No había nadie que pudiera pretender que la revolución no había cambiado aunque sólo fuera uno de los aspectos de su vida. Incluso al propio Kamal se le presentó un imprevisto desagradable contra su libertad, de la que había gozado largamente a la ida y a la vuelta de la escuela, cosa que lo angustió por completo, aunque no podía evitarlo. Era que la madre había ordenado a Umm Hanafi que lo acompañara al ir y volver de la escuela y que no se apartara de él por nada del mundo para que, si se encontraba casualmente una manifestación, volviera con él a casa sin darle ocasión de haraganear o de dejarse llevar por el atolondramiento.
Las noticias de las manifestaciones y disturbios rondaban la cabeza de la madre. Su corazón se estremecía por los casos de salvaje agresión contra los estudiantes, sufriendo, durante este tiempo, unos días sombríos que la llenaron de temor y angustia. Le hubiera gustado retener a sus dos hijos junto a sí hasta que las cosas volvieran a su sitio, pero no encontró ningún medio para llevar a cabo su propósito, especialmente después de que Fahmi, en cuyo «sentido común» ella tenía una fe inconmovible, le prometió que de ninguna manera participaría en la huelga, y después de que el padre rechazara la idea de retener a Kamal en la casa, seguro de que la escuela impediría que los alumnos pequeños participaran en aquella. La madre admitió a disgusto que los dos hermanos fueran a la escuela, pero impuso a Kamal la vigilancia de Umm Hanafi, diciéndole: «Te acompañaría yo misma si pudiera salir como es mi deseo». Kamal se opuso con toda la fuerza que estaba en su mano, porque naturalmente sabía que la mujer, con su vigilancia, al no ocultar a su madre nada de lo que hacía, terminaría eliminando irrevocablemente todos los juegos y travesuras de los que disfrutaba sobremanera por el camino, y que este intervalo corto y feliz de su día se sumaría a las dos prisiones entre las que se movía: la casa y la escuela. Además, estaba muy enfadado por tener que andar por la calle acompañado de esa mujer, que inevitablemente atraería las miradas por su excesiva gordura y su decrépita manera de andar. Pero lo único que pudo hacer fue acatar su vigilancia, especialmente después de que el padre le ordenó que la aceptara. Lo más que podía hacer para consolarse era echarla cada vez que ella se le acercaba, e imponerle que se quedara detrás de él a unos metros de distancia. De esta forma iban hacia la escuela de Jalil Aga la mañana del viernes, quinto día de manifestaciones en El Cairo, y cuando llegaron a la entrada, Umm Hanafi se acercó al portero y le preguntó, obedeciendo a la orden diaria que había recibido en casa:
—¿Hay alumnos en la escuela?
—Algunos han entrado, otros se han ido —le respondió el hombre con desinterés—. El director no se opone a los deseos de nadie.
Esta respuesta fue para Kamal una desagradable sorpresa. Estaba preparado para oír la respuesta que se había hecho habitual desde el lunes: «Los alumnos están en huelga» y volver los dos a casa, donde pasaba todo el día en una libertad que, desde lejos, había hecho que la revolución fuese querida. Tuvo el impulso de huir para librarse de las consecuencias de la reciente respuesta, y se dirigió al portero diciendo:
—Yo soy de los que se van.
Se alejó de la escuela con la mujer siguiéndole los pasos, y cuando ella le preguntó por qué no entraba con los que lo habían hecho, el chiquillo le rogó con cariño, por primera vez en su vida, que dijera a su madre que los alumnos estaban en huelga; y para que su súplica y su afecto tuvieran más fuerza le deseó, mientras pasaban por la mezquita de el-Huseyn, larga vida y felicidad. Pero Umm Hanafi no pudo sino declarar a la madre la verdad tal y como la había oído. Esta echó una reprimenda al chiquillo por su holgazanería, y ordenó a la mujer que regresara con él a la escuela. Salieron de la casa mientras el niño la hería con su lengua afilada, acusándola de engaño y traición. En la escuela no encontró más que a los de su edad, los pequeños. Los demás, que eran mayoría aplastante, estaban en huelga. Su clase, en la que los alumnos pequeños abundaban, cosa que no ocurría en las demás, presentaba aproximadamente un tercio del total, pero a pesar de eso el profesor les ordenó que repasaran las anteriores lecciones, mientras él se dedicaba a corregir algunos cuadernos dejándolos, en realidad, en una especie de huelga.
