Yasín se dirigía al café de Ahmad Abdu, cuando se encontró en Bayt el-Qadi con un pariente de su madre. El hombre se acercó a él con preocupación, le estrechó la mano y le dijo:
—Iba a tu casa a verte.
Yasín intuyó tras sus palabras alguna información acerca de su madre que le traería preocupaciones, y se sintió agobiado, preguntando con dejadez:
—¿Para algo bueno, si Dios quiere…?
—Tu madre está enferma —dijo el hombre con una preocupación no habitual—, muy enferma en realidad. Está así desde hace un mes o algo más, pero yo no lo he sabido hasta esta misma semana. Al principio pensaron que se trataba de una crisis nerviosa y no dijeron nada, hasta que se complicó; después, tras un reconocimiento médico, se demostró que era una malaria muy grave.
El joven se quedó aturdido por esa noticia que no se esperaba, como si se hubiese temido alguna historia sobre divorcio, casamiento, una pelea o algo parecido; pero la enfermedad no se le había ocurrido tenerla en cuenta. Sin apenas distinguir sus sentimientos a causa de la fuerte impresión preguntó:
—¿Y cómo está ahora?
—Su estado es grave —dijo el hombre con una franqueza cuyo sentido no se le escapó a Yasín—; el tratamiento se prolonga sin que se vea la más mínima mejoría; al contrario, empeora, y me ha enviado a ti para decirte que presiente que su muerte se acerca, y que desea verte cuanto antes.
Después añadió con un tono cargado de significado:
—Tienes que ir a verla sin vacilar, es un consejo y un ruego. ¡Dios perdona y tiene misericordia!
Quizás las palabras del hombre no estaban exentas de exageración, con la cual quería empujarlo a que fuese; pero eran todas ellas una invención. Tenía que ir, aunque sólo fuera movido por el deber. Y ahí estaba él otra vez, cruzando la pendiente del camino que llevaba hasta el-Gamaliyya, entre Bayt el-Mal y el barrio de el-Watawit. A su derecha «el callejón de la Perdición», donde una vendedora de palmitos se acurrucaba en la sombra temblorosa de sus recuerdos, y hacia el frente «la calle del Sufrimiento». Un poco después vería la frutería, y bajaría la vista escabullándose como un ladrón fugitivo. Cada vez que pensaba que no volvería allí, su infortunio le hacía volver. Ninguna fuerza hubiera podido hacerlo regresar excepto la muerte…, ¡la muerte! «¿De verdad se acerca el final? Mi corazón palpita, ¿de dolor?, ¿de tristeza…? Sólo sé que tengo miedo; si ella se va no volveré a este lugar nunca más; el olvido cubrirá los recuerdos del pasado, y me devolverán lo que queda de mis bienes; pero estoy asustado… y enfadado por estos odiosos pensamientos. ¡Dios nos proteja!».
«Incluso si hubiera disfrutado de una vida más desahogada y un carácter más sereno, mi corazón no se habría librado del sufrimiento. A la hora de la muerte despediré a una madre con un corazón de hijo; madre e hijo, ¿no es así…? Sólo soy un atormentado, no un animal o una piedra, pero la muerte es un visitante nuevo para mí; no he estado antes nunca en su presencia. Me hubiera gustado que el final fuese diferente; ¿de verdad vamos a morir todos…? No debo dejarme llevar por el miedo; en estos días las noticias sobre la muerte no se alejan de nosotros ni de noche ni de día; en la calle de las Cancillerías, en las Escuelas y en el-Azhar… y allí en Asiut, hay víctimas cada día. Hasta el pobre de el-Fuli, el lechero, perdió a su hijo ayer. ¿Qué pueden hacer las familias de los mártires?, ¿pasarse la vida llorando? Lloran y después se olvidan; esa es la muerte… ¡Uf!, creo que no hay forma de escapar ahora de las penalidades; detrás de mí, en casa, Fahmi y su terquedad; delante, mi madre. ¡Qué fracaso de vida! ¿Y si se tratase de una trampa y la encuentro bien y saludable? ¡Lo pagaría muy caro!, ¡seguro que lo pagaría caro! Yo no soy un juguete o un payaso; sólo encontrará "al hijo" en el momento de la muerte… ¿Qué fortuna me quedará?, ¿y si entro en la casa y me encuentro a "ese hombre" allí? No sabré cómo abordarlo; nuestros ojos se encontrarán en