A lo largo del día, Amina no se pudo librar de la angustia, pues la posibilidad de que los soldados se metieran con uno de sus hombres, a la ida o a la vuelta, casi no se le iba de la cabeza. Fahmi fue el primero en regresar, y el hecho de verlo alivió un poco su inquietud; pero notó que el muchacho estaba taciturno, y le preguntó:
—¿Qué te pasa, hijo mío?
—Me repugna ver a esos soldados —exclamó Fahmi con fastidio.
—No les muestres esa repugnancia —dijo la mujer con aprensión—. Si me quieres, no lo hagas.
Él no lo había hecho, pero por algo muy distinto a la súplica de su madre. No se había atrevido a desafiarlos, ni siquiera con la mirada, mientras sentía que caminaba a su merced. Había evitado dirigir su mirada hacia ninguno de ellos, y había pasado en dirección a la casa preguntándose con ironía qué hubieran hecho de haber sabido esta realidad: él regresaba de una manifestación que había degenerado en una especie de batalla con los soldados; o si supieran que él mismo, al amanecer, había distribuido decenas de octavillas incitando a combatirlos. Se sentó, pasando revista a los acontecimientos del día, y evocando unos pocos sucesos tal como habían ocurrido, y la mayor parte de ellos tal como hubiera deseado que ocurrieran. Esta era su forma de ver las cosas; actuar de día y soñar de noche. En ambos casos lo movían los sentimientos más elevados y los más terribles: el amor a su pueblo por un lado, y el deseo de hacer una matanza y un exterminio por otro. Unos sueños con los que se embriagaba más o menos tiempo para luego despertar apesadumbrado por la imposibilidad de realizarlos, y abatido por la estupidez de imaginarlos; unos sueños cuya trama y fibra se tejían de batallas en las que iban a la cabeza personajes como Juana de Arco, de la apropiación del armamento del enemigo, del posterior ataque y derrota de los ingleses, de un discurso glorioso en la Plaza de la Ópera, de la obligación de los británicos de proclamar la independencia de Egipto, del triunfante regreso de Saad del exilio, de un encuentro entre él mismo y el dirigente, y de las palabras de este… con Maryam entre los asistentes al histórico comienzo de una nueva etapa. Sí. Sus sueños siempre estaban coronados por la imagen de Maryam, a pesar de estar relegada —durante aquellos días— a un remoto rincón de su corazón absorbido por todas esas preocupaciones, como se esconde la luna tras las nubes durante la tormenta. De repente, su madre le dijo apurada, mientras se ajustaba el pañuelo alrededor de la cabeza:
—Zaynab se ha ido enfadada a casa de su padre.
¡Ay! Casi había olvidado lo que había sufrido aquella mañana por su hermano y su familia. Ahora se le confirmaba lo que había intuido cuando se enteró de la desaparición de Nur, la sirvienta. Evitó los ojos de su madre por vergüenza de que esta leyera lo que le rondaba por la cabeza, especialmente porque estaba seguro de que ella conocía la verdad del caso. No descartó la posibilidad de que su madre intuyera, o al menos creyera probable, que él lo sabía. No supo qué decir, en especial porque, cuando hablaba con ella, no solía exteriorizar lo contrario de lo que sentía por dentro. No había nada más odioso para él que el hecho de que un subterfugio reemplazara a la franqueza habitual entre ellos, y se contentó con balbucir:
—¡Que Nuestro Señor arregle las cosas!
