67

El señor Ahmad estaba sentado en su escritorio, inclinado sobre sus cuadernos, dedicándose al trabajo cotidiano que le hacía olvidar, aunque fuese momentáneamente, sus preocupaciones personales y también las de los demás, salpicadas de noticias sangrientas. Llegó a amar la tienda tanto como amaba las reuniones íntimas y musicales, porque en ambas situaciones conseguía ese algo que lo sacaba del infierno de sus pensamientos. Además, el ambiente de la tienda, cargado de regateos, ventas, compras, ganancias y otros asuntos de la vida corriente, la vida de cada día, no le impedía suscitar en su interior cierta confianza, inspirada en la posibilidad de que todo volviese a la normalidad, a su primitiva situación de estabilidad y paz… ¿La paz? ¿Adonde había ido y cuándo la dejarían volver? Incluso en esta tienda corrían las noticias de las masacres, como un murmullo doloroso. Los clientes ya no se contentaban con regatear y comprar; sus lenguas no se cansaban de repetir las noticias y llorar los sucesos. Por encima de los sacos de arroz y de café había escuchado hablar de la batalla de Bulaq, de las matanzas de Asiut, de los entierros en los que los féretros eran acompañados por decenas de personas, y del joven que arrebató una ametralladora al enemigo, con la que habría entrado en el-Azhar si no se le hubiese adelantado la muerte, pues decenas de proyectiles se clavaron en su cuerpo. Estas y otras noticias teñidas de rojo sangriento golpeaban sus oídos de vez en cuando, en este mismo lugar donde se refugiaba buscando el olvido. ¡Qué desgracia vivir a la sombra de la muerte…! ¿Es que la revolución no iba a realizar sus objetivos antes de que su daño lo alcanzase a él o a uno de los suyos…? Él no escatimaba dinero ni simpatías; pero sacrificar la vida era otro asunto… ¿Qué castigo era ese enviado por Dios sobre sus siervos, que despreciaba a las personas y hacía correr la sangre…? La revolución ya no era un «espectáculo» entusiasta; amenazaba su seguridad en sus idas y venidas, y amenazaba a su hijo «el rebelde». Su entusiasmo por ella, no por sus objetivos, se había debilitado. Soñaba con la independencia y el retorno de Saad, pero sin revolución, sin sangre, sin horror. Su corazón gritaba al lado de los que gritaban y se exaltaba con los exaltados, pero su cabeza se resistía a la corriente, aferrándose a la vida, quedándose solo en el cauce, como una raíz de árbol al que las tempestades han arrancado sus ramas. Nada, por importante que fuese, debilitaría su amor por la vida, y así tenía que ser hasta el fin de sus días. Fahmi, el rebelde que se había lanzado a la corriente sin chaleco salvavidas, tenía también que confiar en su fe para seguir vivo hasta el final.

—¿Está el señor Ahmad?

Oyó esa voz que preguntaba por él, sintiendo que alguien se precipitaba adentro de la tienda como un proyectil humano; levantó la cabeza del escritorio y vio al sheyj Mitwali Abd el-Samad en medio del lugar, parpadeando con los ojos encendidos y aguzando la mirada en vano en dirección al escritorio. Se le desgarró el corazón y esbozó una sonrisa; después llamó al visitante:

—Adelante, sheyj Mitwali; ha entrado una bendición…

La tranquilidad apareció en el rostro del sheyj, que avanzó balanceando el torso de atrás hacia adelante, como si montase un camello. El señor se inclinó sobre el escritorio, alargó su mano hasta encontrar la del hombre y la estrechó murmurando: «La silla está a tu derecha, por favor, siéntate». El sheyj Mitwali apoyó su bastón contra el escritorio, y se sentó; luego se puso las manos sobre las rodillas, diciendo:

—Dios te guarde y te proteja.

—¡Qué buena es tu plegaria y cuánto la necesitaba! —contestó el señor de corazón.

Después se volvió hacia Gamil el-Hamzawi que estaba pesando arroz para un cliente:

—No olvides preparar el paquete para nuestro señor el sheyj… Se oyó la voz de Gamil el-Hamzawi que decía:

—¿Quién olvidaría a nuestro señor el sheyj?

