Fahmi pasó aquella noche tomando la decisión de reconciliarse con su padre, costara lo que costase; y a la mañana siguiente se empeñó en llevarla a cabo sin vacilar. Y a pesar de que él no había alimentado ningún sentimiento de enfado o desafío contra aquel durante el período de rebelión, sufría en su conciencia una sensación de culpa, que aplastaba su sensible corazón lleno de obediencia y lealtad. En realidad no lo había desafiado verbalmente, pero de hecho había contrariado su voluntad; es más, la había contrariado muchísimas veces, por no hablar de su negativa a jurar el día que él se lo pidió en su habitación, y el haberse declarado, llorando, comprometido con sus propias ideas en contra de los deseos del señor. Todo eso lo puso, a pesar de su buena intención, en una situación de rebeldía y maldad que su espíritu no permitía ni soportaba. No se había esforzado antes en reconciliarse, por miedo a arrancar la costra de la herida sin poder curarla; porque consideraba que si el señor lo inducía a jurar para expiar lo que había hecho, se vería obligado a negarse reafirmando así su rebeldía, mientras que lo que quería era disculparse. La situación de hoy no era como la de ayer, su corazón estaba ebrio de alegría y triunfo; toda la patria estaba embriagada por el vino de la felicidad y el exilio, y no soportaba que entre él y su padre se levantase un velo de desconfianza, ni siquiera por un solo momento. La reconciliación, el perdón que ansiaba, y después la verdadera felicidad, sin que nada la perturbase. Entró en la habitación de su padre aproximadamente un cuarto de hora antes del desayuno, y lo encontró enrollando la esterilla de la oración y murmurando una plegaria. El hombre, sin duda, se dio cuenta, pero lo ignoró. Se dirigió al sofá sin volverse hacia él y se sentó. Entonces se encontró a Fahmi parado junto a la puerta, envuelto en confusión y vergüenza. El padre le clavó una mirada seca y reprobatoria, como si se preguntara: «¿Quién es ese que está ahí parado y qué le ha hecho venir?». Fahmi venció su turbación, y se adelantó de puntillas hacia donde estaba sentado su padre, inclinándose sobre su mano, tomándola y besándola con una veneración sin límites. Estuvo en silencio un buen rato, y luego dijo con una voz apenas audible:
—¡Buenos días, papá!
El hombre siguió mirándolo fijamente, en silencio, como si no hubiese oído su saludo, hasta que el joven bajó la mirada confundido, y murmuró en un tono desesperado:
—Lo siento…
El señor se quedó callado, insistiendo en el silencio.
—Lo siento mucho; no he disfrutado de tranquilidad desde…
Encontró que sus palabras lo estaban llevando gradualmente a recordar lo que deseaba eludir de todo corazón, y se contuvo. Antes de que se diera cuenta, el señor le estaba preguntando con sequedad y fastidio:
—¿Y qué quieres?
¡Con qué buena acogida recibió la ruptura del silencio! Suspiró con tranquilidad, como si no se hubiese percatado del tono desagradable, y le rogó:
—¡Quiero que estés satisfecho de mí!
—¡Desaparece de mi presencia! —dijo el hombre con fastidio.
—Cuando consiga tu aprobación —contestó Fahmi sintiendo que la garra de la desesperación se alejaba un poco de su cuello.
—¿Mi aprobación? ¿Por qué no…? —preguntó el señor cambiando de repente a la ironía—. ¿Acaso has hecho tú, Dios no lo permita, algo que merezca enfadarse?
Recibió la ironía aún con mejor acogida que la ruptura del silencio. La ironía en su padre era el primer paso hacia el perdón. Su cólera verdadera eran bofetadas, puñetazos, patadas, insultos, o todo eso a la vez. La ironía era el primer indicio de que iba a cambiar. «¡Aprovecha la ocasión, habla, habla como procede en un hombre que mañana o pasado trabajará como abogado! ¡Esta es tu oportunidad, habla! "Responder al llamamiento de la patria no puede considerarse como una desobediencia a sus deseos; yo no hice nada que merezca contarse como una acción verdaderamente patriótica, repartir panfletos a los amigos…, y ¿qué es repartir panfletos? ¡Qué lejos estoy yo de los que dieron su vida a bajo precio…! Capté en sus palabras que usted temía por mi vida, no que realmente menospreciase los deberes patrióticos, y cumplí con algunas de mis obligaciones asegurándome de que, en realidad, no contradecía su voluntad… etc, etc.".»
