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La violencia de las manifestaciones amainó un poco en el barrio de el-Huseyn, tras su ocupación por los soldados ingleses, y el señor Ahmad pudo reanudar la práctica de una antigua costumbre que hasta entonces había abandonado por obligación. Pudo, pues, acompañar a sus hijos a la mezquita de el-Huseyn para hacer la oración del viernes. Antigua costumbre a la que se dedicaba desde hacía tiempo y que les había inculcado, soñando conseguir que sus corazones se orientaran hacia la religión desde pequeños y pidiendo además la bendición para sí mismo, para sus hijos y para toda la familia. Quizás era Amina la única que no estaba satisfecha con la salida de la caravana, al final de cada semana, llevándose a sus hombres, tres hombres altos y grandes como camellos, sin mencionar su virilidad y buen porte. Sus ojos los seguían desde los huecos de la celosía, y se imaginaba que eran el centro de las miradas; entonces se inquietaba y rogaba a Dios que los protegiera del mal de ojo. Un día no pudo evitar comunicar su miedo al señor; él pareció dejarse influir por sus advertencias durante un momento, pero no se rindió mucho tiempo a esos temores, y le dijo: «Los benditos preceptos que vamos a cumplir son precisamente los que nos defienden de todo mal».

Fahmi acudía a la llamada del viernes con la alegría de un corazón ansioso, desde la niñez, de cumplir con los preceptos. Iba allí obedeciendo, antes que al deseo de su padre, a un sincero sentimiento religioso, que se distinguía, aparte de por su sinceridad, por un cierto iluminismo inofensivo derivado de lo que había estudiado acerca de las ideas de Muhammad Abdu y sus discípulos. Por eso era él el único de la familia que adoptaba ante la creencia en los amuletos, hechizos, talismanes y milagros de santos, una postura recelosa. Y si la dulzura de su carácter le impedía declarar su duda o su indiferencia, aceptaba con aparente satisfacción el amuleto del sheyj Mitwali Abd el-Samad, que su padre traía alguna que otra vez. En cuanto a Yasín, respondía a la llamada de su padre porque no tenía excusas para no hacerlo; quizás si lo hubiesen dejado a su elección, no hubiera pensado nunca en tratar de infiltrar su voluminoso cuerpo entre la muchedumbre de los que rezaban, no por vacilaciones en su fe, sino por negligencia y pereza, Por eso el viernes suponía para él un sufrimiento que soportaba desde el comienzo de la mañana; y cuando llegaba el momento de ir a la mezquita se vestía refunfuñando, para después caminar detrás de su padre como un preso. Pero a cada paso que se acercaba a la mezquita se iba librando de su recelo poco a poco, hasta que entraba en ella alegremente. Hacía la oración rogando a Dios que lo perdonase y redimiese de sus pecados, sin pedirle arrepentimiento, como si temiese en lo más hondo de su ser que fueran contestadas sus invocaciones, y tuviera que renegar de los placeres por los que sentía tanto amor, y sin los cuales no le veía significado a la vida. Sabía con seguridad que el arrepentimiento era obligado, y que el perdón no le sería concedido sin él; pero esperaba que llegase en el momento «adecuado» para no perder ninguna de las dos vidas. Y por eso, a pesar de su vagancia y su recelo, elogiaba finalmente las circunstancias que lo empujaban a cumplir preceptos tan importantes como el de la oración del viernes, que podría «en el día del Juicio» borrar algunos de sus pecados y aligerar su carga, especialmente cuando apenas cumplía ningún otro precepto.