El anciano extendió sus palmas y elevó su cabeza, moviendo los labios con una plegaria, en un murmullo del que sólo se oía un susurro entrecortado. Después volvió a la posición primera, se mantuvo un momento en silencio, y luego dijo a modo de preámbulo:

—Empezaré por la oración sobre la luz del Profeta.

—¡Sobre él sean la más sincera plegaria y la paz! —exclamó el señor con entusiasmo.

—Y continuaré deseando misericordia para tu padre, bendita sea su memoria.

—¡Que Dios lo acoja en su infinita misericordia!

—Después pediré a Dios que te dé alegrías con tu familia y tus hijos, y los hijos de tus hijos, y los hijos de los hijos de tus hijos…

—Amén. Suspirando:

—Y le rogaré que nos devuelva a nuestro efendi Abbás, a Muhammad Farid y a Saad Zaglul…

—¡Dios, atiende nuestra súplica!

—… Y que destruya la casa de los ingleses por lo que han pecado y lo que pecarán.

—¡Alabado sea el vengador omnipotente!

Entonces el sheyj carraspeó, se enjugó la cara con la palma de la mano, y dijo:

—Veamos; te he visto en mi sueño haciendo señas con la mano, y en cuanto he abierto los ojos me he decidido a hacerte una visita…

El señor esbozó una sonrisa no exenta de tristeza y dijo:

—No me extraña, pues ya estaba necesitando tu bendición; que Dios te colme de ellas…

El sheyj inclinó su rostro hacia el señor con afecto, y le preguntó:

—¿Es cierto lo que me han comunicado sobre el incidente de la Puerta de las Conquistas?

—Sí, pero ¿quién ha podido contártelo? —contestó el señor sonriendo.

—Pasaba por la almazara de Gunáyyim Hamidu, este me pidió que me detuviese, y me dijo: «¿No te han contado lo que hicieron los ingleses con tu amigo el señor Ahmad y conmigo?». Le pedí, inquieto, que me lo explicase, y me lo contó a las mil maravillas.

El señor le relató el suceso con todo detalle. No se cansaba de repetirlo; seguramente lo había contado decenas de veces en los últimos días. El sheyj lo escuchaba, mientras recitaba con un susurro la aleya del trono.

—¿Te asustaste, hijo mío? ¿Cómo fue tu miedo…? Cuéntame…, ¡no hay poder ni fuerza sino en Dios…! Pero ¿estarás contento de haberte salvado? ¿Has olvidado que el que se asusta no vuelve a su estado normal…? He rezado mucho y he pedido a Dios la salvación…, eso está bien, pero necesitas un amuleto…

—¡Cómo no; nos colmará de bendiciones, sheyj Mitwali…! Y a los niños y su madre, ¿no les habrá afectado también el miedo?

—Naturalmente…, unos corazones débiles que no conocen la crueldad ni la amenaza…, un amuleto…, un amuleto…, sólo en él está la salud.

—Tú eres el bien y la bendición, sheyj Mitwali. Dios me ha salvado de un gran mal, pero hay otro que no cesa de amenazarme y me quita el sueño.

El rostro del sheyj se volvió de nuevo al señor con afecto, preguntándole:

—¿Qué te ocurre, hijo mío? ¡Dios te perdone!

El señor lo miró con ojos tristes, y murmuró con disgusto:

—Mi hijo Fahmi.

El sheyj levantó las cejas encanecidas, entre interrogante y fastidiado; luego, dijo con un ruego:

—… ¡Quiera Dios que esté a salvo!

—Me ha desobedecido por primera vez —dijo el señor moviendo la cabeza con tristeza—. Dios lo ha querido así.

El sheyj Mitwali extendió los brazos hacia adelante como para evitar la desgracia, y exclamó:

—¡Dios nos libre! ¡Fahmi es como mi hijo, y yo sé con certeza que es obediente por naturaleza!

—Su señoría se empeña en hacer lo mismo que todos los jóvenes en estos días sangrientos —añadió el señor, irritado.