Kamal abrió un libro simulando que leía, sin prestarle la menor atención. Le entristecía permanecer en la escuela sin hacer nada, pues no estaba ni con los huelguistas, ni en la casa disfrutando del ocio que estos días maravillosos le ofrecían sin medida. Se angustió en la escuela como no se había angustiado antes, y su imaginación voló con sorpresa y curiosidad hacia aquellos huelguistas que estaban en el exterior. A menudo se preguntaba lo que eran en realidad, ¿acaso eran, como los llamaba su madre, unos «irresponsables» que no tenían misericordia ni de sí mismos ni de sus familias, precipitándose hacia la ruina? ¿O eran, como Fahmi los describía, unos héroes que se sacrificaban por su patria, luchando contra los enemigos de Dios y los suyos propios? A menudo se inclinaba por la opinión de su madre debido al odio que sentía hacia los alumnos mayores —el grupo de los huelguistas— que habían dejado en su espíritu, y en el de los pequeños como él, las peores huellas, por la grosería y la arrogancia con que los trataban, desafiándolos en el patio de la escuela con el volumen de sus cuerpos y el descaro de sus bigotes. Pero él no se entregaba por completo a esta opinión, dado que las palabras de Fahmi le producían una gran satisfacción, y no podía aceptarlas con indiferencia ni despojarlas del heroísmo con que su hermano las revestía, hasta que llegó a desear ver sus sangrientas batallas desde un lugar seguro. Sin duda alguna, había comenzado la revuelta mundial, o si no, ¿por qué estaban en huelga los egipcios y se lanzaban en masa a enfrentarse con los soldados? ¡Y qué soldados…! ¡Los ingleses…! ¡Los ingleses cuya sola mención bastaba para que las calles se vaciaran! ¿Qué le pasaba al mundo y a la gente? Era una lucha asombrosa cuya violencia servía, consciente o inconscientemente, para cincelar los elementos esenciales en el espíritu del muchacho. Nombres como Saad Zaglul, ingleses, estudiantes, mártires, panfletos, manifestaciones… se afirmaban en lo más profundo de su ser como fuerzas impresionantes y sugestivas, aunque, frente a sus significados, guardaba una actitud de curiosidad y desconcierto. Redoblaba ese desconcierto el hecho de que la familia respondiera a los acontecimientos de formas diferentes y a veces contradictorias. Así, mientras que encontraba a Fahmi revolucionario, cargando contra los ingleses con una cólera asesina, y sintiendo por Saad una nostalgia que hacía brotar las lágrimas, sin embargo, Yasín discutía las noticias con un interés sosegado, mezclado con una reposada tristeza que no le impedía continuar su vida acostumbrada entre las veladas, las risas y la lectura de poesías y relatos, para después irse de tertulia hasta la medianoche. En cuanto a su madre, ella no cesaba de rogar a Dios que trajera la paz, hiciera volver la seguridad y purificara los corazones de los egipcios y de los ingleses a un tiempo. La peor de todos era Zaynab, la mujer de su hermano, a la que asustaban los acontecimientos, y no encontraba a nadie sobre quien volcar su cólera más que sobre el propio Saad Zaglul, acusándolo de ser la causa de toda esta desgracia y que «si hubiera vivido como viven los siervos de Dios, en calma y en paz, nadie le habría hecho mal ni se habrían encendido aquellas ascuas». Por esto el entusiasmo del muchacho se inflamaba con la idea de la lucha misma, mientras se inundaba de tristeza con la propia idea de la muerte, sin comprender claramente aquello que rondaba a su alrededor de cerca o de lejos. ¡Qué pena sintió el día que los alumnos de Jalil Aga convocaron la huelga por primera vez…! Se le presentaba la ocasión de ver de cerca una manifestación o de participar en ella, aunque fuera en el patio de la escuela, pero el director se apresuró a retener a los alumnos pequeños en sus clases, y la ocasión se le escapó. Se encontró tras los muros, prestando oído a los gritos que se elevaban, con una mezcla de sorpresa y secreta alegría, debidas quizás a la anarquía que se estaba desencadenando en todo y que se llevaba sin piedad la pesada rutina diaria. Ese día se le escapó la ocasión de participar en una manifestación, del mismo modo que hoy se había echado a perder la oportunidad de disfrutar del ocio en casa. Permanecería amarrado a este asiento, aburrido, mirando el libro con unos ojos que no veían nada y, como su compañero, tocando disimuladamente la cartera con desconfianza y miedo, hasta que llegara el final del largo día. Pero de repente algo llamó su atención, quizás fuera un ruido extraño y lejano o un murmullo en los oídos y, para asegurarse de su sensación, miró a su alrededor y vio las cabezas de los alumnos levantadas, y sus ojos intercambiando miradas que luego dirigieron a la vez hacia las ventanas que daban a la calle. Ciertamente era una realidad y no una alucinación lo