Fahmi se despertó por el sonido de los golpes de la masa, que se elevaban desde la habitación del horno. La alcoba con las ventanas cerradas estaba en una semipenumbra; no brillaba más que una tenue luz que se filtraba tras las rendijas de las mismas. A sus oídos llegaba el murmullo de la respiración entrecortada de Kamal, y volvió la cabeza hacia su cercano lecho. Luego se le amontonaron los recuerdos de la vida. Era esta una mañana nueva. Se había despertado de un profundo sueño; este lo entregaba a una laxitud que invadía el alma y el cuerpo. No sabía si se despertaría jamás. No lo sabía ni lo sabía nadie. La muerte rondaba las calles de El Cairo a lo largo y a lo ancho, bailando en sus rincones. ¡Oh, maravilla! Ahí estaba su madre amasando como era su costumbre desde hacía tanto tiempo, y Kamal sumido en el sueño y revolviéndose mientras dormía; y allí Yasín, indicando con el ruido de sus pasos sobre el techo de la habitación que había saltado de la cama. En cuanto a su padre, seguramente ahora estaba plantado debajo de la fría ducha. Y ahí estaba la luz de la mañana llena de belleza y de pudor, cuyos primeros rayos pedían permiso con honda delicadeza. Todo continuaba su vida acostumbrada, como si nada ocurriera, como si Egipto no estuviera patas arriba, como si las balas no silbaran buscando pechos y cabezas…, como si la sangre inmaculada no tiñera la tierra y las paredes… El joven entornó los ojos mientras suspiraba sonriendo a la corriente desbordante de sentimientos de entusiasmo, esperanza, tristeza y fe que le venían en oleadas sucesivas. Realmente había vivido en los cuatro días transcurridos una vida plena como no había conocido anteriormente, o en todo caso la conocía sólo como ilusiones cuando soñaba despierto. Una vida pura y excelsa, una vida por la que entregaría su alma de buena gana en aras de algo hermoso y más valioso e importante que ella misma; una vida que se exponía a la muerte con indiferencia, le hacía frente con terquedad y la abordaba con desprecio. Y si escapaba de sus garras una vez, volvía a ella de nuevo sin importarle las consecuencias…, fijando la mirada largo tiempo en una maravillosa luz que partía ininterrumpidamente de aquella, empujada por una fuerza inaccesible, sometiendo su destino a Dios mientras la sentía rodeándola como el aire y anegándola por todas partes. La vida como medio valía tan poco que ni siquiera llegaba a pesar un átomo. Pero era tan sublime como meta que abarcaba cielos y tierra. La muerte y la vida confraternizaban y eran una sola mano al servicio de una esperanza única; esta se apoyaba en la guerra santa, y aquella en el sacrificio. Si el terrible estallido no hubiera tenido lugar, habría muerto de pesar y de tristeza. No habría soportado que la vida siguiera su tranquilo y lento caminar sobre las ruinas de los hombres y de las esperanzas. Era necesario, un estallido que aliviara el pecho de la patria y el suyo propio, como el terremoto que echa fuera toda la flatulencia del vientre de la tierra. Cuando el acontecimiento tuvo lugar, él acudió a la cita puntualmente y se lanzó a su piélago… ¿Cuándo ocurrió esto? Y… ¿cómo ocurrió…? Iba montado en el tranvía de Guiza camino de la Escuela de Leyes cuando se encontró en medio de un pequeño grupo de estudiantes que discutían agitando los puños y diciendo: «Ha sido desterrado Saad que es la expresión de nuestros corazones. ¡Que vuelva Saad para proseguir la guerra santa, o nos iremos con él al destierro!». Parte de los pasajeros se les unió en la conversación y en las amenazas, hasta el punto de que el revisor abandonó su trabajo y se paró a escuchar y a tomar parte en la discusión… ¡Qué momento…! Durante el mismo brilló de nuevo la esperanza en su alma después de una noche oscura de tristeza y desesperación. Estaba seguro de que este fuego que se había encendido nunca se apagaría, ni se enfriaría jamás. Cuando se acercaron al patio de la Escuela lo encontraron repleto de gente que gritaba y tronaba, y sus corazones les tomaron la delantera. Luego corrieron hacia sus compañeros con el presentimiento de que algo estaba próximo a ocurrir. ¡Uno de ellos no tardó en llamar a la huelga…! Era algo nuevo que no había oído anteriormente, pero que ellos, con los libros de derecho bajo el brazo, llamaban «huelga». Su decano, míster Wilson, se les acercó con una amabilidad desconocida, y les aconsejó entrar en las clases. La respuesta fue que uno de los jóvenes se subió a lo más alto de la escalera que conducía al despacho del secretario, y empezó a pronunciar un discurso con un entusiasmo extraordinario, no pudiendo el decano hacer otra cosa que retirarse. Fahmi escuchaba al orador con toda su alma, sus ojos clavados en los de él, latiéndole el corazón con rapidez y fuerza. ¡Cómo le hubiera gustado subir a su sitio y dar rienda suelta a la fuente ardiente de su corazón! Pero no estaba dotado de