolenta a la que estaban arrancando trozos salvajemente, a puro mordisco.
Horrorizado, con la funesta sensación de ser el siguiente, giré sobre mis talones y eché a correr todo lo rápido que la selva me lo permitía. No me importaba nada, no miraba hacia ningún sitio, solo corría sin dirección, lo más rápido que podía para alejar a aquellos seres monstruosos de mí. Corrí, corrí todo lo que pude, y cuando mi atribulado cerebro comenzó a pensar en algo más que en dos zombis devorando a un ser humano, incluso lo hice trazando varios caminos, procurando no romper ramas o aplastar hierbas que delatasen mi presencia.
Corrí hasta que el corazón, que había estado a punto de salírseme del pecho tres o cuatro veces, me pidió que parase. Porque fue él, y mi falta de respiración, lo que me hizo parar, ya que mis piernas querían seguir corriendo hasta llegar al mar o quizá, incluso, a la misma Inglaterra.
El caso es que me detuve, apoyándome en el tronco de un árbol el tiempo necesario para que mi respiración volviese a ser normal y mis jadeos entrecortados no atronasen la isla entera. Una vez logrado eso, que me llevó una larga serie de minutos, he de admitir, me aparté del árbol y miré a mi alrededor, tratando de reconocer el lugar en el que estaba y, de paso, mi posible nuevo enemigo.
Porque lo había. De eso me di cuenta enseguida, no solo porque lo viese, sino porque, como dicen los grandes soldados, lo olía. Y yo los olí, olí su muerte, su repugnancia, su maldad, todo cuanto de malo queráis adjudicarles, pues lo tienen todo y quizá, incluso, más de lo que habéis visto u os podéis imaginar.
Ante mí había una pequeña charca, rodeada de árboles y helechos, pero tanto el agua como la propia vegetación que la rodeaba aparecían turbias, sucias, ennegrecidas por alguna extraña suerte de viento que solo soplase en aquel entorno. El hedor era casi insoportable, ya os digo, pero la visión de dos extraños seres me hizo quedarme allí, inmóvil tras el tronco de un árbol, mirando sin creer lo que mis ojos me mostraban. Y es que nunca los había visto tan de cerca sin estar, al mismo tiempo, luchando por mi vida, ni tampoco con tanta luz. Es más, creo ser de los pocos —por no pecar de presunción no digo el único— que ha podido ver a uno de esos zombis con tanto detalle y detenimiento sin perder la vida escasos segundos después, y esto es, pues, lo que vi:
Junto a la charca había un hombre. O tal vez lo que en su día había sido un hombre. Tenía su forma, sí, y dos piernas y dos brazos y una cabeza, y llevaba puesta ropa de marinero, destrozada y sucia pero ropa al fin y al cabo. Pero sus manos… sus manos eran apenas un puñado de sarmentosos gusanos que le servían de dedos, cinco trocitos de hueso unidos por una escasa tira de piel ajada y desgarrada que parecía no bastar para sujetarlos. Y aquellas manos entraron en el agua turbia y salieron poco después con un alargado pez que aquella criatura, pues aún hoy me niego a llamarla hombre, se llevó a la boca inmediatamente, comiéndolo mientras el desdichado animal aún daba saltos intentando volver al agua.
Y a su lado, de pie, había otra criatura parecida, otro ser de apariencia también humana, en cuyo rostro destacaban cruelmente los ojos hundidos y ensangrentados, llenando unas cuencas exageradamente grandes y atrayendo toda la atención de quien quiera que le mirase hacia aquella cara que más parecía una calavera colocada sobre los hombros de un muerto.
Estaba horrorizado, lo admito, desconcertado y al mismo tiempo paralizado por el terror. Aunque la noche que huimos del «Almirante Benbow» había sido una noche oscura, las continuas y repetidas veces que había visto el dedo de Dirk apuntándome malignamente habían grabado su rostro en mi mente, un rostro que estaba viendo ahora mismo ante mí, comiendo pescado vivo. Si no era Dirk, que tal vez no lo fuese, pues cómo habría podido llegar hasta allí, era sin duda alguien de su misma especie, alguien que en modo alguno podía llamarse humano.
