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—¡Mira la calle, mira la gente! ¿Quién dirá, después de esto, que no ha ocurrido el desastre?

Pero el señor Ahmad no tenía necesidad de seguir mirando. La gente se preguntaba y temblaba, mientras sus amigos se engolfaban en la conversación acaloradamente, haciéndose eco de los acontecimientos con pesar, tristeza y cólera. Hasta que la noticia circuló en las lenguas de todos los amigos y clientes que pasaban por delante de él, coincidiendo en que Saad Zaglul y sus mejores compañeros habían sido arrestados y conducidos a un lugar desconocido en El Cairo o fuera de él. El señor Muhammad Effat dijo con el rostro congestionado por la cólera:

—¡No dudéis de la veracidad de la noticia; las malas noticias tienen un olor que se percibe de lejos…! ¿No se esperaba esto tras la carta del Wafd al Sultán…? ¿O tras su respuesta a la advertencia británica con esa colosal carta al gabinete inglés…?

—¡Arrestar a los grandes bashas! —dijo el señor con intenso abatimiento—. ¡Qué suceso tan horrible! ¿Qué harán con ellos?

—¡Sólo Dios lo sabe! ¡El país se asfixia a la sombra de la ley marcial!

El señor Ibrahim Alfar, comerciante de objetos de cobre, entró al encuentro de ellos a todo correr mientras exclamaba exhausto:

—¿No habéis oído la última noticia…? ¡Malta!

Se golpeó una mano con la otra y empezó a decir:

—¡El destierro a Malta! ¡No queda ni uno solo entre nosotros! ¡Han desterrado a Saad y a sus compañeros a la isla de Malta…!

—¡Los han desterrado! —exclamaron todos al unísono.

«El destierro» despertó en sus almas antiguos y tristes recuerdos, que los obsesionaban desde la infancia, sobre Orabi Basha y su trágico final, y se preguntaron, sin poder dominar el desasosiego de sus corazones: ¿Correrán la misma suerte Saad Zaglul y sus compañeros…? ¿Se cortarán realmente para siempre los lazos que los unen con la patria…? ¿Morirán estas grandes esperanzas apenas florecidas…? El señor sintió una tristeza como jamás la sintiera antes, una tristeza pesada, densa, que se propagó en su pecho como se propagan las náuseas, sufriendo bajo su presión un gran desánimo, abatimiento y asfixia. Empezaron a intercambiar miradas taciturnas, sombrías; palabras sin lengua; gritos sin voz; revuelta sin alboroto; y en la saliva una sola amargura. Luego, a la zaga de Alfar, vino otro amigo, luego un segundo y un tercero, repitiendo la misma noticia, con la esperanza de encontrar en los demás un sedante para sus corazones abrasados, sin conseguir otra cosa que la tristeza muda, el silencio afligido y la agitación abrumadora.

—¿Perecerán hoy las esperanzas como perecieron en el ayer?

Nadie intentó responder. El que preguntaba no dejaba de clavar sus ojos en los rostros inútilmente. Ninguna respuesta a la que el alma pudiera acogerse en su turbación, aunque no quería decidirse a reconocer abiertamente el miedo que la mataba. Saad había sido desterrado… Esto era verdad, pero ¿volvería?, y si era así, ¿cuándo…? ¿Y cómo volvería Saad…? ¿Qué fuerza le haría volver…? ¡Saad no volverá nunca! ¿Adónde irán estas grandes esperanzas…? De ellas había brotado una vida ardiente y profunda, cuyo dominio sobre ellos rehusaba entregarlos a la desesperación; pero no sabían cómo arreglárselas para resucitarla de nuevo.

—Pero ¿no hay esperanza de que la noticia sea un falso rumor?

Nadie prestó atención al que hablaba, al tiempo que él mismo tampoco se la dio a tal indiferencia, porque en realidad con sus palabras sólo pretendía huir, aunque fuera de forma imaginaria, de la asfixiante desesperación.

—Los ingleses lo han hecho prisionero… ¿Quién va a luchar contra ellos?

—Solamente un hombre, que ha despertado un cegador instante de vida, y se ha ido…

—Como un sueño… Será olvidado y sólo quedará de él lo que queda de un sueño al despertar…

Alguien exclamó con una voz estrangulada por el dolor:

—¡Dios está presente!

—¡Sí…! —exclamaron al unísono—. ¡Él es el más clemente!