Amina no dijo una palabra, como si la desaparición de Zaynab fuera tan insignificante que bastara una frase informativa y otra invocatoria para resolver el asunto. Fahmi no tardó en disimular una sonrisa que estuvo a punto de hacerlo salir de su reserva, cuando se dio cuenta de que su madre sentía lo mismo que él, y que ella se encontraba en un apuro por su innata incapacidad para hacer teatro. Amina no sabía mentir, e incluso cuando, a veces, se veía obligada a hacerlo, su naturaleza, cuya sencillez no dejaba lugar a subterfugio alguno, terminaba por descubrirla. Sin embargo, el desconcierto de ambos no duró más que unos minutos, hasta que vieron a Yasín que se acercaba a ellos. Tuvieron la impresión de que este los miraba con el rostro de quien no se imaginara las penalidades que lo acechaban en la casa y cuyo alcance no podía calcular. Fahmi no se sorprendió mucho de esto porque conocía la indiferencia de su hermano por los problemas que abrumaban a los demás. Pero la verdad es que Yasín estaba dominado por la sensación cegadora de haber superado una hazaña victoriosa, que le había hecho olvidar de momento la mayor parte de sus problemas. Se dirigía a la puerta de la casa, cuando un soldado le cortó el paso como si hubiera surgido de la tierra. Su cuerpo se estremeció, temiendo un daño contra el que nada podía hacer, o al menos una dolorosa ofensa ante los ojos de los tenderos y de los transeúntes. Pero no dudó en defenderse, y dijo al soldado de manera amable y cortés, como si le pidiera permiso para pasar:
—Por favor, señor…
Pero el soldado le pidió cerillas sonriendo —sí, sonriendo— y Yasín se quedó tan aturdido por su sonrisa que le fue difícil comprender lo que este quería, hasta que se lo repitió. No se podía imaginar que un soldado inglés sonriera de esa forma o, si los soldados ingleses sonreían como el resto de la humanidad, que uno de ellos le sonriera a él con cierta educación. Fue transportado por una alegría que lo confundió hasta el punto de quedarse inmóvil unos instantes sin articular una respuesta ni hacer el menor movimiento. Luego dio un salto con todas sus fuerzas para realizar este sencillo servicio a aquel majestuoso y sonriente soldado. Pero como él no fumaba y no llevaba cerillas, corrió hacia el hagg Darwish, el vendedor de habas, y compró una caja. Volvió rápidamente hacia el soldado con ella en la mano y este la cogió diciendo:
—¡Gracias!
Todavía no se había repuesto del efecto de la mágica sonrisa, y aquellas «gracias» le cayeron como una jarra de cerveza bebida por alguien que estuviera harto de whisky. La gratitud y el orgullo lo invadieron. Su rostro apretado se sonrojó y sonrió, como si la expresión thank you fuera una importante condecoración que le impusieron públicamente, además de que le garantizaba el ir y venir seguro ante el campamento. Apenas el hombre hizo ademán de partir, él le dijo amistosamente, desde lo más profundo de su corazón.
—¡Buena suerte, señor!
Se fue a casa casi tambaleándose de alegría. ¡Qué buena suerte había tenido! ¡Un inglés —y no un australiano ni un indio—, y que le había sonreído y le había dado las gracias! Un inglés, es decir, un hombre que él se imaginaba como modelo de perfección humana. Quizás lo odiaba como lo odiaban todos los egipcios, pero en su fuero interno lo respetaba y exaltaba hasta el punto de imaginarse a menudo que estaba hecho de un barro diferente al de los humanos. ¡Este hombre le había sonreído y le había dado las gracias…! Y él le había respondido correctamente, imitando la pronunciación inglesa tanto como le permitía la elasticidad de sus labios. Y lo había conseguido espléndidamente, haciéndose merecedor de ese agradecimiento. ¿Cómo creer los actos salvajes que les habían atribuido? ¿Por qué habían desterrado a Saad Zaglul si eran tan corteses? Sin embargo, su entusiasmo se vino abajo tan pronto como sus ojos se posaron sobre la señora Amina y sobre Fahmi y pudo leer sus miradas. Rápidamente retomó el hilo de sus tristezas, que se había interrumpido por un momento. Se dio cuenta de que se encontraba otra vez frente al problema del que había huido por la mañana temprano y preguntó, señalando con el dedo hacia arriba:
—¿Por qué no está sentada con vosotros? ¿Sigue todavía enfadada? Amina cruzó una mirada con Fahmi, y murmuró apurada:
—Se ha ido a casa de su padre…
Él alzó las cejas sorprendido e inquieto antes de preguntar:
—¿Y por qué has dejado que se vaya?