En cuanto a Kamal, no se le había invitado hasta hacía poco, después de que cumpliera los diez años. Él se dispuso a realizarla con orgullo, arrogancia y alegría. Tenía un oculto sentimiento de que eso le garantizaba el reconocimiento de su persona y de que le otorgaba una especie de igualdad con Fahmi, con Yasín y con su propio padre. Además, lo alegraba especialmente caminar seguro, pegado a los talones del señor, sin tener ningún mal de su parte, y quedarse de pie a su lado en la mezquita en un plano de igualdad, siguiendo todos al mismo predicador. Sin embargo él conseguía en su oración diaria en casa una concentración que no conseguía en la oración del viernes. Esto se debía al desconcierto que le producía estar en medio de gente que no conocía y al temor de que se le escapase algún fallo que fuese captado por alguno de los sentidos de su padre. Además, la intensidad de sus sentimientos hacia el-Huseyn, al que amaba más que a sí mismo, al estar en su mezquita, le impedía dirigirse sinceramente a Dios como debe hacer el que reza.

De este modo, la calle de el-Nahhasín los vio pasar otra vez, apresurándose hacia Bayt el-Qadi. El señor iba en cabeza, seguido de Yasín, Fahmi y Kamal en fila detrás de él, hasta coger sitio en la mezquita y ponerse a escuchar el sermón del viernes entre las cabezas inclinadas hacia el almimbar, en un silencio general.

El señor no pudo, a pesar de su atenta escucha, impedir la invocación interior, y dirigió su corazón hacia Yasín especialmente, como si viese a este más merecedor de compasión después de los tropiezos que la fortuna había puesto en su camino. Estuvo un buen rato pidiendo a Dios que arreglase sus asuntos, que enderezase su torcida situación y le recompensara con algo bueno a cambio de lo que había perdido… Sin embargo, el sermón lo enfrentaba con sus propios pecados, quitando el velo que lo separaba de ellos; y se le aparecían de frente, en el halo aterrador de la voz aguda, sonora y penetrante del predicador. Llegaba incluso a imaginarse que aludía a él personalmente, que le machacaba los oídos gritando lo más alto que podía, y que estaba a punto de llamarlo por su nombre diciendo: «¡Ahmad, aléjate del pecado…, purifícate de la lujuria y el vino, y arrepiéntete ante Dios, tu Señor!». Se sintió turbado, afligido, como el día en que el sheyj Mitwali Abd el-Samad le pidió cuentas, cosa que le ocurría a menudo cuando escuchaba el sermón. Entonces se entregaba a pedir perdón, disculpa y misericordia; pero como su hijo Yasín, no buscaba arrepentimiento, o si lo pedía, era de palabra y no de corazón. Su lengua decía: «Dios, haz que me arrepienta», y a la vez su corazón se limitaba a pedir perdón, disculpa y misericordia, como si fuesen dos instrumentos musicales tocando a la vez en la misma orquesta, pero emitiendo cada uno de ellos melodías diferentes. Porque él no se imaginaba ver la vida con otros ojos que con los que la veía, ni que esta mostrara otra cara que la que a él le mostraba. Cuando lo importunaban la inquietud y la opresión que se apoderaban de él, empezaba a defenderse a sí mismo…, pero encontraba su defensa en forma de plegaria y pidiendo perdón. Decía: «¡Dios mío, tú conoces mi corazón, mi fe y mi amor! ¡Dios mío, concédeme fortaleza para cumplir tus mandamientos y disposición para hacer el bien! ¡Dios mío, una buena acción vale por diez! ¡Dios mío, tú que perdonas y eres misericordioso…!, y con esta oración recobraba poco a poco la tranquilidad.

