Ya en la calle recobró el ánimo y se sintió aliviado de alejarse de la gente que había participado en el «incidente», aunque sólo fuera como simples espectadores. En ese momento odió todo lo que había quedado detrás, y lo vomitó a base de maldiciones. Casi no veía nada de lo que había en el camino por el que pasaba. Intercambió el saludo un par de veces con dos conocidos suyos de una forma breve y artificial, que no era la suya consabida. Concentró sus sentimientos en su persona —su persona herida— y en seguida hirvió de cólera. «Me hubiera gustado que la vida se terminara, antes de verme en esa despreciable situación, como un prisionero ante una partida de canallas, y tener que soportar a ese azharista piojoso y muerto de hambre, llamado patriota, que me asaltó con toda desvergüenza, sin tener respeto a mi edad y mi dignidad. Yo no me merezco eso; la persona a la que han ofendido de tal forma, y delante de mis hijos, no soy yo… No te extrañe; tus hijos son la raíz de la desgracia… Ese toro, hijo de esa mujer, no te librará nunca de sus embestidas. Ha hecho nacer las desgracias en mi casa, y ha sembrado la semilla de la discordia entre el más querido de mis amigos y yo. Además nos ha rematado el año con el divorcio; y no le ha bastado todo eso, ¡qué va! ¡El hijo de Haniyya ha tenido que conversar con los ingleses públicamente para que yo pague el precio ante esos viles asaltantes…! ¡Llévaselos a ella, para que complete el museo de sus amantes con ingleses y australianos…!».
—¡Me parece que no me voy a librar de tu carga en la vida!
Esta frase se le escapó con violencia, pero resistió su deseo de corregir a Yasín porque, a pesar de su cólera, se dio cuenta del estado en que este se encontraba, y le causó pena. Lo vio desconcertado, pálido, abatido, y no quiso atacarlo; le pareció suficiente por el momento lo que tenía encima. Él no era el único que le daba problemas… Estaba también el héroe… «Pero aplacemos su hazaña hasta reponernos de las penalidades causadas por el toro. Un toro en casa, en la taberna; un toro ante Umm Hanafi y Nur; pero en el combate, es un necio y un blando, sin utilidad ni provecho… ¡Hijos de perra…! ¡Dios nos libre de los hijos, de la descendencia y del hogar! ¡Ay!, ¿por qué mis pies me conducen a casa? ¿Por qué no tomar un bocado lejos de esa atmósfera envenenada? La otra gritará cuando sepa la noticia, y yo no tengo necesidad de más disgustos. ¡Vamos a casa de el-Dahan…! Seguro que encuentro un amigo a quien contar mi desgracia y con quien quejarme de mi pena… Pero no. Tengo otras preocupaciones que no admiten demora: el héroe, una desgracia nueva a la que tenemos que buscarle remedio… Rumbo al envenenado desayuno. Gritos, gritos y más gritos… ¡Maldito sea tu padre, mujer!».
Tan pronto como Fahmi se hubo cambiado de ropa, fue llamado a presencia de su padre, y Yasín no pudo evitar susurrarle, a pesar de su decaimiento y su tristeza:
—Te ha llegado el turno.
Fahmi preguntó, ignorando el significado escondido tras la observación de su hermano:
—¿Qué quieres decir?
Yasín se rio; sí, pudo finalmente reírse, y dijo:
—¡Se acabó el turno del traidor y llegó el del combatiente…!
¡Cuánto deseó que los epítetos con que lo había descrito su amigo en la mezquita se hubieran desvanecido entre el ruido de la algarada y el desconcierto de la excitación! Pero no se habían desvanecido… Ahí estaba Yasín repitiéndolos; y no había duda de que su padre lo llamaba para discutir sobre ellos. Fahmi suspiró desde lo más hondo de su pecho y acudió. Encontró al señor sentado con las piernas cruzadas sobre el sofá, jugueteando con las cuentas de su rosario, y con una mirada en los ojos que revelaba sus tristes reflexiones. Lo saludó con mucha educación, y se paró como a dos metros del sofá, con sumisión y obediencia. El hombre le devolvió el saludo con un ligero gesto de cabeza, indicando el fastidio más que la salutación, como si le dijera con él: «Te devuelvo el saludo a mi pesar, como lo manda la cortesía, pero esta falsa educación tuya ya no tiene éxito conmigo». Después le clavó una mirada sombría que despedía rayos de sospecha, como una linterna que examina lo que se esconde en las sombras.
