LA LLEGADA A LA ISLA
Cuando subí a cubierta, a la siguiente mañana, el aspecto de la isla había cambiado por completo. Aunque la brisa había amainado del todo, habíamos hecho mucho camino durante la noche y estábamos ahora encalmados a una media milla al suroeste de la costa oriental, que era muy baja. Bosques de un color gris cubrían gran parte del terreno. Es cierto que esta tonalidad monótona se interrumpía con bandas de arena amarilla en las tierras más bajas y con muchos árboles altos de la familia del pino, que descollaban sobre los demás, algunos solitarios y otros en grupos, pero la coloración general era uniforme y triste. Los montes se erguían bruscamente sobre la vegetación como torreones de pelada roca. Todos tenían extraña configuración, y El Catalejo, que sobrepasaba en dos o tres centenares de pies la altura de los otros, era también el de más rara forma: se alzaba casi a plomo por todos sus lados, y aparecía cortado de pronto en la cima, como un pedestal para poner sobre él una estatua.
La Hispaniola estaba balanceándose hasta meter los imbornales bajo el agua, en la gran ondulación del océano. Las botavaras tiraban violentamente de las garruchas, el timón daba bandazos de un lado a otro y todo el barco crujía, rechinaba y se movía como una fábrica en pleno trabajo. Tuve que agarrarme con fuerza a un barandal, y el mundo entero daba vertiginosas vueltas ante mis ojos, pues aunque era yo un regular marinero con el barco en marcha, esto de estar parado y rodar de aquí para allá como una pelota era cosa a la que nunca pude acostumbrarme sin sufrir, sobre todo de mañana y con el estómago vacío.
Quizá fuera esto; acaso fue el aspecto de la isla, con sus bosques melancólicos y grises y sus abruptos peñascales, y las rompientes que oíamos y veíamos cubrirse de espuma y retumbar sobre la escarpada playa…; o quizá la amenaza latente que creía percibir en sus bosques en forma de misteriosos seres no-muertos, pero lo cierto es que, aunque el sol resplandecía brillante y caluroso, y pudiera suponerse gozoso a cualquiera de llegar a tierra después de tanto tiempo en el mar, se me bajó el alma a los pies.
Teníamos por delante toda una mañana de trabajo abrumador, pues no había señal alguna de viento y era necesario echar los botes al agua y tripularlos y remolcar el buque tres o cuatro millas, dando la vuelta a la punta de la isla y metiéndonos luego por el estrecho canal hasta el fondeadero que estaba detrás de la Isla del Esqueleto. Me fui de voluntario en uno de los botes, donde, por supuesto, no hacía falta ninguna. El calor era insoportable y los marineros gruñían rabiosamente mientras trabajaban. Anderson patroneaba mi bote, y en vez de mantener la disciplina entre la tripulación, murmuraba más alto que ninguno.
Fondeamos precisamente donde estaba el áncora en el mapa, a un tercio de milla de las dos costas, teniendo a un lado la isla grande y a otro la Isla del Esqueleto. El fondo era de arena limpia. El chapuzón del ancla hizo levantarse nubes de pájaros que giraban chillando sobre los bosques; pero en menos de un minuto volvieron a posarse, y todo quedó otra vez en silencio.
El fondeadero estaba rodeado de tierra por todos lados, en medio de bosques; los árboles llegaban hasta la marca de las mareas altas; las costas eran llanas por la mayor parte, y las cumbres de los montes se alzaban alrededor, a cierta distancia, en una especie de anfiteatro: una aquí y otra allá. Dos riachuelos, o mejor dicho, dos pantanos, desembocaban en aquel lago, pues así podía llamársele, y el follaje en aquella parte de la costa tenía como una especie de ponzoñoso lustre. Desde el barco no podíamos ver nada de la casa o de la estacada, porque estaban enterradas entre los árboles, y a no ser por el mapa que estaba en la cámara, pudiera creerse que éramos los primeros que habían anclado allí desde que la isla surgió de los mares.