—Tú eres un padre enérgico, de eso no hay duda; no me imaginaba que ninguno de tus hijos se atreviese a oponerse a tus órdenes…

Estas palabras hicieron mella en su corazón hasta hacerlo sangrar, y le oprimieron el pecho. Halló en su interior un deseo de no dar importancia a la rebeldía de su hijo, para defenderse de la acusación de debilidad ante el sheyj y ante sí mismo a la vez.

—No se ha atrevido a hacerlo abiertamente, claro está, pero le pedí que jurase sobre el Corán que no participaría en ninguna de las acciones de la revolución, y lloró…, lloró sin atreverse a decir no. ¿Qué puedo hacer? No puedo retenerlo en casa ni puedo vigilarlo en la escuela. Tengo miedo de que la corriente de estos días sea más fuerte de lo que pueda resistir un joven como él. ¿Qué hago? ¿Amenazarlo con una paliza? ¿Pegarle…? Pero ¿de qué puede servir la amenaza, con una persona que no le da importancia a exponerse a la muerte?

El sheyj se pasó la mano por el rostro, y preguntó con inquietud:

—¿Y se lanza a las manifestaciones?

—Claro que no —dijo el señor moviendo sus anchos hombros—; pero reparte panfletos. Cuando lo puse en un aprieto, dijo que se limitaba a repartirlos entre los amigos íntimos.

—¿Qué le ocurre para hacer esas cosas…? Él es tranquilo, hijo de un hombre tranquilo, y para esos trabajos hacen falta hombres de otra clase… ¿Acaso no sabe que los ingleses son unos salvajes a cuyos rudos corazones no llega la misericordia, y que se alimentan mañana y tarde con la sangre de los pobres egipcios…? ¡Habíale con buenos modos, amonéstalo, muéstrale la diferencia entre la luz y las sombras, dile que tú eres su padre y que lo quieres y temes por él…! Yo, por mi parte, voy a preparar un amuleto de un tipo especial, y rogaré por él en la oración del amanecer… Dios es nuestro eterno socorro.

—Las noticias sobre los caídos se suceden a cada hora —dijo el señor con tristeza—, anunciando señales de advertencia para quien sepa reconocerlas; pero ¿qué será lo que ha afectado su inteligencia…? El hijo de el-Fuli, el lechero, murió en un abrir y cerrar de ojos. Él asistió a su funeral conmigo y le dio el pésame a su pobre padre. Aquel joven había estado repartiendo cuencos de yogur, y entonces coincidió casualmente con una manifestación. El destino lo incitó a participar en ella inconscientemente, y no pasaría una hora cuando cayó abatido en la plaza de el-Azhar… ¡No hay poder ni fuerza sino en Dios, de Él venimos y a Él volvemos…! Como tardaba en volver, su padre se intranquilizó, y fue a ver a sus clientes preguntando por él. Algunos le dijeron que les había llevado yogur y se había ido, y otros que no había pasado por su casa como de costumbre. Después se llegó a ver a Hamrúsh, el vendedor de konafa, y allí encontró la bandeja con los cuencos que quedaban sin repartir. El hombre le informó de que él se la había dejado, y se había unido a la manifestación de la tarde. El pobre padre se volvió loco, y se dirigió de inmediato a la comisaría de el-Gamaliyya; luego lo enviaron a Qasr el-Ayni, donde se encontró con su hijo en la sala de autopsias. Fahmi se enteró de la historia con todo detalle, tal como nos lo contó el-Fuli, cuando estuvimos en su casa dándole el pésame. Supo cómo había desaparecido el joven, como si no hubiese existido; notó la tristeza atormentada de su padre y oyó los gritos de su familia. El pobre ha muerto, y ni Saad ha vuelto ni los ingleses se han marchado. Hasta una piedra lo habría comprendido, pero… él es el mejor de mis hijos… ¡Bendito y alabado sea Dios!

—Yo conocía a ese pobre muchacho —dijo el sheyj Mitwali con voz apenada—; era el mayor de los hijos de el-Fuli, ¿no es así…? Su abuelo era arriero, y yo le alquilaba un burro para ir a Sidi Abu Saud; el-Fuli tiene cuatro hijos, pero el difunto era el preferido de su corazón.

