58

Por la mañana temprano llamaron a la puerta. Era el sheyj del barrio. Se entrevistó con el señor Ahmad, y le contó que estaba encargado por las autoridades de transmitir a los habitantes de los barrios ocupados esta información: los ingleses no actuarían más que contra los manifestantes; él tenía que abrir su tienda, el alumno tenía que ir a su escuela y el funcionario a su puesto. Le advirtió que el hecho de retener a los alumnos podía hacer creer que eran huelguistas, e hizo hincapié en las órdenes terminantes de prohibir las manifestaciones y la huelga. Por eso, la casa recuperó esa actividad con la que solía recibir a la mañana. Sus hombres suspiraron profundamente por su puesta en libertad tras la reclusión del día anterior y todos respiraron un poco de tranquilidad y de paz. Yasín se dijo a sí mismo, comentando la visita del sheyj del barrio: «Las cosas mejoran fuera de la casa, pero dentro están embarradas y enfangadas». Sin duda, la mayoría de los miembros de la familia había pasado una noche horrible, envuelta en el escándalo y desgarrada por la adversidad. La paciencia que Zaynab se había impuesto para evitar su tristeza y su descontento no pudo tapar el espantoso espectáculo que había visto con sus propios ojos en la habitación de su sirvienta. El pecho le había estallado, dando rienda suelta a su furia con la idea de que su gemido perforara los oídos del señor, el cual corrió hacia ella haciéndole preguntas, y esto fue el escándalo… Ella se lo contó todo, enardecida por su loca excitación, sin la cual quizás no hubiera tenido valor para referirle lo que había pasado, dado el miedo que le tenía y que no sentía hacia ninguna otra persona. Con eso se vengó de su honor sacrificado y de la paciencia que había tenido, a veces por su propia voluntad y, en la mayoría de los casos, a costa de esfuerzo. «¡Una sirvienta! ¡Una criada! ¡Y de la edad de su madre…! ¡Y en mi propia casa…! ¿Qué hará entonces cuando esté fuera?». No había llorado de celos, o quizás estos se ocultaban de momento tras espesos velos de repugnancia y cólera, como se oculta el fuego tras las nubes de humo. Era como si ella hubiera llegado a preferir la muerte a quedarse con él bajo un mismo techo, aunque fuera un solo día, después de lo que había pasado. En efecto, había abandonado su alcoba y había pasado la noche en la sala de las visitas, despierta y sufriendo delirios febriles la mayor parte de la noche, y dormida con un sueño pesado, enfermizo e inquieto el resto del tiempo. Se despertó por la mañana, totalmente decidida a irse de la casa. Quizás esta decisión fue la única en la que encontró un calmante para sus sufrimientos. ¿Qué podía hacer su propio suegro? No podría evitar aquella atrocidad después de haber ocurrido ni tampoco podría, cualquiera que fuese su omnipotencia, imponer al esposo el castigo que merecía para curar el pecho de la joven. Decidiría, todo lo más, reprenderle, volcar sobre él su cólera y, mientras, ¡el adúltero lo escucharía con la cabeza baja para después continuar con su repugnante conducta! ¡Ni hablar! El señor le había rogado que dejara el asunto en sus manos, y le había aconsejado largo rato que no se preocupara por su falta, y que adoptara la paciencia de las mujeres virtuosas como ella. Pero esta ya no podía tener más paciencia ni perdonar. ¡Una sirvienta negra de más de cuarenta