LOS PELIGROS DE LA TRAVESÍA
En mi calidad de paje o ayuda de cámara, o hasta de grumete, pues los tres cargos ostentaba por más que no dejasen de ser en el fondo uno solo y a todas luces el mismo, pronto ocupé un valioso espacio en aquella singladura, teniendo mis oídos puestos en todas partes a un tiempo y enterándome y sabiendo cosas que quizá no debieran haber sido escuchadas por alguien tan joven y tan, al menos aparentemente, poco valioso en el viaje.
Ya a pocas horas de zarpar presencié la primera de unas cuantas discusiones entre el señor Trelawney, almirante de La Hispaniola y de nuestro viaje, y el capitán Smollet, encargado de guiarnos a todos bajo su mando, quien la víspera se reunió con el caballero y el doctor Livesey, supongo que sin reparar en mi presencia, con el objeto de tratar algunos asuntos que le inquietaban. Lo cual he de decir que hizo sin perder apenas el tiempo, puesto que en cuanto se hubo servido el vino, el capitán Smollet se irguió en toda su estatura, que era mucha, y manifestó sin ambages y con tono firme:
—No me gusta este viaje. No me gusta esta tripulación ni me gusta mi segundo. Y no tengo nada más que decir.
Sus palabras, como era de esperar, causaron una profunda conmoción en el doctor Livesey, sorprendido e inquieto por aquel disgusto, y un incipiente ataque de ira en el caballero Trelawney, quien, visiblemente molesto, masculló a modo de respuesta:
—¿Y, por ventura, hay algo que le guste? ¿No le gusta a usted su barco?
—Eso no lo puedo decir, puesto que aún no lo he probado en la mar. Parece un barco muy marinero, pero nada más.
—¿Y probablemente tampoco le gusta a usted su dueño? —gritó Trelawney.
Aquí fue donde, afortunadamente para todos, terció el doctor Livesey, que preveía una carga de profundidad mayor en las duras y descarnadas palabras del capitán Smollet.
—¡Alto ahí! —exclamó antes de que el capitán pudiera contestar—. Tales preguntas y sus posibles respuestas solo nos llevarán al enfado. El capitán ha dicho mucho, o poco, aún no lo tengo claro, por lo que le ruego que sea tan amable de aclararnos sus palabras. Dice que no le gusta el viaje —añadió, mirando fijamente al capitán—. Sepamos, pues, por qué. Por favor.
Smollet suspiró y contestó con el mismo tono firme de antes, aunque un poco más suavizado.
—Yo he sido contratado, señor mío, con lo que se suele llamar «órdenes selladas», para conducir este buque adonde este caballero tenga a bien decirme que lo lleve. Hasta ahí todo va bien. Pero ahora me encuentro con que hasta el último marinero sabe más de lo que yo sé. Y a eso no lo llamo yo correcto, por no decir otras palabras mucho más groseras e impropias de caballeros, pero que mi temperamento me empujará a decir de un momento a otro; sépanlo ustedes.
—No, no lo llamaría correcto yo tampoco —concedió el doctor Livesey.
—Además —añadió el capitán—, he sabido que vamos en busca de un tesoro… ¡y lo he sabido por mis propios marineros! No me gustan los viajes en busca de tesoros, y menos cuando se supone que son secretos y en realidad se ha contado el secreto hasta al loro.
—No será tan secreto a voces —protestó el caballero Trelawney—. Sabéis tan bien como yo que los marineros exageran cuando hablan, ya sea de abordajes, de mujeres o de riquezas…
—No es exageración, señor… Caballero… Almirante —terminó, con una pizca de sorna que la seriedad de su rostro solo hizo visible para el doctor Livesey, avezado en este tipo de recursos en las conversaciones—. Les diré a ustedes lo que yo mismo he oído: que tienen un mapa de una isla, que hay cruces en el mapa para señalar dónde está el tesoro, y que la isla está… —e indicó la latitud y la longitud precisas.
Por un momento, todos nos quedamos casi con la boca abierta, sorprendidos de que tal secreto, que ni siquiera he contado ni en este, ni en el anterior ni en ninguno de cuantos relatos pude hacer de esta aventura, fuera cosa tan sabida por la tripulación como dónde estaban la proa o la popa. ¡Y eso que ni siquiera habíamos zarpado! Pronto tendríamos encima a todos los bribones de Bristol pretendiendo subir a bordo si tal secreto, como parecía, corría ya como la pólvora o el ron barato por los muelles.
—¡Nunca le he dicho eso a nadie! —protestó airadamente el caballero Trelawney, a quien veladamente acusábamos de lenguaraz con nuestras frías miradas—. ¡Has debido de ser tú, Livesey, o Hawkins, quien lo ha dicho!
—Ahora ya no importa quién fuera. El caso es que los marineros lo saben, y quién nos dice que no lo sepan también los que están en tierra —respondió el doctor. Luego, dirigiéndose a Smollet, dijo—: Bueno, pues ahora, y en resumidas cuentas, díganos usted lo que quiere, capitán.
El capitán Smollet se sentó en un sillón frente al caballero Trelawney y el doctor Livesey, mirándoles con el ceño ligeramente fruncido.