Aquí, Gamil el-Hamzawi participó por primera vez en la conversación diciendo:

—¡Estos días son de locos y la gente anda trastornada; incluso los más pequeños! Ayer mi hijo Fuad le dijo a su madre que le gustaría participar en una manifestación.

—¡Las hacen los pequeños y caen los mayores…! Tu hijo Fuad es amigo de mi hijo Kamal; están los dos en la misma escuela…, ¿no le ocurrirá lo mismo?, ¿no les ocurrirá lo mismo a los dos alguna vez que vayan siguiendo una manifestación?, ¿eh…?, ¿qué nos puede extrañar hoy en día?

—No llega a ese extremo, señor —dijo el-Hamzawi arrepintiéndose de lo que se le había escapado—, aunque yo le he castigado sin compasión por sus deseos inocentes. Además, el señorito Kamal sólo sale acompañado de Umm Hanafi…, ¡que Dios lo guarde y lo proteja!

Reinó el silencio, y ya no se oyó en la tienda más que el sonido del papel con el que el-Hamzawi envolvía el regalo del sheyj Mitwali Abd el-Samad; después este suspiró diciendo:

—Fahmi es un joven inteligente. No es conveniente que una persona tan querida se ponga en manos de los ingleses; los ingleses…, ¡que Dios los maldiga…! ¿No has oído lo que hicieron en el-Aziziyya y en el-Bedershín?

El señor estaba en tal estado de inquietud, que no sentía verdaderos deseos de preguntar; además, no se esperaba nada nuevo diferente a lo que ya había oído en esos días. Le bastó levantar las cejas aparentando interés, y el sheyj empezó a hablar:

—Estuve anteayer visitando al noble y querido Shaddad Abd el-Hamid en su suntuoso palacio de el-Abbasiyya. Me invitó a almorzar y a cenar, y yo le regalé amuletos para él y la gente de su casa; entonces me contó el suceso de el-Aziziyya y el-Bedershín.

El sheyj se calló un momento, y el señor preguntó:

—¿El famoso comerciante de algodón?

—Shaddad Bey Abd el-Hamid, el mayor comerciante de algodón; quizás tú conociste a su hijo Abd el-Hamid Bey Shaddad, que en un tiempo tuvo una estrecha relación con el señor Muhammad Effat.

—Recuerdo que lo vi una vez en la reunión del señor Effat antes de que estallase la guerra —dijo el señor con lentitud, dándose tiempo para recordar—. Después oí decir que lo habían exiliado del país tras la destitución de nuestro efendi… ¿Hay noticias de él?

El sheyj habló en un tono apresurado, pasajero, como si colocase sus palabras entre paréntesis para volver a su relato inicial:

—Sigue exiliado del país. Está residiendo en Francia con su mujer y sus hijos… ¡Y qué miedo tiene Shaddad Bey de morir sin volver a ver a su hijo!

Se calló otra vez; después empezó a mover la cabeza de derecha a izquierda, diciendo con una voz melodiosa, como si recitase la introducción a un poema profético:

—Dos o tres horas después de medianoche, mientras la gente dormía, varios cientos de soldados británicos armados hasta los dientes rodearon los dos poblados…

Una fuerte inquietud se despertó en el señor: «¿Rodearon los dos poblados mientras la gente dormía…? ¿No serán esos de la misma clase que aquellos que acampan delante de casa…? Empezaron atacándome a mí, ¿cuál será el siguiente paso que se proponen?».

El sheyj se golpeó las rodillas como si su recitación cambiase de ritmo; después continuó:

—Irrumpieron en las casas de los dos alcaldes y les ordenaron deponer las armas; luego profanaron el harén, saquearon las joyas, ofendieron a las mujeres, y las arrastraron por los pelos hacia afuera; ellas gritaban y pedían socorro, pero no hubo quien las ayudara… ¡Dios, protege a tus siervos más débiles!