—Te he llamado para saberlo todo —dijo con firmeza—. Quiero saberlo todo. ¿Por qué se dirigió a ti tu amigo diciendo que eras «uno de los compañeros combatientes» y que vosotros dos trabajabais en el mismo comité? Acláramelo todo inmediatamente.
Y aunque Fahmi se había acostumbrado en las últimas semanas a afrontar peligros diversos, incluso los disparos —a cuyos silbidos se había habituado—, recibió el interrogatorio de su padre con el espíritu de antes de la revolución. Lo dominó el miedo, y sintió que él no era nadie. Todos sus pensamientos se concentraron en evitar que su padre se enfadara y en buscar un modo de salvarse.
—El asunto es muy sencillo, papá —dijo con delicadeza y educación—. Quizás mi amigo exageró en lo que dijo para sacarnos del aprieto.
—El asunto es muy sencillo, muy bien —añadió el señor en el límite de su paciencia—, pero ¿de qué se trata? ¡No me ocultes nada!
Fahmi examinaba las diferentes vertientes del problema con vertiginosa rapidez, para elegir alguna explicación que ratificara sus palabras y le garantizase un buen final.
—Lo llamó comité —dijo—, pero no pasa de ser un grupo de amigos que discuten sobre los asuntos nacionales cada vez que se reúnen.
—¿Y por eso tú te merecías el título de combatiente? —exclamó el señor irritado y furioso.
La voz del hombre mostraba una brusca reprobación, como si le doliese que su hijo intentara jugar con él; y una amenaza se dibujó en las arrugas de su rostro severo. Fahmi, defendiéndose, se apresuró a confesar algo importante para convencer a su padre de que le obedecía, como el acusado que confiesa espontáneamente, ansioso de clemencia.
—Lo que ocurre es que a veces distribuimos algunas proclamas incitando al patriotismo —dijo casi avergonzado.
—¡Octavillas! ¿Quieres decir octavillas?
Pero Fahmi movió la cabeza negando. Tuvo miedo de reconocer ese nombre, que en los comunicados oficiales iba unido a los más duros castigos. Y después de haber encontrado una forma aceptable de aligerar el peligro de su confesión, dijo:
—Sólo son proclamas incitando al amor a la patria.
El hombre dejó caer el rosario en su regazo, y empezó a frotarse las manos.
—¡Tú eres uno de los que distribuyen octavillas…! ¡Tú! —exclamó fuera de sí.