Así que ante mí tenía dos de aquellos zombis, que de criaturas de las tinieblas habían pasado a ser criaturas sin más, pues eran capaces de salir y actuar a plena luz del día, y detrás de mí al menos otros dos, pues vista su ferocidad, claro estaba que ya habrían acabado de comerse al desgraciado marinero de La Hispaniola. Y perdonadme la crudeza, pero tales fueron los hechos y, aunque no guste leerlo, no solo lo mataron, sino que se lo comieron mientras yo corría.
Fue entonces cuando, abstraído como estaba, una mano, esta sí de hombre, me tapó la boca y otra me agarró de tal forma que me volteó sin apenas dejar que me diese cuenta hasta arrojarme al suelo. Y cuando apenas me estaba preguntando qué había podido pasar para que yo cambiase mi observatorio tras un árbol por una dura roca del suelo, un rostro barbudo y sucio se acercó a mí, diciéndome:
—¡Shssss! ¡Silencio! ¡Silencio o somos hombres muertos! Traté de resistirme, pero mi forcejeo fue cortado de raíz por la mayor fuerza de aquel hombre, que insistía:
—¡No, no, no! ¡Silencio, silencio, joven amigo, o nos matarán! ¡No soy uno de ellos! ¡Soy un hombre! ¡Soy uno de los tuyos! ¡Soy un hombre!
Tuvo que repetirlo varias veces, y yo mismo tuve que dejar de luchar para comprender que, efectivamente, era un hombre lo que tenía ante mí. Un hombre barbudo, delgado, vestido con un extraño y burdo traje hecho con piel de cabra y que calzaba unos aun más extraños mocasines hechos del mismo material.
—¡Silencio, joven caballero!
Era más una petición que una orden. Era, en realidad, una advertencia, no otra cosa. Así que me relajé, le di a entender como pude por señas que estaba de acuerdo con él y que no gritaría, y entonces él, lentamente, retiró su mano de mi boca.
Lo agradecí como pocas veces, porque aquel hombre olía a cabra y a suciedad; tanto, que ya tenía mis dudas de si el hedor de la charca provenía de las extrañas criaturas o más bien de mi no menos extraño amigo. Pero, mirándole con un poco más de detalle, no vi en él expresión alguna de fiereza o de deseos de matar. Cosa que podría haber hecho mucho antes y con toda comodidad, dicho sea de paso.
De manera que, lentamente, se apartó de mí, insistiendo una vez más:
—Silencio, joven. Silencio, pues nos va la vida en ello.
—¿Quién sois? ¿Y qué son esas extrañas criaturas?
—¿Quién soy? —el extraño personaje ladeó la cabeza varias veces, como si le costara recordarlo—. Soy… no sé quién soy. En otro tiempo fui marino, un buen marino que hizo cosas malas llamado Ben Gunn. Sí, ese fui yo, luego ese puede que siga siendo.
Aquel nombre me resultó levemente familiar, como si lo hubiese oído en alguna otra parte, aunque no pude recordar dónde, evidentemente.
—Yo soy Jim Hawkins —contesté.
—Hawkins… Jim Hawkins —repitió Ben Gunn, como si por hacerlo fuese capaz de retener mi nombre—. El joven marinero Jim Hawkins, pues supongo que marinero sois y que habéis venido en ese barco…
—Sí, estáis en lo cierto…
Intenté levantarme, pero entonces Ben Gunn apoyó una de sus manos en mi pecho y dijo:
—¡No! No os levantéis, joven marinero Hawkins, no aún. Agachados y en silencio, así hemos de estar para salvar nuestras vidas… Seguidme, joven Hawkins, seguidme hasta lugar seguro…
Y al momento, sin preocuparse de si yo le seguía o no, Ben Gunn comenzó a gatear por la selva, arrastrándose a veces entre la hierba, alejándose de la charca. Lógicamente le seguí, pues ninguna intención tenía de permanecer al lado de criaturas semejantes, y mi mayor agilidad me hizo alcanzarle enseguida, de manera que pronto reptábamos los dos cómicamente, si no fuera porque la situación poco tenía de cómica y más bien todo de terrible tragedia.
