LOS PAPELES DEL CAPITÁN BONES
De que así es como sucedió todo da fe mi anterior relato, calcado aquí punto por punto a excepción del incidente de Dirk y su mirada maléfica hacia mí. Y aunque tuve pesadillas y me costaba cerrar los ojos por la visión terrible de su dedo ensangrentado apuntándome en la oscuridad de la noche, lo cierto es que mi espíritu joven y la emocionante aventura en la que íbamos a embarcarnos contribuyó a dejar caer en el olvido su feroz ataque al cadáver de Pew.
Y es que el legajo de papeles envuelto en hule que me había llevado del cofre de Bones había resultado ser, como descubrimos cuando el caballero Trelawney, el doctor Livesey y yo mismo lo abrimos en casa del primero, un mapa. El mapa de una isla, con latitud y longitud, sondajes, nombres de colinas, bahías y calas, y todos los detalles precisos para llevar a una nave a seguro fondeadero en sus costas. Tenía unas nueve millas de larga por cinco de ancha y la configuración, pudiera decirse, de un dragón rampante y obeso; y había en ella dos puertos bien abrigados, y en la parte central un monte denominado «El Catalejo». Se veían varias adiciones hechas en fecha posterior; pero, sobre todo, tres cruces en tinta roja: dos en el norte de la isla y una en el suroeste, y junto a esta última, escritas con la misma tinta y con fina letra, muy distinta de los torpes garabatos del Capitán, estas palabras: «Grueso del tesoro, aquí».
En el dorso, y con la misma letra, aparecían estos otros datos:
«Árbol alto, lomo de El Catalejo, demorando una cuarta al N de NNE.
Isla del Esqueleto ESE y una cuarta al E.
Diez pies.
El lingote de plata está en escondite norte; puede encontrarse por dirección último montículo, diez brazas sur del peñasco negro que tiene una cara.
Las armas se hallarán en la duna N, punta del Cabo norte de la cala, rumbo E y una cuarta N.
J. F.»
Era sin duda, como enseguida reconoció con grandes voces el caballero Trelawney, el mapa de un tesoro, pero de un tesoro excepcional, puesto que sin duda pertenecía al capitán Flint, un nombre que a mí poco o nada me decía pero que a aquellos más avezados en viajes de ultramar provocaba hasta escalofríos. Pues se decía que solo su fortuna era mayor que su crueldad.
No perdió tiempo Trelawney en organizar todo lo necesario para emprender el viaje rumbo a aquella isla, dispuesto y entusiasmado como nadie para poder hacerse con el tesoro de Flint.
—Livesey —dijo—, vas a abandonar inmediatamente esa mezquina medicina tuya. Mañana salgo para Bristol. En tres semanas…, dos semanas…, diez días, tendremos el mejor barco, sí, señor, y la primera tripulación de Inglaterra. Hawkins irá como ayuda de cámara, y ¡valiente paje que vas a hacer, Hawkins! Tú, Livesey, médico de a bordo; yo, almirante. Llevaremos con nosotros a Tom, a Redruth, a Joyce y a Hunter. Tendremos vientos propicios, travesía rápida y ninguna dificultad para encontrar el sitio, y después, dinero para comerlo…, para revolearnos en él…, para jugar con él a las tabas, por siempre jamás.
Livesey sonrió alegremente, aunque con menos vehemencia, también se mostró partícipe y, para gran regocijo mío, me incluyó en su empresa. De modo que me hallaba en puertas de una gran aventura que ni siquiera el fugaz recuerdo de la mano de Dirk señalándome, que se me pasó por la cabeza en un instante como no podía ser menos, pudo reprimir mi alegría.
Cierto es que pasó mucho tiempo desde que todos planeamos aquella emocionante aventura hasta que pudimos dar sus primeros pasos. El doctor se desplazó a Londres en busca de un sustituto que pudiera hacerse cargo de sus enfermos, mientras que Trelawney se quedó en Bristol más tiempo del que hubiera deseado preparando todo lo necesario para el viaje. Hasta que por fin nos llegó una carta suya en la que nos informaba que ya estaba todo listo y que debíamos acudir con presteza a Bristol.
Al parecer, Trelawney había conseguido una goleta de doscientas toneladas, La Hispaniola, muy marinera y bien pertrechada, aunque le había costado más trabajo hallar una tripulación adecuada. Sin embargo, según su carta, haberse topado con un tabernero llamado John Silver, a quien llamaban «Long John» —John «el Largo»—, que había navegado bajo las órdenes del almirante Hawke, había cambiado por completo su fortuna. Ese tal John Silver no solo estaba deseando embarcarse de nuevo como cocinero, sino que además conocía a gente de mar que deambulaba por los muelles de Bristol en busca de una oportunidad de echarse a la vela de nuevo, de manera que Trelawney pudo reunir a una veintena de marinos avezados y capaces de enfrentarse al mar y a los hombres.
