CÓMO NO, MI PASO POR EL BARRIL DE MANZANAS
Huelga decir que las palabras del capitán Smollet sobre aquellos fantásticos seres llamados zombis nos llenaron a todos de una gran consternación, sobre todo a mí, puesto que ya no tenía ninguna duda de que lo que había visto en la cuesta del camino del «Almirante Benbow» había sido el ataque de uno de aquellos seres. Cómo el pirata Dirk se había convertido de repente en un zombi mientras el resto de sus compañeros seguía siendo simplemente —y nada menos— un puñado de piratas era algo que se me escapaba, pero estaba convencido de que así era; hasta tal punto que hubiera apostado mi peluca si la hubiera tenido. Por no mencionar cómo había ido a parar un engendro semejante a las puertas de mi posada, o qué había sido de él desde la muerte de Pew hasta ahora, dos cuestiones para las que era harto improbable que encontrase una respuesta, por más extraña o disparatada que fuese.
Pero lo cierto era que, más allá de mis temores, por más bien fundados que estuviesen, que lo estaban, la travesía seguía su curso, de modo que seguiré mi relato donde lo dejé; es decir, tras la discusión en el camarote del capitán acerca de si le gustaba o no el viaje. Estábamos en esas, de manera que los marineros rezongaron y protestaron, algunos además con buenas dosis de vehemencia, al tener que trabajar transportando de nuevo la pólvora y las armas en cumplimiento de las órdenes del capitán Smollet, cosa que hicieron hasta bien tarde aun a riesgo de perder la marea, y todos, en definitiva, pasamos la noche en un gran barullo, estibando cuanto nos era necesario para nuestro viaje y atendiendo a quienes venían en botes a despedirse del caballero Trelawney y del doctor Livesey.
Así que, finalmente, con las primeras luces del alba, los cabrestantes chirriaron, las velas se alzaron orgullosamente contra el cielo aún oscuro y las voces de la tripulación entonaron de nuevo esa canción que yo mismo, inconscientemente, he convertido en una de las que más utilizo en mis momentos de ocio o incluso trabajando, cuando canturreo entre dientes solo para mí:
Quince hombres van en el cofre del muerto.
¡Ay, ay, ay, y la botella de ron!
La bebida y el diablo acabaron con el resto.
¡Ay, ay, ay, y la botella de ron!
El áncora pudo zafarse, y en un instante colgaba de la proa goteando agua y cieno; pronto las velas comenzaron a tomar viento, y la tierra y los barcos a desfilar a uno y otro lado, y antes de que pudiera echarme para gozar de una triste hora de sueño, La Hispaniola había empezado su viaje a la Isla del Tesoro.
No voy a relatar todos los acontecimientos de aquella travesía, ya que no lo hice cuando escribí mi anterior relato y tampoco creo que deba extenderme en este punto, precisamente cuando es ahora cuando más cosas tengo que contar. Fue, en conjunto, feliz; lo fue siempre, en mi primera historia y ahora que estoy dispuesto a relatar, esta vez sí, todo cuanto sucedió en la isla. La goleta demostró ser un buen barco; los tripulantes, marineros competentes; el capitán, muy versado en su oficio… Todo, pues, parecía ir encaminado a lo que había pensado y anunciado el caballero Trelawney: una sencilla travesía, un par de días de excavaciones y un plácido viaje de vuelta.
Claro que, al igual que expliqué antes, sí merece la pena narrar algunos detalles que sucedieron durante nuestro viaje. El primero de ellos —el primero en suceder— tuvo que ver con una parte de las que no le gustaban al capitán Smollet y que, cuando detallé la conversación mantenida en la cámara de popa, dejamos de lado. En aquel entonces, el capitán incluyó a su segundo, el señor Arrow, entre las cosas que no le gustaban. Si en su momento no le dimos más importancia no fue por el detalle en sí, claro está, sino porque la presencia de seres muertos, o muertos a medias, o a punto de morir o como quiera que estuvieran, en la isla que íbamos a visitar nos pareció más relevante, pero el señor Arrow también cumplió sobradamente con los peores presagios.
Poco tiempo, hay que decir a favor del desdichado. Y es que a su incompetencia, rápidamente demostrada, se unió enseguida una cierta… llamémosla inclinación, hacia la bebida. Cómo la conseguía, a decir verdad que ni siquiera hoy, tanto tiempo después, soy capaz de saberlo, pero que el señor Arrow a veces se caía, causándose heridas; otras se pasaba todo el día tumbado en su litera, en un rincón de la caseta, y en raras ocasiones, y durante uno o dos días, estaba casi despabilado y atendía tal cual a sus obligaciones, es más cierto que todo cuanto sucedió. Por mi honor. Nunca supimos cómo lograba beber, y por más que se encerraba bajo llave cualquier bebida alcohólica o espirituosa que se hallase a bordo, el señor Arrow aparecía en la cubierta tambaleándose y hediendo a ron, a ginebra o a cualquier otra cosa que se pudiese beber y fuese capaz de tumbar a un hombre. Hasta que un día no apareció, tras caerse por la borda una noche oscura con el mar de proa.
