65

Era ya más de medianoche cuando el señor Ahmad Abd el-Gawwad dejó la casa de Umm Maryam envuelto en la oscuridad del callejón sin salida. Todo el barrio parecía —como últimamente cada anochecer desde que el campamento inglés estaba allí— sumergido en el sueño y cubierto por las sombras. Ya no había tertulia en el café, ni ningún vendedor por la calle; las tiendas ya no estaban abiertas, y la gente no paseaba. Y no había más huella de vida o de luz que la que llegaba desde el campamento. A pesar de que ninguno de los soldados lo había expuesto a ningún peligro en sus idas y venidas, él no podía librarse nunca de la intranquilidad y la aprensión, sobre todo cuando se iba acercando al campamento en el camino hacia su casa. Pero volvía, al final de la noche, en un estado de agotamiento, debilidad y confusión en el que era difícil siquiera pensar en caminar seguro y tranquilo. Bajó hacia la calle de el-Nahhasín y luego se desvió a la derecha dirigiéndose a casa, mientras miraba a hurtadillas al centinela, hasta entrar en la zona más peligrosa del camino, aquella en la que se extendía la luz que llegaba desde el corazón del campamento. Allí le volvieron los sentimientos que se apoderaban de él, cada vez que entraba en ella, de ser un objetivo fácil para cualquier cazador… y apretó el paso para salir de aquella zona hacia la oscuridad que lo llevaría hasta la entrada de su casa. Pero apenas había dado un paso cuando golpeó sus oídos una voz ronca que gritaba detrás de él hablando en una lengua extranjera. A pesar de que no conocía ese lenguaje, comprendió por la brusquedad del tono y por su concisión que le lanzaba una orden indiscutible, y se paró, volviéndose hacia atrás espantado. Vio a un soldado, que no era el centinela, que se dirigía hacia él con paso firme y armado hasta los dientes. ¿Qué sería tan grave como para llamarlo de esa forma? ¿Estaría ese hombre borracho, o quizás obedecía a un súbito impulso de agresividad? Se quedó mirando cómo se acercaba, con el corazón acelerado y la garganta seca; la resaca había desaparecido ya de su cabeza. El soldado se paró a unos pasos de él, y le dirigió en tono imperativo unas palabras rápidas y breves, de las que naturalmente no entendía nada, señalando en dirección a la calle de Bayn el-Qasrayn. El señor se quedó mirándolo fijamente, con desesperación, y haciendo un gesto conciliador que expresaba su amargura por la incapacidad para entenderse con él, para convencerlo de su inocencia de cualquier supuesta acusación o para saber al menos qué quería. Luego se le ocurrió que, señalando hacia Bayn el-Qasrayn, intentaba ordenarle que se alejase, pensando que era un extraño sospechoso. Él a su vez empezó a señalarle su casa para hacerle comprender que era uno de sus habitantes que regresaba. Pero el soldado aparentó ignorar sus movimientos y, refunfuñando, siguió moviendo la cabeza indicándole en la misma dirección, como si lo incitase a que se marchara. Después aparentó haberse cansado de él, lo cogió por los hombros y le hizo darse la vuelta con fuerza, empujándolo por la espalda. El señor se encontró echando a andar en dirección a Bayn el-Qasrayn con el otro detrás, y flaqueándole las piernas, se rindió al destino. En su marcha atravesó el desconocido campamento, y después la fuente de Bayn el-Qasrayn, donde desapareció la última huella de luz que se desprendía de aquel. Se sumergió en las olas de las densas tinieblas y el pesado silencio. El único escenario que veía eran las siluetas de las casas, y el único sonido, el golpe de los rudos pasos que lo seguían con un ritmo mecánico y terrible, como si contaran los minutos o quizás los segundos que le quedaban de vida. Lo cierto es que esperaba que en cualquier momento el soldado cayera sobre él y le diera un golpe que lo precipitara hacia el abismo. Siguió esperándolo con los ojos bien abiertos en la oscuridad, la boca sellada por la angustia y un movimiento nervioso en la nuez