56

A través de la oscuridad del alba, Amina tanteaba con precaución y lentitud su camino hacia la puerta de la habitación, para que el señor no se despertara, cuando llegó a sus oídos un extraño alboroto que subía desde la calle, resonando como el zumbido de las abejas. A esta hora en la que solía despertarse, no oía más que el sonido de las ruedas de los carros que llevaban los trastos, la tos de los obreros madrugadores y las exclamaciones de un hombre al que le gustaba, cuando regresaba de la oración del alba, repetir gritando de vez en cuando en el silencio general: «Decid que Él es único». Pero este extraño bullicio no lo había oído nunca antes. No supo qué explicación darle, y fue a averiguar su procedencia, dirigiéndose con pasos ligeros hacia la ventana de la sala que daba a la calle. Entreabrió la celosía y, al sacar la cabeza, encontró en el exterior una oscuridad mezclada en el horizonte con los primeros rayos de luz, pero no hasta el extremo de que pudiera ver lo que ocurría debajo. Sin embargo, el bullicio iba en aumento al mismo tiempo que la incertidumbre, hasta que distinguió en él voces humanas de origen desconocido. Recorrió con los ojos la oscuridad a la que había empezado a acostumbrarse un poco, y vio a los pies de la fuente de Bayn el-Qasrayn y en la intersección de el-Nahhasín con el adarve de Qírmiz unas siluetas humanas de rasgos indefinidos, unos objetos con forma de pequeñas pirámides, y otros como si fueran árboles enanos. Retrocedió perpleja y bajó a la habitación de Fahmi y Kamal, pero la duda la asaltó: ¿lo iba a despertar para que viera lo que pasaba y le desentrañara aquellos enigmas, o iba a aplazarlo hasta que él se despertara? Finalmente decidió no molestarlo, aguantando su deseo hasta que el joven estuviera despierto con la inminente salida del sol. Luego hizo la oración, y volvió hacia la ventana impulsada por la curiosidad, asomándose a ella. La banda coloreada de la aurora aparecía adhiriéndose a la túnica del alba, y las luces de la mañana fluían desde las cimas de los minaretes y las cúpulas. Ahora podía ver la calle con gran claridad, y buscó con sus ojos las siluetas que la habían atemorizado en la oscuridad. Vio que eran reales, y se le escapó un ¡ay! asustado. Se volvió apresuradamente hacia la habitación de Fahmi, despertándolo sin miramientos, y el joven se sentó en la cama de un salto, preguntando inquieto:

—¿Qué te pasa, mamá?

—¡Los ingleses llenan la calle debajo de casa! —dijo ella jadeando.

El joven saltó de la cama hacia la ventana, echó una ojeada y vio a los pies de la fuente de Rayn el-Qasrayn un pequeño campamento dominando los extremos de las calles que derivaban de allí, formado por un cierto número de tiendas, tres camiones y grupos dispersos de soldados. A continuación de las tiendas, los fusiles estaban enhiestos de cuatro en cuatro, en bloques. Sus cañones se apoyaban unos contra otros mientras sus culatas se separaban, formando una pirámide. Los centinelas estaban de pie como estatuas delante de las tiendas, y los otros estaban diseminados, hablando una lengua extranjera y riendo. El joven lanzó una ojeada hacia la parte de el-Nahhasín y vio un segundo campamento en su intersección con el-Saga. También vio, al otro lado de Bayn el-Qasrayn, un tercer campamento en la desviación de el-Juranfísh. ¡En un primer momento se le cruzó a toda velocidad por la cabeza la idea de que aquellas tropas habían venido para detenerlo!, pero no tardó en considerarla una tontería, atribuyéndola a su incómodo despertar del sueño, del que apenas había salido, y a esa sensación de sentirse perseguido que no se separaba de él desde el estallido de la revolución. Luego, la verdad se le fue haciendo evidente poco a poco: el barrio, que había molestado a las fuerzas de ocupación con sus continuas manifestaciones, había sido tomado por los militares. Se quedó mirando a través de las rendijas, observando a los soldados, las tiendas, los fusiles y los camiones con el corazón estremecido de miedo, tristeza y rabia, hasta que se apartó de la ventana con la cara lívida, mientras murmuraba hablando a su madre:

—Son los ingleses, como tú bien has dicho. Han venido para intimidarnos y cortar de raíz las manifestaciones.

Se puso a recorrer la habitación de arriba abajo, mientras se decía para sí mismo, furioso: «¡Largo de aquí, largo de aquí!», hasta que oyó decir a su madre:

—Voy a despertar a tu padre para informarle del asunto.