Mencionar el nombre de Dios tuvo el efecto del polo magnético: atrajo hacia sí las divagaciones de todos ellos y reunió sus ideas, que la desesperación había dispersado. Y la noche de ese día, por vez primera desde hacía un cuarto de siglo o más, la reunión de los amigotes pareció desdeñar la diversión y la música, y quedó sumida en el abatimiento. Todas sus conversaciones se dirigían hacia el caudillo desterrado; la tristeza los había vencido, aunque había entre ellos quien luchaba entre la tristeza y el deseo de beber, por ejemplo; pero lo primero triunfaba sobre lo segundo, respetando el sentimiento general y de acuerdo con la situación. Sin embargo, cuando la conversación entre ellos se alargó hasta agotar el interés, se refugiaron en una especie de mutismo, sin que tardara en apoderarse de ellos un recóndito desasosiego, consecuencia del gusanillo del hábito que gemía en su interior. Parecía como si esperaran la señal de alguien que tomara la delantera; pero el señor Muhammad Effat dijo de repente:

—Es hora de que volvamos a nuestras casas…

No quiso decir lo que decía, pero era como si deseara advertirles de que, si dejaban pasar el tiempo de ese modo, no les quedaría más remedio que volver a sus casas. Su larga convivencia les había enseñado las sutilezas de la mutua comprensión con una simple seña. Ali Abd el-Rahim, el vendedor de harina, se animó con esta velada advertencia, y dijo:

—¿Vamos a volver a casa sin una copa que alivie el desastre de este día?

Sus palabras les produjeron el mismo efecto que produce el cirujano en la familia del enfermo cuando sale del quirófano a su encuentro y les dice: «¡Gracias a Dios, la operación ha sido un éxito!». Sólo que, uno que se debatía entre la tristeza y el deseo de beber, dijo con una especie de pretexto que encubría el alivio que apaciguaba su pecho:

—¡Beber en semejante día!

El señor Ahmad clavó en él una mirada llena de sentido; luego dijo irónicamente:

—¡Déjalos beber solos y vámonos para fuera, hijo de… perra! —Por vez primera soltaron la risa. Luego trajeron botellas, y como si el señor quisiera disculparse de esta conducta, dijo—: ¡La diversión no cambia lo que hay en el corazón de los hombres!

Ellos corroboraron sus palabras. Era la primera noche que vacilaban tanto antes de responder a la llamada de la pasión, y el señor no tardó en decir conmovido por el espectáculo de las botellas:

—¡Saad se ha sublevado para hacer felices a los egipcios, no para castigarlos! ¡No os avergoncéis de entregaros a la bebida cuando estáis tristes por él!

La tristeza no les impidió bromear; pero la noche no disfrutó de una claridad libre de preocupación, hasta el punto de que el señor la describiría más tarde como «Una noche enferma, que ellos habían curado con tragos de vino».

La familia comenzó la reunión tradicional, en un ambiente de abatimiento como nunca conociera antes. Fahmi se lanzó a una larga perorata revolucionaria, con las lágrimas en los ojos, mientras Yasín le prestaba atención triste y apenado. La madre quiso disipar la aflicción o paliar la desolación, pero temía que su deseo se volviera contra ella. Luego no tardó en contagiársele la tristeza, y su corazón se compadeció del anciano sheyj que había sido arrancado de su casa y del lado de su esposa para llevarlo a un lejano destierro…

—¡Triste asunto! —dijo Yasín—. ¡Todos nuestros hombres, Abbás, Muhammad Farid y Saad Zaglul… arrojados lejos de la patria!

—¡Qué miserables estos ingleses! —añadió Fahmi excitadísimo—. Les hemos hablado en la misma lengua con la que intentaban congraciarse con la gente en su aflicción, y han contestado con advertencias militares, con el destierro y la expatriación…

La madre no soportaba ver a su hijo excitado por tal situación y, olvidándose de la tragedia del caudillo, dijo dulce y tiernamente:

—¡Apiádate de ti mismo, hijo mío! ¡Dios es bueno y misericordioso! Pero este dulce tono lo enardeció más, y gritó sin volverse hacia ella:

—Si no hacemos frente a la intimidación con la cólera que se merece, la patria no vivirá a partir de hoy. ¡No es posible que el país viva cómodamente en paz, mientras su caudillo que se ha sacrificado para rescatarlo sufre el castigo de la prisión!

—Es una gran suerte —dijo Yasín reflexionando— que Básil Basha esté entre los desterrados… Es sheyj de una tribu temida, y no creo que sus hombres permanezcan callados ante su destierro…

—¿Y los otros? —dijo Fahmi con virulencia—. ¿No hay hombres también detrás de ellos…? ¡No se trata de la causa de una tribu, sino de toda la nación!