No se movía una bocanada de aire, y solo rompía el silencio el tronar de las rompientes, a media milla de distancia, a lo largo de las playas y contra las rocas en el exterior. Un olor raro, como de aguas estancadas, se cernía sobre el fondeadero: olor de hojas en remojo y de troncos podridos. Vi que el doctor no hacía sino aspirar por la nariz, como quien prueba un huevo que no está fresco.
—No sé si habrá por aquí tesoros —dijo—, pero apuesto la peluca a que hay fiebre.
Pero si la conducta de los marineros había sido alarmante en los botes, cuando volvieron a bordo se hizo francamente amenazadora. Se tendieron por cubierta en grupos que charlaban y gruñían. La más ligera orden era recibida con miradas aviesas y ejecutada rezongando y de mala gana. Hasta los marineros honrados se habían contagiado, pues no había ninguno a bordo que pudiera servir de modelo a los otros. Pese a los intentos de John Silver de suavizar las cosas, estaba claro que cualquier motivo, por fútil o intrascendente que pudiera parecer, podría encender una chispa que hiciese explotar la nave.
El propio capitán Smollet lo reconoció cuando, poco después, nos reunimos todos en la cámara.
—Si me arriesgo a dar otra orden, se nos va a venir encima todo el barco. Ahora mismo, señores, las cosas están así: Me dan una mala contestación; pues bien, si se la devuelvo, los puños van a andar por el aire enseguida; si me callo, Silver va a ver que hay gato encerrado, y el juego está descubierto.
—¿Y qué podemos hacer?
—Dejarles en paz. Quiero decir, demos a los marineros una tarde de asueto en tierra. Si se van todos, nos apoderamos del barco y lo defenderemos. Si ninguno se va… bueno, pues entonces nos fortificamos en la cámara y que Dios ayude a los buenos. Y si se van solo algunos, acuérdense de lo que les digo: Silver los traerá a bordo tan mansos como corderos. No le interesa armar jaleo antes de tiempo y, aunque no sé qué tiempo es ese, si hemos llegado hasta aquí, es que aún nos quiere para algo. Echémoslos a tierra y entre medias busquemos cualquier cosa que dispare.
Nos miró fijamente y luego añadió, mirando al caballero Trelawney y con una pizca de ironía:
—Esta es mi opinión, naturalmente. Solo mi opinión.
La pulla sobraba, estaba claro, puesto que todos estábamos ya en manos del capitán y de su buen juicio. Así que explicamos la terrible situación a Tom, Joyce, Redruth y Hunter y les dijimos que recogieran todas las armas que pudieran y se atrincheraran con nosotros en la popa. Luego el capitán «premió» a los marineros con una agradable tarde en tierra.
Todos estallaron en gritos de júbilo, como si tal vez creyeran que bajar a tierra significaba ya ponerse a recoger puñados de oro y joyas, pero lo cierto es que, una vez organizada la peculiar expedición en dos botes, solo seis de los marineros se quedaron a bordo.
¿Que por qué me lancé sobre la proa de uno de ellos y me encontré de pronto navegando hacia tierra en un bote lleno de piratas? Bueno, el impulso que tuve en ese momento no supe explicarlo nunca, ni en el anterior relato que hice de este viaje ni tampoco las veces que lo he narrado a mis conocidos o a mis propios hijos. Quizá porque seis marineros contra seis de los nuestros me pareció un número igualado y que me permitiría alejarme, puesto que en nada se me necesitaba entonces si había lucha. O porque a lo mejor pensé que no podíamos dejar solos a los piratas y no saber qué tramaban…
No lo sé. Hoy sigo sin saberlo, pero lo hice. Así que, después de una espectacular regata entre los dos botes en la que tuve la suerte de estar en el que salió con cierta ventaja, me encontré con que de pronto tocábamos tierra y con que yo saltaba como un loco por la playa mientras oía detrás de mí la voz de Silver llamándome:
—¡Jim, Jim! ¡Vuelve, Jim!
Corriendo como un gamo me interné en la selva, justo cuando Silver me llamaba de nuevo con unas palabras que ya no acerté a oír:
—¡Vuelve, Jim! ¡Vas derecho al pantano de los zombis!