57

Se quedaron en la azotea hasta bien entrada la mañana, y los dos hermanos se entretuvieron observando el pequeño campamento británico. Vieron un grupo de soldados que instalaban un hornillo y se ponían a preparar la comida. Muchos de ellos estaban dispersos entre la entrada del adarve de Qírmiz, el-Nahhasín y Bayn el-Qasrayn, desiertos de peatones. De vez en cuando un buen número de soldados se congregaba en columna a la llamada de la trompeta, luego tomaban sus fusiles y subían a uno de los camiones que partía con ellos hacia Bayt el-Qadi, lo que probaba que las manifestaciones habían empezado en los barrios cercanos. Fahmi observaba cómo se reunían y partían, con el corazón palpitante y la imaginación en llamas.

Finalmente, los dos hermanos abandonaron la azotea dejando a Kamal divertirse solo como él quería, y se retiraron al cuarto de estudio. Fahmi se dedicó a sus libros para repasar lo que había perdido en los días pasados. Yasín tomó el Diwán de la Hamasa y La joven de Kerbelá, y salió hacia la sala, recurriendo a ellos para matar el tiempo, que era mucho detrás de los muros de su prisión, como abunda el agua tras los diques. Las novelas, policíacas y otras, eran más subyugantes para él que la poesía, pero también esta última le gustaba. La abordaba por el camino más corto, comprendiendo lo que era fácil de comprender y contentándose con su música en los pasajes difíciles, siendo raro que recurriera a las glosas que llenaban el margen. No era extraño que se aprendiera de memoria el verso, y lo recitara sin comprender más que un poco de su significado, o bien se imaginaba un significado que no guardaba relación con la realidad, o incluso no le encontraba ninguno en absoluto. Sin embargo, a pesar de todo esto, algunas de sus imágenes y expresiones se depositaban en su mente formando una riqueza de la que se enorgullecían los que eran como él, hasta llegar a explotarla incansablemente en el momento oportuno o, lo que era más frecuente, en el más inapropiado. Y si un día tenía que escribir una carta, se preparaba para hacerla como lo hacen los escritores, incluyendo en ella las sonoras expresiones que estaban prendidas en su memoria e insertando la tradición poética a la que Dios le había dado acceso, hasta que llegó a ser conocido entre sus amigos por la elocuencia, no porque fuera en verdad elocuente, sino por la incapacidad de estos en competir con él y el miedo de enfrentarse a su extraordinaria memoria. No había conocido nunca antes de ese día una desocupación tan larga como esta que se veía obligado a aguantar hora tras hora, sin medio de moverse ni de divertirse. Quizás si hubiera tenido paciencia, la lectura habría sido apropiada para ayudarlo a soportar esta situación, pero él solía hacerla con moderación y nada más que en los cortos momentos que precedían a sus salidas hacia la velada cotidiana. Incluso en esos momentos, no veía mal en interrumpirla para participar en las charlas de la reunión del café, o leía un poco y luego llamaba a Kamal para contarle lo que había leído, deleitándose ante el interés del chiquillo por escucharlo con esa pasión proverbial de los niños y de los muchachos. Así pues, ni la poesía ni la novela podían distraerlo de su fastidio en un día como ese. Leyó algunos versos del Diwán y algunos fragmentos de La joven de Kerbelá y se fue tragando el aburrimiento gota a gota, maldiciendo a los ingleses desde lo más profundo de su corazón, aburrido, fastidiado y angustiado hasta que llegó la hora de comer. La mesa los reunió otra vez, y la madre les sirvió sopa, pollo asado y arroz, completando los platos, privados de verduras a causa del bloqueo que se había establecido alrededor de la casa, con queso, aceitunas y mishsh, y trayendo melaza en lugar de dulces. Pero el único que comió con ganas fue Kamal. El señor y los dos hermanos no disfrutaron con mucho apetito de estos platos, por haber pasado el día sin ocupación ni movimiento. A pesar de todo, la comida les brindó la ocasión de evadirse de la inactividad con el sueño, especialmente al señor y a Yasín, que pudieron dormir cuanto y como quisieron. Este último dejó su cama poco antes de ponerse el sol, y descendió al piso de abajo para asistir a la reunión del café, pero esta fue breve, ya que la madre no podía dejar solo al señor por mucho tiempo, y les dijo adiós, subiendo adonde él estaba. Yasín, Zaynab, Fahmi y Kamal se quedaron charlando en un ambiente dominado por la languidez, hasta que Fahmi se despidió y se metió en el cuarto de estudio. Luego llamó a Kamal, y los dos esposos se quedaron solos. «¿Qué voy a hacer yo desde ahora hasta la medianoche?». A Yasín lo inquietaba esta pregunta que lo pinchaba desde hacía un buen rato, y el día le pareció triste y desagradable