La conversación discurría sin detenerse, sólo que iba creciendo en violencia y brusquedad; pero las dos mujeres se refugiaron en el silencio terriblemente asustadas. Zaynab no acertaba a comprender las causas de esta revuelta emocional, ni lo que significaba. Saad había sido desterrado junto con sus hombres. Seguro que si hubieran vivido como viven «los siervos de Dios», nadie habría pensado en desterrarlos. Pero ellos no querían eso. Se habían metido en asuntos peligrosos que tuvieron consecuencias innecesarias. Y cualquiera que fuera su asunto, ¿qué inducía a Fahmi a esta cólera demencial, como si Saad fuera su padre o su hermano…? Es más, ¿qué inducía a Yasín —el hombre que sólo se iba a la cama dando tumbos a causa del vino— semejante tristeza…? ¿Se afligía realmente alguien como él por el destierro de Saad o de cualquier otro? ¡Bastante amargada estaba ella para que Fahmi enturbiara la dicha de esta breve reunión, con esta revuelta que carecía de sentido! Se puso a pensar en todo esto mientras observaba a su marido de vez en cuando, asombrada e indignada, como queriendo decirle: «¡Si fueras realmente sincero en tu tristeza, no irías esta noche, esta noche precisamente, a la taberna!». Pero no dijo esta boca es mía; fue lo suficientemente discreta como para no echar sus frías reflexiones en esa corriente de fuego. En este último aspecto la madre que, ante la cólera —aunque tuviera poca importancia— perdía rápidamente la valentía, se le asemejaba. Por eso buscó refugio en el silencio y se recogió en una intensa pesadumbre, mientras seguía recelosa la airada y apasionada conversación. Pero ella estaba más capacitada que la esposa de Yasín para comprender las causas de estas tempestades, pues su cabeza aún conservaba el recuerdo de Orabi, del mismo modo que su corazón seguía sintiendo pena por «nuestro Efendi». Sin duda, la palabra «destierro» no estaba carente de sentido para ella, aunque sí lo estaba de esa esperanza capaz de provocar a una persona como Fahmi, y ella la había asociado en su mente, como su marido y sus amigos, con la desesperación del regreso. Y si no, ¿dónde estaba «nuestro Efendi»…? Y ¿quién era más digno que él de volver a su patria…? Pero Fahmi, ¿persistiría en su tristeza todo lo que durase el destierro de Saad…? ¿Qué mala fortuna se empeñaba estos días en hacer que se acostaran de noche con una noticia, y que amanecieran con otra, hasta el punto de sacudir su sosiego y enturbiar su dicha? ¡Cuánto deseaba que volviese la paz a sus lares, que esta reunión tuviera el agrado de toda la vida, que se serenaran las facciones de Fahmi y la conversación fuese agradable, como hubiera querido que…!

—¡Malta…! ¡Esta es Malta!

Así gritó Kamal de repente alzando la cabeza del mapa del mar Mediterráneo, con el dedo fijo en el dibujo de la isla, y mirando triunfante y contento a su hermano, como si se hubiera tropezado con el mismísimo Saad Zaglul. Pero encontró de su parte un rostro sombrío y severo, que no contestaba a su voz ni le prestaba la más mínima atención. El chico se cansó, y volvió su mirada hacia el dibujo de la isla, desconcertado y avergonzado. Se puso a contemplarlo largo rato, mientras medía con la mirada la distancia entre ella y Alejandría, y entre ella y El Cairo, imaginando la apariencia real de Malta, tanto como se lo permitía la fantasía y el aspecto de aquellos hombres de los que se hablaba, y que habían sido conducidos a ella. Y como había oído a Fahmi, cuando se refería a Saad, que los ingleses lo habían sacado a punta de lanza, no pudo imaginárselo de otra forma que transportado sobre ellas, no sufriente y vociferante, como sucede en semejante situación, sino «firme como una montaña» como lo describió también su hermano en otra parte de la conversación. ¡Cómo le hubiera gustado poder preguntarle por la verdadera naturaleza de ese hombre mágico y asombroso que permanecía sobre la punta de las lanzas firme como una montaña! Pero ante el arrebato de cólera que se había tragado la paz de toda la reunión, aplazó la realización de su deseo hasta una ocasión más apropiada. Finalmente, Fahmi fue incapaz de permanecer sentado, tras asegurarse de que el sentimiento que albergaba en su pecho era demasiado grande como para que lo aliviara la conversación en este lugar con su hermano, el cual, desde su punto de vista, adoptaba la postura de espectador, si no de censor. Ardía en deseos de reunirse con sus amigos en el café de Ahmad Abdu donde encontraba corazones que daban respuesta al suyo, y almas que rivalizaban con él en exteriorizar los sentimientos y las opiniones que agitaban su pecho. Allí oía los ecos de la cólera que abrasaba su corazón y recogía sus sugerencias temerarias e inflamadas en un ambiente resplandeciente de sed de completa libertad. Se inclinó hacia el oído de Yasín, y murmuró:

—¡Al café de Ahmad Abdu…!

Yasín lanzó un profundo suspiro porque empezaba a preguntarse, sumamente apurado, por un medio apropiado que lo sacase de la reunión para ir a su velada, sin encender aún más la cólera de Fahmi. La tristeza que sentía no era falsa, o al menos no del todo. La grave noticia había conmovido su corazón; pero, si se hubiera dejado llevar por sí mismo, la habría olvidado sin esfuerzo. Y como le había impuesto a sus nervios esa gran tensión, para estar en consonancia con Fahmi y consigo mismo, y por respeto a su cólera, una cólera como jamás la había visto antes, abandonó la habitación mientras decía para sus adentros: «Hoy ya me basta con el esfuerzo que he hecho en pro del movimiento nacional. Mi cuerpo reclama su derecho».