—Se ha escabullido sin que nadie se diera cuenta —respondió Amina suspirando.
El joven sintió que era necesario decir algo que preservara su honor ante su madre y su hermano, y replicó con desprecio:
—¡Que se vaya a donde le dé la gana!
Fahmi decidió resistirse al deseo de buscar refugio en el silencio para que su hermano creyera que él no estaba al tanto de su secreto y, por consiguiente, para alejar la sospecha de que este hubiera sido divulgado por su madre. Así que le preguntó simplemente:
—¿Cuál es la causa de esta desgracia?
Yasín le clavó una mirada escrutadora, y agitó su gruesa mano mientras estiraba los labios como si le dijera: «No hay ninguna causa para esta desgracia». Luego dijo:
—Es imposible convivir con las chicas de hoy. Luego, mirando a la señora Amina:
—¿Dónde están las damas de antaño?
Amina bajó la cabeza, aparentemente avergonzada y, en verdad, para disimular una sonrisa que no pudo vencer cuando su mente comparó la imagen que Yasín adoptaba en ese momento —la del meditador, la del predicador ofendido— con la imagen con la que fue sorprendido la noche anterior en la terraza. Sin embargo, la inquietud de Yasín era mucho mayor de lo que la situación le permitía manifestar ya que, a pesar de la enorme decepción que había sufrido en su vida conyugal, no había pensado ni por un momento en ponerle fin. Había encontrado en ella refugio estable y cuidados, sin contar con el anuncio de la cercana paternidad, que él había recibido con los brazos abiertos. Siempre había deseado que el matrimonio le cubriera las espaldas, para poder volver a casa de sus variadas correrías como vuelve el viajero a su patria al final del año. No se le pasaba por alto la nueva disputa que la partida de su esposa acarrearía entre él y su padre, y después entre este y el señor Effat, sin contar con el escándalo que todo esto llevaría aparejado, y que exhalaría su aroma hasta atascar las narices. ¡Hija de perra! ¡Qué decidido estaba a hacerle reconocer que ella había cometido una falta mayor que la suya! Es más, puede que estuviera totalmente convencido de esto. Se había jurado obligarla a disculparse y corregirla él mismo por todos los medios. Pero ella se había ido… Había trastocado sus planes de arriba abajo, y lo había puesto en un complicado aprieto. ¡Hija de perra! Fue arrancado del hilo de sus pensamientos por un grito que desgarró el silencio que envolvía la casa. Se volvió hacia Fahmi y hacia su madre y los encontró aguzando el oído con preocupación y angustia. El grito se prolongó, y ellos se dieron cuenta fácilmente de que procedía de una mujer. Pero sus ojos se preguntaron de dónde había salido y cuál era su causa: ¿era el anuncio de una muerte, una pelea o una llamada de socorro? Amina había empezado a invocar a Dios contra todos los males, cuando Fahmi dijo:
—Ha sido cerca. Quizás en nuestra calle.
Se levantó de repente con el ceño fruncido y preguntó:
—¿No será que los ingleses han atacado a una mujer que pasaba por la calle? Corrió hacia la celosía, y los otros dos lo siguieron, pero el grito había cesado sin dejar tras él ningún indicio de su procedencia. Los tres pasearon la vista a través de las rendijas, escrutando la calle, y se detuvieron en una mujer que atraía las miradas por estar detenida de forma extraña, y por estar rodeada de transeúntes y tenderos. No obstante ellos la reconocieron al primer momento y gritaron al unísono:
—¡Umm Hanafi!
Amina, que la había enviado a la escuela para recoger a Kamal preguntó:
—¿Qué pasa que no veo a Kamal con ella?, y ¿qué es lo que la hace estar parada así, como una estatua? ¡Kamal…! ¡Dios mío…! ¿Dónde está Kamal?
Luego, impulsada por un sentimiento instintivo:
—Es ella la que ha gritado. Ahora he reconocido su voz. ¿Dónde está Kamal…? ¡Socorro!