debido a la tiránica fuerza del paso del tiempo, que fluía en el exterior repleto de alegrías, como la rama que, al arrancarse del árbol, se convierte en leña seca. Si no fuera por el bloqueo militar, ahora estaría en su asiento favorito del café de Ahmad Abdu tomando a sorbos el té verde, charlando con sus conocidos, los asiduos del café, y disfrutando de su ambiente añejo, que fascinaba su sensibilidad por su antigüedad, y se adueñaba de su imaginación con sus salas enterradas bajo los escombros de la historia. El café de Ahmad Abdu era el que más le gustaba de todos, y si no fuera por el deseo —y el deseo según dicen es una enfermedad—, no hubiera escogido ningún otro. Pero había sido ese deseo el que lo había arrastrado a pasarse al Club Egipcio por su proximidad al lugar donde estaba la vendedora de palmitos; el mismo que lo había incitado a trasladarse después al café de Si Ali en el-Guriyya por estar situado ante la casa de Zannuba, la tañedora del laúd. Él cambiaba de café a la zaga de su deseo y, es más, cambiaba también de amigos según fuera este. Frente al deseo no había cafés ni amigos para él. ¿Dónde estaban el Club Egipcio y sus amigos? ¿Dónde estaban el café de Si Ali y sus conocidos…? Se habían ido de su vida. Y quizás si se encontrara por casualidad a uno de ellos, fingiría no haberlo visto o huiría de él. Ahora le tocaba el turno al de Ahmad Abdu y sus contertulios, y sólo Dios sabía los cafés y amigos que el mañana le traería. Sin embargo, no permanecía mucho tiempo en el café de Ahmad Abdu, ya que rápidamente se deslizaba hasta la tienda de ultramarinos de Kostaki, o mejor dicho, hasta su taberna secreta, para obtener la botella roja o, como a él le gustaba llamarla, «la habitual». ¿Dónde estaba «la habitual» en esa noche sombría? Un escalofrío de deseo al recordar la taberna de Kostaki. Después no tardó en aparecer en sus ojos una profunda mirada de aburrimiento y se agitó nervioso como un prisionero. Permanecer en casa le parecía una situación muy penosa, cuyo dolor extremo se incrementaba por las imágenes de felicidad que dominaban su imaginación, y por los recuerdos de la embriaguez asociados a la taberna y a la botella. Los sueños lo atormentaban y duplicaban su pasión, arrastrando su nostalgia, ansiosa de la música interior del vino y el juego que este producía en la cabeza, ese juego estimulante, ardiente, jubiloso, desbordante de alegría y gozo. Nunca antes de esta noche se había dado cuenta de que era demasiado débil para soportar ni un solo día el estar sin beber, pero no se entristeció por la debilidad y la esclavitud que eso implicaba. Tampoco se reprochó ese exceso suyo que lo arrastraba a la perdición por causas insignificantes. Él estaba muy lejos de censurarse o de indignarse contra sí mismo. Los únicos motivos de dolor que recordaba eran el bloqueo que los ingleses habían establecido alrededor de la casa, y la sed que lo consumía, cuando las fuentes de la embriaguez no estaban lejos. Luego centró su atención en Zaynab y la encontró encolerizada, escudriñando su rostro con una mirada como queriendo decirle: «¿Qué haces errante y taciturno? ¿Acaso mi presencia no tiene ninguna influencia para consolarte?». Captó todo su significado en un breve instante en que sus ojos se encontraron, pero él no respondió a su reproche furioso y triste. Por el contrario, quizás este lo irritó y provocó su agitación. Indudablemente no odiaba nada tanto como la obligación de permanecer con ella durante la noche, sin deseo ni alegría e incluso privado de la embriaguez, que lo ayudaba a soportar su vida conyugal. Se puso a mirarla disimuladamente y se preguntó con extrañeza: «¿No es ella…?, ¿no es ella la que cautivó mi corazón la noche de bodas?, ¿no es ella la que me enamoró perdida y apasionadamente noches y semanas?, ¿qué tiene para no estremecerme ya?, ¿qué le ha sucedido de repente?, y ¿qué me pasa a mí que me revuelvo harto y aburrido sin encontrar en su belleza ni en su educación nada que me compense de una borrachera aplazada?». Optó —como ya había hecho antes muchas veces— por acusarla de no prestar los variados servicios y habilidades en los que destacaban Zannuba y otras como ella. La verdad es que Zaynab había sido su primera experiencia de convivencia continuada, pues la que había tenido con la tañedora de laúd o con la vendedora de palmitos no había durado mucho y ninguna de las dos había sido un impedimento para ir de un sitio a otro si se le presentaba la ocasión. Cuando transcurrieran largos años, se acordaría de estos momentos de confusión y de sus pensamientos respecto a ellos, descubriendo sobre sí mismo y sobre la vida en general lo que no se le habría podido pasar nunca por la imaginación. Se dio cuenta de que ella le preguntaba:

—¿Es que por casualidad no estás contento de quedarte en casa…?

Él no estaba en situación de soportarle ni un solo reproche, y la pregunta irónica de la mujer le produjo la impresión de un golpe descuidado en un furúnculo, lanzándose a decirle con dolorosa claridad y decisión:

—¡Pues claro!

A pesar de que ella evitó al principio la disputa, su tono le produjo el dolor más intenso, y dijo con ímpetu:

—¡Yo no tengo la culpa! ¿No es sorprendente que no puedas soportar ni una sola noche el faltar a tu velada?

—¡Muéstrame una sola cosa que haga la casa soportable! —replicó él indignado.

Ella se levantó enfadada, y dijo casi llorando:

—¡Voy a dejarte vacía la habitación, y quizás así te guste más!

Se dio a la fuga mientras él la seguía con una mirada gélida. Luego se dijo a sí mismo: «¡Qué imbécil es! ¡No sabe que sólo el poder divino es el que la hace permanecer en mi casa!». A pesar de que la pelea lo distrajo un poco de su enfado, hubiera preferido que no sucediera para no redoblar la desolación de su inactividad. Si hubiera querido, podría haber tratado de ganarse a su mujer, pero la laxitud que se había apoderado totalmente de sus sentidos lo retuvo. Sin embargo, pasados apenas unos minutos, le invadió una relativa tranquilidad, y el eco de las duras palabras que él le había dirigido resonó en sus oídos. Reconoció la crueldad de estas y el hecho de no haber nada que las hubiera provocado. Se apoderó de él un cierto remordimiento, no porque hubiera descubierto de repente, en un rincón de su corazón, un rescoldo de amor por su esposa, sino por su empeño en no traspasar, en su trato con ella, los límites de la educación —quizás por respeto al padre de esta o por miedo al suyo propio—, incluso en la tensa fase transitoria en la que él se tomó la responsabilidad de someterla a su política con rigidez y firmeza. Echó la culpa de su exceso con ella al propio enfado, reacción que no era extraña en esta familia a la que no dominaba la cordura más que cuando el padre estaba entre ellos, reservándose para sí mismo, excluyendo a los demás, todos los derechos de la cólera.

Sin embargo, sus enfados eran como el relámpago, veloz en resplandecer y veloz en extinguirse, dejándoles toda clase de tristezas y arrepentimientos. A todo esto, Yasín se distinguía por su terquedad, y su tristeza no lo impulsó a reconciliarse con su esposa; al contrario, se dijo a sí mismo: «¡Es ella la que ha suscitado mi cólera! ¿Es que no podía haberme hablado en un tono más amable?». Le habría gustado que ella estuviera siempre provista de paciencia, comprensión y clemencia, para que él pudiera dar rienda suelta a sus pasiones con las espaldas cubiertas. Su fastidio de estar prisionero aumentó tras el enfado y la retirada de su esposa, salió de allí en dirección a la azotea. Encontró el aire agradable, la noche tranquila y una oscuridad total, aunque espesa bajo la techumbre de hiedra y jazmín, y más suave en la otra mitad de la azotea cubierta por la cúpula del cielo taraceado con perlas de estrellas. Se puso a recorrer la azotea, yendo y viniendo entre el muro que daba a la casa de Maryam y el fondo del jardín de hiedra que daba sobre Qalawún, entregándose a fantasías diversas. Mientras caminaba lentamente por la entrada del tejadillo, se deslizó en sus oídos un susurro, o quizás fuera un murmullo, más bien una respiración que se repetía cada cierto tiempo. Sorprendido, fijó los ojos muy abiertos en la oscuridad y preguntó:

—¿Quién hay ahí?