años! ¡Ni hablar! Esta vez lo abandonaría sin vacilar. Comunicaría a su padre todo su pesar, y se quedaría bajo su protección hasta que Yasín recobrara el juicio. Después de esto, o volvía a ella arrepentido y cambiaba de conducta o ¡que toda esta vida, con lo bueno y con lo malo, se fuera al diablo! Yasín se había equivocado cuando pensó que ella, por sentido común y prudencia, se guardaría la tristeza en el pecho. La verdad es que la había dominado la angustia ya desde el principio, y se la había revelado a su propia madre, pero esta demostró ser una mujer prudente al no dejar que la queja llegara hasta el padre. Recomendó a su hija que tuviera paciencia, diciéndole que los hombres suelen salir de noche —como su padre, por ejemplo— y que también beben. Le dijo que se contentara de tener su casa llena de cosas buenas y de que su marido volviera a ella por mucho que trasnochara y muy borracho que estuviera. La joven había escuchado el consejo a la fuerza y había hecho todo lo posible por armarse de paciencia; procuró conformarse con la realidad y adecuar sus vastos sueños a las posibilidades que esta le permitía, especialmente cuando el embrión había comenzado a crecer en su vientre anunciando una orgullosa maternidad. Posiblemente la protesta estaba oculta en lo más profundo de su ser, pero ella hacía todo lo posible por resignarse, poniéndose unas veces de modelo a su madre y otras a la mujer del señor de la casa. Después, la situación le produjo un cierto recelo que la invadía de vez en cuando, al pensar lo que podía hacer su marido en sus veladas etílicas. Le comunicó a su madre sus temores y, aún más, no le ocultó que los sentimientos del hombre se habían ido apagando. Pero la sabia madre le hizo comprender que esta apatía no era necesariamente el resultado de lo que le rondaba a ella por la cabeza, que era «una cosa natural» ante la cual todos los hombres eran iguales, y que se convencería de todo eso por sí misma a medida que tuviera más experiencia de la vida. Sin embargo, si sus sospechas resultaban ciertas, ¿qué iba a hacer? ¿Iba a abandonar su casa porque su esposo se acostara con otras mujeres? ¡No y mil veces no! Si una mujer renunciara a su puesto por una causa como esta, no habría en las casas mujeres respetables. El hombre puede poner sus ojos en una mujer o en otra, pero siempre vuelve a su casa mientras sea su esposa digna de seguir significando para él el último refugio y la morada permanente, y este era el resultado para las que sabían esperar. Continuó su conversación recordándole las mujeres repudiadas injustamente, y las que tenían que compartir a sus maridos con otras. ¿Acaso no era la ligereza de su esposo —si era verdadera— un asunto de mucha menor importancia que la conducta de otros? Y, además, él no tenía más de veintidós años y su destino le haría ser inteligente, regresaría a su casa y se desentendería con su prole del mundo entero. Dicho de otro modo, a ella le convenía ser paciente incluso si sus sospechas resultaban ciertas, y ¡no digamos ya si no lo eran! La mujer había repetido estas palabras y otras que iban por el mismo camino, hasta que la obstinación de la chica se suavizó, confió en la paciencia y la puso en práctica. Sin embargo, lo ocurrido en la azotea terminó con todo cuanto había concebido y todo el edificio se derrumbó como si no hubiera existido jamás.