una gran predisposición para la oratoria, y se contentó con que otro distinto de él repitiera los clamores de su alma. Seguía al orador con una atención entusiasta, hasta que hizo una pausa en su discurso; entonces gritó con sus compañeros uniéndose en un aliento único: «¡Viva la independencia!». Luego siguió las palabras con un interés al que el grito había infundido una nueva vitalidad, hasta que el orador llegó a una segunda pausa, y él gritó con los demás: «¡Abajo el protectorado!». Siguió prestando atención con el cuerpo tenso de excitación mientras apretaba los dientes para contener las lágrimas de emoción que le brotaban, hasta que el orador alcanzó la tercera pausa y gritó con los demás: «¡Viva Saad!». Un nuevo grito. Todo parecía nuevo aquel día, pero era un grito emocionante que hacía vibrar su corazón desde lo más profundo, y seguía repitiéndolo con sus latidos consecutivos como si fuera el eco de su lengua, o más bien, como si el grito de su lengua fuera el eco de su corazón. En efecto, él recordaba cómo su corazón había repetido este grito en un silencio contenido a lo largo de la noche anterior al estallido, noche que había pasado apesadumbrado y angustiado. Sus sentimientos reprimidos, su amor, su entusiasmo, su ambición, su aspiración a un ideal, sus sueños se habían perdido esparcidos hasta que resonó la voz atronadora de Saad, y se dejaron llevar volando hacia ella como es atraída la paloma que surca el espacio hacia el silbido de su amo. Luego, se encontraron de repente con que míster Eamus, viceconsejero judicial británico del Ministerio de Justicia, se abría paso en medio de la multitud y lo recibieron con un grito único: «¡Abajo el protectorado…! ¡Abajo el protectorado!». El hombre se dirigió a ellos con una frialdad no exenta de benevolencia, y les aconsejó volver a sus clases exhortándolos a dejar la política a sus padres. Entonces uno de ellos lo abordó diciendo:
—¡Nuestros padres han sido encarcelados! ¡No estudiaremos la ley en un país en el que esta es atropellada…!
El grito ascendió desde lo más profundo de los corazones como el resonar del trueno, y el hombre se retiró apresuradamente. Fahmi hubiera deseado por segunda vez ser él el que hablaba, por la intensidad con que se agolpaban los pensamientos en su alma, pero otros le tomaron la delantera para manifestarlos. Su entusiasmo iba en aumento y se consolaba esperando una compensación a lo que se le escapaba. Las cosas discurrieron de prisa. Alguien sugirió salir y todos salieron en manifestación dirigiéndose a la Escuela de Ingenieros, donde pronto se les unieron sus estudiantes; luego a la de Agricultura, cuyos estudiantes corrieron hacia ellos gritando como si tuvieran una cita; más tarde fueron a la de Medicina y a la de Comercio. Apenas llegaron a la plaza de Sayyida Zaynab, se juntaron a una gran manifestación a la que se había unido mucha gente. Los gritos por Egipto, la independencia y Saad se fueron alzando, y a medida que avanzaban crecía el entusiasmo, la confianza y la fe por la participación espontánea y la respuesta intuitiva que hallaron por todas partes, y por todas aquellas almas dispuestas que encontraban a su paso, desgarradas por la cólera hasta encontrar en su manifestación un lugar de respiro. Él se preguntaba —pues su asombro por el hecho de la manifestación casi le impresionaba más que el fenómeno en sí mismo—: «¿Cómo ha ocurrido todo esto…?». Apenas habían transcurrido unas cuantas horas de esa mañana que había sido testigo de su desesperación y su posterior derrota y, helo aquí ahora, próximo al mediodía, tomando parte en una manifestación airada en la que cada corazón se revelaba como eco del suyo, repitiendo su grito y conjurándolo con una fe inconmovible a que llegara hasta el final. ¡Qué alegría la suya! ¡Qué entusiasmo…! Su espíritu había sido lanzado a un cielo ilimitado de esperanza, arrepentido de la desesperación a la que había cedido, avergonzado por los pensamientos con los que había acusado a los inocentes. En la plaza de Sayyida Zaynab se le apareció otro nuevo espectáculo de aquel extraordinario día. Vio con los demás unos grupos de policía a caballo, y a la cabeza un inspector inglés, que avanzaban arrastrando tras de sí nubes de polvo, mientras el suelo temblaba bajo el golpe de sus cascos. Se acordaba de cómo extendió su mirada hacia ellos con el aturdimiento de quien jamás se ha encontrado expuesto a un peligro inminente; de cómo se volvió en torno suyo y vio unos rostros en cuyos ojos brillaba el entusiasmo y la cólera; de cómo suspiró nerviosamente y agitó la mano gritando. Los jinetes rodearon a la multitud, y ya no vio en el enorme piélago en el que se agitaba más que una pequeña parcela de cabezas estiradas, entre las cuales él se sumergía. Luego les llegó el rumor de que la policía había arrestado a muchos estudiantes de los que se le habían enfrentado o iban