Yasín no tenía la misma capacidad de conciliación, o no sentía nunca esa necesidad, ni se había parado a pensarlo. Iba por la vida como le apetecía, creía en Dios como creía en su propia existencia, y después se rendía a la corriente sin resistirse u oponerse… Las palabras del predicador golpearon sus oídos, y su voz interior comenzó a pedir la misericordia y el perdón de un modo mecánico, con una absoluta tranquilidad y sin presentir ningún peligro real. Dios era demasiado misericordioso para quemar a un musulmán como él por unos errores pasajeros que no perjudicaban a ninguno de sus siervos. Además…, ¡estaba el arrepentimiento!, que llegaría «un día» para borrar lo que hubiera pasado antes. Miró con disimulo a su padre y se preguntó, mordiéndose los labios como ocultando una sonrisa fugaz, qué podría rondarle por la cabeza oyendo el sermón con ese patente interés. ¿Soportaba ese tormento cada viernes en la oración, o lo aparentaba, fingiendo y engañando? No. Ni una cosa ni otra. Era como él, como Yasín, tenía fe en la inmensa misericordia de Dios y, si el asunto conllevara los peligros que describía el predicador, su padre habría elegido uno solo de los dos caminos. Lo espió otra vez, y lo vio como un hermoso corcel de pura sangre, entre todos los que estaban sentados dirigidos hacia el almimbar. Sentía hacia él una admiración y un cariño verdadero. No quedaba rastro de ira en su interior, a pesar de que su enfado había llegado, el día del divorcio, al límite de revelarle a Fahmi su tristeza, diciendo: «Tu padre ha arruinado mi casa, y me ha convertido en el hazmerreír de la gente». Ahora había olvidado su rencor, como había olvidado el divorcio, el escándalo y todo lo demás. Además, ni siquiera ese predicador era mejor que su padre; es más, con toda certeza, era más corrupto. Una vez uno de sus amigos le había hablado de este en el café de Ahmad Abdu, diciendo: «Él cree en dos cosas, en Dios en el cielo y en los jovencitos en el tierra. Tiene un carácter tan sensible, que cuando está en el-Huseyn guiña el ojo si algún jovencito suspira en la Ciudadela». Pero no le guardaba rencor por eso; al contrario, encontraba en él, como en su padre, lo que encuentra el soldado en las trincheras excavadas en primera línea que el enemigo tiene que tomar antes de llegar a él.

Después llamaron a la oración, y se levantaron todos los hombres a la vez, quedándose de pie en filas apretadas que llenaron la gran superficie de la mezquita; el lugar se convirtió en una aglomeración de cuerpos y almas que recordó a Kamal el espectáculo del Máhmal en el-Nahhasín. Las siluetas se juntaron en largas filas paralelas que unificaban los vestidos, las yubbas y las galabiyyas. Después se convirtieron en un solo cuerpo haciendo un mismo movimiento, contemplando una misma qibla. Resonaron las recitaciones susurradas en un murmullo general, hasta que se les permitió ir en paz… En ese momento se rompió el orden de las filas, la libertad recobró su aliento, y cada uno se fue por su lado: unos en dirección al mausoleo para visitarlo, otros en dirección a las puertas para salir; algunos se quedaban para conversar o para esperar hasta que disminuyera el gentío. La avalancha de gente se mezcló de cualquier manera, como una gran ola que se precipita hacia la playa y empieza a crecer, elevarse y consolidarse, para luego derrumbarse como una cascada, explotando y corriendo en todas direcciones bajo la apariencia de olas pequeñas que se mezclan, se separan y se extienden al azar… La hora feliz que Kamal deseaba con todo su ser había llegado; era la hora de la visita, los besos a las paredes y la recitación de la fátiha, en su nombre y en nombre de su madre, como le había prometido a ella. Empezó a andar con lentitud a la zaga de su padre cuando, de repente, un joven azharista se destacó de la muchedumbre y obstaculizó su paso con un movimiento brusco que atrajo las miradas; luego desplegó sus brazos para apartar a la gente a un lado y empezó a recular delante de ellos, examinando a Yasín con miradas penetrantes y sospechosas. Frunció el ceño, y un presagio de cólera se esparció por su cara sombría. El señor se extrañó de eso y comenzó a pasear su mirada entre el azharista y Yasín, mientras que este último se puso a su vez a hacer lo mismo, muy sorprendido, entre aquel y su padre. La gente se dio cuenta del espectáculo, y todos fijaron allí sus miradas con sorpresa y curiosidad. Entretanto el señor no pudo evitar dirigirse al azharista preguntándole con enfado:

—Hermano, ¿qué te pasa para mirarnos así?