Ni Fahmi ni Yasín dijeron palabra. Estaban totalmente absortos observando la calle en general y el campamento inglés en particular, hacia donde vieron que se dirigían las miradas de los que estaban allí apiñados, con Umm Hanafi a la cabeza. No tenían la menor duda de que había sido esta última la que había gritado hasta reunir a la gente a su alrededor. Es más, sintieron de forma instintiva que ella había pedido socorro porque un peligro amenazaba a Kamal. Luego sus temores se centraron en los ingleses. Pero… ¿de qué peligro se trataba?, y ¿dónde estaba Kamal?; ¿qué le había ocurrido al chiquillo? La madre a su vez no dejaba de pedir socorro sin que los otros supieran cómo calmarla. Quizás ellos necesitaban también a alguien que los tranquilizara… ¿Dónde estaba Kamal? Había unos soldados sentados, otros de pie y otros que seguían su camino, cada uno ocupado en sus asuntos como si no hubiera pasado nada, y como si la gente no estuviera allí apiñada. De repente, Yasín gritó dando un puñetazo a su hermano:
—¿Ves a aquellos soldados que están formando un círculo al pie de la fuente de Bayn el-Qasrayn? Kamal está parado entre ellos. ¡Mira!
—¡Kamal en medio de los soldados…! —dijo la madre sin poder contener un grito—. ¡Es él, Dios mío! ¡Señor…! ¡Socorro…!
Cuatro gigantescos soldados estaban de pie, con los brazos entrelazados, formando un círculo. Los ojos de Fahmi habían pasado por allí más de una vez sin dar en el blanco, y esta vez vio a Kamal de pie en el centro de aquel, tal como se podía vislumbrar a través de un hueco abierto entre las piernas del soldado que les daba la espalda. Imaginó que se lo arrojarían a patadas como si fuera una pelota hasta terminar con él. El miedo por su hermano lo hizo olvidarse de sí mismo y se dio la vuelta diciendo con la voz agitada:
—Iré para allá pase lo que pase.
Pero la mano de Yasín lo agarró del hombro mientras le decía con voz firme: «¡Detente!». Luego se dirigió a su madre con una voz tranquila y risueña:
—No tengas miedo. Si ellos hubieran querido hacerle daño, no lo habrían dudado. Míralo. ¿No parece que esté absorto en una larga conversación? Además, ¿qué es esa cosa roja que tiene en la mano? ¡Apuesto a que es un trozo de chocolate! ¡Tranquilízate! Ellos están divirtiéndose con él —suspiró—, ¡cuánto nos hemos asustado por nada!
El miedo de Yasín se calmó, y no tardó en recordar su feliz aventura con el soldado, sin descartar la posibilidad de que este tuviera camaradas tan corteses y amables como él. Luego creyó conveniente afianzar y confirmar sus palabras en el corazón ansioso de la madre, y señaló hacia Umm Hanafi, que no se había movido de su sitio, diciendo:
—¿No ves que Umm Hanafi no habría dejado de gritar si no hubiera encontrado una razón para ello? ¡Y allí están las gentes, que se van dispersando de su alrededor porque ya están tranquilas!
—Mi corazón no estará tranquilo hasta que Kamal no haya vuelto conmigo —murmuró Amina con voz temblorosa.
Clavaron sus ojos en el niño, o en lo que se veía de él de vez en cuando, pero los soldados retiraron sus brazos y juntaron sus piernas separadas, como si estuvieran seguros de que Kamal había renunciado a la idea de huir. Entonces vieron la figura completa del niño. Se mostraba sonriente y estaba hablando, como pudieron deducir por el movimiento de sus labios y los gestos de sus manos, de las que se ayudaba para expresar sus pensamientos. La comprensión entre el niño y ellos demostraba que los soldados podían, hasta cierto punto, utilizar la lengua árabe. Pero ¿qué les estaba diciendo y qué le decían ellos a él? Esto era lo que ninguno podía adivinar. Sin embargo, recobraron el sentido común, e incluso la propia madre pudo finalmente presenciar el asombroso espectáculo que se desarrollaba bajo sus ojos, con una mezcla de sorpresa y silenciosa angustia, sin lamentos ni gritos de socorro, al tiempo que Yasín se echaba a reír diciendo:
—Parece que hemos sido demasiado pesimistas al creer que la ocupación de nuestro barrio por estos soldados sería para nosotros fuente de molestias sin fin.