A pesar de que el señor no comprendió esta triste realidad, y creyó que la chica había obedecido su consejo, su cólera era demasiado grande para pasar por alto el asunto. Había hecho bien la sirvienta en darse a la fuga. En cuanto a Yasín, no había dejado la azotea y se había quedado pensando, inquieto, en la tempestad que lo acechaba, hasta que le llegó la voz de su padre, llamándolo con un tono igual al chasquido de un látigo. Le dio un vuelco el corazón, pero no respondió ni atendió a la llamada, quedándose clavado en su sitio, desesperado. De repente, sin saber cómo, el hombre irrumpió en la azotea. Luego se detuvo unos instantes refunfuñando y escrutando el lugar, hasta que dio con su silueta y se dirigió hacia allí. Se paró cerca de él con los brazos cruzados sobre el pecho, y volvió hacia el joven su cabeza rígida y altanera, quedándose en un silencio que prolongó, para alargar con él el suplicio y el terror de su hijo. Era como si con su silencio quisiera expresarle lo que sentía hacia él, que no se podía transmitir con palabras, o simbolizar las violentas patadas y puñetazos que le hubiera gustado propinarle para corregirlo, pues le impedía pegarle el hecho de que ya era un hombre, y además casado. Después ya no pudo soportar el silencio y, agitado por la cólera y la furia, se lanzó sobre él insultándolo y riñéndole: «¡Tú me has provocado en mis propias narices! ¡Vete al infierno, tú y tu deshonra! ¡Has profanado mi casa, miserable! ¡Esta no podrá limpiarse nunca de la mancha que le has echado! ¡Qué maravillosa excusa tenías antes de tu matrimonio! Pero ¿cuál tienes ahora…? Si mis palabras fueran dirigidas a una fiera la domarían, pero se estrellan contra una roca. La casa que te acoge está destinada a albergar las maldiciones». Su ardiente pecho se consoló con estas palabras que eran como plomo fundido. Yasín permaneció inmóvil, silencioso y con la cabeza baja, como si estuviera a punto de diluirse en la oscuridad, hasta que el hombre se cansó de gritar, le volvió la espalda, abandonó el lugar maldiciéndolo a él, a su padre y a su madre, y se metió en su habitación hirviendo de cólera. En su arrebato vio el desliz de Yasín como un crimen que merecía la muerte, olvidando que todo su propio pasado no era más que una imagen prolongada y repetida de la vileza de Yasín; tampoco se acordó de que todavía seguía comportándose de la misma manera ahora que tenía cincuenta y tantos años, y que sus hijos habían crecido y se estaban convirtiendo en maridos y esposas. No quería esto decir que en el arrebato de la cólera realmente lo hubiera olvidado, sino que se permitía a sí mismo lo que no autorizaba a ninguno de los suyos. Él podía hacer lo que quisiera mientras que ellos tendrían que respetar los límites que él les impusiese. Quizás su irritación por el «desafío» a su voluntad que suponía la falta de Yasín, el «desprecio» a su ser y la «deformación» de la imagen que él quería dar a sus hijos, era el doble de la cólera que sentía por la falta en sí. Sin embargo, su enfado, como era habitual, no duró mucho. No tardó en extinguirse su fuego ni en amainar su llama, volviéndole poco a poco la calma, aunque su aspecto —y sólo su aspecto— estaba empañado de angustia y tristeza. Entonces pudo considerar el «crimen» de Yasín desde otros ángulos y meditar con la mente reposada. Se fueron disipando las tinieblas, al recordar diversas situaciones cómicas que le hicieron olvidar su forzada soledad. Lo primero que se le ocurrió fue buscar una excusa para el culpable, no porque le gustara ser indulgente, pues aborrecía el perdón en su casa, sino para obtener de esta deseada excusa una «justificación» para ese atentado a su voluntad, como si se dijera a sí mismo: «Mi hijo no ha sido desobediente, ¡nada de eso!, sino que tiene tal o cual excusa». Pero ¿iba a alegar su juventud como justificación, por ser una edad de atolondramiento e inconstancia…? ¡Claro que no! La juventud era una excusa para la falta, pero no para el atentado a su voluntad; si no, Fahmi e incluso Kamal podrían