La mujer lo dijo como si fuera el último recurso que le quedara, como si el señor, que resolvía todos los problemas de su vida, pudiese también garantizarle que encontraría para este problema una solución que trajera la seguridad; pero el joven dijo con tristeza:

—Déjalo hasta que se despierte a su hora.

—¿Qué vamos a hacer, hijo mío, mientras sigan apostados delante de nuestra casa? —preguntó la mujer con miedo.

Fahmi sacudió la cabeza confuso, y respondió:

—¿Qué vamos a hacer? —luego, con un tono más confiado—, no hay razón para tener miedo. Lo único que pasa es que ellos temen las manifestaciones.

—Tengo miedo de que ataquen a los que están tranquilos en sus casas —dijo ella tragando saliva.

Él pensó un momento en sus palabras, y luego murmuró:

—¡Claro que no! Si su objetivo fuera atacar las casas, no se habrían quedado quietos hasta ahora.

Aunque no estaba seguro de sus palabras, creyó que era lo más oportuno que podía decir. Su madre volvió a preguntarle:

—¿Y hasta cuándo se quedarán entre nosotros?

Con la mirada perdida, él le respondió:

—¿Quién sabe? Han levantado las tiendas y no van a irse tan pronto.

Se dio cuenta de que su madre le preguntaba como si él fuera el comandante de las fuerzas militares, y la miró con cariño, disimulando una sonrisa burlona que entreabrió sus pálidos labios. Pensó un momento en bromear con ella, pero la desolada situación le hizo desistir, y recuperó su seriedad, como le ocurría a veces cuando Yasín le contaba una de las «anécdotas» de su padre, cosa que, por su naturaleza, lo inducía a la risa, pero le impedía reír la angustia que sentía cada vez que se enteraba de un aspecto de la personalidad oculta de aquel. Oyeron un ruido de pasos que corrían hacia ellos, y después irrumpió en la habitación Yasín, con Zaynab pegada a sus talones. El joven, que mostraba los ojos hinchados y el pelo revuelto, gritó:

—¿Habéis visto a los ingleses?

—Soy yo la que los ha oído —exclamó Zaynab—, después me he asomado por la ventana, los he visto, y he despertado al señor Yasín.

Este continuó el relato diciendo:

—He llamado a la puerta de mi padre, hasta que se ha despertado y se lo he contado. Cuando él los ha visto con sus propios ojos, ha ordenado que no salga nadie de casa y que no se descorra el cerrojo. Pero ¿qué están haciendo? ¿Y qué vamos a hacer nosotros? ¿Es que no hay en el país un gobierno que nos proteja?

—No creo que ellos se ocupen de otros que no sean los manifestantes —le dijo Fahmi.

—Pero ¿hasta cuándo vamos a permanecer recluidos en nuestras casas? Los hogares están llenos de mujeres y de niños, ¿cómo van a acampar ahí debajo?

—Nos ocurrirá lo mismo que a los demás —murmuró Fahmi con pesar—. Tenemos que ser pacientes y esperar.

—No volveremos a oír ni a ver más que terror y tristeza —exclamó Zaynab con evidente nerviosismo—, ¡que Dios caiga sobre esos bastardos!

En ese momento, Kamal abrió los ojos y los paseó sorprendido entre los que inesperadamente estaban reunidos en su habitación. Luego se sentó en la cama y miró a su madre con ojos inquisitivos. Ella se acercó a su cama, acarició con su mano fría la gran cabeza del chiquillo y, con una voz tenue y la mente distraída, recitó la fátiha.

—¿Qué os ha traído aquí? —le preguntó el niño.

Ella creyó conveniente comunicarle la noticia de la mejor forma posible y le dijo con dulzura:

—Hoy no irás a la escuela.

—¿Es por las manifestaciones? —preguntó con alegría.

—¡Los ingleses bloquean la calle! —respondió Fahmi con cierta violencia. Kamal se dio cuenta de que comprendía el secreto de esa reunión, y paseó sus ojos entre los rostros, desconcertado. Luego dio un salto hacia la ventana, miró un buen rato a través de sus rendijas, y volvió diciendo con inquietud:

—Los fusiles están de cuatro en cuatro.

Miró a Fahmi como implorando socorro y murmuró con miedo:

—¿Van a matarnos?

—No van a matar a nadie. Han venido para cazar a los manifestantes. Transcurrió un breve instante de silencio cuando, de repente, el niño dijo como si hablara consigo mismo:

—¡Qué guapos son!

—¿Te gustan de verdad? —preguntó Fahmi con ironía.