Claro que, como no podía ser de otro modo, nada en esta aventura fue como debía ser. Porque si alguien arma un barco, reúne una tripulación y se prepara para zarpar, zarpa normalmente, menos nosotros en este caso. Y esto es así, o mejor dicho fue, porque la víspera de nuestra partida todos mis temores provocados por el amenazador y ensangrentado dedo de Dirk volvieron a manifestarse en toda su crudeza.
Hallábamonos en la posada cercana al puerto donde el caballero Trelawney había tomado aposentos para todos, rematando los mayores unos tragos de ron que, en mi caso, se habían sustituido por una copa de vino suave. Tras una amena conversación entre el caballero, el doctor Livesey, John Silver y yo mismo, los dos primeros decidieron retirarse prudentemente a sus habitaciones, no sin antes recomendarme a mí hacer lo mismo, habida cuenta de lo que nos esperaba en los siguientes días.
—Pierdan cuidado, caballeros —contestó en mi lugar Silver—, que yo me ocuparé de que nuestro grumete descanse como es debido. Solo un párrafo más y nos iremos como ustedes ahora.
—Confío en ello. Buenas noches —contestó el doctor.
Retiráronse, pues, ambos a la parte de arriba, y mientras yo apagaba velas y luces hasta dejar la sala casi en penumbra, Silver sirvió dos nuevos vasos de ron, aclarándome que si yo era parte de la tripulación, como tal debía portarme en el barco y también en la mesa.
—Y, dígame, señor Hawkins… ¿o quizá Jim? ¿Puedo llamarle Jim, señor Hawkins?
—Naturalmente —respondí, aunque halagado por la deferencia mostrada por Silver.
—Pues Jim, entonces. Dime, Jim, ¿es cierto lo que se rumorea por ahí acerca de nuestro rumbo? —y a continuación me dio parte de la ruta que tan celosamente creíamos haber guardado.
Traté de disimular mi sorpresa al oírlo, pero en vano. De hecho, Silver quiso quitarle importancia al momento, diciendo como con desgana:
—Vamos, Jim, no son necesarios los secretos conmigo… Bien ves, por cierto, que ya lo sabía y que nada he dicho a nadie… salvo a ti, naturalmente, que es como no decirlo, pues sé que no tienes lengua larga.
—¿Y qué si lo fuera? —respondí evasivamente—. A nosotros nos basta seguir el rumbo que nos marquen, ¿no?
—Nos basta, cierto, nos basta. Y nada más debería importarnos, pero me da en la nariz, y es una nariz vieja que ha olfateado todos los mares, Jim, que el viaje puede complicarse más de lo que todos creemos si nuestro destino está allí.
—¿Por qué?
—Malas aguas, Jim, malas aguas… —Silver suspiró y miró rápidamente en todas direcciones, como si temiera algo. Luego se inclinó hacia mí y repitió—: Malas aguas.
—¿Pues qué? —respondí aparentando un valor que no tenía y que se hizo visible en el temblor de mi mano al sujetar el vaso de ron—. El mar está lleno de peligros…
—Pero no como estos, Jim. Los españoles, que ya sabes que son quienes más y mejor han navegado siempre, hablan de unas islas pobladas por extraños seres… una especie de demonios ni vivos ni muertos a los que llaman… zombis.
Me estremecí de arriba abajo, lo confieso, quién no lo hubiera hecho en una posada en penumbra con el recuerdo de un dedo ensangrentado apuntándole directamente al corazón. Silver apuró su ron y me dijo en voz más alta, como si pretendiera quitarle importancia a lo que él mismo me había dicho:
—Pero también sabes que los españoles beben mucho, ¿verdad? —sonrió y hasta lanzó una carcajada un tanto forzada pero bastante pasable—. ¡Quién no lo sabe! Están todo el día cantando y bebiendo, y en cada región de su país tienen una bebida distinta… Además, siempre volvieron de sus viajes contando extrañas historias encaminadas a que nadie siguiera sus pasos… ¿Recuerdas los monstruos marinos de los mares de hielo? ¡Ellos los inventaron para que nadie siguiera esa ruta! Y los indios feroces, las tormentas, las grandes calmas… Todo, todo lo inventan para dejar a los demás tierra adentro, lejos de sus riquezas. ¡De ley es reconocerles que eso es hasta divertido!
Estalló en una risotada que, de puro contagiosa, me hizo hasta reír a mí también, transformando un momento de terror en un trago compartido con un camarada.
—Ya ves, una travesía placentera se riega con buen vino español, la imaginación de veinte marineros y ¡ea, en todas las islas hay zombis!
Reímos estrepitosamente de nuevo y Silver bebió otro trago, esta vez directamente de la botella y, sonriendo, me dijo:
—Pero es tarde ya. Aunque me duela, porque pocos compañeros de charla he tenido como tú, será mejor que vayas a descansar cuanto antes, que mañana y los siguientes serán días duros. Tiempo tendremos a bordo de repetir estos vasos de ron, ¿no? Cuando acabe la guardia, en la tranquilidad de mi cocina.
—Sí, será lo mejor, se ha hecho tarde —respondí, deseando en realidad abandonar aquella sala y de paso poder liberarme de fantásticos temores—. ¿Y vos?