cada vez que tragaba su saliva seca y ardiente…, hasta que lo sorprendió un resplandor que atrajo su mirada hacia el suelo, y estuvo a punto de gritar de terror como un niño. Le dio un vuelco el corazón, pero percibió un círculo de luz que iba y venía, y comprendió que se trataba del rayo de una linterna encendida por quien lo conducía para mostrarle el camino a través de las sombras. Recobró el aliento, después de librarse de aquel pánico repentino; pero apenas hubo sentido un poco de tranquilidad, lo devoró su miedo inicial, el miedo a esa muerte a la que era conducido. Volvió a esperar que su final llegase de un momento a otro, como alguien a punto de ahogarse que, en medio de su agitación, ha imaginado ver un cocodrilo saltando para atacarlo, y después se da cuenta de que lo que ha visto era hierba flotando; pero apenas su alegría de haberse salvado del peligro imaginario le ha dado un momento de respiro, cuando se apaga bajo la presión del peligro real que lo asedia… ¿Hacia dónde lo llevaban…? Si hubiese podido hablar esa extraña lengua, se lo habría preguntado al soldado. Le parecía que este iba a continuar empujándolo hasta llevarlo al cementerio de la Puerta de la Victoria; no había rastro ni de hombres ni de animales; ¿dónde estaba el guarda…? Estaba sólo, a merced de alguien que no tenía misericordia. ¿Cuándo había sufrido un tormento como este?, ¿se acordaba…? Una pesadilla, sí, era una pesadilla; la había sufrido más de una vez cuando había estado enfermo. Incluso las tinieblas de las propias pesadillas a veces tienen un rayo de esperanza que puede hacer brillar en el alma del durmiente una ligera sensación de que el sufrimiento de su sueño no es real y que se salvará de su desgracia en seguida. Pero ¡qué lejos estaba él de que el destino le ofreciera una esperanza parecida!, estaba despierto, no dormido; y ese soldado era una realidad, no una fantasía; y aquella calle que había presenciado su humillación y su arresto era algo palpable, horrible, no una ilusión; su tormento era también real, sin la menor duda; al más mínimo movimiento que se le escapase podrían volarle la cabeza, no había duda de eso tampoco. Umm Maryam le había dicho al despedirse: «Hasta mañana… ¿Mañana?, ¿acaso llegará ese mañana…? ¡Pregúntale al fusil de bayoneta afilada! Ella también le había dicho burlándose de él: «El olor a vino que sale de tu boca casi me emborracha…». Ahora se habían evaporado tanto el vino como la razón. La hora de la pasión estaba todavía cerca; hacía escasos minutos la pasión era todo en la vida, y ahora ese todo lo era el tormento; entre una cosa y otra sólo mediaban escasos minutos… ¿Escasos minutos…? Cuando llegó a la desviación de el-Juranfísh, unos rayos que relucían en las sombras atrajeron sus ojos; miró a la calle y vio una linterna moviéndose en la mano de un soldado, que conducía delante de él unas siluetas cuyo número no conseguía distinguir. Se preguntó: «¿Crees que les habrán ordenado detener a todos los hombres que encuentren por la noche? ¿Hacia dónde los conducirán…? ¿Qué castigo les impondrán?». Se estuvo interrogando largo rato extremadamente confuso e inquieto, aunque el hecho de ver nuevas víctimas infundió algo de consuelo y tranquilidad a su corazón; al menos ya no estaría solo como se había pensado. Encontró, en medio de su desgracia, unos compañeros que entretendrían su soledad, y compartirían su destino. Él iba delante de la columna, a corta distancia, y se puso a escuchar el ruido de los pasos, acostumbrándose a ellos como se acostumbra quien está perdido en el desierto a las voces humanas que le llegan con el viento. En ese momento lo que más deseaba era que lo alcanzasen, para sumarse a su grupo —tanto si eran conocidos como extraños— y que sus corazones latiesen al unísono mientras sus pasos los conducían hacia un destino incierto. Aquellos hombres eran inocentes, ¿entonces por qué los prendían…?, ¿por qué prendían a alguien como él…? Él