El problema conyugal de Yasín se complicó y alcanzó un grado de seriedad que nadie se esperaba. El señor Ahmad no lo supo hasta que Muhammad Effat se le presentó en la tienda, al día siguiente de la llegada de Zaynab a su casa, diciéndole, antes de retirar su mano que el señor apretaba en señal de saludo:
—Señor Ahmad…, he venido a hacerte una petición. Zaynab tiene que divorciarse hoy mismo, antes de mañana si es posible.
El señor se sorprendió. Desde luego el comportamiento de Yasín ya le había ocasionado grandes perjuicios, pero no se imaginaba que pudiese incitar a un hombre excelente como el señor Muhammad Effat a exigir el divorcio. No se imaginaba que esos «deslices» condujeran irremediablemente a tal situación. Además no se le había pasado nunca por la cabeza que la demanda de divorcio pudiera venir de la parte de la novia. Se imaginó que el mundo se ponía cabeza abajo, y rehusó creer que su interlocutor hiciese seriamente la petición. Entonces dijo con el tono amable que tantas veces había cautivado el corazón de sus amigos:
—¡Ojalá estuviesen con nosotros los compañeros, para ser testigos de que tú me ofendes con ese tono tan cruel…! ¡Escúchame! ¡En nombre de nuestra amistad te prohíbo que salga de tus labios ninguna alusión al divorcio…!
Después examinó su rostro para sondear en él la influencia de sus palabras, pero lo encontró enfadado, severo, presagiando el mal y la decisión. Pareció advertir la gravedad del asunto y el presagio de desgracias. Lo invitó a sentarse y el hombre así lo hizo, a medida que iba ensombreciéndose su rostro. El señor lo conocía perfectamente: tozudo, difícil de manipular. Cuando montaba en cólera, renegaba de la amistad y la cortesía, y todos los lazos de parentesco y afecto se rasgaban contra el filo de su enojo.
—¡Por Dios, hablemos con tranquilidad! —dijo el señor.
Muhammad Effat respondió como si su tono procediese del fuego de la ira que le inflamaba las mejillas:
—Nuestra amistad está asegurada, dejémosla a un lado. Tu hijo Yasín es intratable; no me cabe ninguna duda después de enterarme de todo. ¡Cuánto ha soportado la pobre mía! Ha escondido sus penas durante mucho tiempo. Me lo ocultó todo, y después lo reveló por completo cuando se le desgarró el corazón. Él trasnocha mucho, y vuelve al amanecer chocando borracho con las paredes. La humilla y la pone en evidencia. Y luego… ¿cuál ha sido el resultado de tan larga paciencia?; que lo ha sorprendido en su propia casa con su criada —escupió en el suelo—, ¡una sirvienta negra…! Mi hija no se merece eso, ¡por supuesto que no! ¡Por Dios, tú sabes mejor que nadie lo que ella significa para mí…! ¡Por supuesto que no! ¡Por Dios, yo no sería Muhammad Effat si me callase ante eso!
Una historia repetida; pero había algo nuevo que le chocó hasta hacerlo estremecer; era lo que había dicho de Yasín: «Vuelve al amanecer chocando borracho con las paredes…». ¿Conocía también el camino de la taberna? ¿Cuándo? ¿Cómo…? ¡Ay!, en ese instante no tenía ocasión para reflexionar o para inquietarse, para aliviar toda su excitación. El momento requería calma y control de sí mismo. Tenía que dominar la situación para prevenir que el mal se agravase.
—Lo que a ti te entristece me entristece a mí el doble —dijo con tono apenado—, y lo malo es que uno de los defectos de que me has hablado no había llegado a mi conocimiento ni se me había pasado por la imaginación; sin contar el último incidente, por el que le he impuesto un castigo que otro padre no se hubiera permitido. ¿Qué puedo hacer…? Lo he castigado con severidad desde que era un niño pero, por encima de nuestros deseos, el mundo y los demonios se burlan de los propósitos que albergamos, y corrompen nuestras buenas intenciones.