un momento terrible. ¡Maldito seas! ¿Finjo ignorarlo, o lo echo?; esta es la solución. Hay unas formas de brusquedad que él ni se imagina; pero el entierro nos reunirá irremediablemente; será gracioso. Imagínate al marido antiguo y al nuevo marchando detrás del féretro, y entre los dos al hijo con los ojos llenos de lágrimas… En un momento como ese tendré que llorar, ¿no? No podré echarlo del entierro, porque el escándalo me perseguiría hasta el último momento; después la enterrarán, sí, la enterrarán y acabará todo. Pero estoy asustado, y angustiado, y triste. ¡Que Dios y sus ángeles recen por mí…! Esa es la tienda maldita y ese es él. No me reconocerá de ninguna manera; la edad nos cambia mucho… ¡Eh, tío, mi madre dice que…!». La criada, la misma que lo había recibido hacía un año sin reconocerlo, le abrió la puerta; lo miró un momento como interrogándose, y en seguida su mirada inquisitiva desapareció tras un resplandor como si se dijera: «¡Ah!, tú eres el que ella está esperando». Después le dejó paso, y señalando una habitación a la derecha de la entrada, le dijo:
—Entre señor; no hay nadie.
La última frase atrajo con fuerza su atención, como si le llegara a modo de respuesta para disipar parte de su desconcierto. Comprendió que su madre le había dejado el camino libre. Se dirigió a la habitación, carraspeó y luego entró. Sus ojos se clavaron en los de ella, que se elevaron hacia él desde la cama, a la izquierda de la entrada; unos ojos cuya conocida claridad estaba cubierta por un tenue velo, y cuya mirada débil parecía observarlo desde lejos; unos ojos que, a pesar de su debilidad y de su falta de interés por todo —sugerida por lo apagados que estaban—, se habían fijado en su rostro con la seguridad de haberlo reconocido. Sus labios se abrieron con una ligera sonrisa, que revelaba triunfo, satisfacción y gratitud. Sólo se le veía el rostro, ya que estaba arropada con una manta hasta la barbilla; un rostro aún más cambiado que los ojos, marchito y no lozano, alargado y no redondeado, pálido y no sonrosado. Su fina piel transparentaba el hueso de la mandíbula y unos pómulos prominentes. Parecía una imagen de lamento y muerte. Se paró aturdido, sin querer aceptarlo, como si no creyese que existiera en el mundo una fuerza capaz de enfrentarse a ese juego cruel. Su corazón se encogió asustado, como si estuviese viendo a la misma muerte, y su hombría lo abandonó como si se hubiese transformado en un niño que busca a su padre por todas partes. Después un impulso irresistible lo empujó hacia la cama, y se inclinó sobre ella musitando en un tono apenado:
—No tengas miedo. ¿Cómo estás?
Lo embargó un sentimiento sincero de piedad con cuyo ardor desaparecieron sus antiguos sufrimientos, como desaparece, en contadas ocasiones, un fenómeno patológico incurable —caso de la parálisis— con un gran susto inesperado. Parecía que hubiese encontrado a la madre de su niñez, a la que amaba antes de que los sufrimientos la alejasen de su corazón. Y se aferró, con los ojos dirigidos hacia aquel rostro decrépito, a ese sentimiento renovado que le hacía volver a un pasado lejano, a una época anterior al dolor, como se aferra el enfermo agonizante a una lucidez inesperada, por la que teme instintivamente estar al borde del final… Se aferró a él con una intensidad digna de un hombre que prevé las fuerzas contrarias que lo amenazan aunque ese mismo aferrarse le demostró que sus sufrimientos seguían ardiendo en los más profundo de su ser como avisándole de la pena que lo acechaba si se descuidaba, y si confundía ese limpio sentimiento con otros que lo corrompían. La mujer sacó de debajo del cobertor una mano delgada, descarnada, cuya piel reseca estaba cubierta por una tonalidad entre negruzca y azulada, como si fuese una mano disecada desde hacía miles de años; él la tomó entre las suyas muy impresionado, y entonces escuchó su voz débil y ronca que le respondía diciendo:
—Como ves me he convertido en un espectro.