no era un revolucionario, ni uno de los que se dedicaban a la política, ni siquiera un muchacho. ¿Es que sabían leer los corazones y adivinar los sentimientos? ¿Será que detienen a la gente corriente después de apresar a los dirigentes…? ¡Si hubiese sabido inglés, se lo habría preguntado al que lo capturó…! ¿Dónde estaba Fahmi para hablar en su nombre…? El dolor y la añoranza lo traspasaron. ¿Dónde estaban Fahmi, Yasín, Ramal, Jadiga, Aisha y la madre de todos ellos?, ¿podría imaginarse su familia el estado vergonzoso al que él se había visto reducido…?; su familia, que sólo lo había visto orgulloso, respetado, importante, ¿podría imaginarse que un soldado lo había empujado con violencia hasta estar a punto de tirarlo al suelo, y que lo conducían como se conduce al ganado? Al recordar a su familia, sintió dolor y nostalgia, y casi se le llenaron los ojos de lágrimas. En su camino pasó por delante de siluetas de casas y tiendas cuyos dueños conocía, y de cafés en los que un día había sido uno de sus asiduos, especialmente en la época de la adolescencia y la juventud. Lo entristeció pasar por ellos como un prisionero sin que acudiesen a ayudarlo o ni siquiera se apiadasen de su situación, y sintió realmente que la forma más triste de humillación era que todo eso le hubiese ocurrido en su propio barrio. Después alzó los ojos al cielo enviando sus pensamientos hacia Dios que leía su corazón; se los envió sin que su lengua lo mencionase, ni siquiera en un murmullo, por vergüenza a pronunciar su nombre sin haber purificado su cuerpo de los efluvios de la bebida y los sudores del amor. No tardó en acrecentarse su miedo a que su impureza lo alejase de la salvación, o a encontrarse un destino acorde con *su anterior desenfreno. Su pecho se llenó de pesimismo y desolación, estando a punto de desesperarse. Cuando vio el mercado de los limones, unos sonidos imprecisos llegaron hasta el silencio, que sólo el ruido de los pasos había humanizado; aguzó el oído fijando sus ojos en la oscuridad, mientras seguía avanzando entre el miedo y la esperanza, y oyó un ruido que no sabía si procedía de un hombre o de un animal; sin embargo, después de un momento distinguió un alboroto, y no pudo evitar decirse para sus adentros con impaciencia: «Son voces humanas». Al desviarse del camino aparecieron unas luces que se movían. Al principio pensó que eran nuevas linternas, pero luego se hizo evidente que eran antorchas. A su luz vio un flanco de la Puerta de las Conquistas, bajo la cual estaban apostados unos soldados británicos, y luego aparecieron soldados de la policía egipcia. El hecho de verlos le devolvió la sangre al corazón. «Ahora sabré qué quieren de mí; sólo quedan unos pasos, ¿qué habrá inducido a que se reúnan los soldados ingleses y egipcios junto a la Puerta? ¿Por qué conducen aquí a la gente desde diferentes lugares del barrio…? Dentro de poco lo sabré todo, todo, todo. ¡Pide ayuda a Dios y ponte en sus manos…! Recordaré esta hora espantosa durante toda mi vida, si es que me queda algo de vida…, las balas…, el patíbulo… Dinshiway…, ¿voy a incorporarme yo a la lista de los mártires?, ¿voy a convertirme en una de esas noticias sobre la revolución que cuentan Muhammad Effat, Ali Abd el-Rahim e Ibrahim Alfar, como hacíamos nosotros en las veladas nocturnas…? ¿Te imaginas la reunión con tu sitio vacante…? ¡Dios se apiade de él, era tan…!, y tan… ¡Cuánto te llorarían! Se acordarían de ti durante mucho tiempo y después, el olvido… ¡Qué fuerte me late el corazón! ¡Ponte en manos de tu creador; Dios está con nosotros, no contra nosotros…!». Aún no se había acercado al lugar donde estaban los soldados, cuando estos le lanzaron miradas frías, crueles, amenazadoras; el corazón se le hundió en lo más profundo del pecho, siguiéndolo después un dolor intenso en las costillas. ¿Habría llegado el momento de detenerse? Los pies empezaron a pesarle y la indecisión y el desconcierto lo envolvieron…

