52

«Inglaterra ha proclamado su protectorado unilateralmente sin que lo solicite o lo acepte la nación egipcia. Es, pues, un protectorado nulo, que no se atiene a las normas; más aún, es un imperativo adicional de la guerra, que terminará cuando esta acabe».

Fahmi dictaba las palabras una a una, con calma y voz de clara entonación, mientras la madre, Yasín y Zaynab seguían con interés la nueva clase de dictado que Kamal se aplicaba a escribir, concentrando su atención en las palabras, sin comprender nada de lo que escribía, correcta o incorrectamente. No era extraño que Fahmi diera a su hermano pequeño una lección de dictado o de otra cosa en la reunión del café, pero el tema de este era nuevo, incluso para la madre y para Zaynab. Yasín, por su parte, miró a su hermano sonriendo, mientras decía:

—Veo que estos conceptos se han adueñado de ti por completo… Dios no te ha inspirado dictar a este pobre chico otra cosa que un discurso político nacionalista, gracias al cual se abrirán las puertas de las cárceles…

Fahmi se apresuró a confirmar la opinión de su hermano diciendo:

—Forma parte de un discurso de Saad ante las fuerzas de ocupación en la Asamblea económica y legislativa…

—¿Y cómo le han respondido? —preguntó Yasín, interesado y sorprendido.

—Aún no ha llegado su respuesta —dijo Fahmi excitado—. Todo el mundo se pregunta por ello con estupor y angustia. Es un grito de rabia, lanzado en la cara de un león del que no se espera ni la benevolencia ni la equidad. —Luego, prosiguió mientras suspiraba colérico e irritado—: Hacía falta esto, después de haber prohibido al Wafd hacer el viaje y después de dimitir Rushdi Basha del ministerio, frustrando al sultán todas las esperanzas al aceptar su dimisión.

Luego se fue apresuradamente a su cuarto, y volvió desplegando una hoja doblada que presentó a su hermano mientras decía:

—No sólo tengo el discurso. Lee esta proclama que se ha distribuido en secreto, y contiene la carta del Wafd al sultán…

Yasín tomó el panfleto y se puso a leer:

—«Majestad:

»Los firmantes de este escrito, miembros del Wafd egipcio, tienen el honor de elevar a Vuestra Egregia Dignidad, por delegación de la Nación, lo siguiente:

»Estando de acuerdo los beligerantes en establecer los principios de libertad y justicia como base de la paz, y habiendo declarado que a los pueblos cuyo estatuto haya cambiado la guerra se les pedirá su opinión para su autogobierno, hemos hecho nuestro el asumir la posibilidad de independizar a nuestro pueblo y de defender su causa ante la Conferencia de Paz, en tanto que el derecho primordial ha desaparecido del campo de la política, y dado que nuestro pueblo, con la decadencia de la soberanía turca, es libre de cualquier derecho sobre él, porque el protectorado que han proclamado los ingleses sin acuerdo entre ellos y la Nación egipcia es nulo, y no es en realidad más que un imperativo bélico que acaba con el fin de la guerra. Fundándose en estas consideraciones y en que Egipto ha satisfecho cuanto estaba en su poder, dentro del grupo de los que claman por la protección de la libertad de las pequeñas naciones, nada impide a la Conferencia de Paz el reconocer nuestra libertad política, una libertad sobre cuyos principios se basa.

»Hemos expuesto nuestro deseo de viajar a vuestro primer ministro, Su Excelencia Huseyn Rushdi Basha, que ha prometido ayudarnos a realizarlo, confiando por su parte en que nosotros solamente expresaremos la opinión de la nación en su totalidad… Y dado que no se nos ha permitido viajar y se nos ha retenido dentro de las fronteras de nuestro país por la fuerza arbitraria, no por la legal, y que se nos ha impedido defender la causa de esta afligida nación; dado que Su Excelencia no ha podido soportar la responsabilidad de permanecer en su cargo cuando se ponen obstáculos a la voluntad del pueblo, han pedido tanto él como su compañero de gabinete, Su Excelencia Adli Yeguen Basha, la dimisión definitiva, que ha sido aceptada por parte del pueblo honrando a ambas personalidades y reconociendo su sinceridad y patriotismo.

»La gente había pensado que ambos contaban con el sólido apoyo de V. M. por vuestra noble actitud en defensa de la libertad. Por ello nadie se esperaba en Egipto que la última solución a la cuestión del viaje del Wafd fuera aceptar la dimisión de los dos ministros, ya que ello implica un acuerdo con aquellos que ambicionan nuestra humillación, una consolidación de la dificultad que se ha interpuesto en el camino de quienes iban a presentar las pretensiones de la nación a la Conferencia, y una proclamación para siempre de un gobierno extranjero sobre nosotros.