—No, Jim, me quedaré un rato más. Tiene que venir esta noche un viejo camarada, otro buen marino para La Hispaniola, si el capitán y el caballero tienen a bien. Llega con retraso y estoy por mandarle al diablo, pero le esperaré un poco más. El tiempo de una pipa le doy. Una pipa y cerraré yo mismo la puerta en sus narices. Descansad, señor Hawkins, que John Silver hará la primera guardia.
—De acuerdo entonces. Buenas noches, señor Silver.
—Long John, muchacho —me sonrió—. Mis amigos me llaman Long John.
Así que me levanté y me despedí de Silver con el ánimo dándome vueltas entre el miedo al dedo de Dirk y la confianza que parecía depositar en mí el viejo marino, a lo que tenía que sumar los nervios por la emocionante aventura que se presentaba ante mí.
Dejé solo, pues, a Silver y, aunque yo entonces no pude verlo, sí supe exactamente lo que pasó, como lo supimos todos bastante tiempo después de haber vuelto de nuestro extraordinario viaje. Si lo cuento ahora es porque, en el hilo de la historia, es ahora cuando se produce, y servirá para que quien esto lea sepa a qué y a quiénes nos enfrentábamos ya desde antes incluso de zarpar. Decía, pues, que lo que pasó fue que el viejo marino, quizá para despejar los vapores del ron o simplemente para tomar aire fresco además de alcohol, salió de la posada, quedándose en el umbral con la pipa encendida mientras esperaba por su compañero.
No sé cuánto tiempo estuvo allí realmente, pero no debió de ser mucho, puesto que no terminó su pipa. Más allá de la posada, como a media calle, el marinero que debía ir a su encuentro caminaba con paso lento, el saco al hombro y la mirada recelosa de quien espera un mal encuentro o que, al menos, sabe que lo puede tener en aquellas calles a aquellas horas. Y hacía bien en temerlo, aunque mal en no mirar hacia atrás.
Apoyado en el umbral de la puerta, John Silver lo vio venir. Pero cuando se apartó del quicio para saludarle y guiarlo, se detuvo de inmediato, ya que vio algo más. Vio una monstruosa figura, que en otro tiempo sin duda había sido humana, dar silenciosos saltos de una pared a otra, ocultándose entre las sombras. Silver se pegó de nuevo al muro, y desde allí vio cómo la criatura daba un último salto, más grande que los anteriores, y se abalanzaba sobre el marino.
El desdichado apenas supo lo que le pasaba. Aplastado por el peso y la sorpresa del ataque, cayó de bruces en el suelo y, antes de poder reaccionar, impedido además por su propio saco, el zombi se abalanzó sobre su nuca, mordiéndole con fiereza.
Un alarido inhumano cruzó las calles de Bristol. Un alarido que todos oímos y que, cobardemente, a la vez no quisimos oír. Acostumbrados a reyertas o pensando que las cuitas no iban con nosotros, ninguno de los que estábamos en la posada acudió a socorrer al infeliz, o al menos a ver qué estaba pasando. Ni yo, entonces, poco más que un niño, ni ninguno de los hombres de armas que dormía en la posada, que los había. Tampoco Silver, que era quien estaba más cerca y quien realmente habría tenido alguna oportunidad de ayudarle.
El zombi estaba a horcajadas sobre el cuerpo del marinero, arrancándole trozos del cuerpo a mordiscos y zarpazos dados con sus manos transformadas casi en garras, como si en vez de hombre fuese un lobo furioso, devorándolo todavía vivo; si no había más gritos era porque, de puro terror, el marino se había desmayado. Oculto en el quicio de la puerta, Silver contemplaba la escena hipnotizado por su crueldad, o quizá, como supimos más tarde, deleitándose con ella.
Cuando al cabo de unos minutos eternos el zombi se levantó y se limpió la boca con los jirones de la manga de su camisa, Silver asomó levemente la cabeza para, sobre todo, ver qué hacía. El zombi estaba de pie, con las piernas separadas y el cadáver parcialmente devorado entre ellas, como si dudara sobre lo que tenía que hacer, pero finalmente escupió algo en el suelo y, tras asegurarse de que nadie le veía, se dio la vuelta y desapareció por donde había venido.
Silver lo vio alejarse y, vaciando su pipa en el suelo, meneó la cabeza, casi con lástima.
—Ay, Dirk, muchacho, en qué te has convertido… Mira para qué te sirvió el oro de Flint, para vagar por Bristol mordiendo cabezas…
Tras asegurarse de que no había nadie en la calle, y sin volver a mirar al que decía que era compañero suyo y que yacía en un mar de sangre y huesos rotos, Silver entró en la posada, aseguró la puerta, apagó las velas y subió las escaleras camino de su habitación, como si nada hubiese pasado.
Entonces no le di importancia, o no lo recordé, o me dio igual, ya que Billy Bones llevaba muerto varias semanas, pero… Long John tenía una sola pierna.