El azharista señaló a Yasín, y gritó con voz de trueno:

—¡Espía!

La palabra atravesó el corazón de la familia como una bala. La cabeza les daba vueltas a todos; abrieron los ojos sorprendidos y se quedaron paralizados en el sitio, mientras que la acusación pasaba de boca en boca, repetida con miedo y odio. La gente empezó a agruparse a su alrededor para rodearlos en un círculo sin salida. El señor fue el primero en volver en sí, y aunque no comprendía nada de lo que pasaba, notó el peligro del silencio y del retraimiento, y le gritó enfadado al joven:

—¿Qué dices, señor sheyp? ¿A qué espía te refieres?

Pero el azharista no le hizo caso, y señaló otra vez a Yasín gritando:

—¡Tened cuidado! Este joven traidor es un espía de los ingleses, que se ha infiltrado entre nosotros para conseguir información y llevársela después a sus criminales amos.

El señor montó en cólera, dio un paso hacia el joven y le gritó sin poder contenerse:

—Hablas de lo que no sabes. O bien eres un criminal o un loco. Este joven es mi hijo; no es ni un traidor ni un espía. Todos nosotros somos patriotas y este barrio nos conoce como nos conocemos nosotros mismos.

El sheyj se encogió de hombros indiferente y gritó con voz de orador:

—¡Un despreciable espía inglés! ¡Lo he visto con mis propios ojos muchas veces informando en secreto a los ingleses junto a Bayn el-Qasrayn! ¡Tengo testigos de eso y no se atreverá a desmentirme! ¡Lo desafío…! ¡Muerte al traidor!

Insultos de cólera resonaron por los rincones de la mezquita. Los gritos se elevaron aquí y allá: «¡Muerte al traidor…! ¡Castiguemos al traidor!». En los ojos de los que estaban cerca apareció el presagio de una amenaza, que parecía esperar una señal para destrozar a la presa. Quizás sólo frenó sus pies la impresionante escena del señor colocado junto a su hijo, como para recibir en su lugar el daño que lo amenazaba, así como las lágrimas de Kamal, que estalló en llanto. En cuanto a Yasín, se quedó entre el señor y Fahmi, desconcertado a causa del alboroto y del miedo, y empezó a decir con una voz temblorosa que nadie oía:

—No soy un espía…, no soy un espía. Dios es testigo de mis palabras.

Pero la ira se apoderó de la gente, y todos se arremolinaron alrededor del limitado círculo, empujándose con los hombros y amenazando peligrosamente al «espía». En esto, una voz se alzó en medio de la muchedumbre gritando:

—¡Calma, señores…! ¡Es el efendi Yasín, secretario de la escuela de el-Nahhasín…!

—… De la escuela de el-Nahhasín o de la de el-Haddadín, ¡castiguemos al traidor!

Un hombre se abría paso entre los cuerpos con dificultad, pero con una determinación inquebrantable; y cuando llegó a la fila delantera levantó las manos exclamando:

—¡Oíd…! ¡Oíd…! —Al calmarse un poco las voces, dijo señalando al señor Ahmad—: Este es el señor Ahmad Abd el-Gawwad, una de las personas más conocidas de el-Nahhasín, y no es posible que su casa acoja a un espía; ¡esperad hasta que se aclare la verdad!

Pero el azharista gritó furioso:

—No me importa el señor Ahmad ni el señor Muhammad; este joven es un espía, sea cual fuere la situación de su padre. Lo he visto bromeando con esos verdugos que atiborran el cementerio con vuestros hijos.

Un grupo numeroso de gente no tardó en gritar:

—¡Vamos a golpearlo con los zapatos…!