»Sabemos que V. M. posiblemente se ha visto movido por razones dinásticas a aceptar el trono de vuestro egregio padre, que quedó vacante con el fallecimiento de vuestro hermano el difunto Sultán Huseyn. Pero la nación, por otra parte, creía que, dada vuestra aceptación de este trono en el momento de un protectorado temporal y nulo, y teniendo en cuenta las circunstancias dinásticas, no cabía pensar que os alejara de actuar en favor de la independencia de vuestro país. Sin embargo, solucionar la cuestión aceptando la dimisión de los dos ministros que han dado muestras de su respeto a la voluntad de la nación, no es posible que coincida con el amor al bien de vuestro país al que os sentís naturalmente inclinado ni con tener en cuenta la voluntad de vuestro pueblo. Por ello la gente se ha asombrado de vuestros consejeros, de cómo no se han vuelto hacia la nación en esta crítica circunstancia, cuando reclamaba de vos, el más ilustre de los hijos de su gran libertador Muhammad Ali, que fuerais para ella el primer soporte para obtener su independencia, cualquiera que fuera vuestro precio por ello, pues vuestra empresa es demasiado alta para que le pongan barrera las circunstancias. ¿Cómo se les ha pasado a vuestros consejeros que el gesto de la dimisión de Rushdi Basha no permite a un hombre egipcio con dignidad patriótica sucederle en su cargo…? ¿Cómo se les ha escapado que un ministerio basado en un programa contrario a la voluntad del pueblo está condenado al fracaso…?

»Perdón, Majestad. Nuestra injerencia en este asunto sería, en otra circunstancia, inconveniente. Pero ahora es lo suficientemente grave como para otorgarle otra consideración distinta del interés de la patria, de la que vos sois su fiel servidor. V. M. detenta la mayor dignidad en el país, y ello os obliga a ser el más responsable. En vos se halla su mayor esperanza, y nosotros no os negaremos el consejo leal cuando os supliquemos que tratéis de conocer la opinión de vuestra nación antes de adoptar una resolución definitiva en el asunto de la crisis actual. Nosotros aseguramos a Vuestra Alteza que no hay nadie entre sus súbditos, de un extremo al otro del país, que no reclame la independencia; y poner un obstáculo a la petición de la nación es una responsabilidad sobre cuya importancia no han calibrado los consejeros de V. M. con la debida minuciosidad. Por eso el deber de servir a nuestro país y nuestra lealtad a V. M. nos han empujado a elevar a vos el sentimiento de vuestra nación, que es ahora la más ferviente esperanza en su independencia, y el miedo más intenso a que juegue con ella el partido de la colonización, y que os reclama por el derecho que tiene sobre vos: que hagáis vuestra su cólera y que permanezcáis en sus filas para obtener con ello su propósito…, pues podéis hacerlo».

Yasín alzó la cabeza del panfleto. En sus ojos había asombro, y en su corazón un nuevo latido de emoción. Pero agitó la cabeza diciendo:

—¡Qué alocución! ¡No me imagino a mí mismo dirigiendo una semejante al inspector de mi escuela sin que me echara una buena reprimenda!

Fahmi se alzó de hombros indiferente, y dijo:

—¡El asunto es ahora lo suficientemente grave como para concederle otra consideración que no sea el interés de la patria!

Repitió la expresión de memoria tal como estaba en el panfleto, y Yasín no pudo por menos que decir riendo:

—¡Te lo has aprendido de memoria…! Pero no me asombro por esto. Es como si hubieras estado acechando a lo largo de tu vida un gesto como este, para lanzarte a él con todo tu corazón. Quizás yo no carezco de un sentimiento y unas esperanzas semejantes a las tuyas, pero no estoy de acuerdo contigo en que guardes esa proclama…, especialmente después de la dimisión del ministerio y de la provocación que supone la ley marcial…

—¡No pienso ocultarlo en absoluto —dijo Fahmi con jactancia— sino que me propongo darle la difusión que pueda…!

Los ojos de Yasín se dilataron de ansiedad, y quiso hablar; pero la madre se le adelantó, y dijo inquieta:

—Apenas doy crédito a mis oídos. ¿Cómo te vas a exponer a este peligro, siendo tan juicioso?