Nadie se apenó, pero tampoco se sorprendió. Y, además, demostré poca picardía —una vez más, pero esa falta la llevaba aparejada a mi corta edad— al no llamar la atención de nadie sobre unas extrañas marcas dejadas en la borda, a proa, cerca del bauprés y las redes de la delfinera, por donde pudo haberse caído el desdichado. Quizá temí que se me tomase por tonto, o que nadie me creyese o, directamente, que nadie me hiciese caso, lo que me habría dejado en mal lugar ante la tripulación, algo que no quería que sucediese.
Pero el caso es que yo vi, y por cierto que tan bien como veo la pluma con la que esto escribo, unas marcas como de arañazos, que además comprobé colocando mi mano y mis dedos sobre ellas, acompañadas de unas gotas de sangre en la balaustrada. Las seguí con la mirada hasta las redes, donde me pareció ver más manchas rojas, pero ya quedaban lejos de mi vista y además el capitán Smollet estaba llamándome con grandes voces, diciendo algo acerca del destino de los inútiles y de si yo quería saberlo de primera mano. Así que corrí a popa y el incipiente descubrimiento de que tal vez el señor Arrow no se hubiese caído sin más, sino que hubiese luchado con alguien de un modo terrible y desesperado, tanto que dejó las marcas de sus uñas sobre la gruesa madera de a bordo antes de caer al agua… se perdió con él.
Pero nos habíamos quedado sin piloto, y era, por supuesto, necesario ascender a uno de los tripulantes. El contramaestre, Job Anderson, era el más indicado de los de a bordo, y, aunque conservando ese título, sirvió en cierto modo como segundo. Mister Trelawney había navegado mucho, y sus conocimientos fueron de gran utilidad, pues muy a menudo se encargaba de una guardia en tiempo tranquilo. Y el timonel, Israel Hands, era un marino veterano, cuidadoso, agudo y de mucha experiencia y en quien se podía confiar en cualquier dificultad.
El viaje seguía, pues, su curso. En los momentos en los que no estaba especialmente ocupado, o que lograba escaparme de la, a veces, tiránica mirada del capitán Smollet, para mí era muy grato acudir a la cocina para poder charlar con John Silver, a quien sus camaradas llamaban «Barbecue», un apodo seguramente conseguido en sus anteriores años en el mar.
Tampoco me extenderé mucho en la figura de Silver, y espero que quien lea esto por segunda o tercera vez sepa disculparme. Y es que, para enmascarar cuanto sucedió en aquella horrible isla llena de zombis, en mi primer relato le di a Silver un protagonismo que nunca tuvo, disfrazando de ese modo la verdad. Sí es cierto que disfrutaba de la compañía de Long John, que me trataba casi como a un igual y que me contaba cosas de sus viajes, de los barcos y de los piratas, pero ya he dicho y repetido cientos de veces en apenas cuarenta páginas que esta vez iba a contar la verdad.
Y la verdad es que John Silver tuvo un papel mucho más pequeño del que todos piensan. Quien se acerque a esta historia por primera vez no notará la diferencia, pero quien haya leído la otra podrá echarle de menos. Bien, lo hecho, hecho está, como decía él mismo, y si entonces le utilicé para adornar mi relato, bien es cierto que antes me había utilizado él a mí para ganarse la confianza de los oficiales. Mano por mano, pues, y ya es hora de dejar a ese rufián en su cocina y con sus compañeros muertos.
Pero, explicado este punto y volviendo a la travesía que nos ocupa, debo admitir que le buscaba y que hablábamos a menudo.
—Ven por aquí, Hawkins —me decía cada vez que me veía—; ven a echar un párrafo con John. A nadie veo aquí con más gusto que a ti, hijo. Siéntate y oye las novedades.
Me gustaba estar con Long John, sí, tal vez porque me trataba con esa extraña mezcla de un padre y un camarada de armas, aconsejándome en unas ocasiones y compartiendo confidencias en otras, como si unas veces yo fuera el pequeño Jim y otras el piloto Hawkins… Además, la enorme influencia que Silver tenía en la tripulación hacía que, al pasar tanto tiempo con él, los curtidos marineros me viesen como algo más que un simple grumete. De hecho, todos le obedecían a él, todos le escuchaban y le respetaban, y en ocasiones era cuestión de plantearse si, pese a la eficaz y dignísima labor de Job Anderson, no hubiese sido más lógico ascender a segundo de a bordo al propio cocinero.
