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El señor Ahmad Abd el-Gawwad oyó un ruido de pasos a la entrada de la tienda. Levantó la cabeza del escritorio y vio a tres jóvenes que venían hacia él, dominados por una expresión de gravedad y circunspección, hasta que se detuvieron junto al escritorio diciendo:

—La paz y la misericordia de Dios sean contigo.

El señor se levantó, contestando con su conocida educación:

—Y con vosotros sea su paz, su misericordia y su bendición. —Después, señalando las sillas—: Por favor.

Pero ellos no atendieron a su indicación, dándole las gracias.

—¿Es usted el señor Ahmad Abd el-Gawwad? —dijo el que estaba en medio.

—Sí, señor —contestó sonriendo, aunque en sus ojos apareció una interrogación.

«¿Qué querrán? ¿Comprar…? No es probable… ¡Qué van a comprar con ese paso militar con que han llegado! ¡Qué van a comprar con ese tono grave en el que hablan! Además, ya pasan de las siete de la tarde; ¿no ven a el-Hamzawi subiendo los sacos a los estantes en señal de que la tienda va a cerrar…? Serán recaudadores de donativos… Pero Saad ya ha sido liberado y la revolución se ha terminado. ¡Yo ya sólo estoy listo para ir a la velada! ¡Sabed que no me he lavado la cabeza ni la cara con colonia, que no me he peinado los cabellos ni el bigote, ni me he ceñido layubba y el caftán para encontrarme con vosotros! ¿Qué queréis?».

Pero al mirar al que le había hablado, le pareció que su cara no le resultaba extraña… ¿Lo había visto antes? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¡Recuerda! Seguro que no era la primera vez que lo veía. ¡Ay!

—¿No es usted el amable joven que se ofreció a salvarnos en el momento oportuno, el día que la gente nos atacó en la mezquita de el-Huseyn, a quien Dios tenga en su gloria? —preguntó sonriendo y con la cara llena de satisfacción.

—Claro que sí, señor —contestó el muchacho en voz baja.

«Tenía razón en lo que pensaba; ¿y dicen los tontos que el vino debilita la memoria…? Pero ¿qué les pasa para mirarme de ese modo? ¡Mira, mira! Esas miradas no anuncian nada bueno. ¡Dios, conviértelo en algo agradable! ¡Dios me libre del demonio lapidado! Mi corazón se entristece por alguna razón; ellos han venido por algo relacionado con…».

—¿Fahmi…? ¿Habéis venido buscándolo…, quizás vosotros…?

El joven bajó la vista y luego dijo con voz temblorosa:

—Nuestra misión es penosa, señor, pero es un deber ineludible. ¡Dios te conceda paciencia!

El señor se inclinó de repente hacia adelante apoyándose en el borde del escritorio y exclamó:

—¿Paciencia? ¿Para qué? ¿Fahmi…?

El joven dijo con tristeza:

—Sentimos mucho comunicarle que nuestro hermano, el combatiente Fahmi Ahmad…

—¿Fahmi? —gritó sin creérselo, aunque en sus ojos apareció una mirada que expresaba credulidad y desesperación.

—Ha caído como un mártir en la manifestación de hoy.

—Ha pasado al mundo de los justos como un noble patriota y un ilustre mártir —añadió el que estaba a su derecha.

Recibió sus palabras con unos oídos ensordecidos por la desgracia, a la vez que el silencio sellaba sus labios y sus ojos se entregaban a una mirada vagabunda, ausente. Transcurrió un instante en el que el silencio se adueñó de todos ellos; incluso Gamil el-Hamzawi se quedó clavado bajo los estantes, aturdido, tendiendo una mirada llena de tristeza hacia el señor. Finalmente, el joven volvió a murmurar:

—¡Cuánto nos entristece su pérdida! Pero sólo podemos aceptar la muerte con resignación de creyentes, y tú eres uno de ellos, señor.

«Te están dando el pésame; no sabe ese joven que tú eres el primero en saber hacer llegar condolencias en situaciones como esta… Pero ¿que significan para un corazón afligido? ¡Nada! ¿Desde cuándo las palabras apagan el fuego…? ¡Calma! ¿No presintió tu corazón la desgracia antes de que hablase el que hace de portavoz…? Claro que sí, el fantasma de la muerte se dibujó ante tus ojos. Ahora que la muerte es una realidad que golpea tus oídos, te niegas a aceptarlo, o tu valor te traiciona y no quieres admitirlo, ¿cómo aceptar que tu hijo ha muerto? ¿Cómo creer que Fahmi, que buscaba tu aprobación hace unas horas y con el que te mostraste indolente, Fahmi, que nos dejó esta mañana desbordante de salud y vitalidad, esperanza y alegría, haya muerto…? ¡Muerto! ¿Desde hoy ya no lo veré más, ni en casa ni en ningún lugar sobre la tierra? ¿Cómo será la casa sin él? ¿Cómo voy a ser yo padre a partir de ahora? ¿Dónde irán las esperanzas fundadas en él…? Ya no hay más esperanza que la resignación…, ¿la resignación? ¡Ay! ¿Sientes el pinchazo agudo del dolor…? Este es el verdadero dolor; a veces te engañabas y pretendías estar sufriendo; pero no, no has sufrido hasta hoy; este es el verdadero dolor».

—Señor, ármate de valor y entrégate a la voluntad de Dios.