A pesar de que Fahmi se mostró agradecido por la actitud de los soldados con Kamal, no le gustó, sin embargo, la observación de Yasín, y dijo sin apartar sus ojos del chiquillo:
—Quizás su trato con los hombres o con las mujeres sea distinto del que tienen con los niños. ¡Nos seas demasiado optimista!
Yasín estuvo a punto de enfrascarse en el relato de su feliz aventura, pero contuvo su lengua en el momento oportuno, y se reprimió para evitar irritar a su hermano. Luego dijo tratando de ser amable y amistoso:
—¡Dios nos libre de ellos para nuestro bien!
—¿No es tiempo ya de que ellos, agradecidos, lo dejen ir? —preguntó Amina con impaciencia.
Pero en el círculo de Kamal parecía haber algo nuevo que esperar. Uno de los cuatro soldados se fue a una tienda de campaña cercana y luego, tras un momento, regresó con una silla de madera que puso frente a Kamal. El chiquillo no tardó en saltar a ella poniéndose de pie, tieso y con los brazos estirados hacia abajo como si estuviera formando filas en un batallón de la sección especial. Se le había inclinado el tarbush hacia la coronilla —sin que probablemente se hubiera dado cuenta—, dejando al descubierto la prominente parte delantera de su enorme cabeza. ¿Qué estaba contando?, ¿qué había tras esa postura? La respuesta no se hizo esperar, pues rápidamente se elevó su voz aguda mientras cantaba:
Querido mío, necesito volver a mi país.
Querido mío, las autoridades han atrapado a mi hijo.
La cantó fragmento por fragmento con su voz agradable, mientras los soldados lo miraban con la boca abierta y el rostro risueño, siguiendo el canto del niño con palmadas. Uno de ellos estaba emocionado por algunas palabras de la canción que había comprendido, y se puso a gritar: «Volver a mi país…, volver a mi país…». Kamal se enardeció por la alegría que había despertado en sus oyentes y empezó a mejorar su canto, a embellecer la entonación y a elevar su voz, hasta que la canción concluyó entre aplausos y ovaciones, en las que participó la familia desde detrás de la celosía con el corazón lleno de alegría y temor. Sí, la familia participó en los aplausos tras haber participado —con el corazón también— en la canción, siguiéndola con temor y angustia, rezando por su seguridad y perfección, y temiendo que cometiera un error o diera una nota discordante, como si estuviera cantando en delegación de todos ellos, o como si fueran ellos los que cantaban a través de la garganta del niño; como si la dignidad de la familia —individual o colectiva— dependiera del éxito de la canción. En este caos de sentimientos, Amina olvidó sus temores, e incluso el mismo Fahmi no había pensado durante ese tiempo más que en la canción y en el esperado éxito. Al terminar todo bien, suspiraron desde lo más profundo de su alma, y desearon que Kamal se diera prisa para volver antes de que ocurriera un imprevisto que les echara a perder el almizcle de este final. Pareció que la fiesta tocaba a su fin, pues Kamal había saltado al suelo y saludaba a los soldados uno por uno, levantando su mano para despedirse. Luego volvió corriendo hacia la casa. La familia corrió desde la celosía hasta la sala para recibirlo. Él se dirigió hacia allí jadeando, con el rostro enrojecido y la frente empapada en sudor, mientras que sus ojos, sus facciones y los movimientos deslavazados de sus miembros manifestaban una enorme alegría y triunfo. Su corazoncillo estaba henchido de una desbordante felicidad que no podía más que proclamar por todos los medios, e invitar a los otros a que participaran en ella, como una inundación que el río no puede contener y cubre los campos y los valles. Una sola mirada perspicaz que se hubiera lanzado habría bastado para hacerle ver que su aventura estaba reflejada en los rostros, pero la alegría lo cegaba y les gritó:
—¡Tengo una noticia que no os vais a creer, y que no podéis imaginaros!