llegar al extremo de despreciar sus enseñanzas. Tenía, pues, que buscar la excusa en la madura edad del joven, esta madurez que lo autorizaba a independizarse de la voluntad del padre, aunque sólo fuera hasta un cierto punto y que lo eximía a él —el señor— de cargar con la responsabilidad de sus actos, como si se dijera a sí mismo: «Él no ha atentado contra mi voluntad, ¡nada de eso!, sino que ha alcanzado la edad en la que su falta no se considera como tal atentado». Holgaba decir que se negaría a reconocer este derecho ante él, y que no lo perdonaría si se hubiera atrevido a exigírselo. Es más, no lo reconocería ni ante sí mismo más que en el caso concreto de una desobediencia que requiriera una excusa para el atentado contra su voluntad. No se olvidó, incluso en un estado como ese, de recordarse a sí mismo, buscando una mayor tranquilidad, que él le había dado una educación severa como pocos padres se podían permitir, recibida con una total sumisión que pocos hijos podían soportar. Sus reflexiones se dirigieron hacia Zaynab, pero no sintió ninguna compasión por ella. La había consolado por respeto a su querido y amado padre, pero no creía que la chica fuera verdaderamente digna de él. ¡No era propio de una esposa respetable el poner en evidencia a su marido —fueran cuales fuesen las circunstancias—, de la manera que ella lo había hecho con Yasín! ¡Cuánto había llorado! ¡Cuánto había gritado…! ¿Qué hubiera hecho él —el señor— si Amina le hubiera venido un día de repente con un comportamiento como ese…? Pero ¡qué lejos estaba ella de Amina! Y, además, ¡de qué forma le había contado lo que había visto, sin ningún pudor! ¡Uf…! ¡Uf…! Si esta muchacha no fuera la hija de Muhammad Effat, Yasín habría estado en su legítimo derecho de corregirla y, es más, él mismo no habría consentido que este suceso pasara sin un castigo ejemplar. Yasín había cometido una falta, pero ella había cometido otra mayor. Luego, volvió rápidamente a Yasín y empezó a pensar, sonriendo para sus adentros, en esa naturaleza única que compartían, aquella naturaleza, heredada sin duda del abuelo y que ¡quién sabe si en esos momentos no ardía también en el pecho de Fahmi bajo la máscara de la corrección y la rectitud! Es más, ¿no recordaba cómo un día volvió inesperadamente a casa y le llegó a los oídos la voz de Kamal que cantaba: «¡Oh, pájaro que estás en el árbol!»…? Se había quedado un momento tras la puerta, no sólo para simular que había llegado después de que la canción hubiera terminado, sino también para seguir la voz, saboreando su metal, y averiguar la capacidad de sus pulmones. Cuando el chiquillo terminó la melodía, su padre cerró la puerta con fuerza a la vez que tosía, y entró con una alegría en su pecho que nadie había captado. ¡Cuánto le gustaba verse a sí mismo floreciendo de nuevo en la vida de sus hijos, al menos en las horas de calma y dicha! Pero ¡despacio! Yasín tenía una naturaleza particular que él no compartía, o, si se respeta el verdadero sentido de la palabra, no los unía la misma naturaleza. Yasín era un animal ciego. Se había lanzado una vez sobre Umm Hanafi, y lo habían pillado otra vez con Nur, revolcándose, indiferente, en el fango. ¡Él no era así! Desde luego, comprendía la medida del fastidio que había consumido a Yasín por haberse visto obligado a pasar la noche en una especie de prisión. Y lo comprendía porque él mismo había tenido que soportarlo, desolado y triste, como quien ha perdido a un ser querido. Pero suponiendo que él hubiera ido a pasear por el jardín de la terraza, como había hecho el joven, y se hubiera encontrado casualmente con una sirvienta —supongamos además que ella respondiera a sus gustos—, ¿habría emprendido la aventura? ¡No! ¡Seguro que no! Sin embargo, ¿qué obstáculo se lo habría impedido? ¿El lugar quizás? ¡La familia!, o posiblemente su edad madura. ¡Ay! Se enfadó al hacer aparición en su mente este último obstáculo, ¡y se imaginó que envidiaba a Yasín por estar en la flor de la juventud y, a la vez, por la locura de su desliz! Comoquiera