a la cabeza de la manifestación. Y por tercera vez aquel día deseó con toda su alma estar entre los arrestados, pero sin salir del círculo en el que se movía con un esfuerzo ímprobo… A pesar de que aquel día había sido un día de paz en comparación con el que lo siguió, el lunes apareció desde la primera hora de la mañana como un día de huelga general, a la que se unieron todas las Escuelas con sus pancartas y grupos innumerables de gente. Egipto despertaba como un nuevo país que madrugaba para congregarse en las plazas, y combatir con una cólera contenida largo tiempo. Él mismo se lanzó en medio de la muchedumbre, embriagado de contento y entusiasmo, como si fuera una persona perdida que encuentra a su familia tras una ausencia prolongada. La manifestación siguió su camino contemplada por la multitud, pasando por las residencias de los responsables políticos, haciendo pública su protesta con distintas consignas, hasta que alcanzaron la calle de las Cancillerías, y allí una violenta ola de desasosiego pasó entre la multitud; todos gritaron, «¡los ingleses!». Las balas no tardaron en silbar cubriendo las voces de los que gritaban… El primer muerto cayó; siguió andando un grupo de gente que los precedía con demencial entusiasmo, mientras los otros se quedaron clavados. Muchos se dispersaron buscando refugio en las casas y en los cafés. Él fue de estos últimos; se ocultó detrás de la puerta con el corazón palpitante y atemorizado, olvidándose de todo, menos de su vida. Así permaneció cierto tiempo…, no lo sabía…, hasta que el silencio envolvió el mundo entero. Alargó la cabeza, luego un pie, y se fue por su camino sin creer que estaba a salvo, volviendo a su casa con una especie de aturdimiento. En su triste soledad deseó haber sido de los que murieron, o al menos de los que se mantuvieron firmes y, en el fuego de su crítico examen de conciencia se prometió a sí mismo expiar su culpa, pues afortunadamente, el campo de la expiación era amplio y estaba próximo. Llegaron el martes y el miércoles, semejantes al domingo y al lunes; días parecidos en sus alegrías y en sus penas: manifestaciones, gritos, balas y víctimas. ¡Él se lanzó con toda su alma a este océano dejándose arrastrar por el entusiasmo, elevándose hacia lejanos horizontes de nobles sentimientos, turbado por estar vivo, mordido por el pesar de haberse salvado! Luego la difusión del espíritu de cólera y revolución redobló su entusiasmo y su esperanza. No tardaron en unirse a la huelga trabajadores del tranvía, conductores de vehículos y barrenderos. La capital aparecía triste, irritada, desolada. Llegaron noticias con la buena nueva de la anexión a la huelga de los abogados y de los funcionarios. El corazón del país latía vivo, sublevado… La sangre no volvería a correr en vano, ni serían olvidados los desterrados en su exilio. El despertar de las conciencias había sacudido la tierra del valle del Nilo…
El joven se removió en la cama, volviendo en sí de entre la vorágine de sus recuerdos. Se puso a seguir otra vez los golpes de la masa, mientras paseaba la mirada por los rincones de la habitación, que comenzaba a aclararse por la luz que brillaba poco a poco tras las ventanas cerradas. Su madre estaba amasando… Y no dejaría de hacerlo mañana tras mañana. Ningún suceso la arrancaría de pensar en poner la mesa, lavar la ropa y limpiar los muebles. Por grandes que fueran los acontecimientos, no se descuidaría el menor trabajo. El pecho de la comunidad sería siempre lo suficientemente ancho para las cosas grandes y las insignificantes, y para darles buena acogida a las unas junto a las otras. ¡Pero despacio! No era una madre al margen de la vida; ella que lo había parido, siendo los hijos el combustible de la revolución; ella que lo había alimentado, siendo la comida el combustible de los hijos. La realidad era que no había nada trivial en la vida… Pero ¿no llegaría un día en que un gran acontecimiento sacudiera a todos los egipcios, sin que por su causa se separasen los corazones tal como había ocurrido en la reunión del café hacía cinco días…? ¡Qué lejos estaba ese día…! Luego se dibujó en los labios del joven una sonrisa, justo cuando lo asaltó esta pregunta: «¿Qué haría su padre cuando conociera su "guerra santa" continuada día tras día…? ¿Qué haría su omnipotente y tiránico padre? ¿Y su bondadosa y tierna madre, qué haría…? Sonrió perplejo, pues sabía que los problemas a los que se exponía en esa ocasión no serían menores que a los que se expondría si su secreto llegara a oídos del mismísimo poder militar… Luego apartó el cobertor de su pecho, y se sentó en la cama murmurando: «Es igual que viva o que muera. La fe puede más que la muerte, y morir es más honroso que someterse. ¡Que nos aproveche la esperanza al lado de la cual la vida carece de importancia! ¡Bienvenida, nueva mañana de la libertad! ¡Que Dios decida lo que Él quiera…!».