Yasín soltó una carcajada y preguntó burlón:
—¿Qué noticia, pequeño?
Esta frase quitó el velo de los ojos de Kamal, como si fuera una luz que brillara de repente en la oscuridad, y, bajo esa luz, pudo ver los rostros claros y nítidos. Sin embargo, el hecho de que supiera que ellos habían presenciado su aventura le compensó por la oportunidad perdida de sorprenderlos con su asombroso relato. Se echó a reír desaforadamente, golpeándose las rodillas con las manos, y luego dijo, tratando de vencer la risa:
—¿Me habéis visto de verdad?
En ese momento llegó la voz de Umm Hanafi, que decía en tono quejumbroso:
—¡Mejor hubiera sido que se fijaran en mi desgracia! ¿A qué viene toda esta alegría después de que por poco me muero? ¡Otro percance como este, y que Dios se apiade de mí!
No se había quitado la melaya y parecía un hinchado saco de carbón. Su rostro reflejaba palidez y agotamiento, y en sus ojos brillaba una extraña mirada de resignación.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó Amina—, ¿qué te ha hecho gritar? Dios ha sido bueno con nosotros, y no hemos presenciado nada terrible.
Umm Hanafi apoyó su espalda en el batiente de la puerta y empezó a decir:
—Ha ocurrido algo que no olvidaré, señora. Veníamos de regreso y uno de esos demonios de soldados dio un salto delante de nosotros, e hizo una señal al señorito Kamal para que fuera hacia él. Mi joven señor se asustó, y salió corriendo hacia el adarve de Qírmiz, pero otro soldado le cortó el paso y él torció hacia Bayn el-Qasrayn gritando. Mi corazón se llenó de miedo y me puse a pedir socorro lo más fuerte que podía, sin apartar los ojos de Kamal, mientras él corría de un soldado a otro hasta que lo rodearon. Estuve a punto de morirme de tanto miedo como sentí. Se me nubló la vista y ya no vi nada más; y de repente, sin saber cómo, la gente se había reunido a mi alrededor; pero yo no dejé de gritar hasta que Amm Hasaneyn, el barbero, me dijo: «¡Dios lo guardará del daño de estos bastardos! ¡Di: Dios es único! Ellos lo tratarán bien». ¡Ay, señora! Sayyidna el-Huseyn nos ha asistido y nos ha protegido del mal.
—¡Yo no he gritado en ningún momento! —protestó Kamal.
Umm Hanafi se golpeó el pecho con la mano diciendo:
—Tus gritos me han perforado los oídos hasta volverme loca.
—Creí que querían matarme —dijo Kamal en voz baja como disculpándose—, pero uno de ellos se puso a silbarme y a acariciarme el hombro. Luego me dio —entonces rebuscó en su bolsillo— una chocolatina y se me quitó el miedo.
La alegría abandonó a Amina. Quizás se trataba de una alegría falsa y prematura… La verdad era que no debía olvidar que el terror se había apoderado de Kamal unos minutos, y que tenía que rogar mucho a su Señor para que lo librara de sus consecuencias. No veía en el terror tan sólo un sentimiento pasajero, claro que no, sino un sentimiento anómalo, envuelto en un halo misterioso y oscuro en el que se alojaban los ifrits, como se alojan los murciélagos en la oscuridad; y que cuando asediaba a una persona —especialmente a los niños— le sobrevenía un mal de terribles consecuencias. Por eso requería, a los ojos de la mujer, un mayor cuidado y precaución, ya fuera con la recitación de una parte del Corán, o con incienso, o con un amuleto.
—¡Te han asustado! —dijo con tristeza—. ¡Condenados bastardos!
Yasín adivinó lo que rondaba la mente de la madre, y bromeó:
—El chocolate es un hechizo eficaz contra el terror —y, dirigiéndose a Kamal—: ¿Habéis hablado en árabe?