—Dios sabe que no se me ha ocurrido nunca desobedecer una orden tuya.
—Palabras vanas —dijo el señor con violencia—: Aparentas obediencia porque ya no hay razón para rebelarse; ¿por qué no pediste antes mi aprobación?
—El mundo estaba envuelto en sangre y dolor —contestó Fahmi con amargura—, y yo estaba abrumado por la tristeza.
—¡Y eso te impedía pedir mi aprobación!
—Me impedía ocuparme de mí mismo, no solicitar tu aprobación —contestó con vehemencia; luego, en voz baja—: No podré vivir sin tu aprobación.
El señor frunció el ceño. No de cólera, como aparentaba, sino para esconder la impresión agradable que despertaron las palabras del joven en su interior. «¡Así se habla, y si no, nada! Verdaderamente es excelente en el arte de utilizar las palabras… Eso es la elocuencia, ¿no? Repetiré lo que ha dicho a los oídos de mis amigos esta noche, para examinar qué impresión les produce. ¿Qué podrán decir?: el hijo ha salido al padre…, eso es lo que tienen que decir. Hace tiempo me dijeron que si yo hubiese terminado los estudios, habría sido el más elocuente de los abogados…, y soy el más elocuente de todos los que no tienen estudios ni han cursado abogacía. La conversación diaria sirve tanto como las leyes para sacar a la luz las dotes de la elocuencia. ¡Cuántos abogados o grandes funcionarios se encogen ante mí en las reuniones, como pájaros! Ni el mismo Fahmi sería capaz de ocupar mi lugar… "En verdad el hijo ha salido al padre." Su negativa a jurar no deja de pincharme por dentro; sin embargo, ¿no es un motivo de orgullo para mí que haya participado en la revolución, aunque haya sido desde lejos…? Ojalá hubiese participado en las operaciones importantes, puesto que Dios le tenía destinado vivir hasta hoy. De ahora en adelante diré que él estaba metido a fondo en la revolución; ¿os creéis que se conformó con distribuir panfletos como me aseguraba a mí…? Ese hijo de perra se arrojó a la corriente de sangre. ¡Oh, señor Ahmad; tenemos que dar testimonio del patriotismo y la valentía de su hijo! No hemos querido decirte esto en momentos de peligro, pero ya que se ha restablecido la paz, no hay obstáculo para decirlo… ¿Acaso vas a desmentir tú tus propios sentimientos nacionalistas? ¿No te han elogiado los recaudadores de donativos delegados del Wafd…? ¡Por Dios, si hubieras sido joven, habrías hecho incluso lo que no ha hecho tu hijo…! ¡Pero me ha desobedecido…! ¡No hagas caso a tu lengua y obedece a tu corazón! ¿Y qué puedo hacer ahora? ¡Mi corazón quiere darle el perdón, pero tengo miedo a que reste valor al hecho de desobedecerme!».
—Y yo no podré olvidar que tú has contrariado mi voluntad. ¿Piensas que el discurso vacío con que me has dado los buenos días, a costa de gastar saliva, podrá impresionarme?
Fahmi intentó hablar, pero su madre entró en ese momento diciendo:
—El desayuno está listo, mi señor.
Ella se extrañó de la presencia inesperada de su hijo, y paseó la mirada entre uno y otro. Se detuvo un momento, quizás para oír algo de lo que ocurría, pero notó en el silencio —que temió hubiese sido provocado por su presencia— algo que la invitaba a abandonar la habitación en seguida. El señor se levantó para ir al comedor; Fahmi se apartó a un lado, y una intensa tristeza empezó a dominarlo; su efecto no pasó desapercibido a los ojos de su padre, que vaciló unos momentos para decir finalmente en un tono pacífico:
—Quisiera que en el futuro no te empeñes en ser tan insensato al hablar conmigo.