Sufrimos algunos temporales fuertes, que no hicieron sino poner a prueba las buenas partes de La Hispaniola. Todos a bordo parecían muy contentos y a fe que debieran haber sido muy difíciles de contentar para no estar satisfechos, pues creo que nunca hubo una dotación de barco tan mimada desde que Noé navegó los mares. Había ronda general de grog por el más nimio pretexto; se repartía pudin todos los días en que se celebraba algo, como, por ejemplo, si el caballero oía que era el santo de alguno, y siempre había un barril de manzanas destapado en mitad del combés para que las cogiera quien tuviese ganas.
Y es, precisamente, en ese barril de manzanas donde comenzó a cocinarse la segunda parte de esta historia, como aquellos que ya la conocen sin duda recordarán. Puesto que estaba tan a mano y al alcance de todos, el barril pronto comenzó a quedarse sin manzanas, de manera que, aquella noche, la que parecía que iba a ser por fin la última de nuestra singladura, cuando decidí comer una antes de acostarme, no me quedó más remedio que estirarme hasta casi el infinito, colgado del borde del barril, para tratar de alcanzar las apenas cuatro o cinco que quedaban en el fondo. Y, como es lógico y todo el mundo ya sabe, caí dentro del barril con menos estrépito del que debiera haber hecho un chico de mi edad y corpulencia.
Pero caí. Y el que sí hizo estrépito al sentarse fue alguien que se colocó instantes más tarde apoyando su espalda en el barril, que no fue otro que el propio John Silver, que decía:
—No, yo no. Flint era el capitán; yo era cabo de mar a causa de mi pata de palo. La misma andanada que me dejó sin pierna le apagó al buen Pew los faroles. Fue un maestro cirujano el que me la cortó, de colegio y todo, con el latín a calderadas y mucho saber; pero lo ahorcaron como a un perro, y lo dejaron secándose al sol, como a todos los demás, en Corso Castle. Era la gente de Roberts, ya sabes…
—¡Ah! —exclamó otra voz, la del marinero más joven de a bordo—. Ese era la flor del rebaño: nadie como Flint…
—Oh, el viejo Walrus, el barco de Flint… —evocó Silver—. Gran barco, sí señor, al que he visto yo todo empapado en sangre roja y a punto de hundirse con el peso del oro. Pero… ¿y su gente? Ah, su gente… qué triste historia tantas veces repetida. Con todo el oro que logramos… Pues aquí están a bordo la mayor parte, y contentos de que les llenen la tripa, pues andaban hasta ahora pidiendo limosna muchos de ellos. Pew, el que había perdido la vista, se gastó sin pizca de vergüenza mil doscientas libras en un año. ¿Y qué ha sido de él? Bien, ya está muerto y bajo las escotillas, pero en los dos últimos años el hombre andaba muriéndose de hambre. Pedía limosna, y robaba, y cortaba pescuezos, y se moría de hambre con todo.
—Bueno, pues entonces no sirve de mucho, después de todo —dijo el marinero.
—No sirve de mucho a los tontos, tenlo por seguro, ni eso ni nada —exclamó Silver—. Pero óyeme: eres joven, es verdad, pero listo como el aire. Lo vi en cuanto te eché la vista encima, y voy a hablarte como a un hombre.
Fácil es imaginar lo que sentí al oír a aquel abominable y empedernido bribón dirigir a otro las mismas frases de adulación que había empleado conmigo y con las que me había ganado abiertamente, pero también es fácil saber el escalofrío que me recorrió de arriba a abajo al escuchar que la tripulación de Flint era, ahora, la de La Hispaniola.
Lo que escuché a continuación fueron las lisonjeras palabras de Silver con las que logró dibujarle al marinero un mapa nuevo, un mapa lleno de aventuras, riquezas y felices camaradas, hasta que con un último gesto, contestó a las palabras de Long John con un sincero «pues ahí va mi mano y estoy en ello». Lo que quería decir que, si a la tripulación de Flint le faltaba algún miembro —el ciego Pew, o el señor Arrow tal vez—, ya lo habían reemplazado.
Entonces llegó un tercer hombre, sentándose con ellos, a quien Silver anunció alegremente:
—Dick ya está asegurado.
—Ya sabía yo que estaba asegurado —la voz del timonel Israel Hands me llegó limpia y clara como mi propia respiración—, pues se ve que es chico listo, eso lo supe en cuanto levamos el ancla.