La vista del señor se perdió en el vacío, presa de una intensa cólera e inquietud. ¡Distribuidor de octavillas! ¡Uno de los compañeros combatientes! «Los dos trabajamos en el mismo comité». ¿Lo había sorprendido el diluvio en la cama? ¡Cuántas veces había logrado sorprenderlo Fahmi por su educación, su bondad y su inteligencia! Pero en su opinión, el elogio corrompía y en cambio la dureza formaba, corregía y era más útil. ¿Cómo había ido a parar todo eso en un distribuidor de octavillas…? Un combatiente… «¡Los dos trabajamos en el mismo comité!». Él no menospreciaba a los combatientes; estaba muy lejos de eso. ¡Cuántas veces había seguido sus noticias con entusiasmo, y había pedido suerte para ellos tras cada oración! ¡Cuántas veces lo habían llenado de satisfacción y admiración las informaciones sobre huelgas, sabotajes y combates! Pero el asunto era totalmente diferente si una de estas operaciones procedía de alguno de sus hijos, como si ellos fueran de una especie que existía en sí misma fuera el ámbito de la historia. Él era el único que podía marcarles los límites, no la revolución, ni el tiempo, ni la gente. La revolución y sus obras eran méritos indudables, mientras que permanecieran lejos de su casa; pero si llamaban a su puerta y amenazaban su seguridad, su paz y la vida de sus hijos, entonces, su sabor, su color y su sentido cambiaban, convirtiéndose en frivolidad, locura, rebeldía y mala educación. ¡Que la revolución se desencadenase fuera, y él participaría en ella de todo corazón, y gastaría todo el dinero que pudiese! Ya lo había hecho. Pero la casa era sólo suya, no compartía con nadie su propiedad; y quien le hablase dentro de ella de participar en la revolución, ese se rebelaba contra él, no contra los ingleses. Compadecía noche y día a los mártires, y sentía una gran admiración por el valor de que se armaban sus familias, según contaban; pero no permitiría que uno de sus hijos se incorporase a la lista de los mártires, ni le agradaba para sí mismo ese valor de los familiares. ¿Cómo Fahmi, por su propio pie, se había dejado engañar por esa loca aventura? ¿Cómo había aceptado él, el mejor de sus hijos, exponerse a una muerte evidente? El hombre sintió una inquietud que no había sentido antes, una inquietud que sobrepasaba incluso la de aquella situación crítica de la mezquita; y no pudo evitar preguntarle severo y amenazador, tal y como si fuese uno de los inspectores de la policía inglesa:
—¿Sabes cuál es el castigo para el que es arrestado por distribuir octavillas?
A pesar de la gravedad de la situación, que le exigía concentrar en ella todo su pensamiento, la pregunta suscitó en Fahmi un recuerdo cercano que estremeció su espíritu: el recuerdo de esta misma pregunta, con la misma expresión y significado, que le había planteado el presidente del comité ejecutivo de estudiantes, entre otras cuestiones, cuando iban a elegirlo como uno de sus miembros. Recordó a continuación cómo le había respondido entonces, con resolución y entusiasmo: «Todos nosotros nos sacrificamos por la patria». Comparó las dos situaciones, y encontró en ambas la misma pregunta; se apoderó de él un sentimiento de ironía, pero respondió a su padre con amabilidad, y con una voz que insinuaba que el asunto no tenía importancia:
—Yo distribuyo solamente entre los amigos de confianza, y no me incumbe la distribución general; no hay peligro ni riesgo.
El señor exclamó con rudeza, como disimulando el miedo por su hijo con la fuerza de la cólera:
—¡Dios no concede la paz a quien se expone voluntariamente a la muerte! Él nos ha ordenado —alabado sea— que no nos expongamos voluntariamente a la ruina.
El hombre hubiera deseado citar el versículo que reflejaba esta idea, pero sólo se sabía del Corán las suras cortas que recitaba en sus oraciones. Y temiendo olvidar una palabra o desvirtuarla, y cargar sobre su conciencia un crimen imperdonable, se conformó con repetir y reiterar la idea hasta alcanzar su objetivo. De repente, Fahmi dijo en un tono educado:
—¡Pero Dios también incita a los creyentes a la guerra santa, papá!
El joven se preguntó después asombrado cómo había tenido valor de contestar al señor con esas palabras, las cuales desenmascaraban la lealtad a sus propias ideas, cosa que precisamente intentaba ocultar. Quizás se había refugiado en el Corán y se había parapetado tras uno de sus preceptos, confiando en que su padre desistiría de atacarlo en tal situación. El señor se sorprendió mucho de la audacia de su hijo y también de su argumentación, pero no se dejó llevar por la furia, porque esta quizás haría callar a Fahmi, pero no a sus argumentos; y fingió olvidar su atrevimiento, esperando poder vencer su argumentación con otra parecida del propio Corán. Tenía que encontrar una salida a su comprometida situación, para llevar por buen camino al hijo descarriado, tras lo cual podría volver al ajuste de cuentas tal como quería. Dios acudió en su ayuda:
—Esa era una guerra santa en nombre de Dios…
Fahmi consideró la respuesta de su padre como una aceptación del debate y la discusión, y se enardeció otra vez diciendo:
—Nuestra guerra santa también es en nombre de Dios; toda noble lucha es en nombre de Dios.