Kamal recibió con agrado la pregunta, porque le abría otra vez las puertas de la imaginación y la aventura, salvándolo de las tribulaciones de la realidad; y dijo mientras sus facciones volvían a relajarse:
—¡Me hablaban en un árabe extraño! ¡Ojalá tú mismo lo hubieras oído!
Y se puso a imitar su manera de hablar hasta que todos se echaron a reír; e incluso la madre sonrió.
—¿Qué te han dicho? —volvió a preguntar Yasín con envidia.
—¡Muchas cosas! «Cómo te llamas, dónde vives, te gustan los ingleses…».
—¿Y qué les has respondido a esta singular pregunta? —inquirió Fahmi irónico.
Kamal clavó la mirada en su hermano, pero Yasín respondió por él:
—Naturalmente dijo que le gustaban. ¿Qué querías que dijera?
Sin embargo, Kamal continuó entusiasmado.
—Pero también les he dicho que hagan volver a Saad Basha.
—¿De verdad? ¿Y qué te han dicho? —le preguntó Fahmi sin poder contener una carcajada.
—Uno de ellos me ha cogido de la oreja, y me ha dicho: «¡Saad Basha, no!» —respondió Kamal recuperando la tranquilidad con la risa de su hermano.
—¿Y qué más te dijeron? —volvió a preguntar Yasín.
—Me preguntaron si había chicas en nuestra casa —contestó Kamal con inocencia.
Intercambiaron una mirada seria entre ellos, por primera vez desde que Kamal había llegado, y luego Fahmi le preguntó con preocupación:
—¿Y qué les has dicho?
—Que hermanita Aisha y hermanita Jadiga estaban casadas; pero ellos no han comprendido mis palabras; entonces les he dicho que en casa sólo estaba mamá. Me han preguntado qué significaba «mamá» y se lo he dicho.
Fahmi lanzó a su hermano Yasín una mirada como diciendo: «¿Has visto como mis sospechas no eran infundadas?». Luego, irónico, dijo:
—Ellos no le han dado la chocolatina por su cara bonita.
Yasín esbozó una pálida sonrisa y murmuró:
—No hay por qué angustiarse…
Se negó a dejar que esta nube oscureciera la reunión, y preguntó a Kamal:
—¿Y cómo es que te han hecho cantar?
—¡Durante la conversación, uno de ellos se lanzó a cantar en voz baja, y yo les pedí permiso para hacerles oír mi voz!
—¡Qué muchacho tan atrevido! —dijo Yasín soltando una carcajada—, ¿y no te ha vuelto a entrar miedo mientras estabas entre sus piernas?
—¡En absoluto! —contestó Kamal orgulloso. Luego, emocionado—: ¡Qué guapos son! No he visto en mi vida a nadie más guapo que ellos. Ojos azules, cabellos dorados, piel completamente blanca… ¡Como hermanita Aisha!
De repente corrió a la sala de estudio, y levantó la cabeza hacia la fotografía de Saad Zaglul, que estaba clavada en la pared al lado de las del Jedive, Mustafa Kámil y Muhammad Farid. Luego volvió diciendo:
—¡Son mucho más guapos que Saad Basha!
—¡Qué traidor eres! —dijo Fahmi moviendo la cabeza enojado—. Te han comprado por un trozo de chocolate. Ya no eres tan pequeño como para perdonarte lo que has dicho. En tu escuela hay quien da la vida todos los días… ¡Dios te maldiga!
Umm Hanafi había traído la estufa, junto con la kánaka, las tazas y el tarro del café, y Amina se puso a prepararlo para la reunión tradicional. Todo volvió a estar como antes, excepto Yasín, que empezó a pensar de nuevo en su enfadada esposa; mientras tanto, Kamal se apartaba a un lado, sacaba el chocolate de su bolsillo y empezaba a quitarle el envoltorio de color rosa brillante… Parecía que la reprimenda de Fahmi se había evaporado en el aire, pues en ese momento no había en su corazón más que satisfacción y amor.