—Pues ahora, atentos y a mi señal —ordenó Silver—. Ni una gota de ron, ni una voz más alta que otra, ni una mala mirada. Todos corderos y buenos tripulantes hasta que yo dé la señal.
—¿Y cuándo será eso? —gruñó Hands—. Porque no aguanto más al capitán Smollet, todo el día encima diciéndome esto y lo otro, y durmiendo en su cámara llena de riquezas…
—Cuando yo lo diga. ¡Prisa! ¿Para qué quieres prisa? Tenemos un buen barco y un buen capitán… Tendremos las bodegas llenas de oro, el barco bien abastecido y hasta un doctor para curarte la tripa, si es necesario. Esperaremos a que yo diga, y porque no me fío de vosotros, que si no, haría la mitad del viaje de vuelta con ellos…
—Pero, ¿acaso no somos todos marineros a bordo? —se extrañó Dick—. ¿Acaso no sabemos…?
—No, no sabemos —cortó Silver tajantemente—. Sabemos seguir una derrota, pero no sabemos marcarla. Sabemos que hay un tesoro, pero no sabemos dónde está porque el mapa de Billy Bones lo tienen ellos. Sabemos que hay una isla con seres extraños, pero no sabemos qué son ni dónde están… ¿O tú sí lo sabes? Pues esperaremos. Llenaremos las bodegas con el tesoro y daremos la vuelta como quieren los estirados caballeros.
—Pues no veo qué mal hay en un poco de diversión —insistió Hands—. Que todos han trabajado duro y se lo merecen.
—Israel, tu cabeza no es que valga para mucho, nunca ha valido, pero al menos tienes orejas y sabes escuchar. Pues hazlo. —Silver lanzó un suspiro, quizá de cansancio—. No es momento de fiestas. Sí, todos son alegres y se lo merecen, pero también lo era Pew, ¿recuerdas? Sus fiestas y las mujeres que nos traía eran fabulosas, pero… ¿dónde está ahora? Atropellado en un camino de mala muerte junto a una posada perdida junto al mar. ¿Y Flint? Yo le he visto irse a la cama con cuatro chicas a la vez, borracho, y acostarse con ellas sin quitarse las pistolas de la cintura, pero… ¿le ves tú ahora? No sabéis estar contentos si no estáis borrachos, y sois capaces de desperdiciar una oportunidad como esta por cuatro tragos mal bebidos.
—Vamos, John, no he hablado mal para que te enfades —Hands pareció enfadarse también—. Pues si vamos a empezar así, mal acabaremos.
—Guárdate tus gallerías de gallito, Israel —replicó Silver torvamente—. Todos sabemos que me gusta ir suave, a lo caballero, pero que estoy dispuesto a todo, y más por una montaña de oro. Recuerda que algunos temían a Pew, otros a Billy Bones y otros te temían a ti, pero que todos temíais a Flint… y que Flint me tenía miedo a mí. Ándate con guardia si en tu barco está Long John —advirtió.
—Bueno, ¿pues qué vamos a hacer con ellos? —intervino entonces Dick.
—Esperar. Y en cuanto llegue el momento y yo dé la señal, muerte. Solo pido una cosa —y al hacerlo, aunque yo no podía verlo, creo que estaba sonriendo—: que me den al caballero. Le arrancaré la cabeza del cuerpo con estas manos…
Los tres se rieron silenciosamente, pero entonces Dick volvió a preguntar, esta vez más comedido o, quizá, más temeroso:
—Y… ¿y qué vamos a hacer con esos demonios que viven en la isla? Esos… zombis o como se llamen.
—No conozco demonio alguno, ni zombi ni muerto viviente —repuso Silver rápidamente, atajando de paso la posible respuesta de Hands—. Si no sabemos qué son, se lo preguntaremos a alguien que lo sepa, pero ten presente esto, joven Dick: caminan, como los hombres, y se mueven y matan, como los hombres, así es que pueden dejar de moverse y pueden morir… como los hombres. Si muerden en vez de usar el sable, pues habrá que sacarles los dientes, pero morirán si se cruzan en nuestro camino. ¿Demonios? ¡Quia! Los demonios somos nosotros, muchacho…
De nuevo el trío de rufianes estalló en una alegre carcajada, disipando sus temores al soplo de la brisa, hasta que, con la última risotada, Silver añadió:
—Anda, Dick, y ahora sé bueno y tráeme una manzana, que parece que me gruñe la bodega de mis tripas…
Dick se levantó, presto a cumplir la orden; mi corazón estuvo a punto de pararse al ver que iba a ser descubierto y, entonces, quizá enviada por el Señor, una voz gritó desde lo alto de la cofa:
—¡Tierra!