que sea, sus naturalezas eran diferentes. El señor no tenía —como su hijo— una pasión incondicional por las mujeres. Su apetito se destacaba siempre por el lujo, y era impulsado por su espíritu selectivo. Es más, influían en todo ello unas características sociales, que se unían a las habituales características naturales. Era un enamorado de la belleza femenina por su carne, su contoneo y su elegancia. Ni Galila, ni Zubayda, ni Umm Maryam ni otras decenas de mujeres carecían de estas características, o incluso tenían algunas más. Además, sólo se encontraba sereno y a gusto con un espectáculo hermoso, una reunión íntima, y el vino, la tertulia y el canto que acompañaban a estos. Apenas pasaba un rato con la nueva amante, esta ya comprendía su deseo y le preparaba un ambiente agradable, perfumado de rosas, incienso y almizcle, como a él le gustaba. Del mismo modo que lo enamoraba la belleza en abstracto, lo enamoraban sus deslumbrantes halos sociales. La posición elevada y la celebridad lo atraían, y le gustaba alabar en su círculo íntimo su pasión y sus amantes, salvo en las raras ocasiones en que era necesario ocultarlas y ser discreto, como en el caso de Umm Maryam. Sin embargo, este amor «social» no le obligaba a sacrificar la belleza que, junto a la celebridad, marchaban unidas en este ámbito, como un objeto y su sombra. Generalmente la belleza era la mano mágica que abría las puertas de la celebridad y la posición elevada. Había amado a las más célebres cantoras de su época, y ni una sola de ellas lo había decepcionado en su inclinación a la belleza ni en su pasión por la hermosura. Fue esto lo que lo llevó a recordar los ímpetus de Yasín con desprecio, mientras se repetía disgustado: «¡Umm Hanafi…! ¡Nur…! ¡Qué bestia!». Él no tenía nada que ver con esta excentricidad, aunque no necesitaba preguntarse mucho tiempo sobre su origen, ya que todavía no había olvidado a la mujer que había engendrado a Yasín, y que le había dado en herencia su naturaleza apasionada por la basura. Si él era responsable de la fuerza del deseo de su hijo, ella lo era de ese tipo de deseo que tendía al abismo. Por la mañana había vuelto a reflexionar «seriamente» sobre el tema y había estado a punto de llamar a los dos esposos para aclarar las cuentas que había entre ellos —y entre él y ellos—, pero lo aplazó hasta un momento más apropiado de la mañana.

Cuando Fahmi preguntó a Yasín qué le había movido a no ir a comer, este le respondió cortante: «Un asunto sin importancia. Te lo contaré después». Fahmi siguió ignorando el secreto de la cólera del padre contra su hermano, hasta que se enteró de la desaparición de Nur, la sirvienta, e intuyó todo el asunto. La mañana encontró a la familia en una situación desacostumbrada, pues Yasín había abandonado temprano la casa, y Zaynab se había quedado en su habitación. Luego los hombres habían salido temblando y evitando levantar la vista hacia los soldados, mientras la madre, desde detrás de las rendijas de la celosía, rogaba a Dios que los protegiera de todo mal. Amina no quiso inmiscuirse en el «incidente» de la azotea y bajó a la habitación del horno esperando de un momento a otro que Zaynab se uniera a ella como de costumbre. No aprobaba que la muchacha se encolerizara en defensa de su dignidad, y lo consideraba como un mimo que suscitaba su enfado. Empezó a preguntarse: «¿Cómo pretende reivindicar para sí misma los derechos que ninguna mujer ha reivindicado jamás…?».

Sin duda, Yasín había cometido una falta y había profanado la virtuosa casa, pero la había cometido contra su padre y la mujer de este, y no contra Zaynab. «¿Acaso no soy yo un ángel en comparación con esta chica?». Pero como la espera se prolongaba, ella no pudo ignorarla, y se convenció a sí misma de la necesidad de ir a su encuentro para consolarla. Entró en el dormitorio y no encontró rastro de ella. Fue de una habitación a otra llamándola, hasta que examinó la casa rincón por rincón. Luego dio una palmada diciendo: «¡Dios! ¿Se le habrá ocurrido a Zaynab abandonar su casa?».