Y se fue. El joven lo siguió agradecido, con la cara sonriente; después oyó que decía, irónico, mientras cruzaba la sala:
—¡Me parece que tú te crees el cabecilla de los que liberaron a Saad…!
Fahmi dejó la casa contento, y se dirigió inmediatamente hacia el-Azhar, donde se reuniría con sus compañeros, y los miembros del consejo superior de estudiantes, para reflexionar sobre la organización de las grandes manifestaciones pacíficas que las autoridades habían permitido realizar, a fin de que el pueblo expresase su alegría, y en las que habían decidido que participasen representantes de todos los estamentos de la nación. La reunión se prolongó por un buen espacio de tiempo, después los asistentes se separaron, cada uno hacia su objetivo. El muchacho se desplazó hacia la plaza de la estación, después de saber el papel que le habían encargado: la supervisión de los grupos de estudiantes de las escuelas secundarias. Aunque a menudo los papeles que le confiaban eran considerados de menor rango en comparación con otros, él los cumplía con precisión, solicitud y dicha, como si fuese la cosa más feliz que hubiese conseguido en su vida. Sin embargo, su lucha no carecía de una oculta desgracia, que no conocía nadie más que él. Su origen era que estaba convencido de ser menos valiente y osado que muchos de sus compañeros. La verdad era que no faltaba a ninguna de las manifestaciones a las que convocaba el comité, pero perdía la entereza cuando aparecían los camiones que transportaban a los soldados, y especialmente cuando abrían fuego y caían las víctimas… Una vez se escondió en un café, temblando, y en otra ocasión corrió tanto que de repente se encontró en el cementerio de el-Muyawirín. ¡Qué lejos estaba él de ser como el portador de la bandera en la manifestación de Bulaq —o «la matanza de Bulaq», como pasó a llamarse—, que había caído como un mártir, agarrando la bandera con las dos manos, sin moverse de la vanguardia, mientras su garganta gritaba con firmeza! ¡Qué lejos estaba él de los compañeros de ese mártir, que se lanzaron hacia la bandera para levantarla y cayeron sobre ella con el pecho condecorado por las balas! ¡Qué lejos de aquel mártir que arrancó la ametralladora de manos de un soldado en el-Azhar! ¡Qué lejos de todos esos y otros cuyo ejemplo de valentía y heroísmo propagaban las noticias! Las acciones heroicas aparecían ante sus ojos como prodigios deslumbrantes y cegadores. ¿Cuántas veces había respondido a una voz interior que lo invitaba a avanzar y a imitar a los héroes?; pero sus nervios lo abandonaban en el momento decisivo. Y apenas había remitido la fogosidad de la batalla, cuando él ya se encontraba en la retaguardia, si no estaba escondido o había huido. Luego volvía a proponerse intensificar su entrega, su lucha y su firmeza, con la conciencia atormentada, el corazón consternado y un ansia ilimitada de perfección; y se consolaba a veces diciendo: «Sólo soy un combatiente desarmado, y si se me escapa la magnificencia de las acciones heroicas, me basta con no haber vacilado ni una sola vez en lanzarme por entero al horno de la batalla». En el camino hacia la plaza de la estación, se puso a observar las calles y los coches: todo el mundo se encaminaba —según parecía— en la misma dirección que él. Estudiantes, obreros, funcionarios y gente del pueblo, en vehículos o a pie. Todos a la sombra de una tranquilidad propia de gente que va a una manifestación pacífica y autorizada. Y él, como ellos, percibiendo la misma sensación, no como antes, cuando buscaba el camino hacia el lugar de la cita de la manifestación con el alma agitada y el corazón inquieto, cuyos latidos aumentaban siempre que se perfilaba ante sus ojos el fantasma de la muerte. Ese tiempo ya había pasado; hoy se encaminaba tranquilo, con la sonrisa en los labios… ¿Se había acabado la lucha? Él había salido sano y salvo, sin haber perdido ni ganado nada…, ¿sin haber ganado nada…? ¡Ojalá hubiese sufrido alguna de las cosas a las que habían sometido a esos miles de personas, como la cárcel, las palizas o alguna lesión no mortal! ¿No era triste que una salud absoluta fuese la recompensa para alguien dotado de un corazón y un entusiasmo como el suyo? Como estudiante combatiente no le habían permitido conseguir ningún diploma.