Muhammad Effat dijo, mirando al escritorio para evitar los ojos del señor:
—No he venido a hacerte ningún reproche ni a acusarte de negligencia. Tú, como padre, eres un modelo imposible de imitar; pero esto no cambiará la triste realidad; es decir, que Yasín no ha sido lo que yo hubiera deseado que fuese, y en su presente situación, no sirve para la vida conyugal.
—¡Alto ahí, señor Muhammad! —dijo el señor, enfadado.
—En cualquier caso no servirá como marido para mi hija —añadió el hombre corrigiéndose, pero persistiendo en su opinión—. Encontrará quien lo acepte a pesar de sus vicios, pero no ella. Mi hija no se merecía eso; tú sabes mejor que nadie lo que ella significa para mí.
El señor acercó su cabeza a la del hombre, y le dijo en voz baja, como si disimulara una sonrisa.
—Yasín no es una excepción entre los casados, ¡cuántos hay que se emborrachan, alborotan y hacen cosas insólitas!
Muhammad Effat frunció el ceño, para apartar de sí cualquier duda de complicidad con esas palabras que insinuaban broma.
—Si te refieres a nuestro grupo o a mí en particular —dijo con desagrado—, la verdad es que yo bebo, alboroto y me enamoro; pero ni yo, es más, ni ninguno de nosotros, se revuelca en la basura. ¡Una sirvienta negra…! ¿Acaso es a esa a la que mi hija tiene que aceptar como concubina? No, ni hablar, ¡por Dios santo! Ella no será para él ni él para ella.
El señor Ahmad comprendió que Muhammad Effat, quizás tanto como su hija, estaba dispuesto a perdonar muchas cosas, excepto que Yasín mezclara a su mujer con su sirvienta negra. Sabía que era un turco tozudo como una mula. Después evocó las palabras de su amigo Ibrahim Alfar, el día que él le reveló su propósito de pedir a Zaynab para su hijo Yasín, pues aquel le había dicho: «Es una mujer noble, hija de un hombre noble. Muhammad Effat es nuestro hermano y nuestro amigo, su hija es nuestra hija, pero… ¿has pensado con calma el lugar que ocupa la muchacha en el corazón de su padre? ¿Has pensado que Muhammad Effat no permitirá ni que una mota de polvo le roce una uña?». Pero a pesar de todo eso, le fue imposible calibrar la situación con otro criterio que el suyo. Siempre se había vanagloriado de que Muhammad Effat, a pesar de su terrible genio cuando se enfadaba, nunca se había enojado con él o, si acaso, una sola vez durante su prolongada amistad.
—¡Cálmate! —exclamó—. ¿No te das cuenta de que nuestros principios son los mismos, y sólo se diferencian en los detalles…? ¡Una sirvienta negra o una cantora! ¿Acaso no son mujeres ambas?
A Muhammad Effat se le hinchó la yugular, y golpeó el borde de la mesa con el puño.
—¡No sabes lo que dices! —estalló—. Una criada es una criada, y una señora es una señora. ¿Por qué no te enamoras tú entonces de las criadas…? Yasín no se parece a su padre. Siento que mi hija esté embarazada, ¡cuánto detesto tener un nieto por cuya sangre corra la basura!
La última frase ofendió al señor y se puso furioso; pero pudo controlar la cólera con la fuerza de su comprensión, por la que lo amaban sus amigos y compañeros; una comprensión entre sus amigos, que sólo igualaba a su cólera en el seno de la familia. Después, dijo tranquilo:
—Te propongo que aplacemos el asunto hasta otro momento…
—¡Te ruego que lleves a cabo mi deseo ahora mismo! —contestó Muhammad Effat, colérico.
¡Ay!, había conseguido enfadarse tanto que ya ni el mismo divorcio resultaba una solución despreciable. Pero por una parte le preocupaba una amistad de toda la vida, y por otra le dolía la derrota. ¿No era él el hombre al que la gente pedía que intercediera para resolver las querellas y juntar las amistades y matrimonios que se rompían? ¿Cómo podía hacer frente a su derrota en defender a su hijo y aceptar la decisión del divorcio? ¿Dónde estaba su comprensión? ¿Dónde su juicio? ¿Dónde su habilidad? ¿Dónde su tacto?
—Yo hice una alianza matrimonial contigo para reforzar nuestros lazos de amistad, ¿cómo voy a estar de acuerdo en exponerlos a que se debiliten…?