El señor levantó la cabeza hacia los jóvenes, y dijo con una voz enferma:

—Pensé que la época de las muertes ya había terminado…

—La manifestación de hoy era pacífica —repuso el joven en un tono irritado—; las autoridades la habían permitido, y participaban en ella los mejores hombres de diferentes organizaciones. Al principio transcurrió con tranquilidad, hasta que el grueso de la manifestación llegó al jardín de el-Ezbekiyya; y de repente dispararon sobre nosotros desde detrás del muro. Nadie se había metido con los soldados, ni para bien ni para mal, incluso nos abstuvimos de gritar contra los ingleses, para evitar la provocación. Pero de improviso los dominó la locura de matar, se dirigieron a sus fusiles y abrieron fuego… Hay unanimidad en dirigir una fuerte protesta a la Sede del Protectorado; es más, han dicho que Allenby hará público su pesar por lo que hicieron sus soldados.

El señor dijo en el mismo tono enfermo:

—Pero no devolverá la vida a quien ha muerto…

—¡Desgraciadamente!

—No participaba en manifestaciones peligrosas; esta era la primera a la que se sumaba —añadió el señor atormentado.

Los jóvenes intercambiaron una mirada llena de significado, y ninguno dijo nada.

El hombre, como si le angustiase el cerco formado a su alrededor, repuso suspirando:

—Sea como Dios quiera; ¿dónde puedo encontrarlo ahora?

—En Qasr el-Ayni —contestó el joven; luego, cuando vio que el señor se apresuraba a marcharse, le indicó que esperase un momento—: El funeral tendrá lugar mañana, a las tres en punto de la tarde, junto con trece de nuestros compañeros mártires.

—¿Y no me van a permitir que el funeral salga desde casa? —exclamó el señor angustiado.

—Su funeral se celebrará, junto con sus hermanos, en un acto popular —dijo el joven con energía. Después, en un tono suplicante, continuó—: El-Qasr está rodeado ahora por las fuerzas de la policía; y habrá que esperar, mientras procuramos posibilitar a los familiares de los fallecidos que se despidan antes de que salga el cortejo. Fahmi no se merece un entierro ordinario como quienes mueren en su casa…

Después le alargó la mano para despedirse diciendo:

—¡Ten resignación; sólo en Dios hay resignación!

Los otros le estrecharon la mano reiterándole el pésame, y luego todos se fueron…

Él apoyó la cabeza en la mano, cerrando los ojos. Le llegó la voz de Gamil el-Hamzawi que le daba el pésame llorando, pero él parecía angustiado con el consuelo. No pudo soportar quedarse allí y dejó su sitio caminando con pasos lentos y pesados hasta abandonar la tienda. Tenía que salir de su confusión; no sabía hasta dónde llegaba su tristeza. Le hubiera gustado quedarse a solas consigo mismo, pero ¿dónde? La casa se volvería un infierno dentro de un minuto o dos. Los amigos se reunirían con él y no le dejarían ocasión para reflexionar… ¿Cuándo podría meditar la pérdida que había sufrido? ¿Cuándo podría ocultarse con ella lejos de todo el mundo? Parecía que eso estaba muy lejos, pero llegaría sin duda. Ese era el máximo consuelo que encontraba para su tristeza. Sí, el momento de poder aislarse consigo mismo y dedicarse por entero a su tristeza llegaría. Entonces sería agradable reflexionar sobre su situación a la luz del pasado, el presente y el futuro, sobre todos los estadios de la vida de Fahmi, desde su infancia y adolescencia hasta la flor de la juventud, las esperanzas que había despertado y los recuerdos que dejaba detrás, dando rienda suelta a sus lágrimas hasta agotar la última. En realidad tenía por delante una cantidad de tiempo envidiable; no había motivo para angustiarse. Pasó revista al recuerdo de la disputa que se desencadenó entre ellos dos tras la oración del viernes, y al recuerdo de la reconciliación y el reproche que tuvo lugar esa misma mañana… ¿Cuánto tiempo le llevaría reflexionar, rememorar y entristecerse por ellos? ¿Cuánto consumirían su corazón? ¿Cuánto excitarían sus lágrimas? ¿Cómo apenarse? ¿Los días le reservaban toda esa felicidad? Levantó la cabeza embotada de tanto pensar, y ante sus ojos aparecieron las celosías de la casa. Se acordó de Amina por primera vez, y sus pies estuvieron a punto de traicionarlo… ¿Qué podría decirle? ¡Ella, débil y delicada, que lloraba por la muerte de un pajarito…! «¿Recuerdas cómo corrían sus lágrimas por la muerte del hijo de el-Fuli, el lechero? ¿Qué hará por la muerte de Fahmi…? ¡La muerte de Fahmi…! ¿De verdad es este tu final, hijo mío? ¡Mi querido y desgraciado hijo! Amina, han matado a nuestro hijo, han matado a Fahmi… ¡Ay! ¿Vas a prohibir los gritos como prohibiste antes las albórbolas? ¿Vas a gritar tú mismo, o llamarás a las plañideras…? Quizás ella esté ahora en medio de la reunión del café, entre Yasín y Kamal, preguntándose qué habrá retrasado a Fahmi… Se retrasará mucho; no lo verás nunca más, ni su cadáver ni su ataúd… ¡Qué crueldad…! Yo lo veré en el-Qasr, pero tú no lo verás, no lo permitiré… ¿Es crueldad o misericordia? ¿De qué serviría?». Se encontró delante de la puerta de su casa, alargó la mano hacia el llamador, y luego recordó que tenía la llave en el bolsillo; la sacó, abrió la puerta y entró. Entonces le llegó a los oídos la voz de Kamal cantando con dulzura:

Venid a visitarme cada año,

que es pecado el adiós si es para siempre.

FIN