64

La relación entre Kamal y los soldados británicos evolucionó hacia una amistad recíproca. La familia trató de recurrir a la tragedia de Yasín en la mezquita de el-Huseyn para convencer al niño de que cortara las relaciones con sus amigos, pero él les respondió que era «pequeño», demasiado pequeño para que lo acusaran de espionaje. Y para evitar que se lo impidieran a la fuerza, se dirigía directamente al campamento al volver de la escuela, dejándole la cartera de los libros a Umm Hanafi. El único medio de impedírselo era utilizando la fuerza, lo que no creyeron necesario, en especial porque él se divertía en el campamento, bajo sus miradas, siendo acogido en todas partes con los brazos abiertos, y con todos los honores. Incluso el propio Fahmi lo pasaba por alto, y no le preocupaba distraerse observando cómo correteaba Kamal entre los soldados, «como un mono que se divirtiera en una selva de animales salvajes».

—Decídselo al gran señor…

Eso propuso Umm Hanafi una vez, quejándose del descaro que tenían los soldados con ella —por culpa precisamente de esa maldita amistad con el niño— y de que algunos de ellos imitaban su forma de andar. «Merecen que se les corte el cuello…». Pero nadie tomó su sugerencia en serio. No sólo por compasión hacia el muchacho sino también por ellos mismos, al temer que la investigación del padre revelase que habían encubierto durante mucho tiempo esa relación; y así dejaron al chiquillo en paz. ¡Quizás aún tenían la esperanza de que los buenos sentimientos recíprocos entre el niño y los soldados fuesen un medio de evitar las bromas o los perjuicios a los que podían verse expuestos en sus idas y venidas! La hora más feliz del día para Kamal era esa en la que entraba en el campamento. No todos los soldados eran «amigos» en el sentido literal de la palabra, pero ninguno de ellos lo ignoraba. A los amigos los saludaba estrechándoles la mano calurosamente, mientras que para saludar a los otros le bastaba con levantar la mano. A veces coincidía su llegada con el comienzo del turno de guardia de uno de sus amigos; entonces el muchacho se acercaba a él contento, alborotado, tendiéndole la mano…, ¡y cuál no era su susto al encontrarlo rígido, extraño, irritante, como si fingiera ignorarlo o como si se hubiese convertido en una estatua! No comprendía que el asunto no se trataba de fingida ignorancia ni de enfado, hasta que los otros se partían de risa. No era extraño que cuando estaba con los amigos se sobresaltase con el pitido de la alarma; en ese momento los soldados corrían hacia las tiendas, y volvían al cabo de un momento, con sus trajes y cascos, y cargados con los fusiles. Un camión salía de su estacionamiento detrás de la fuente de Bayn el-Qasrayn hasta el centro de la calle, y rápidamente se dirigían a él, saltando a su interior hasta que lo llenaban. En seguida deducía de la escena que tenía delante que una manifestación había comenzado en alguna parte, que los soldados iban a dispersarla y que se desencadenaría una batalla entre ellos y los manifestantes. ¡Pero no le importaba en esos momentos más que buscar a sus amigos con la vista hasta dar con ellos, en medio del bullicio del camión, y alegrarse al verlos como si los despidiera! Y cuando el camión se alejaba llevándoselos en dirección a el-Nahhasín, extendía las manos rogando por su salud y recitando después la fátiha… Pero él no pasaba en el campamento más de media hora cada tarde, el tiempo máximo que podía estar fuera de casa tras su vuelta del colegio, una media hora en la que ninguno de sus sentidos descansaba apenas un solo minuto. Daba vueltas alrededor de las tiendas, caminaba entre los camiones reconociendo sus piezas una a una, se paraba ante la pirámide de fusiles mucho tiempo, examinando sus elementos detalladamente, en especial la boca del cañón donde se escondía la muerte. Se paraba a la distancia que le permitían, y se le partía el corazón lamentándose de no poder jugar con ellos o al menos tocarlos. Cuando su visita coincidía con la hora del té, se dirigía con sus amigos a la cocina, situada a la entrada del adarve de Qírmiz y cogía sitio al final de «la cola del té», como la llamaban. Después volvía tras ellos, llevando un vaso de té con leche y un trozo de chocolate, y se sentaba en el borde de la fuente a bebérselo a sorbos. Los soldados cantaban canciones de tropa, y él los escuchaba con atención, esperando su turno para cantar.