—¡Entra!

Así le gritó un policía señalándole la entrada de la Puerta…, y el señor le dirigió una elocuente mirada de interrogación, implorando ayuda y socorro. Luego pasó entre los soldados, casi sin ver lo que tenía delante del miedo que lo embargaba. Hubiera deseado taparse la cabeza con los brazos, para responder a ese instinto de miedo que le pedía socorro a gritos. Allí, bajo la cúpula de la bóveda de la Puerta, vio una escena que le mostró lo que querían de él sin necesidad de preguntar. Vio un agujero profundo como un foso que obstruía el camino, y vio también un grupo de gente que trabajaba sin parar para cerrarlo bajo la vigilancia de la policía, cargando tierra en cestas y vaciándolas en él. Todos trabajaban con energía y rapidez, lanzando miradas de miedo a los soldados ingleses que estaban apostados junto a la entrada de la Puerta. Se le acercó un policía, que le lanzó una cesta y le dijo:

—¡Haz como los demás! Luego añadió:

—¡Date prisa para que no te ocurra nada malo!

Esta frase fue la primera expresión «humana» que encontraba en su terrible viaje, y penetró en su pecho como un soplo de brisa en la garganta de un ahorcado. Se inclinó sobre la cesta y la cogió por la correa, preguntándole al policía con un susurro:

—¿Nos dejarán libres cuando se termine el trabajo?

—Si Dios quiere —le respondió con la misma voz.

Suspiró profundamente y en su interior tuvo ganas de llorar. Sintió que nacía de nuevo. Levantó con la mano izquierda el borde de su yubba y lo metió en el cinturón del caftán para que no le impidiese trabajar. Se dirigió con la cesta hacia la acera de la Puerta donde se amontonaba la tierra, la colocó entre sus pies y empezó a coger puñados de tierra y a vaciarlos en la cesta hasta llenarla. Luego la cargó, y fue hasta el agujero, donde la vació, para regresar a la acera. Siguió trabajando entre una cuadrilla de gente, que reunía a efendis y gente corriente, a viejos y jóvenes, trabajando todos con enorme empeño debido a sus ganas de vivir. Estaba llenando su cesta cuando lo golpearon con el codo; se volvió hacia quien lo había golpeado y vio a un amigo que se llamaba Gunáyyim Hamidu, dueño de una almazara en el-Gamaliyya y uno de los que se acercaba a sus reuniones de vez en cuando. Ambos se alegraron mucho de encontrarse y en seguida se susurraron:

—¡Tú has caído también!

—Antes que tú; llegué un poco antes de medianoche, te vi cogiendo la cesta y empecé a ir y venir siguiendo un camino que me fuese desviando lentamente hasta ponerme a tu lado.

—¡Bienvenido, bienvenido! ¿No hay ninguno más de nuestros amigos?

—Sólo me he encontrado contigo.

—El policía me ha dicho que nos dejarán libres cuando se acabe el trabajo.

—También me ha dicho eso a mí. ¡Dios te oiga!

—¡Que Dios destruya sus casas! Han hecho que me flaqueen las rodillas.

—A mí me parece que ya no las tengo.

Intercambiaron unas breves sonrisas.

—¿Cuál es el origen de este agujero?

—Dicen que los jóvenes de el-Huseyn lo han cavado al principio de la noche para impedir que pasen los camiones, y también dicen que ya ha caído uno.

—¡Si eso es verdad, despidámonos…!

Cuando volvieron a encontrarse junto al montón de tierra, ya se habían acostumbrado un poco a la situación y habían recobrado el ánimo, hasta el punto de que no pudieron evitar sonreír al verse llenando sus cestas con tierra como obreros de la construcción. Gunáyyim murmuró:

—¡Que Dios el juez supremo nos libre de estos hijos de perra!