que había llamado la atención de los chiquillos. Eran unas voces fundidas en una sola, magnífica e indiferenciable, que se oía en la distancia como el rugido de las olas a lo lejos. Ahora que empezaba a arreciar se le podría llamar clamor, o más bien clamor que se acercaba. La clase fue presa de agitación, mientras los murmullos se iban elevando; después una voz se alzó diciendo: «¡Una manifestación!». El corazón del muchacho palpitó, y sus ojos se llenaron de un brillo de alegría e inquietud a la vez. El bullicio fue avanzando hasta hacerse patente en un grito que tronó y alborotó en todas direcciones alrededor de la escuela. Volvieron a resonar en sus oídos los nombres que habían llenado su mente durante los últimos días: Saad, la independencia, el protectorado… El grito se fue acercando, y subió hasta envolver el propio patio de la escuela. Los corazones de los alumnos permanecieron en silencio, convencidos de que el diluvio los ahogaría irremediablemente. Sin embargo, recibieron esta situación con una alegría infantil, olvidándose de valorar las consecuencias debido a su ardiente tendencia a alborotar y ser libres. Luego les llegó un ruido de pasos que se acercaban con rapidez y estrépito. La puerta se abrió de par en par bajo el golpe de un topetazo violento, y varios grupos de alumnos y azharistas se precipitaron en el aula, como se precipitan las aguas a través de la abertura de la presa, gritando: «¡Huelga, huelga! ¡Que no quede nadie aquí!». En unos instantes se encontró a sí mismo sumergido en una ola rugiente, que lo empujaba hacia adelante con tal fuerza que apagaba toda resistencia, en el colmo de la inquietud. Se movió con una intensa lentitud, como el grano de café en el orificio del molinillo, sin ver nada y sin distinguir del mundo más que unos cuerpos agolpados en un tumulto que retumbaba en sus oídos, hasta que dedujo, por la aparición del cielo sobre su cabeza, que habían llegado a la calle. Aumentó la presión sobre él hasta que estuvo a punto de quedarse sin aliento, y dio un grito penetrante, elevado y continuo por el terror que sentía. De repente notó que una mano lo agarraba del brazo y tiraba de él con fuerza, abriendo un camino entre la gente hasta pegarlo a una pared, en la acera. Empezó a jadear y a buscar a tientas un refugio a su alrededor hasta que dio con la tienda de Hamdán, el vendedor de basbusa, que había bajado el cierre metálico hasta muy cerca del umbral. Corrió hacia allí, y entró arrastrándose de rodillas. Cuando se puso de pie en el interior vio a Amm Hamdán, al que conocía muy bien, a dos mujeres y a algunos alumnos pequeños. Apoyó la espalda contra la pared donde estaban las bandejas mientras su pecho subía y bajaba aceleradamente. Oyó a Amm Hamdán que decía:
—Azharistas, estudiantes, obreros, gentes…, todas las calles que llevan a el-Huseyn están repletas. No me hubiera podido imaginar hasta hoy que la tierra pudiera contener a toda esa gente.
—¿Cómo se empeñan en participar en las manifestaciones después de haber abierto fuego sobre ellos? —dijo una de las mujeres, sorprendida.
—¡Dios nos guíe! —dijo otra con angustia—, todos ellos tienen familia. ¡Hijo…!
—No habíamos visto antes nada parecido —repuso Amm Hamdán—. ¡Nuestro Señor los proteja!
El clamor estalló en las gargantas, y el aire se estremeció, ya cercano como si sonara en la tienda, ya lejano, en un intenso y confuso alboroto como el rugido del viento, y que continuaba sin cesar con un movimiento lento y constante, delatado por la variación de intensidad y la elevación de las olas que iban y venían. Cada vez que se creía que había cesado, otra llegaba hasta parecer que no tenía fin. La vida de Kamal se concentró en sus oídos, aguzándolos con inquietud y angustia. Sin embargo, como el tiempo pasaba sin que sucediera nada malo, recobró el aliento y se fue tranquilizando. Finalmente pudo pensar en lo que ocurría a su alrededor como en un incidente que no tardaría en acabar y se preguntó cuándo se encontraría en casa para contar a su madre lo que le había ocurrido. «Las otras clases se han precipitado sobre nosotros en una manifestación sin principio ni fin, y de repente, sin saber cómo, noté que su ola desbordante me envolvía y me arrastraba hacia la calle. Grité con los que gritaban: "¡Viva Saad!, ¡abajo el protectorado!, ¡viva la independencia!". Fui llevado de calle en calle hasta que los ingleses nos atacaron y dispararon sobre nosotros». Durante todo este tiempo ella estaría aterrorizada hasta el extremo de llorar sin apenas creer que estuviera vivo, y recitaría, temblando, numerosos versículos. «Una bala pasó al lado de mi cabeza, y todavía resuena su silbido en mi oído. La gente se agitaba como loca y yo estuve a punto de morir con los demás, si no hubiera sido porque un hombre me arrastró a una tienda».