«¿Acaso vas a negar tu alegría por haberte salvado? ¿Hubieras preferido ser uno de los mártires…? Claro que no; ¿hubieras deseado ser una de las víctimas que no han muerto…? Sí. Eso estaba dentro de tus posibilidades. ¿Por qué te volviste atrás…? No te fiabas de que la herida no fuese mortal ni de que la prisión fuese pasajera. Tú no desprecias estar a salvo ahora, pero habrías deseado que te hubiesen herido de alguna forma, sin cambiar este hermoso final. ¿Sería conveniente, si lucho otra vez, que sepa de antemano lo que va a ocurrir?; ahora me dirijo a una manifestación pacífica con el corazón seguro y remordiéndome la conciencia».
Llegó a la plaza sobre la una de la tarde, dos horas antes de la fijada para el comienzo de la manifestación, y ocupó su sitio en el lugar que le habían señalado: la puerta de la estación. Sólo estaban en la plaza los supervisores y grupos dispersos de los diferentes estamentos. El tiempo era templado, aunque el sol de abril «derretía» a quien se exponía a sus rayos de fuego. La espera no fue larga, y la muchedumbre empezó a llegar a la plaza desde las diferentes calles que conducían a ella. Cada grupo se dirigió hacia su bandera, y entonces Fahmi empezó su labor con agrado y orgullo. A pesar de lo simple de su trabajo, que no pasaba de ser el de organizar a todas las escuelas detrás de su bandera, su alma se llenó de vanidad y arrogancia, especialmente porque él supervisaba a los estudiantes, muchos de los cuales eran mayores que él; incluso los diecinueve años que arrastraba detrás de sí parecían muy pocos en medio del tropel de alumnos, entre los cuales muchos se aproximaban a los veintidós o a los veinticuatro, y ya podían retorcerse el bigote. Observó unas miradas que se clavaban en él con interés, y labios que murmuraban algo acerca, de su persona. También oyó su nombre, unido a su apelativo popular, corriendo por varias lenguas: «Fahmi Ahmad Abd el-Gawwad, delegado del Comité Superior». Las fibras de su corazón se conmovieron hasta el punto de hacerle apretar los labios, para que no se le escapase una sonrisa de vergüenza o apuro por su «prestigio». Sí, era conveniente conservar la imagen de un delegado del Comité Superior, y la seriedad y serenidad dignas del primer destacamento de jóvenes combatientes, a fin de que la fantasía de los espectadores tuviera campo libre para hacer conjeturas sobre las acciones heroicas que él escondía. Así, ellos harían realidad en su imaginación esas falsas acciones que él había sido incapaz de realizar en la práctica. Nunca escaparía al deseo de aumentarlas, aunque le pinchase en el corazón la aguda sensación de la cruda realidad: ¡ser un repartidor de panfletos y uno de los soldados de retaguardia…! Eso era él, ni más ni menos. Ese día le habían encomendado ir al frente de las escuelas secundarias, y afrontar una importante responsabilidad; ¿acaso los otros valorarían su trabajo más de lo que él mismo lo valoraba? ¡Con cuánto cariño y respeto lo saludaban…! No acababa una asamblea si su opinión no había sido oída; ¿y la elocuencia…? «No es imprescindible que seas buen orador, ¿no es así?; no es imposible que llegues a ser importante sin ser un buen orador, pero… ¡qué pena te causará el día que el Comité Superior se presente ante el caudillo! Los oradores rivalizarían entre sí y tú te refugiarás en el silencio. Ni hablar, no me refugiaré en el silencio, hablaré; soltaré las riendas de mi corazón, sea buen orador o no. ¿Cuándo estarás ante Saad?, ¿cuándo lo verás por primera vez y te deleitarás contemplándolo? Mi corazón temblará y mis ojos se enternecerán llenos de lágrimas. Será un día grandioso; todo Egipto saldrá a recibirlo. El día de hoy, comparado con ese, no será más que una gota en el mar. ¡Señor!, la plaza se ha