—Nuestro Señor te acogerá en su misericordia —musitó—, y te pondrá mejor de lo que estabas.
Hizo un gesto inconsciente de súplica con la cabeza, ceñida por un velo blanco, como si le dijera: «¡Que nuestro señor te escuche!», indicándole que se sentara, y él se sentó en la cama. Después ella se lanzó a hablar con una fuerza nueva motivada por su presencia:
—Al principio me entraba un temblor extraño, y creía que era una crisis nerviosa. Me aconsejaron que diese vueltas alrededor de las mezquitas y que quemase incienso. Visité el-Huseyn y el-Sayyida y quemé diferentes clases de incienso, indio, sudanés y árabe, pero mi estado empeoraba. A veces me dominaba un temblor continuo que no me dejaba, hasta ponerme al borde de la muerte. Pasaba momentos en los que notaba mi cuerpo frío como la nieve, y en otras ocasiones el fuego se extendía por mi piel hasta hacerme gritar por la intensa fiebre. Finalmente se empeñó el sen… —evitó pronunciar el nombre, dándose cuenta en el último instante del error en que había caído—. Finalmente pedí que viniese el médico, pero el tratamiento no me ha hecho mejorar ni siquiera un poco; si acaso me ha hecho empeorar. Ya es inútil esperar.
—No desesperes de la misericordia de Dios; su piedad es inmensa. Su boca menuda se entreabrió con una débil sonrisa, y dijo:
—Me alegra oír esto, me alegra oírlo de ti más que de nadie. Tú eres para mí lo más preciado del mundo y de quienes lo habitan. Es verdad lo que dices, la misericordia de Dios es inmensa. ¡Qué mala suerte he tenido! No niego los errores ni los pecados, sólo Dios está libre de ellos…
Angustiado, percibió en sus palabras que la mujer intentaba hacer algo parecido a una confesión; su pecho se encogió, y sintió un miedo intenso a que repitiese en su oído cosas que no soportaría, aunque fuese a modo de arrepentimiento o expiación. Se puso tenso hasta casi perder el control.
—No te canses hablando —le suplicó.
Ella alzó hacia él sus ojos sonriendo, y dijo:
—Tu venida me ha devuelto el ánimo; deja que te diga que nunca en mi vida deseé mal a nadie. He buscado el bienestar, como todo el mundo, pero la mala suerte me perseguía. No hice mal a nadie, pero muchos me lo hicieron a mí.
Él sintió que sus esperanzas de que el momento transcurriera en paz se iban a frustrar, ya que sus limpios sentimientos se iban a enturbiar. Dijo en el mismo tono suplicante de antes:
—Deja a la gente con su bondad y su maldad; tu salud es ahora más importante que cualquier otra cosa.
Ella acarició su mano con un gesto conciliador, como si le pidiera que fuese complaciente con ella; después susurró:
—Se me han escapado algunas cosas, no he cumplido mis obligaciones con Dios. Hubiera deseado alargar mi vida para conseguir algunas de esas cosas, pero mi corazón estuvo siempre repleto de fe; Dios es testigo.
—El corazón lo es todo para Dios; es más importante que el ayuno o la oración —dijo, defendiéndola y defendiéndose a sí mismo a la vez.
La mujer le apretó la mano con agradecimiento, luego cambió el curso de la conversación, diciéndole a modo de bienvenida:
—¡Has vuelto a mí al final…! No me atreví a llamarle hasta que la enfermedad me llevó al estado en que me ves ahora. Me dominó el sentimiento de que me despedía de la vida, y no soportaba abandonarla antes de complacerme mirándote. Te mandé llamar, con un miedo a tu rechazo mayor que el miedo a la muerte misma; pero te has apiadado de tu madre y has acudido a despedirte de ella. Te lo agradezco, y ruego a Dios que te bendiga.