Un grito elevado e irregular y un ruido de pasos empujándose con agitación cortaron el hilo de sus sueños. Su corazón palpitó, y miró los rostros a su alrededor, viéndolos fijos en la entrada como quien espera un golpe en el cráneo. Amm Hamdán se acercó a la puerta y se agachó para mirar por el hueco de abajo. Luego retrocedió y la bajó pegándola al suelo con velocidad mientras murmuraba inquieto:
—¡Los ingleses!
En el exterior muchas voces gritaron: «Los ingleses,…, los ingleses…», mientras que otros clamaban: «¡Tranquilos, tranquilos!», y otros exclamaban: «¡Muramos y la patria vivirá!». Luego el muchacho oyó, por primera vez en su corta vida, disparos a poca distancia, reconociéndolos de forma espontánea mientras su cuerpo se estremecía y, apenas escapó un grito de las dos mujeres, se aterrorizó y estalló en lágrimas. Amm Hamdán se puso a decir con voz trémula: «¡Proclamad que Dios es único, proclamad que Dios es único!», pero el niño sintió un miedo frío como la muerte, que recorrió todo su cuerpo desde los pies a la cabeza. Los disparos se sucedieron. Un sonido de ruedas y un relincho de caballos retumbaron en sus oídos. Las voces y movimientos continuaron con una extraordinaria velocidad, seguidos de alboroto, griterío y gemidos. Fue un breve momento de lucha, que pareció un siglo a los que estaban encogidos tras la puerta en presencia de la muerte. Luego reinó un silencio terrible como el desvanecimiento que sucede al tormento del dolor. Kamal preguntó con voz temblorosa y ronca:
—¿Se han ido?
Amm Hamdán puso el dedo índice sobre su boca y murmuró «chist». Luego recitó el versículo del trono, mientras Kamal recitaba en secreto —pues su facultad de hablar le había abandonado—: «Di: Él es el Dios único», ya que quizás esto expulsaría a los ingleses como expulsaba a los ifrits en la oscuridad. No obstante, la puerta no se abrió hasta el mediodía y el muchacho salió entonces disparado hacia la calle desierta para luego poner pies en polvorosa. Al pasar por la escalera que bajaba hacia el café de Ahmad Abdu vio a una persona que subía, reconociendo en ella a su hermano Fahmi. Corrió hacia él como aquel cuya mano tropieza, cuando se está ahogando, con la boya de salvamento. Agarró su brazo, y el joven se volvió hacia él asustado; al reconocerlo, le gritó:
—¡Kamal! ¿Dónde has estado durante el tiroteo?
El chiquillo notó que la voz de su hermano estaba enronquecida y apagada; sin embargo, le contestó:
—Estaba en la tienda de Amm Hamdán y oí los tiros y todo lo demás.
—Vete a casa —le respondió con rapidez e impaciencia—. No digas a nadie que me has visto, ¿me oyes?
—¿No vas a volver conmigo? —le preguntó el niño desconcertado.
—No, ahora no —respondió en el mismo tono—. Volveré a la hora acostumbrada. No olvides que tú no me has visto en ningún momento.
Lo empujó para no darle ninguna oportunidad de que discutiera, y el muchacho se lanzó a toda velocidad hasta llegar a la desviación de Jan Gafar. Allí vio una silueta, de pie en medio de la calle, que señalaba hacia el suelo y hablaba a un grupo de hombres. Miró hacia donde señalaba, y vio una mancha roja cubierta de polvo. Oyó al hombre decir en tono de lamento:
—Esta sangre inmaculada nos pide a gritos que continuemos la guerra santa. Dios ha querido que se derrame en los terrenos del señor de los mártires, para que unamos en el martirio nuestro presente con nuestro pasado. ¡Dios está con nosotros!
Sintió que el miedo lo dominaba, apartó su vista del suelo ensangrentado, y salió corriendo como un loco.