—¡Nuestra amistad está asegurada! —contestó el hombre con desaprobación—. ¡No somos unos niños! Pero mi honor no puede tocarse.
—¿Qué puede decir la gente de un matrimonio que se rompe al terminar el primer año? —dijo el señor con amabilidad.
—El que sea inteligente no achacará el fallo a mi hija —repuso Muhammad Effat con soberbia.
¡Ay, otra vez…! Pero lo aceptó con la misma comprensión. Parecía como si el enfado que le brotaba de su impotencia para lograr la reconciliación hubiera sepultado su cólera ante la imprudencia de aquel hombre enojado. No le dio importancia al proyectil que le había lanzado, pues su preocupación era justificarse de su fracaso. Empezó a consolarse a sí mismo con la idea de que el divorcio estaba enteramente en su mano; si quería lo aceptaba, o si no, lo rechazaba. Muhammad Effat lo sabía perfectamente, por eso había venido a pedirle su consentimiento en nombre de la amistad, que era el único mediador que tenía. Si él decía no, el otro no se opondría a su palabra, y la muchacha sería devuelta a su hijo, voluntariamente o a la fuerza; pero su antigua amistad se borraría con el paso del tiempo. En cambio, si decía sí, se efectuaría el divorcio, pero la amistad se conservaría y se le reconocería el favor. No sería difícil, en el futuro, apoyarse en todo eso para unir lo que se había roto. Entonces el divorcio, si era una derrota, sólo era una derrota temporal que encerraba una indulgencia y una nobleza innegables, y que se convertiría en un triunfo al cabo de cierto tiempo. En cuanto se aseguró de que la situación estaba salvada, aunque sólo fuese un poco, sintió deseos de reprocharle todo lo que se había excedido con él:
—No habrá divorcio sin mi consentimiento…, ¿no es cierto? —dijo en un tono cargado de significado—; pero no voy a rechazar tu petición ya que persistes tanto en ella; en tu honor y en honor a la amistad con la que, realmente, no has tenido consideración alguna al dirigirte a mí.
Muhammad Effat suspiró, bien de alivio por el tan deseado final, o bien en señal de protesta por el reproche de su amigo, o por ambas cosas a la vez. Después, dijo en un tono cortante, desprovisto, por primera vez, de la violencia de la cólera:
—Te he dicho mil veces que nuestra amistad está asegurada. Tú no me has ofendido nunca, al contrario, me has honrado al cumplir mi petición a pesar de que te disguste.
—Sí, a pesar de que me disguste —repitió el señor, entristecido.
Su cólera se encendió en cuanto el hombre desapareció de su vista, y estalló la irritación contenida, tragándose a sí mismo, a Muhammad Effat y a Yasín, especialmente a Yasín. Después se preguntó: «¿Acaso la amistad podrá quedar a salvo? ¿No la alcanzarán las ráfagas de los sucesos que se avecinan…?». ¡Ay!, no habría escatimado esfuerzos para proteger su vida de sacudidas como esta; pero ahí estaba la testarudez del turco, o el demonio, o Yasín más que nadie… Sí, Yasín y no otro. Y le dijo enfadado y con desprecio:
—Has enturbiado una dicha que ni el paso de los días habría oscurecido, aunque se hubieran aliado para hacerlo.
Después, tras repetirle la conversación con Muhammad Effat, añadió:
—Has frustrado mis esperanzas en ti. ¡Que Dios Todopoderoso me lo tenga en cuenta y me ayude! Te he criado, te he dado una educación, he cuidado de ti… y después, ¿qué ha resultado de todo mi esfuerzo…? Un gamberro borracho que se permite abusar de la más despreciable de las criadas en el domicilio conyugal. ¡No hay poder ni fuerza sino en Dios! No me imaginaba que de entre los míos saliese un hijo así; pero todo depende de Dios. ¿Qué puedo hacer contigo…? Si fueras un niño te partiría la cabeza, pero ya te la partirán los días. Ahí tienes; has conseguido el premio que te mereces: que esa honorable familia se libre de ti y te venda al precio más bajo.