Al cabo de un buen trecho, cuando ya mis rodillas y mis codos habían dejado de gruñir por el esfuerzo y se habían puesto a protestar abiertamente, mi extraño guía se detuvo, se puso en pie de un brinco y hasta pareció olfatear el aire como un sabueso que busca una pieza.
—Ya está, ya nos hemos librado de ellos —dijo—. Podéis levantaros, joven amigo Hawkins.
—¿Estáis seguro? —pregunté incorporándome.
—Claro. ¿No lo veis? Apenas huele, ya no hay rastro de su hedor… ¿Acaso no lo notáis?
—Lo único que noto es un olor a cabra. Un intenso olor a cabra, como si estuviese rodeado por ellas.
—No, no, no, no… Solo estáis rodeado por mí, joven marino —sonrió Ben Gunn, si es que a la mueca que me dedicó con su manchada y deteriorada boca se le podía llamar una sonrisa—. La única cabra que veis soy yo, puesto que de ellas visto. Visto ropa de cabra, bebo leche de cabra y como carne de cabra desde que me abandonaron en esta isla maldita.
—¿Que os abandonaron? Pero… ¿quién pudo cometer tal atrocidad?
—Oh, no fue una atrocidad… No, no, señor, en su sucio corazón no fue una atrocidad, creedme que fue un gesto de generosidad por mis buenos servicios en los buenos tiempos… —Ben Gunn se inclinó un poco sobre mí cuando añadió—: El capitán Flint creyó más generoso dejarme aquí en lugar de matarme.
Sentí un escalofrío al oír de nuevo aquel nombre. Y yo estaba otra vez ante uno de sus hombres, aunque hay que decir en defensa de Ben Gunn que en modo alguno parecía un terrible pirata y que no había mostrado intención de hacerme daño. Aun así me quedé paralizado, cosa de la que se debió dar cuenta, porque enseguida me dijo:
—¡Oh, no, joven Hawkins, no temáis! ¡No, no, no, no! Ya no soy uno de ellos. Lo fui hace tiempo, sí, he de reconocerlo puesto que fueron muchas las maldades que hice, pero ya no, ¡ya no! Esta isla llena de maldad ha tenido en mí el efecto contrario, me ha hecho virar de bordo y ser… ser… una buena persona. Os lo juro…
Me miraba, suplicante, como si temiera que fuese yo quien le fuera a hacer daño. Y cierto era que no parecía en modo alguno peligroso, ni poseedor de malas intenciones.
—Creedme, joven marinero Hawkins, que mis días de abordajes han quedado atrás, tan atrás como los años que llevo aquí purgando mis culpas… Solo, abandonado de todos y sin un mal trozo de queso que llevarme a la boca… —De pronto me miró fijamente y me agarró de las solapas, diciéndome—: ¿No tendréis un trozo de queso, joven amigo Hawkins? ¿Un pequeño, simple y delicado trozo de queso que poder llevarme a la boca después de tantos años? ¡Unas migajas! ¿Unas migajas, tal vez, en el forro de vuestra casaca? Una migaja de queso para el pobre desgraciado de Ben Gunn en alguno de vuestros bolsillos…
Me costó liberarme, y más aun me costó convencerle de que ni en el más remoto de mis bolsillos había una triste migaja de queso, pero finalmente pude soltarme de nuevo.
—Ahora mismo no, pero si me ayudáis a volver con mis amigos, seguro que el doctor Livesey os dará un buen trozo de queso, tenéis mi palabra.