—Mucho —dijo Kamal ingenuamente—. Yo me los imaginaba como demonios…

—¡Quién sabe! —repuso Fahmi con amargura—. Quizás si vieras a los demonios te gustaría su aspecto.

El cerrojo de la puerta no se descorrió ese día, ni se abrió ninguna de las ventanas que daban a la calle, ni siquiera para renovar el aire y que entrara el sol. El señor Ahmad se explayó por primera vez conversando en la mesa del desayuno, y dijo en un tono de experto conocedor que los ingleses habían traído refuerzos para impedir las manifestaciones, y que por eso habían ocupado los barrios en los que estas eran más numerosas, y que él creía conveniente que permanecieran ese día en casa hasta que las cosas se aclararan. El hombre pudo hablar con confianza y conservar su conocida apariencia majestuosa, para no dejar que ninguno intuyera la angustia que lo llenaba por dentro desde que saltó de la cama a la llamada de Yasín. Y también por primera vez Fahmi se atrevió a discutir la opinión de su padre, diciendo con educación:

—¡Pero, padre, si me quedo en casa, pueden creer en la escuela que yo soy uno de los huelguistas!

Naturalmente el padre no sabía nada de la participación de su hijo en las manifestaciones, y dijo:

—¡Necesidad hace ley! Tu hermano es funcionario y su situación es más delicada que la tuya; de todas formas, la disculpa es evidente.

Fahmi no tuvo valor para volverse contra su padre, de una parte por miedo a encolerizarlo y, de otra, porque en esa prohibición de salir de casa encontraba una excusa con la que justificar ante su conciencia la imposibilidad de salir a la calle, ocupada por los soldados sedientos de la sangre de los estudiantes como él. Los comensales se separaron, el señor se retiró a su habitación, y la madre y Zaynab no tardaron en ocuparse de sus tareas cotidianas. Como el día era soleado, uno de los últimos días de marzo, impregnados de las templadas brisas de la primavera, los tres hermanos subieron a la terraza y se sentaron bajo la techumbre de hiedra y jazmín. Kamal encontró distracción en el cobertizo de las gallinas ¡y qué distracción! Se trasladó allí y se puso a echarles grano, persiguiéndolas, contento de su cacareo, y recogiendo los huevos que encontraba. Al mismo tiempo los dos hermanos hablaban de las emocionantes noticias que corrían de boca en boca sobre la revolución que estallaba en todos lados del valle, desde el extremo norte al extremo sur. Fahmi habló de lo que sabía sobre el corte de vías, telégrafos y teléfonos, del tumulto de las manifestaciones en diversas provincias, de los combates que se desencadenaban entre los ingleses y los sublevados, de las matanzas, los mártires, los funerales nacionales en los que se acompañaba a los féretros por decenas, de la capital bombardeada, de sus estudiantes, sus obreros y sus abogados, y en la que no se contaba con otros medios de comunicación que los carros. Luego el joven dijo con entusiasmo:

—¿Es de verdad la revolución? ¿Que maten todo lo que su salvajismo quiera? ¡Lo único que la muerte hará es aumentar nuestra vida!

Yasín dijo agitando sorprendido la cabeza:

—Yo no me imaginaba que en nuestro pueblo hubiera este espíritu de lucha…

Fahmi, como si hubiera olvidado que había estado al borde de la desesperación antes de que se desencadenara la revolución, hasta que esta lo sorprendió con su seísmo y lo deslumbró con su luz, dijo:

—Es más, está lleno del espíritu de lucha permanente que se inflama en su carne, extendiéndose desde Asuán hasta el Mediterráneo. Los ingleses lo han incitado hasta que ha estallado, y ya no se apagará nunca.

Yasín dijo con una sonrisa en los labios:

—Hasta las mujeres han salido en manifestación.

Fahmi usó como ejemplo unos versos del poema de Hafiz sobre la manifestación de las mujeres:

Salieron las hermosas mujeres a manifestarse

y yo empecé a observar su cortejo,

y he aquí que hicieron

de sus negros vestidos sus estandartes.

Se alzaron como estrellas

resplandecientes en medio del oscuro cielo.

Y empezaron a recorrer el camino

con la casa de Saad como objetivo.

El corazón de Yasín se estremeció, y dijo riendo:

—¡Debería aprendérmela!

Fahmi tuvo un pensamiento repentino, y después dijo:

—¿Habrán llegado las noticias de nuestra revolución hasta Saad en su destierro? ¿Sabrá el gran sheyj que su sacrificio no se lo ha llevado el viento, o estará sumergido en la desesperación del exilio?