Le llegó una voz que conocía muy bien, diciéndole con tonos metálicos:

—Soy Nur, señor.

En seguida recordó que Nur, la sirvienta de su esposa, se albergaba por la noche en una habitación de madera, contigua al cobertizo de las gallinas, y que encerraba un cierto desorden. Miró hacia la azotea hasta distinguir su silueta de pie a un paso de él, como si fuera un fragmento de la noche que se espesara y solidificara. Luego le apareció la clara blancura de sus ojos como dos círculos pintados con tiza sobre una pizarra de un oscurísimo color negro. Continuó su marcha sin decir palabra, mientras la imagen de la mujer se iba perfilando en su imaginación de forma espontánea: una negra de unos cuarenta años, de constitución robusta, gruesas extremidades, pecho bien formado, opulentas grupas, rostro resplandeciente, ojos brillantes y labios carnosos. Había en ella algo fuerte, rudo y extraño, o así le había parecido a él desde que se presentó en su casa. De repente, inesperadamente, la intención de abusar de ella estalló en su pecho, como estallan algunos petardos sin previo aviso, pero fuerte y poderosa como si en esta se concentrara la meta de su vida, dominándole al igual que le había ocurrido en el umbral de la puerta del patio al ver a Umm Hanafi la noche de la boda de Aisha. Una vida ardiente se suscitó en sus helados sentimientos, y la agitación se extendió por su sangre hasta electrizarlo, mientras que el aburrimiento y el hastío dejaban sitio a un interés apasionado, excitante y descabellado, todo en un abrir y cerrar de ojos. La actividad se extendió a su modo de andar, su pensamiento y su imaginación. Dejó, sin saberlo, de atravesar la azotea desde el principio hasta el final, reduciendo el trayecto a dos tercios, y luego a la mitad. Cada vez que pasaba a su lado su cuerpo se agitaba con un violento deseo. ¿Una sirvienta negra? ¿Una criada? Y aunque lo fuera, él tenía antecedentes bien conocidos. No era necesario que su deseo cayera sobre mujeres del tipo de Zannuba; un solo detalle de belleza le servía, como había ocurrido con los ojos pintados de kohl de la vendedora de palmitos, en el barrio del Watawit, que sirvieron para paliar el mal olor de sus axilas y el barro pegado a sus piernas. Es más, mientras montaba a una mujer, su deseo podía disculpar hasta la propia fealdad, como la que había visto en Umm Hanafi o en una geomante tuerta con la que se había quedado a solas tras la Puerta de la Victoria. En cualquier caso, Nur tenía un cuerpo prieto y firme cuyo tacto sin duda despertaría los instintos masculinos y las ganas de lucha. Es más, era una sirvienta negra que supondría una originalidad en el goce amoroso, una experiencia novedosa y una comprobación de lo que se decía tradicionalmente sobre el ardor y pasión de las chicas de su raza. El ambiente a su alrededor parecía dispuesto, fiable y oscuro. Su deseo se enardeció, sus nervios saltaron, y su corazón fue presa de aceleradas palpitaciones. Lanzó una mirada penetrante al lugar donde ella estaba, y dirigió sus pasos hacia allí de tal forma que «le sucediera por casualidad» que, al pasar a su lado, se rozara con ella de alguna manera, retrasando la declaración de su deseo hasta que se le brindara el momento propicio, en una atmósfera de desconfianza y temor a que, como Umm Hanafi, fuera una necia y los rincones de la casa resonaran con un escándalo nuevo. Se acercó con pasos lentos, los ojos muy abiertos en dirección a ella y deseando, con toda la pasión que se inflamara en su pecho, transmitirle lo que decían sus ojos, a pesar de la oscuridad reinante, hasta que al acercarse, su corazón latió de forma desordenada. Cuando estuvo frente a ella, su codo rozó la parte superior del cuerpo de la mujer pero siguió andando como si lo ocurrido fuera una casualidad. Sin embargo, un escalofrío recorrió su cuerpo al tocar ese sitio de cuya identidad no estaba seguro dado el éxtasis por el que vagaba su universo. Cuando volvió un poco en sí, en el fondo de la azotea, no le quedaba más que la sensación de un contacto blando y lleno de ternura. El inocente retroceso que escapó de su autora confirmó su sensación de que ella no sospechaba nada de todo este asunto, y dio la vuelta decidido a repetir el ataque. Volvió por segunda vez su brazo hacia ella, hasta que su codo tocó uno de sus pechos. Esta vez su sensación no lo engañó. Después no lo retiró, como se hubiera esperado de una persona que pretendiera haberse equivocado de camino, sino que dejó rozar suavemente el otro pecho sin preocuparse de evitar las sospechas, y pasó de largo diciéndose a sí mismo: «Ella comprenderá mi intención sin duda alguna, y es más, quizás ya la haya comprendido, pues se le ha escapado un gesto que insinuaba que quería echarse a un lado, pero ha sido lenta; o bien le ha cogido de improviso y se ha quedado aturdida. De cualquier forma, no me ha evitado con la mano ni ha movido un solo dedo. Esta no va a gritar de repente como hizo la otra hija de perra. Intentémoslo una tercera vez». Volvió esta vez apresurado e inquieto, y se mostró algo remiso frente a ella antes de alargar su codo hacia el pecho bien formado como un pequeño odre lleno. Luego movió el brazo, con cierta vacilación y recelo, y pensó en seguir su camino, impulsado por el deseo de huir; pero encontró en ella una entrega o una apatía que sumergió los posos de su conciencia en una gran ola de locura. Se detuvo preguntando con una voz que salió quebrada y trémula por los vapores del deseo:

—¿Eres tú, Nur?

—Sí, señor —dijo la sirvienta retrocediendo mientras él la seguía para que no se le escapara, hasta que la espalda de la mujer se pegó al muro, y él mismo casi se pegó a ella.

Quiso decir cualquier palabra que se le ocurriera, hasta ser capaz de revelar lo que se agitaba en sus entrañas, como el boxeador que ondea su puño en el aire acechando la oportunidad para asestar el golpe mortal. Preguntó mientras su aliento chocaba con la frente de la mujer:

—¿Por qué no te has ido a tu habitación?

—Estoy tomando un poco el aire —respondió la sirvienta tropezando con el cerco que este formaba a su alrededor.

Y como si la voracidad triunfara sobre su indecisión, tendió la mano hacia su cadera y la atrajo con dulzura hacia su pecho, mientras ella manifestaba una resistencia que se interponía entre él y sus deseos. Luego le susurró al oído pegando su mejilla a la de ella:

—¡Ven a la habitación!

—Esto está mal, señor —murmuró desconcertada.

Sus tonos metálicos tomaron en el silencio una resonancia que le inquietó. Ella no se había propuesto elevar la voz pero, por lo que pareció, era incapaz de susurrar, a menos que esta resonancia fuera su forma de hacerlo, aun en sus tonos más bajos. Sin embargo, la inquietud lo abandonó rápidamente debido, por una parte, al ardor de su deseo y, por otra, a la ausencia, en el tono de ella, de esa protesta que insinuaba su expresión. Tiró de la mujer murmurando:

—Ven, guapa…

Ella se dejó llevar dócilmente de la mano, quizás de buena gana, quizás por obediencia, mientras él cubría de besos su mejilla y su cuello. Tambaleándose por la intensa excitación y en plena embriaguez de alegría empezó a decirle:

—¿Qué te ha alejado de mí durante estos meses?

—Esto está mal, señor —volvió a decir con su acostumbrado tono exento de cualquier protesta.

—¡Qué tierna resistencia…! ¡Dame más! —dijo él sonriendo.

Pero a la entrada de la habitación, ella mostró una cierta oposición y dijo:

—Esto está mal, señor. —Luego, como avisándole—: La habitación está llena de chinches.

La empujó mientras le susurraba en la nuca:

—Por ti, Nur, yo dormiría sobre alacranes.

Una sirvienta… Así parecía en el más estricto sentido de la palabra. Se quedó de pie, entregada a él en la oscuridad. El hombre puso sus labios sobre los suyos y la besó con ardor y deseo, mientras ella permanecía inmóvil y sumisa como si estuviera presenciando un espectáculo en el que no desempañara ningún papel, hasta que él dijo excitado: «¡Bésame!». Volvió a pegar sus labios a los de ella y la besó ¡y ella también lo besó! Luego le pidió que se sentara y ella volvió a repetir sus palabras «esto está mal, señor» que sonaron ridículas por la trivialidad de su monotonía. La sentó él mismo, y ella lo obedeció sin resistencia. No tardó en encontrar un nuevo placer en la indecisión de la mujer entre la pasividad y la obediencia, y se dedicó a buscar más. Se sucedieron la resistencia verbal y la obediencia efectiva, hasta que se olvidó del tiempo. Luego le pareció que la oscuridad en torno a él se agitaba, o que extrañas criaturas bailaban en sus pliegues. Es posible que lo hubiera vencido la fatiga debido al largo tiempo que había estado retrasando la situación que, a decir verdad, no sabía cuánto había durado. O quizás las corrientes encendidas que entrechocaban en su cabeza habían producido, al impactar en su vista, unas luces imaginarias. Pero ¡despacio!, las paredes de la habitación se estaban ondulando, y reflejaban una débil claridad donde la sombría negrura se derretía de tal forma, que divulgaba los secretos. Levantó la cabeza con los ojos muy abiertos, y vio una luz suave que se filtraba por las grietas de la pared de madera, irrumpiendo en su intimidad. Luego se elevó la voz de su mujer en el exterior llamando a la criada:

—¿Estás dormida, Nur? Nur, ¿has visto al señor Yasín?

El corazón del hombre tuvo una sacudida de terror. Se puso en pie de un salto y empezó a recoger su ropa con prisa e impaciencia y a vestirse, mientras examinaba la habitación, quizás para encontrar un escondite en medio del desorden. Pero una sola mirada le hizo desistir de su idea de ocultarse, al tiempo que resonaba en sus oídos un ruido de zapatillas que se acercaban. La criada no pudo contenerse de decir con una voz llorosa:

—Tú eres la causa, señor. ¿Qué hago yo ahora?

Él le dio un puñetazo en el hombro con dureza para que se callara. Miró fijamente a la puerta asustado y desesperado a la vez que retrocedía, movido por un estímulo inconsciente, hacia el rincón más alejado de la entrada hasta pegarse a la pared, quedándose tieso en su sitio, al acecho. Las voces se sucedieron sin respuesta; después la puerta se abrió y apareció el brazo de Zaynab precedido de una lámpara, mientras ella llamaba:

—¡Nur…! ¡Nur…!

La criada no tuvo más remedio que salir de su silencio, murmurando con una voz mate y triste:

—Sí, señora.

—¡Qué pronto te duermes, vieja! —dijo Zaynab con una voz que reflejaba cólera y censura—. ¿No has visto al señor Yasín? El gran señor me ha enviado a buscarlo. Lo he buscado en el piso de abajo y en el patio, y tampoco lo he encontrado en la azotea. ¿Tú lo has visto?

No había acabado de hablar, cuando su cabeza apareció en el interior de la habitación, asomándose con extrañeza por encima de la criada que estaba sentada de una forma desconcertante. Luego con un movimiento espontáneo se volvió hacia la derecha, y su mirada cayó sobre su marido, que estaba pegado a la pared con su cuerpo voluminoso, como si estuviera decaído y abatido a causa de la humillación y la vergüenza. Sus ojos se encontraron un instante antes de que él bajara la vista. Transcurrió otro en un silencio mortal, y luego escapó de Zaynab un grito como un alarido, y retrocedió mientras exclamaba golpeándose el pecho con la mano izquierda:

—¡Qué negra deshonra la tuya! ¡Tú…, tú…!

Se puso a temblar, a juzgar por el vaivén de la lámpara que sujetaba en su mano y las oscilaciones de su luz reflejadas en la pared opuesta a la puerta. Luego se dio a la fuga, mientras sus lamentos desgarraban el silencio. Yasín se dijo para sí tragando saliva: «Te has puesto en evidencia… Lo hecho, hecho está». Se quedó en la misma postura, aturdido por lo que estaba pasando a su alrededor, hasta que volvió en sí y salió de la habitación en dirección a la azotea sin que se le ocurriera atravesarla. No sabía qué hacer ni hasta qué punto correría el escándalo. ¿Se reduciría a su piso, o llegaría al otro? Después empezó a censurarse a sí mismo por su aturdimiento y su debilidad, que le habían impedido dar alcance a su mujer para encerrar el escándalo dentro de los límites más estrechos posibles. Después, en el más intenso estado de pesar, se preguntó cómo iba él a afrontar esta deshonra. ¿También aquí vendría la firmeza en su ayuda? Quizás, con tal de que no se infiltrara la noticia hasta su padre… Oyó un movimiento procedente de la maldita habitación, y se volvió hacia allí. Vio la silueta de la sirvienta que salía con un paquete grande en su mano y luego corría hacia la puerta de la azotea y la atravesaba. Se encogió de hombros con desprecio; al palparse el pecho con la mano, notó que había olvidado ponerse la camiseta, y volvió a la habitación rápidamente.