Quizás sentía un poco de compasión por él, pero su ira predominó. Después, todos sus sentimientos se transformaron en desprecio. No volvió a mirarlo con buenos ojos, a pesar de su juventud, su belleza y su corpulencia. ¡Se revolcaba en la basura!, como había dicho Muhammad Effat. ¡Maldito sea! Era incapaz de controlar la terquedad de una mujer, ¡qué rastrero! Pronto le alcanzaría la derrota, a cuya vergüenza no iba a escaparse ni siquiera él mismo por su atolondramiento. ¡Qué despreciable! «… ¡Que beba, que alborote, que se enamore!, a condición de que siga siendo un señor respetable; pero ser derrotado de esa manera tan vergonzosa, ¡qué humillante! No se parece a su padre, como también ha dicho Muhammad Effat, ¡maldito sea! Yo hago lo que quiero, pero sigo siendo el señor Ahmad y basta. ¡Excelente sabiduría esa que me inspiró educar a los hijos según un modelo único de rectitud y castidad! Lo difícil hubiera sido que siguieran mi camino obteniendo al mismo tiempo honor y estabilidad, pero… ¡qué pena! ¡Mi esfuerzo se ha perdido con el hijo de Haniyya!».
—¿Y tú has estado de acuerdo, padre? —resonó la voz de Yasín como un resuello.
—Sí, para conservar una antigua amistad y porque es la solución más conveniente por el momento —le respondió con brusquedad.
Yasín empezó a contraer y estirar la mano con un movimiento mecánico, nervioso, que era como si le aspirase la sangre de la cara hasta dejarlo muy pálido. Sintió tanta vergüenza como no había sentido nunca, excepto cuando sufría por la conducta de su madre. ¡Su suegro pedía el divorcio!, o, de otra manera, ¡Zaynab pedía el divorcio, o al menos estaba de acuerdo con él…! ¿Quién de los dos era el hombre, y quién la mujer? No es extraño que una persona tire un zapato, pero… ¡que un zapato se deshaga de su dueño…! ¿Cómo había consentido su padre en que le causaran esa humillación sin precedentes? Le dirigió al señor una mirada violenta, que reflejaba los gritos de socorro que se agolpaban en su pecho. Luego dijo en un tono del que se había empeñado, con todas sus fuerzas, en eliminar cualquier vestigio de protesta u objeción; como si quisiera recordarle lo que podría ser más conveniente:
—Hay un modo de tratar a la esposa desobediente.
El señor se dio cuenta de los sentimientos de su hijo y llegó a impresionarse. Por eso no le ocultó algo de lo que le rondaba por la cabeza…
—Lo sé —dijo—, pero he preferido que seamos nobles. Muhammad Effat es un turco cabeza dura, pero su corazón es de oro. Estos pasos no son los últimos, no es el final. No he descuidado tus intereses, aunque no te mereces nada bueno. Déjame actuar como yo quiera.
«¡Como tú quieras! ¿Quién va a oponerse a un deseo tuyo? Me casas y me divorcias, me concedes la vida y la muerte, yo no cuento. Jadiga, Aisha, Fahmi, Yasín…, todos son lo mismo: ¡nada! Tú lo eres todo…, ¡pues no! Todo tiene su límite; ya no soy un niño; soy un hombre tanto como tú, soy yo el que decide mi destino, me divorcio o la encierro en la "casa de la obediencia". ¡Ni el polvo de mis zapatos por Muhammad Effat y Zaynab…, ni por vuestra amistad!».
—¿Qué te pasa? ¿Por qué no hablas…?
—Lo que tú mandes, padre —dijo sin vacilar.
«¡Qué vida!, ¡qué casa!, ¡qué padre…! ¡Riñas, disciplina, buenos consejos…! ¡Ríñete tú mismo! ¡Edúcate tú! ¡Aconséjate tú…! ¿Ya has olvidado a Zubayda y a Galila? ¿Y las canciones y las bebidas…? Después te nos muestras con el turbante de sheyj del Islam y la espada del príncipe de los creyentes. ¡Ya no soy un niño! ¡Cuídate del pequeño y déjame en paz…! ¡Cásate…!, ¡a sus órdenes! ¡Divórciate…!, ¡a sus órdenes, efendi…! ¡Maldito sea tu padre!».