El señor tenía fe interiormente en las palabras de su hijo, pero esa misma fe y el sentimiento de debilidad que sentía frente a su interlocutor le hicieron recuperar de inmediato su cólera. Pero no era cólera solamente por su soberbia, sino también por su temor a que el joven persistiera en su error hasta pagarlo con su propia vida. Se abstuvo de discutir, y le preguntó en tono reprobatorio:
—¿Piensas que te he llamado para que discutas conmigo?
Fahmi se dio cuenta de la advertencia que ocultaban las palabras de su padre. Sus sueños se desvanecieron y se le trabó la lengua, pero el señor Ahmad volvió a decir con dureza:
—No hay más guerra santa que aquella en la que yo vea a Dios como único objetivo, es decir, la guerra religiosa; sobre eso no hay discusión. Y ahora quiero saber si mis órdenes siguen siendo obedecidas.
El joven se apresuró a decir:
—Con toda seguridad, papá.
—Entonces, corta toda relación con la revolución, aunque tu papel se limite a distribuir octavillas en el círculo de tus amistades.
No había fuerza en el mundo que pudiera interferirse en su deber patriótico; y no retrocedería ni un solo paso. El tiempo de hacer eso se había acabado sin remedio. Esa vida apasionada y espléndida, que brotaba del fondo de su corazón e iluminaba todos los rincones de su espíritu, no podía extinguirse. Y mucho menos ser él mismo con su propia mano quien lo hiciera. De eso no había ninguna duda. Pero ¿por qué no buscar un medio de satisfacer a su padre y evitar su cólera? No podía desafiarlo ni declarar abiertamente que desobedecería sus órdenes. Podía sublevarse contra los ingleses y desafiar sus balas casi todos los días, pero los ingleses eran unos enemigos temibles y odiados a la vez, mientras que su padre era un hombre temible y amado; y él lo adoraba tanto como lo temía. No le sería fácil hacerle pasar el mal trago de su rebeldía. Había, además, otro sentimiento que no había modo de ignorar: que tras la revolución contra los ingleses había nobles ideales, mientras que tras la rebelión contra su padre no había más que vergüenza y miseria. Pero ¿qué lo obligaba a todo esto? ¿Por qué no prometerle obediencia, y después hacer lo que quisiera? La mentira en esta casa no era un vicio vergonzoso; ninguno de ellos hubiera podido disfrutar de paz a la sombra del padre, sin la protección de la mentira. Ellos lo reconocían ante sí mismos, e incluso estaban de acuerdo en hacerlo en situaciones comprometidas. ¿Acaso la madre tenía la intención de confesar lo que había hecho el día que se escabulló para visitar el-Huseyn, en ausencia del señor? ¿Podía Yasín emborracharse? ¿Y él mismo amar a Maryam? ¿Y Kamal ensuciarse de polvo entre Jan Gafar y el-Juranfísh sin escudarse en la mentira? La mentira no era algo de lo que se abstuviera ninguno de ellos; si hubieran estado obligados a decir la verdad a su padre no habrían saboreado la vida. Por todo eso dijo con tranquilidad:
—¡Tus órdenes serán cumplidas, papá!
A esta declaración siguió un silencio, en el que los dos respiraron con tranquilidad. Fahmi pensó que el interrogatorio había terminado en paz, y el señor Ahmad creyó que había salvado a su hijo del abismo. Cuando Fahmi esperaba que le permitiera retirarse, el padre se levantó de repente y se dirigió al armario de la ropa; lo abrió y metió su mano en él, mientras el joven lo seguía con la mirada sin saber qué ocurría. Después el señor volvió a su asiento trayendo el Corán; lo miró largo rato y luego le alargó el libro diciendo:
—¡Júramelo sobre este libro…!