Por la reunión se propagó un movimiento violento, y gentes exaltadas se acercaron desde todas las direcciones, blandiendo zapatos y babuchas de tal manera que Yasín se sintió perdido y desesperado. Miró a su alrededor, y sus ojos fueron a caer sobre el rostro del provocador, que hervía de ira y de odio. El señor y Fahmi se pegaron a ambos lados de Yasín con un movimiento reflejo como para protegerlo del daño o compartirlo con él, en un estado de desesperación y violencia no menor que el que atenazaba la garganta de Yasín. Entonces, el sollozo de Kamal se convirtió en un grito que casi tapaba las voces de los agitadores. El azharista fue el primero en atacar; se lanzó sobre Yasín agarrándolo por el cuello de la camisa, después tiró de él con fuerza para arrancarlo del refugio en que se había escondido entre su padre y su hermano queriendo protegerse de los zapatos. Pero Yasín lo agarró por las muñecas resistiéndose, y el señor se metió entre los dos. Fahmi veía a su padre en esta situación irritante por primera vez en su vida, lo que le provocó una intensa cólera y le hizo olvidar el peligro que los rodeaba, propinando al azharista un fuerte empujón en el pecho que lo hizo retroceder…

—¡Guárdate de avanzar un solo paso!

—¡Castigadlos a todos! —gritó el azharista loco de furia.

Entonces una voz fuerte se elevó diciendo en un tono autoritario:

—¡Espera, señor sheyj…! ¡Esperad todos!

Las miradas se volvieron hacia la voz, y entonces un joven efendi salió de en medio de la muchedumbre hacia el círculo cerrado, seguido de otros tres con la misma edad y atuendo. Avanzaron con paso seguro que inspiraba confianza y decisión, hasta que se pararon entre el sheyj y el acusado y sus parientes. Muchos murmuraron preguntándose: «¿Policía…? ¿Policía?». Pero la pregunta se interrumpió cuando el azharista alargó su mano hasta la del jefe del grupo que había llegado y la apretó con entusiasmo. Después el efendi le preguntó con tono decidido:

—¿Dónde está ese espía?

El sheyj señaló a Yasín despreciativo y asqueado; el joven se volvió hacia él, y le clavó los ojos examinándolo con precisión y dureza. Antes de que dijese una palabra, Fahmi avanzó un paso hacia delante para llamar su atención, y el otro lo miró… Inmediatamente abrió desmesuradamente los ojos con asombro y desaprobación, y murmuró:

—¿Tú…?

Fahmi esbozó una sonrisa desvaída y dijo en un tono no exento de ironía:

—¡Este espía es mi hermano!

El joven se volvió hacia el azharista preguntándole:

—¿Estás seguro de lo que dices?

Pero Fahmi se le adelantó diciendo:

—Quizás hay algo de cierto en lo que ha dicho: lo vio hablando con los ingleses, pero ¡qué mal lo interpretó! Los ingleses están acampados delante de nuestra casa, nos incomodan en las idas y venidas, y a menudo nos vemos envueltos en discusiones con ellos a nuestros pesar… Eso es todo lo que ocurre.

El azharista quiso hablar, pero el joven lo hizo callar con una señal. Después se dirigió a todos diciendo mientras colocaba la mano sobre el hombro de Fahmi:

—Este joven es uno de los compañeros combatientes. Los dos trabajamos en el mismo comité y sus palabras gozan de toda mi confianza. ¡Dejadles libre el camino…!

Nadie dijo palabra. El azharista se retiró sin vacilar, y la gente comenzó a dispersarse. El joven estrechó la mano de Fahmi y después se fue acompañado por su grupo. Fahmi acarició la cabeza de Kamal hasta que este dejó de llorar; reinó el silencio, y cada uno empezó a curar sus heridas. El señor se fijó en las caras de algunos conocidos que lo habían rodeado y que empezaron a consolarlo y a disculparse del gran error en que había caído el azharista y de la gente que se había dejado llevar por él, asegurándole que ellos no habían escatimado esfuerzos por defenderlo. Él les dio las gracias, aunque no sabía cuándo habían llegado ni cómo lo habían defendido. Renunció a la visita, vencido por la impresión, y se dirigió hacia la puerta con la boca cerrada y el rostro sombrío, seguido de sus hijos en un pesado silencio.