La vida del campamento dejó en él una huella profunda, que despertaba por completo sus fantasías y sus sueños. Una huella que se grabó en su corazón al lado de las huellas que dejaron las historias de Amina sobre el mundo de lo desconocido y las leyendas, los cuentos de Yasín —que arrastraban su alma hacia el mundo mágico—, y los fantasmas y las visiones que se le aparecían en sus propias ensoñaciones tras las ramas del jazmín, la hiedra y las macetas de flores —arriba en la azotea— sobre la vida de las hormigas, de los pájaros y de las gallinas. Además construyó junto al muro que mediaba con la azotea de casa de Maryam un campamento completo en equipo y número de hombres. Hizo las tiendas con pañuelos y lápices, las armas con cerillas de madera, los camiones con chanclos y los soldados con huesos de dátil. Cerca del campamento, como manifestantes, puso piedrecitas. La representación empezaba normalmente extendiendo los huesos en grupos, unos en las tiendas y junto a su entrada, y otros alrededor de los fusiles, excepto cuatro, colocados a un lado, entre los que destacaba una piedrecita que lo representaba a él. Empezaba imitando las canciones inglesas, después le llegaba el turno de cantar a su piedrecita: «Venid a visitarme cada año» o bien «¡Oh, querido mío!». Se iba a las otras piedrecitas, las ordenaba en filas y gritaban: «¡Viva la patria, abajo el protectorado…, viva Saad!». Volvía al campamento silbando, y entonces colocaba los huesos también en filas, y al frente de cada fila ponía un dátil. Después empujaba un chanclo, resoplando para imitar el zumbido del camión, y colocaba los huesos encima, lo empujaba otra vez en dirección a las piedrecitas y ¡empezaba la batalla, cayendo en seguida víctimas de ambos lados! No permitía que sus sentimientos personales influyeran en el desarrollo de la batalla, al menos al principio y en la mitad. Lo dominaba un único deseo: hacer una batalla «verídica y emocionante», intercambiando ataques y contraataques entre ambos bandos, haciendo que los daños fuesen equivalentes, que el resultado quedase sin saberse, y que el balance siguiera oscilando entre las dos partes; pero la batalla no duraba mucho, y se hacía necesario darle un final… Entonces se encontraba en una situación desconcertante: ¿Qué bando ganaría? ¡En un lado estaban sus cuatro amigos, con Julián a la cabeza, y en el otro los egipcios, con los que palpitaba el corazón de Fahmi…! En el último momento se decidía por la victoria de los manifestantes, y arrastraba el camión con unos pocos soldados, entre los que se encontraban sus cuatro amigos. ¡Y si alguna vez la batalla se terminaba con un honroso acuerdo, los combatientes de ambos bandos lo celebraban cantando alrededor de una mesa repleta de dulces…! Julián era el más apreciado de sus amigos; se distinguía no sólo por su belleza y por la dulzura de su carácter, sino también por su relativa destreza para hablar árabe. Esto le otorgaba a la invitación del té un segundo valor. Parecía el soldado más impresionado por sus canciones, hasta llegar a rogarle casi todos los días que cantase «¡Oh, querido mío!», que seguía con atención, murmurando después con nostalgia y añoranza:

—¡Volver a mi país! ¡Volver a mi país…!

Kamal notó en él esos sentimientos; su amistad y confianza habían aumentado hasta tal punto que le dijo una vez seriamente, como indicándole la solución a su tristeza:

—¡Haced volver a Saad Basha, y regresad a vuestro país…!

Pero Julián no recibió su sugerencia con la disposición que Kamal esperaba; al contrario, le pidió, como había hecho antes en situaciones parecidas, que no volviese a mencionar a Saad Basha, diciéndole: «¡Saad Basha…, no!». Y de ese modo fracasó «el primer negociador egipcio», según la expresión de Yasín.

De repente, un día uno de los «amigos» le ofreció una caricatura que le había hecho. Kamal la miró con asombro y fastidio y se dijo: «¿Yo? ¡Ese no soy yo…!». Pero en el fondo sintió que sí era esa su imagen y no la de otro, aunque sólo fuese en cierta medida. Después levantó los ojos hacia los que estaban parados a su alrededor y los encontró riéndose; entonces comprendió que era una especie de broma que tenía que aceptar con alegría, y los siguió en su risa, eludiendo así su vergüenza. Cuando se la enseñó a Fahmi, este la examinó con asombro; después dijo:

—¡Dios! ¡No ha dejado ni un solo defecto sin exagerar! ¡El cuerpo delgado y pequeño, el cuello largo y flaco, la nariz grande, la cabeza gorda, los ojos enanos…!