El señor susurró sonriendo:

—Espero que nos den un salario justo.

—¿Dónde te apresaron?

—Delante de casa.

—Claro.

—¿Y a ti?

—Había tomado manzul, pero ya me he despejado totalmente, los ingleses son más fuertes que la cocaína.

—Más fuertes que el propio vómito.

Los hombres siguieron yendo y viniendo rápidamente entre la acera de tierra y el agujero, a la luz de las antorchas. Habían removido tanto la tierra, que esta se había extendido por el hueco de la bóveda creando una atmósfera asfixiante. Empezaron a ahogarse, chorreándoles el sudor por la frente, con las caras polvorientas y con la consiguiente tos al respirar el polvo, como si fuesen fantasmas surgidos del agujero. De cualquier modo ya no estaba solo; lo acompañaban ese amigo, aquellos hombres de su barrio, y los soldados de la policía egipcia, que estaban con ellos de corazón; señal de eso era que estaban despojados de sus armas, y el sable de funda metálica ya no oscilaba en sus cinturas… «¡Paciencia, paciencia…! ¡Quizás esta tristeza se desvanezca! ¿Te habías imaginado que trabajarías hasta el amanecer o quizás hasta mediodía…? ¡Valor! ¡Lo único que pasa es que llevarás la tierra y te verás forzado a llenar el agujero! El agujero no quiere llenarse. No sirve de nada que te quejes… Además, ¿a quién podrías quejarte? Tu cuerpo es fuerte y robusto, podrá soportarlo a pesar de la borrachera y de la diversión de anoche… ¿Qué hora será? No es sensato que te preocupes de eso. Si no me hubiese ocurrido todo esto estaría ahora tumbado en la cama disfrutando de un sueño delicioso; podría lavarme la cabeza y la cara, y echar un buen trago de la cántara perfumada de azahar… ¡Qué suerte tenemos al participar en el infierno de la revolución! ¿Por qué no? El país está levantado; cada día, a cada hora, hay víctimas y mártires. Aunque leer la prensa y comentar las noticias es una cosa y cargar tierra bajo la amenaza de un fusil es otra… ¡Qué suerte tenéis los que estáis durmiendo en vuestras camas! ¡Dios, protégenos…! Yo no estoy hecho para esto, yo no estoy hecho para esto… ¡Dios, derrota con tu fuerza a los paganos! Nosotros somos débiles; yo no estoy hecho para esto… ¿Se imaginará Fahmi qué peligro lo amenaza…? Estará ahora estudiando sin saber lo que le está ocurriendo a su padre… Me ha dicho "no" por primera vez en su vida; lo dijo con lágrimas, pero me da igual, el significado es el mismo. No se lo he dicho a su madre ni se lo diré… ¿Voy a revelarle mi impotencia…? ¿Voy a recurrir a su debilidad después de haber fracasado con mi fuerza…? No, que siga ignorándolo todo… Él decía que no se exponía al peligro, ¿será verdad? ¡Dios, respóndeme! ¡Si no fuera así no se lo perdonaría nunca! ¡Dios, protégelo, protégenos a todos del mal de estos días…! ¿Qué hora será…? Si se nos hace de día estaremos a salvo de la muerte; no nos matarán delante de la gente…, ¿de día?».

—He escupido en el suelo para deshacerme del polvo pegado al paladar, y uno de los policías me ha lanzado una mirada que me ha puesto los pelos de punta.

—No escupas, imítame a mí; he tragado tierra suficiente como para llenar este agujero.

—¿Quizás Zubayda te ha maldecido?

—Quizás.

—¿No sería mejor tapar su agujero en vez de tapar este?

—¡Al contrario, sería más difícil!

Intercambiaron una rápida sonrisa, después Gunáyyim dijo suspirando:

—Tengo rota la espalda, ¡ay!

—Y yo igual; nuestro consuelo es que compartimos con los combatientes algunos de sus sufrimientos.