La emoción aumentó, pero él no sabía cómo interpretar sus propios sentimientos. Las palabras le pesaban en la boca, tropezando con una especie de pudor o extrañeza, justo cuando quería dirigírselas a esa mujer a la que se había acostumbrado a despreciar y rechazar. Sin embargo, encontró que su mano era un medio de expresión dócil y sensible, y apretó la de la mujer murmurando:
—Nuestro Señor te concederá la paz…
Ella se puso a darle vueltas al sentido que se desprendía de esta última frase, repitiendo unas veces sus mismas palabras, o bien cambiándolas por otras que mostraban el mismo significado. Su conversación se hizo entrecortada, tragando saliva con un esfuerzo evidente, o haciendo breves pausas hasta recobrar el aliento, lo cual empujó a Yasín varias veces a rogarle que dejase de hablar. Pero ella sonreía para cortarlo en ese ruego, y seguía hablando, hasta que de repente se paró, y apareció en su cara una preocupación imprevista mientras recordaba algo importante.
—¿Te has casado…? —le preguntó.
Él alzó las cejas con cierto apuro, y se sonrojó, pero ella se equivocó al interpretarlo, y se apresuró a disculparse:
—No te estoy haciendo ningún reproche; la verdad es que me hubiera gustado ver a tu esposa y a tus hijos; pero me basta con que seas feliz.
No pudo evitar decirle con brevedad:
—No estoy casado, me divorcié hace un mes aproximadamente.
Por primera vez apareció una señal de alerta en los ojos de ella, que si hubieran podido, habrían brillado; pero sólo despidieron una especie de claridad, como la luz tenue que deja pasar una cortina tupida.
—Hijo, ¿estás divorciado…? ¡Qué pena me da!
Él se apresuró a responder:
—No te apenes: yo no estoy apenado ni triste —luego, sonriendo, continuó—; las preocupaciones se han ido con ella.
La mujer volvió a preguntar en el mismo tono:
—¿Quién te la eligió, él o ella?
—La eligió Dios; todo está en manos del destino y de la suerte —contestó en un tono que revelaba su deseo de dar el cerrojazo a esa conversación.
—Lo sé, pero ¿quién te la eligió, la mujer de tu padre?
—No, fue mi padre quien la eligió, y no hay nada que reprocharle; ella es de buena familia, pero todo depende de la suerte y el destino, como te he dicho.
—¡… Del destino, de la suerte y de la elección de tu padre…, eso es! —añadió con frialdad.
Después de una breve pausa, dijo:
—¿Está embarazada?
—Sí…
—¡Que Dios ensombrezca los días de tu padre! —suspiró.
Yasín decidió no responderle, como rehusando hurgar en una herida que lo consumía y que posiblemente así se le calmaría. El silencio los envolvió. La mujer cerró sus ojos, como si la venciera el cansancio, pero los abrió un momento y le sonrió, preguntándole con una voz tenue, sin rastro de excitación:
—¿Crees que podrás olvidar el pasado…?
Él bajó la vista agitado, sintiendo un deseo irresistible de huir; después dijo suplicante:
—¡No me hagas recordarlo!, ¡que se vaya para no volver!
Quizás su corazón no quería decir lo que decía, pero su lengua dijo lo que tenía que decir; o quizás esas palabras eran una expresión sincera de sus sentimientos en ese momento, ese momento que lo había hecho sumergirse por completo en la situación en que se encontraba. Quizás sus palabras «que se vaya para no volver» habían producido en su propio interior una extraña impresión, tras la cual vendría la inquietud. Sin embargo, se negó a tomarlo como tema de meditación; huyó de aquello con todas sus fuerzas y se aferró a ese sentimiento puro al que había decidido agarrarse desde el principio… pero su madre volvió a preguntarle:
—¿Quieres a tu madre como la querías en aquel tiempo feliz?
—La quiero y ruego por su salud —dijo acariciándole la mano.