»¡Las casas de los alcaldes…! El alcalde es una personalidad del gobierno, ¿no es así…? Yo no soy un alcalde ni mi casa es la de un alcalde, yo no soy más que un hombre como los demás… ¿Qué le pueden hacer a gente como nosotros? ¿Te imaginas a Amina arrastrada por los pelos…? ¿Acaso estoy condenado a volverme loco? ¿Loco…? —El sheyj continuó su narración moviendo la cabeza—: Y obligaron a los dos alcaldes a conducirlos a las casas de los sheyjs y de gente importante de ambos pueblos. Después irrumpieron en ellas derribando las puertas, y robaron todos los objetos de valor. Abusaron de las mujeres de un modo criminal, tras matar a las que intentaron defenderse, y propinaron a los hombres golpes atroces. Luego los abandonaron, una vez que no dejaron en ninguno de los dos pueblos objeto de valor sin saquear, ni honor sin mancillar…

»¡Que se vayan al infierno los objetos de valor…! "Ni honor sin mancillar…" ¿Dónde está la piedad de Dios?, ¿dónde está su venganza…? El diluvio… Noé… Mustafa Kámil… ¿Cómo podrá una mujer permanecer con su marido bajo un mismo techo después de eso?, ¿qué falta cometió ella?, y él, ¿qué aspecto tendrá?…». —El sheyj dio tres golpes con la mano sobre las rodillas, después reanudó el relato. Su voz temblaba y sonaba parecida al llanto—: Prendieron fuego a los dos poblados utilizando la leña y la paja que había sobre los tejados de las casas y rodándolas con petróleo. Los aldeanos se despertaron con un miedo espantoso, y la gente huyó de sus casas como loca. Se elevaron los gritos y los gemidos. Las lenguas de fuego se extendieron por todos lados, hasta que los poblados se convirtieron en antorchas encendidas…

—¡Oh, Señor de los cielos y de la tierra! —exclamó el señor de forma inconsciente.

El sheyj continuó diciendo:

—Los soldados formaron un cinturón alrededor de los dos poblados en llamas, aguardando desde lejos a los pobres parroquianos que corrían atónitos en todas direcciones, seguidos por los rebaños, los perros y los gatos, para buscar un medio de salvarse del fuego; y en cuanto llegaron a las posiciones de los soldados, estos saltaron sobre los varones golpeándolos y pateándolos. Después aislaron a las mujeres para arrebatarles sus joyas y deshonrarlas, y si alguna de ellas se resistía, era muerta; y si a un esposo, padre o hermano se le escapaba algún gesto de ayuda, disparaban…

Después el sheyj Mitwali se volvió hacia el señor, que estaba aturdido, y dio una palmada exclamando:

—… Condujeron al resto de las víctimas a un campamento cercano, y allí los obligaron a firmar un escrito que contenía sus confesiones de unos crímenes que no habían cometido, y una declaración de que lo que les habían hecho los ingleses era un justo castigo a sus acciones… Esto es lo que ocurrió en el-Aziziyya y el-Bedershín, señor Ahmad; este es uno de los ejemplos de los castigos que nos imponen sin compasión, Dios es testigo, Dios es testigo…

Se hizo un silencio triste y doloroso, en el que cada uno se dedicó a sus pensamientos y a sus fantasías, hasta que Gamil el-Hamzawi exclamó suspirando:

—Nuestro Señor está presente.

—¡Sí! —y señalando en las cuatro direcciones—. ¡En todas partes! —dijo el señor ratificando sus palabras.

El sheyj se dirigió al señor, diciendo:

—Dile a Fahmi que el sheyj Mitwali le aconseja alejarse de las sendas peligrosas. Dile que se rinda a Dios, su Señor. Él es el único capaz de vencer a los ingleses, como hizo con los que antes que ellos se rebelaron contra su obediencia.

Después el sheyj se inclinó en dirección a su bastón para cogerlo. El señor hizo una seña a Gamil el-Hamzawi, que vino con el regalo y se lo colocó en la mano, ayudándole a levantarse. El sheyj les estrechó la mano a los dos y se fue, diciendo:

—«… Los cristianos han vencido en la tierra más cercana; pero ellos, después de su victoria, serán derrotados…». Dios, el Excelso, dice la verdad.