—Bien, ya que me han escuchado hasta aquí, y confieso que no daba un penique por ello, aprovecharé para que escuchen unas cuantas cosas más. No me gusta la tripulación, ya lo he dicho, y creo que se debería haberme dejado que los escogiera yo, pero no vamos a eso. He visto que están colocando la pólvora y las armas en la bodega de proa, pero… hay sitio de sobra bajo la cámara; pónganlas allí. También he visto que vienen con su gente cuatro hombres, y que algunos dormirán en el castillo de proa, con los demás… ¿por qué no alojarlos en los camarotes de popa?
—Ya lo veo —dijo entonces Livesey—. Quiere usted hacer una especie de fuerte en la popa del barco, con todas las armas y los servidores de mi amigo custodiándolo. O sea, teme usted una rebelión.
El capitán Smollet se irguió de pronto como si le hubiera pinchado, y tajantemente contestó:
—Señor mío, no ponga en mi boca palabras que yo no he dicho, se lo ruego. Ningún capitán que se precie saldría a la mar si creyera eso, y yo me precio de ser un buen capitán. No, señor, tampoco tiene nada que ver con el hecho de que no me guste mi tripulación. Tiene que ver con lo que nos ocurrirá cuando arribemos a la isla y encontremos el tesoro. Si lo encontramos.
—¿A qué se refiere usted? —inquirió el caballero Trelawney, quien, a pesar de su enfado con el capitán, no pudo evitar la curiosidad provocada por tan enigmáticas palabras—. ¿Acaso teme una rebelión una vez encontremos el tesoro?
—Dale otra vez. No he hablado de rebeliones, señor mío —respondió secamente el capitán—. Aunque sean la cosa más común cuando el barco viaja con las cuadernas forradas de oro. Yo hablo de otra cosa, de un extraño peligro que ronda las aguas a las que nos dirigimos.
—No hay constancia de monstruos marinos que… —empezó el doctor.
—Ni yo tengo constancia de ellos tampoco —interrumpió el capitán—, ni en esas ni en otras aguas, más allá de los océanos de ron de quienes inventan esas terribles historias de ballenas que hunden barcos y de monstruos asesinos del tamaño de una fragata. No, señor mío, yo hablo de lo que narraron oficiales de la Marina y el Ejército que, una vez en esas latitudes, pisaron tierra y hallaron terror y muerte.
Confieso que al oír esas palabras vino a mi mente, de nuevo, la imagen del pirata Dirk devorando los restos de Pew y mirándome y señalándome con su dedo. Pero el caballero Trelawney fue más rápido y más vehemente que yo cuando exclamó:
—¡Buen Dios, capitán, ¿queréis hablar claro de una vez?! Que estáis diciendo sin decir y así poco sacaremos en claro de vuestros temores…
—Hablo así, señor mío, porque tampoco se sabe a ciencia cierta qué o quiénes habitan aquellas islas. Sí se sabe, pues así consta incluso en algunos informes que la Marina trata celosamente de ocultar, que algunas tripulaciones fueron atacadas por extraños seres de siniestro aspecto a quienes las balas no podían matar y que devoraban los cadáveres de los desdichados que caían en sus manos.
Pensé de nuevo en el pirata Dirk y en cuanto había visto —cómo pensar en otra cosa al oír aquello—, pero en lugar de apoyar las palabras del capitán, seguí escuchando su firme voz, que decía:
—Hablan de una numerosa tropa, de casi una tripulación entera capaz de devorar a un regimiento, que se alimenta de la sangre de sus víctimas y a la que no se puede matar… porque dicen que ya están muertos. Los esclavos y los nativos los llaman zombis, y dicen que son almas en pena, muertos que no encuentran el camino hacia el cielo o el infierno.
—Me sorprende que un hombre como vos crea esas supersticiones de marino regado en grog —contestó el doctor Livesey—. Os hacía menos…
—Hacedme lo que queráis, doctor —repuso Smollet, molesto—. Yo digo lo que he leído en un escrito de un oficial de la Marina inglesa, no lo que he oído en una taberna una noche de invierno.
Se levantó, como si diera por finalizada aquella reunión, pero aún antes de irse añadió:
—Caballeros, he venido aquí a expresar mi opinión sobre el viaje, la tripulación y los peligros que afrontaremos, y ya lo he hecho. En este punto, nadie podrá decirme que no he cumplido con mi deber. El resto del viaje responde, como ya se ha dicho, a las órdenes selladas. Y por lo que a mí respecta, mis motivos tengo para anunciaros lo siguiente: Dicho todo esto, llevaré el barco hasta donde se me diga, encontraré el tesoro que haya que encontrar, mataré a quien haya que matar, sea o no de este mundo, y estaré de regreso en Bristol antes del invierno.
Nos miró uno por uno, como si esperase una respuesta, pero yo no era el más indicado para darla, obsesionado con la imagen del dedo ensangrentado de Dirk señalándome, y el caballero Trelawney estaba demasiado asombrado para decir nada. Fue, finalmente, el doctor Livesey quien contestó con su acostumbrada calma:
—Gracias, capitán Smollet. Apuesto mi peluca a que será como usted dice.