Yasín encontró en seguida consuelo a su inquietud y a su lucha interna en el aire de la paz y profundo bienestar que quedó marcado sobre el rostro marchito de la mujer. Después sintió que le apretaba la mano, como para transmitirle la gratitud que escondía ella en su corazón. Intercambiaron una mirada larga, tranquila, sonriente y soñadora, que hizo propagarse por la habitación un halo de tranquilidad, de amor y de tristeza. Ya no volvió a aparecer en ella nada que mostrase sus deseos de hablar; o quizás la fatiga se lo impedía. Sus párpados se relajaron lentamente hasta cerrarse, y él se puso a observarla extrañado, pero no hizo ningún movimiento; después sus labios se separaron un poco, y un débil estertor entrecortado emanó de ellos. Yasín se incorporó en su asiento mirando su rostro, y luego cerró los ojos mientras evocaba la imagen de ese otro rostro con el que ella lo había mirado hacía un año. Se le encogió el corazón y volvió a sentir el miedo que lo había atacado a lo largo del camino: ¿podría ver ese rostro otra vez?, ¿y de ser así, con qué corazón lo acogería…? No lo sabía; no le gustaba imaginar lo que se escondía tras el límite de lo desconocido; quería que su mente se detuviera y que siguiese los acontecimientos, no que se les adelantase. El sentimiento de miedo y angustia lo asedió de nuevo. ¡Qué extraño! Mientras la escuchaba hablar, lo había dominado el deseo de huir, e imaginó que se tranquilizaría cuando ella se durmiese; pero apenas se quedó solo, lo asaltó el miedo, ¡un miedo cuya causa no comprendía! Hubiera deseado que ella se despertase y volviese a hablar. ¿Hasta cuándo tendría que esperar? ¿Y si seguía profundamente dormida hasta por la mañana…? Él no podía quedarse mucho tiempo así, presa del miedo y la angustia; tenía que poner límite a sus sufrimientos. Mañana o pasado mañana lo felicitarían o le darían el pésame. Felicitación o pésame, ¿qué prefería? Tenía que dejar de inquietarse… «Sea felicitación o pésame, no conviene que me adelante a los acontecimientos; lo más que se puede decir, es que nuestro destino es separarnos ahora amistosamente; será el mejor final para la peor vida… y si Dios se la alarga…».
Su mirada vagó errante, y se paró sobre el espejo del armario, en el lado opuesto de la habitación, que reflejaba la imagen de la cama. Vio, como se veía a sí mismo, el cuerpo postrado de su madre bajo la manta, casi cubierto hasta los hombros a excepción de la mano que había sacado cuando lo recibió. Él la miró fijamente con dulzura y la metió bajo el cobertor que remetió después alrededor de su cuello con cuidado. Volvió a mirar hacia el espejo y se le ocurrió pensar: «¡Quizás este espejo refleje mañana una cama vacía y desnuda…! Su vida, como la de cualquier ser humano, por qué no, no es más duradera que estas imágenes artificiales». Su sentimiento de miedo se intensificó, y se susurró a sí mismo: «Tengo que poner límite a mis sufrimientos, he de irme». Pero su mirada se movió, dejando el espejo, y se encontró con una mesa donde estaba colocado un narguile con el tubo enrollado alrededor de su cuello como una serpiente. Se fijó en él con asombro y rechazo, a los que en seguida reemplazó un sentimiento de cólera, de repugnancia y enfado… ¡Ese hombre!, ¡sin duda era él el dueño del narguile! Lo imaginó cruzado de piernas sobre el sofá situado entre la cama y la mesa, inclinado sobre el narguile, aspirando y aspirando con voluptuosidad, y a su madre avivando las brasas. ¡Ay!, ¿dónde estaría ahora…?, ¿en algún lugar de la casa, o fuera?, ¿lo estaría viendo desde donde él no lo veía…? Ya no soportaba permanecer más tiempo en presencia de aquel narguile. Lanzó una mirada al rostro de su madre, a la que encontró entregada profundamente al sueño. Después dejó su asiento con cuidado, y fue hacia la puerta. Al encontrar a la criada en el zaguán, le dijo:
—Tu señora se ha dormido, regresaré mañana por la mañana.
Se volvió otra vez hacia ella mientras salía:
—¡Mañana por la mañana…!
Así parecía querer advertir a aquel hombre de la hora en que volvería, para que desapareciese de su vista. Se marchó directamente a la taberna de Kostaki y bebió como de costumbre, pero no disfrutó de la bebida. Estaba agotado de luchar contra el miedo y la angustia. Y aunque sus sueños de riqueza y tranquilidad no habían desaparecido de su mente, no podían borrar de su fantasía la imagen de la muerte. Cuando volvió a casa a medianoche, encontró a la mujer de su padre esperándolo en el primer piso. La miró extrañado, y luego preguntó con el corazón palpitándole:
—¿Mi madre…?
Amina inclinó la cabeza, y dijo con voz apagada:
—Nos llegó un emisario de Qasr el-Shawq una hora antes de que vinieses… ¡Que tengas larga vida, hijo!