llenado y también las calles que desembocan en ella, Abbás, Nubar, el-Fagala. No ha habido antes una manifestación como esta; cien mil personas, tarbushes, turbantes, estudiantes, obreros, funcionarios, sheyjs, sacerdotes, jueces…, ¿quién se iba a imaginar todo esto? No les preocupa el sol. Esto es Egipto. ¿Por qué no habré invitado a papá? Yasín estaba en lo cierto; uno se olvida de sí mismo entre la gente y se eleva. ¿Dónde están mis preocupaciones personales…? No existen. ¡Con qué fuerza late mi corazón! Hablaré sobre esto mucho tiempo, esta noche y las que la sigan. ¿Crees que mamá temblará otra vez? Es un espectáculo glorioso con el que los corazones se subyugan y se tranquilizan; ¡quisiera notar su efecto en las caras de esos diablos! Ahí están sus cuarteles dominando la plaza, y la maldita bandera ondeando; hay cabezas en las ventanas, ¿qué estarán murmurando? El centinela es una estatua, no ve nada. Vuestras ametralladoras no han acabado con la revolución, enteraos bien de eso; dentro de poco veréis a Saad en esta plaza, volviendo triunfante; lo habéis desterrado por las armas, y nosotros, sin ellas, lo hemos hecho volver. Ya veréis, ya veréis antes de la evacuación». El grandioso cortejo se puso en marcha. Sus olas avanzaron una tras otra repitiendo consignas patrióticas. Egipto parecía una única manifestación, más bien un solo hombre, o mejor una sola consigna. Los escuadrones de cada sector se sucedieron durante largo tiempo, muy largo, hasta el punto de que se imaginó que la avanzadilla divisaría Abdín antes de que él y su grupo se movieran de delante de la puerta de la estación. Era la primera manifestación que circulaba sin que las ametralladoras le cortasen el camino, sin balas de un lado ni piedras del otro. Su cara resplandecía con una sonrisa. Vio que el grupo que estaba justo delante de él empezaba a andar, y se dio media vuelta para ponerse frente a su manifestación «particular». Levantó la mano, y un movimiento de preparación y arranque se propagó por las filas; después gritó lo más alto que podía, andando de espaldas. Continuó su misión de dirigir y gritar hasta la entrada de la calle Nubar, donde cedió esta segunda misión a otro de los que lo rodeaban aguardando su turno, con las bocas inquietas y agitadas como si les hubiesen venido las contracciones y los dolores del parto, que no se tranquilizarían hasta que lanzasen sus gritos. Giró sobre sus talones otra vez, marchando de frente, estirando el cuello unas veces para observar la vanguardia del grueso de la manifestación, cuyo principio ya no podía ver, o volviéndose otras veces de derecha a izquierda para ver la muchedumbre de espectadores que abarrotaba las aceras, las ventanas, los balcones y las azoteas, y que empezaron a repetir las consignas. El espectáculo de esos miles de adeptos aumentó la fuerza y la tranquilidad de su espíritu, como una armadura colocada a su alrededor, una fuerza sólida que las balas no podían atravesar. Las fuerzas de la policía cuidaban el orden, después de haberse hartado de luchar y atacar. El espectáculo de esos hombres yendo y viniendo sobre excelentes cabalgaduras como si fuesen vigilantes subordinados a la manifestación y a su servicio era la prueba más elocuente del triunfo de la revolución. ¿El comisario de policía? ¿No era ese Rasl Bey…? Claro que sí, era él, lo conocía perfectamente; y aquel, el subcomisario, el que cabalgaba detrás lanzando al horizonte una mirada inflexible y orgullosa, como si alzase una protesta silenciosa contra la paz que alentaba la manifestación, ¿cómo se llamaba?, ¿acaso podría olvidar el nombre que había llenado los oídos en los días negros y sangrientos? «Empieza por J, ¿no…? Ja… Ju… Ji…, se niega a volver a la memoria, ¡Julián…!». ¡Ay!, ¿cómo se