Después dijo, riéndose:

—La única cosa por la que parece que tu amigo siente admiración es por tu traje elegante y bien hecho; pero en eso el mérito no es tuyo, es de mamá que deja todo en casa impecable.

Le lanzó una mirada maliciosa, y continuó:

—Ahora está claro el secreto del cariño que te tienen: se distraen riéndose de tu aspecto y tu elegancia exagerada. Lo que quiere decir que a sus ojos tú no eres más que una marioneta, ¿qué ganas con tu traición…?

Pero las palabras de Fahmi no causaron efecto, porque el niño conocía la magnitud de su hostilidad hacia los ingleses, y pensó que era una maniobra que buscaba separarlo de ellos.

Un día llegó al campamento como era su costumbre, y vio a Julián en el extremo del murete de la fuente, mirando con atención hacia el callejón al que se abría la casa del difunto señor Muhammad Redwán, y fue hacia él. Pero vio también que agitaba la mano haciendo gestos extraños que él no comprendía; sin embargo, no dejó de avanzar, respondiendo a un sentimiento instintivo cuyo significado se le escapaba. Después la curiosidad lo incitó a rodear las tiendas colocadas ante la parte delantera de la fuente, escabullándose hasta situarse detrás de Julián y extender la vista hacia el objetivo al que el otro miraba. Vio allí un tragaluz, en un ala de la casa de la familia Redwán, que ocultaba el pequeño callejón…, ¡y en él aparecía claramente el rostro de Maryam, sonriendo complaciente! Se quedó paseando la mirada entre el soldado y la muchacha con estupor, como si se negara a dar crédito a sus ojos. ¿Cómo Maryam se atrevía a asomarse al tragaluz? ¿Cómo se presentaba ante Julián de esa forma deshonrosa? ¡Él agitaba la mano, y ella sonreía…! Sí, ahí estaba la sonrisa todavía marcada en sus labios, y ahí estaban sus ojos profundamente prendados de Julián, tanto que aún no había reparado en su presencia. Se le escapó un movimiento que hizo que Julián se volviese hacia él, y en cuanto este se dio cuenta de la situación, empezó a partirse de risa hablando en lengua extranjera. Al momento, Maryam se retiró con extrema rapidez, presa de un espanto evidente. Él comenzó a observar atónito al soldado; la huida de Maryam aumentó sus dudas, y todo el asunto le pareció cada vez más confuso; Julián le preguntó cariñoso:

—¿La conoces…?

Él agachó la cabeza por toda respuesta, y no abrió la boca. Julián desapareció unos minutos, después volvió trayendo un paquete grande, que tendió a Kamal, diciéndole mientras señalaba la casa de Maryam:

—¡Llévaselo…!

Pero Kamal retrocedió asustado, moviendo la cabeza de derecha a izquierda obstinadamente. Este suceso no se le fue de la cabeza, y aunque había presentido su gravedad desde el principio, no comprendió su alcance real hasta que contó la historia en la reunión del café, por la tarde. Amina se enderezó en su asiento echándose para atrás y se quedó con la taza de café suspendida entre los dedos, sin acercarla a su boca ni colocarla en la bandeja. Mientras, Fahmi y Yasín dejaron su sofá, corrieron hacia el de enfrente, donde estaba Amina con Kamal, y se pusieron a mirarle con una preocupación, un asombro y una turbación que superaban todo lo esperable.

—¿De verdad viste eso? ¿No te engañaron tus ojos? —dijo Amina tragando saliva.

—¿Maryam…? ¿Maryam…? —refunfuñó Fahmi—. ¿Estás seguro de lo que dices?

—¿Él le hacía señas y ella le sonreía? —preguntó Yasín—. ¿De verdad la viste sonreír?

Amina devolvió el vaso a la bandeja, apoyó la cabeza en la mano, y dijo en un tono amenazador:

—¡Kamal, mentir en asuntos como este es un delito que Dios no perdona! Reflexiona, hijo, ¿has faltado en algo a la verdad?

Kamal lo juró por lo más sagrado, y Fahmi dijo con desesperación y amargura:

—Él no miente; nadie sensato puede acusarlo de mentir, ¿no comprendéis que una historia como esa es más de lo que puede imaginar alguien de su edad?

—¿Y cómo puedo creerlo? —preguntó la madre con voz triste.