—Ah, joven Hawkins, ¡gracias! ¡Gracias! Oh, perdonadme, perdonad a este viejo Ben Gunn, llevo solo tanto tiempo que ni siquiera sé cómo dar las gracias por esto…
—Bien hecho está, descuidad —a mi pesar, creo que hasta sonreí y todo—. Y ahora acompañadme y ayudadme a encontrar a mis amigos.
—Sí, sí, eso haremos… Estarán a bordo de vuestra nave, ¿verdad? Nobles marineros como vos…
En ese punto me detuve y Ben Gunn me miró fijamente. Comprendiendo la situación, apoyé una mano en su hombro y le conté con pesar que a bordo, precisamente a bordo, sí se encontraban mis amigos, pero sitiados por sus antiguos compañeros de armas, la tripulación de Flint a la que habíamos traído sin saberlo.
Ben Gunn se derrumbó en el suelo, sentándose de igual modo que como se arroja un fardo y cubriéndose el rostro con las manos. Mientras yo le contaba la suerte de engaños en la que habíamos caído, viajando sin saberlo con un grupo de rufianes, Gunn apenas se movió y creo que incluso sollozaba de puro miedo, aunque no podría jurarlo puesto que apenas hacía unos extraños movimientos y a veces más que llorar parecía que reía. Sin embargo, cuando terminé de exponerle la situación, el antiguo pirata se levantó y sacudió la cabeza para tratar de librarse de la tristeza que se había apoderado de él.
—Vayamos, vayamos, joven marino Hawkins, en busca de vuestros amigos honrados, si es que alguno de ellos es tal cosa y si es que siguen vivos. Pues debéis saber que, además de los piratas, en esta isla hay que tener cuidado con las criaturas que la habitan…
¡Las criaturas! Las había olvidado, fascinado por el encuentro con Ben Gunn.
—¡Las criaturas! ¿Qué son esos seres? Porque parecen hombres, pero al mismo tiempo no lo parecen…
Ben Gunn se detuvo y me agarró febrilmente del brazo.
—¡No lo son! No son hombres, señor Hawkins. No, no, vive Dios que no… No son hombres, a decir verdad. Hubo un tiempo en que lo fueron, sí, cierto es, mas no ahora.
—Pero… ¿qué son? —insistí—. ¿Son esos zombis?
—Los españoles los llaman zombis, sí, decís bien —me susurró—. Los descubrieron cuando llegaron al Nuevo Mundo, y contra ellos libraron cruentas batallas por todas las islas. Pero ni siquiera los españoles, escuchadme bien, joven marinero Hawkins, que son quienes han podido vencerles, saben lo que son. Criaturas que murieron pero que se quedaron en el mundo de los vivos… Hombres que están muertos, que no hablan, no sienten ni respiran como vos o como yo, pero que caminan… y matan. Seres que se alimentan de carne humana, que matan y se comen a uno, y a la vez muerden y transforman a otro en lo que son, para asegurarse de que siempre habrá zombis… Son hijos del demonio, joven Hawkins, criaturas de Satanás que caminan por la tierra para llevar la muerte y la desolación allá donde van.
Me quedé petrificado, con el corazón encogido de miedo, pero en ese momento un atronador cañonazo recorrió la límpida atmósfera trayendo hasta nosotros su estampido.
—¡Cañones! —gritó Ben Gunn—. ¡Cañones! ¡Guerra! ¡Muerte!
Comenzó a gritar, dando saltos, pero yo me desasí de su brazo y eché a correr en dirección al cañonazo, atravesando la selva. Ben Gunn, en cuanto se vio solo, emprendió la marcha detrás de mí, llamándome, pero su voz apenas me llegó distorsionada por un nuevo estampido tan poderoso como el anterior.
Coroné una pequeña cumbre y de pronto me detuve, asombrado. Ben Gunn me alcanzó y también se detuvo, quedándose aun más asombrado que yo y con la boca, literalmente, abierta.
Porque ante nosotros, orgullosa y desafiante, lejana pero perfectamente visible, se alzaba la bandera de Inglaterra.