—¿Qué te parecería si tirase la cesta a la cara del soldado y gritase en voz alta: «¡Viva Saad!»?

—¿Te está haciendo efectos de nuevo el manzid?

—¡Qué lástima! Era un trocito, del tamaño de una pupila; lo agité en el té una, dos, tres veces. Después me fui a el-Tombakshiyya para oír al sheyj Ali Mahmud en casa de el-Hamzawi, y volví un poco antes de medianoche diciéndome: «Ahora la mujer te estará esperando: quien no atiende a sus deseos no tiene perdón de Dios…». Entonces vino este cara de mono y me empujó por la espalda.

—¡Qué Dios te resarza de ello!

—¡Amén!

Los soldados trajeron otros hombres, unos de la parte de el-Huseyn y otros de el-Nahhasín, que en seguida se unieron a los «obreros». Él lanzó una mirada al lugar y lo encontró agobiante por la cantidad de gente. Se habían extendido alrededor del agujero por todos los lados, iban a la acera y volvían al agujero con un movimiento ininterrumpido. Las luces de las antorchas iluminaban sus rostros fatigados en los que él no veía más que debilidad, sumisión y miedo como único resultado. La multitud significaba bendición y seguridad; no inmolarían a ese grupo tan numeroso de gente, no tomarían al inocente por culpable, pero… ¿dónde estaban los culpables?, ¿dónde estaban aquellos muchachos?, ¿sabían que ahora sus hermanos habían caído en el agujero que ellos mismos habían cavado…? ¡Dios los castigue! ¿Acaso creían que cavando un agujero harían volver a Saad, o echarían a los ingleses de Egipto? «Seguro que dejo las veladas nocturnas si Dios me concede vivir de nuevo… ¿Dejar las veladas…? Las veladas ya no serán seguras; pero ¿cuál será entonces el sabor de la vida? La vida no tiene sabor a la sombra de la revolución… La revolución… Cualquier soldado te detiene, cargas la tierra con tus manos, Fahmi te dice "no"… ¿Cuándo volverá el mundo a ser como antes…? ¿Dolor de cabeza…? Es más: dolor de cabeza y náuseas… Unos minutos de descanso, no pido más… Bahiga en el séptimo sueño, Amina esperando como la "mujer" de Gunáyyim…, no podréis ni imaginar lo que le está ocurriendo a vuestro padre… ¡Dios, el polvo me ha llenado la nariz y los ojos! ¡Oh, Sayyidna el-Huseyn…! Llénate, llénate, ¿no te basta toda esta tierra…? ¡Oh, nieto del Enviado! La Batalla del Foso, así la llamó Nuestro Señor el Profeta —sean con él la bendición y la paz— al trabajar él con los demás valiéndose de sus propias manos… Infieles unos e infieles otros. ¿Por qué triunfan los infieles en estos días…? La corrupción del tiempo… Mi propia corrupción… ¿Van a acampar delante de la casa hasta el final de la revolución?».

—¿No has escuchado al gallo?

El señor aguzó el oído; después murmuró:

—¡Está cantando el gallo! ¿Ya está amaneciendo?

—Sí, pero este no se llenará antes de la mañana.

—¡La mañana!

—Lo que importa es que me estoy meando, me estoy meando vivo.

La atención del señor se dirigió hacia la parte inferior, y sintió que él también se estaba orinando, y que una parte de sus dolores se debía sin duda a eso. Y en seguida se intensificó la presión de la vejiga como si la hubiese excitado el hecho de pensar en ello.

—Y yo también —dijo.

—¿Y el trabajo?

—No hay escapatoria.

—Mira allí a ese cara de mono que está meando delante de la tienda de Ali el-Zaggag.

—¡Ay!, ¡echar fuera un poco de orina me parece ahora más importante que echar a los ingleses de todo Egipto!

—¿Echar a los ingleses de todo Egipto…? ¡Echémosles primero de el-Nahhasín!

—¡Dios, mira…! ¡Los soldados no dejan de traer gente!

El señor vio un nuevo grupo de gente abriéndose camino en dirección al agujero.