—¡Claro! ¿Cómo puede ser verdad? —dijo Fahmi como si hablara consigo mismo. Después, en un tono serio, continuó—: ¡Sin embargo ha ocurrido, ha ocurrido, ha ocurrido…!

La última palabra le produjo el efecto de una puñalada. La repitió como si quisiese avivar la herida a conciencia. Ciertamente, las preocupaciones le habían hecho olvidarse de Maryam; su recuerdo no había vuelto a aparecer sino en un rincón de sus ensueños. Pero la puñalada que había afectado a la reputación de la muchacha había atravesado antes su propio corazón. Estaba aturdido…, aturdido…, aturdido…; no sabía si había olvidado o no, si amaba u odiaba, si se había enfadado por honor o por celos…, como una hoja seca de árbol, en medio de un huracán que sopla en todas direcciones.

—¿Cómo puedo creerlo? —dijo Amina—. ¡Siempre he confiado en Maryam como confiaba en Jadiga o en Aisha! Su madre es una de las mujeres más virtuosas; su padre, que en paz descanse, era uno de los hombres más honorables… vecinos de toda la vida y además excelente…

—¿Por qué os extrañáis? —repuso Yasín, que había estado todo el tiempo pensativo, en un tono no desprovisto de ironía—. Desde antiguo, Dios crea hombres malvados como vástagos de hombres piadosos.

—Dios es testigo de que nunca noté en ella nada malo… —dijo Amina protestando, como si rehusara creer que ella había estado engañada durante todo ese tiempo.

—Ni ninguno de nosotros, ni siquiera Jadiga, la criticona mayor —añadió Yasín con precaución—; incluso alguien más inteligente que tú y que yo también ha sido engañado por ella.

—¿Desde cuándo tengo yo que descubrir lo invisible? —exclamó Fahmi dolorido—. Es un asunto difícil de imaginar.

Se irritó contra Yasín hasta hervirle la sangre. Todas las criaturas le parecían detestables, tanto los ingleses como los egipcios, los hombres y las mujeres, y especialmente las mujeres. Se asfixiaba; en su interior hubiera deseado desaparecer para respirar en solitario un poco de tranquilidad, pero no abandonó su sitio, como si estuviera atado a él con una gruesa cuerda.

Yasín se dirigió a Kamal preguntándole:

—¿Cuándo te vio?

—Cuando Julián se volvió hacia mí.

—¿Y luego huyó de la ventana?

—Sí.

—¿Ella se dio cuenta de que tú la habías visto?

—Nuestros ojos se encontraron un momento.

—¡Pobrecilla! —se burló Yasín—. ¡Sin duda estará imaginándose ahora esta reunión, y nuestra triste conversación!

—¡Un inglés! —exclamó Fahmi golpeando una mano contra la otra.

—¡La hija del señor Muhammad Redwán…! —murmuró Amina suspirando y moviendo la cabeza extrañada.

—Galantear con un inglés no es un asunto fácil para una muchacha; ese grado de depravación no puede aparecer de repente —dijo Yasín pensativo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Fahmi.

—¡Quiero decir que sin duda antes lo han precedido otros!

—¡Por el amor de Dios, dejad esta conversación! —rogó Amina. Yasín siguió hablando como si no hubiese oído su súplica:

—Maryam es hija de una señora que tiene arte en lucir sus encantos, vosotras sois testigos: tú, Jadiga y Aisha…

—¡Yasín! —gritó Amina con una voz llena de censura y reprensión.

—Quiero decir que nosotros somos una familia que vive en una realidad cerrada —dijo Yasín retractándose—, que casi no sabe nada de lo que pasa a su alrededor; lo más que podemos hacer es imaginar a la gente según nuestro propio modelo. Maryam se ha tratado con nosotros muchos años, sin embargo, no hemos sabido la verdad hasta que nos la ha descubierto el último de quien podría esperarse que revelase verdades.

Y acarició la cabeza de Kamal riéndose; pero Amina volvió a decir con una súplica apasionada:

—¡Por el amor de Dios, os pido que cambiéis el curso de la conversación!

Yasín sonrió y no dijo nada. Reinó el silencio. Fahmi ya no soportaba permanecer entre ellos, y respondió a la voz interior que le pedía socorro ansiando huir… lejos de las miradas y los oídos; allí podría estar solo consigo mismo, y rememorar la conversación desde la «a» a la «z», palabra por palabra, expresión por expresión, frase por frase, para comprenderla y captar su significado, para poder considerar después en qué situación se encontraba.