Fahmi retrocedió con un movimiento reflejo, que se le escapó antes de haber meditado la situación, como si huyese de una lengua de fuego que se hubiese alargado hasta él de repente. Se quedó clavado en el sitio, fijando los ojos en el rostro de su padre, desconcertado, consternado y desesperado. El señor permaneció con la mano extendida sosteniendo el libro, mirándolo con extrañeza y desaprobación. Luego su rostro enrojeció como si se encendiese, y un terrible destello se desprendió de sus ojos, mientras le preguntaba asombrado como si no diese crédito a lo que veía:
—¿Es que no quieres jurar?
Pero la lengua de Fahmi se había trabado, y no soltaba palabra ni parecía moverse. El hombre preguntó de nuevo con una voz reposada, mezclada con un temblor convulsivo, presagio del ardor de la cólera que bullía debajo como el relámpago que avisa del fragor de la tormenta:
—¿Es que me has mentido…?
Fahmi no se inmutó y se limitó a bajar la vista huyendo de los ojos de su padre. El señor colocó el libro sobre el sofá, y después estalló, gritando con una voz atronadora que a Fahmi le pareció una bofetada en plena mejilla:
—¡Me has mentido, hijo de perra…! Yo no permito que nadie se ría en mis barbas. ¿Quién te has creído que soy yo…? Y tú, ¿quién te has creído que eres? Tú eres una sabandija repugnante, criminal, hija de perra, que me ha engañado mucho tiempo con su apariencia. Nunca me convertiré en una mujer, nunca, ¿me oyes? ¡No me convertiré en una mujer jamás! Me habéis confundido, hijos de perra, y me habéis convertido en el hazmerreír de la gente… Yo mismo te voy a entregar a la policía, ¿entiendes?, yo mismo, hijo de perra. Seré yo quien diga la última palabra, yo, yo, yo. —Después, cogiendo el libro dijo otra vez—: ¡Jura!, ¡te ordeno que jures…!
Fahmi pareció haber perdido el sentido; sus ojos se quedaron fijos en algunas imágenes extrañas pintadas en la alfombra persa sin ver nada, como si esos dibujos se hubieran quedado marcados en su cerebro de tanto mirarlos, convirtiéndolo en un torbellino de confusión y vacío. A cada segundo que pasaba se hacían más profundos en él el silencio y la desesperación. El señor se levantó con el libro en la mano, dio un paso hacia él, y luego gritó:
—¿Te has creído que eres un hombre? ¿Te has creído que puedes hacer lo que te dé la gana…? Si quisiera te rompería la cabeza.
En ese momento Fahmi no pudo hacer otra cosa que echarse a llorar, no por miedo a la amenaza, ya que en su situación y su estado de ánimo no le importaba ningún mal que pudiera sobrevenirle, sino para apaciguar su dolor, y aliviarse de la batalla que se libraba en su interior. Después comenzó a morderse los labios para contener el llanto. Sintió vergüenza por la debilidad que lo había dominado, pero pudo finalmente hablar, por su intensa emoción de una parte, y por el deseo de disimular esa vergüenza por otra; y se dejó llevar, diciendo con sumisión y esperanza:
—Perdóname, papá; yo obedecería tus órdenes de buena gana, pero no puedo. No puedo. Nosotros trabajamos como un solo hombre, y yo no permitiría, ni tú me lo consentirías, que me apartase de mis compañeros. Sería imposible que la vida me fuese agradable si lo hiciera; no hay peligro en lo que hacemos. Otros, y no nosotros, realizan acciones más importantes, como participar en manifestaciones, y muchos de ellos han muerto como mártires. Yo no soy mejor que ellos; a los entierros los acompañan decenas de personas, y sólo se oyen vivas a la patria; incluso los familiares de las víctimas gritan y no lloran…, ¿qué es mi vida?, ¿qué es la vida de cualquier hombre…? No te enfades, papá; piensa en lo que digo. ¡Te repito que no hay peligro tras nuestras pequeñas acciones pacíficas!
La emoción lo dominó, y ya no pudo seguir enfrentándose a su padre. Huyó de la habitación como un fugitivo y estuvo a punto de chocar tras la puerta con Yasín y Kamal, que estaban a la escucha con el miedo dibujado en sus rostros.