Fahmi no supo cómo responderle, pero pensó en el aprieto al que lo había arrastrado su precipitación. Nada le era más penoso que hablarle de este asunto. El cielo estaba más cerca de él que convencerla de que exponerse al peligro por el bien de la patria era un deber, dado que toda ella a los ojos de su madre no valía ni la mínima parte de una uña. Es más, le parecía que expulsar a los ingleses de Egipto era más fácil que llevarla al convencimiento de la necesidad de expulsión, o incitarla a odiarlos. Y en cuanto la conversación giraba en torno a aquello, ella decía con llaneza: «¿Por qué los odias, hijo mío…? ¿No son personas como nosotros, con hijos y madres?». Entonces él le decía vehementemente: «¡Pero han ocupado nuestro país…!». Ella percibía la violencia de la cólera en sus palabras y buscaba refugio en el silencio, dejando escapar una mirada de compasión que, si hubiera podido hablar le habría dicho: «¡No tienes que preocuparte de eso!». Una vez él le dijo, agobiado por su lógica: «Un pueblo no tiene vida cuando lo gobierna un extranjero», y ella le repuso con extrañeza: «¡Pero seguimos vivos, aunque nos gobiernen desde antiguo! ¡Yo os he parido a todos a la sombra de su poder…! ¡Ellos, hijo mío, no matan, ni se meten con las mezquitas, y la comunidad musulmana sigue con bien…!». Y el joven le dijo desesperado: «¡Si nuestro señor Muhammad estuviera vivo, no le gustaría que lo gobernasen los ingleses!». Ella repuso con tono prudente: «Esto es verdad…, pero ¿nos vamos a comparar con el Enviado, sobre él la salvación y la paz…? Dios lo ayudaba con sus ángeles…». Y él exclamó: «¡Saad Zaglul hará lo que los ángeles hacían!». Pero ella exclamó a su vez, alzando los brazos como si rechazara un desastre inevitable: «¡No digas eso, hijo mío! ¡Pídele perdón a tu Señor! ¡Que Dios se apiade de ti y te perdone!». Así era ella. ¿Cómo responderle ahora que era consciente de que en la difusión del panfleto había un peligro que lo amenazaba…?

Él no tuvo más remedio que recurrir a la mentira, y dijo simulando indiferencia:

—Sólo quería bromear. No te inquietes por nada.

Y la mujer volvió a decir, con un tono que denotaba sumisión:

—Esto es lo que yo creo, hijo mío. No quiero tener que decir que mi opinión sobre el más sensato de los hombres estaba equivocada. ¿Qué nos va a nosotros en este asunto? Cuando nuestros bashas opinen que los ingleses han de salir de Egipto, que los echen ellos mismos.

Kamal, a lo largo de la conversación, parecía intentar recordar un asunto importante, y al llegar la charla a este punto gritó:

—¡El profesor de árabe nos dijo ayer que las naciones se independizan por el firme deseo de sus hijos…!

—Quizás se dirigía con su perorata a los alumnos mayores —exclamó la madre indignada—. ¿No me habías dicho un día que teníais compañeros a los que les había salido ya el bigote?

—¿Y mi hermano Fahmi, no es un alumno mayor? —preguntó Kamal ingenuamente.

—¡Claro que no es mayor tu hermano! —dijo la madre con desusada impetuosidad—. Me maravillo de este maestro, ¡cómo habrá podido pensar en hablaros de otra cosa que no sea la lección…! ¡Cuando quiera ser patriota realmente, que dirija este discurso a sus hijos en su casa, y no a los de los demás…!

La conversación estuvo a punto de enardecerse y mantenerse, si no hubiera sido por una palabra que surgió de pasada y cambió su curso. Zaynab quiso conquistarse a la madre saliendo en su defensa, y cargó contra el profesor de árabe, calificándolo de «estudiantucho de el-Azhar, del que el gobierno ha hecho un hombre importante en un descuido». Pero apenas oyó la madre este insulto dirigido al «estudiantucho de el-Azhar», volvió en sí de su indignación y rehusó dejarlo pasar —aunque se había dicho en su ayuda—, impulsada por el respeto al recuerdo de su padre que ella guardaba en su interior.

Así pues, se volvió hacia Zaynab, y dijo tranquilamente:

—Hija mía, desdeñas lo más honorable que hay en él. Los sheyjs son los representantes de los profetas. En efecto, a este hombre ha de censurársele salirse de los límites de su venerable tarea. ¡Ojalá se hubiera contentado sólo con ser estudiante de el-Azhar y sheyj!

No se le escapó a Yasín el secreto del brusco cambio de la madre, y se apresuró a intervenir para limar la huella que había dejado la inocente defensa de su esposa…