había colado aquel nombre detestable en su conciencia? Cayó sobre él como polvo, y apagó su entusiasmo. «¿Cómo podemos responder a la llamada del entusiasmo y el triunfo mientras el corazón está muerto?, ¿un corazón muerto…? No estaba muerto hace un minuto, no te rindas a la tristeza; no permitas que tu corazón se aleje de la manifestación; ¿no te habías prometido a ti mismo olvidar? Es más, de hecho has olvidado. ¿Maryam…?, ¿quién es?, ¡esa vieja historia! Nosotros vivimos para el futuro, no para el pasado… Guiz… Míster Guiz… Míster Guiz…, ese es el nombre del subcomisario. ¡Dios lo maldiga! ¡Vuelve a gritar para alejar de tu interior ese polvo repentino…!». «Su» manifestación siguió acercándose poco a poco al jardín de el-Ezbekiyya, cuyos altos árboles brillaban sobre las banderas desplegadas a lo largo de la calle; entonces apareció la Plaza de la Ópera, a lo lejos, como un montón de cabezas apiñadas, igual que si brotasen de un solo cuerpo que llenaba la tierra a todo lo largo y ancho. Gritaba con fuerza y entusiasmo, y la muchedumbre repetía su grito con una voz que llenaba el aire, como un trueno. Cuando avistaron el muro del jardín, sonó súbitamente una explosión intensa. Se le secó la garganta y se volvió a su alrededor interrogándose con inquietud. Un ruido conocido que a menudo había retumbado en sus oídos el mes anterior, y cuyo eco se había repetido también a menudo en su memoria durante la quietud de la noche, sin haber podido acostumbrarse a él. Apenas sonó, se le heló la sangre y el corazón detuvo sus latidos.
—¿Un disparo?
—No es lógico…, ¿no habían autorizado la manifestación?
—¿No se te ha ocurrido pensar en la traición?
—Pero no veo soldados.
—El jardín de el-Ezbekiyya es un campamento enorme, repleto de ellos.
—Quizás ha sido la explosión de la rueda de un coche.
—Quizás.
Prestó oído a lo que pasaba a su alrededor sin recuperar la tranquilidad, y no habían pasado más que unos instantes cuando sonó una segunda detonación… ¡Ay!, ya no había duda: ¡un disparo como el anterior! ¿Dónde habría caído? ¿No era un día de paz? Notó que un movimiento de agitación se propagaba entre los manifestantes, llegando desde delante como una ola pesada empujada hacia la orilla por un barco que surca el centro del río. Luego miles de personas retrocedieron y se desplegaron, lanzando en todas direcciones empujones violentos, locos de inquietud, confusión y desconcierto, dominados por gritos espantosos de rabia y miedo. En seguida se dispersaron las filas simétricas y se deshizo la estructura que habían formado. Una serie de secos disparos se sucedieron, y se elevaron alaridos de cólera y gemidos de dolor. El mar de criaturas se embraveció y se agitó; sus olas empujaban hacia todas las salidas, sin dejar nada a su paso. «¡Huye, no hay más remedio que huir; si no te matan las balas te matarán los brazos y los pies!». Pensó en huir o retroceder, o incluso cambiar de postura, pero no hizo nada. «¿Qué te detiene si todos se han dispersado? Estás al descubierto, ¡huye!». De sus brazos y sus piernas salió un movimiento lento, débil, descuidado. «¡Qué alboroto! ¿Pero por qué gritan? ¿Te acuerdas?, ¡qué rápido se te escapan los recuerdos…! ¿Qué quieres?, ¿gritar? ¿Y qué vas a gritar?, ¿o es una llamada sin más…? ¿Quién? ¿Qué…? Hablan en tu interior, ¿oyes?, ¿ves?, ¿pero dónde? Nada, nada…, sombras sobre sombras». Un movimiento dulce se sucedía con regularidad, como los latidos de un reloj con los cuales se deslizaba el corazón; lo acompañaba un murmullo… «La puerta del jardín, ¿no es cierto?, se agita con un movimiento ondulante, fluido, se diluye lentamente. Ese árbol alto baila con suavidad. El cielo… —¿el cielo…?— se extiende en lo alto; nada más que el cielo, tranquilo, sonriente, destilando paz…».