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El señor estaba inclinado sobre sus cuadernos cuando un zapato de tacón alto golpeó el umbral de la tienda. Alzó los ojos con un interés instintivo y vio a una mujer cuya melaya envolvía un cuerpo entrado en carnes; el borde de su negro velo descubría una frente esplendorosa y un par de ojos pintados con kohl. Su semblante sonrió, dando una bienvenida tanto tiempo deseada al reconocer en seguida a la señora Umm Maryam, o a la mujer del difunto Redwán, como se la llamaba últimamente. Como Gamil el-Hamzawi estaba ocupado con algunos clientes, la invitó a sentarse junto a su escritorio. La mujer se acercó contoneándose, y se sentó en una sillita de la que se desbordaban sus flancos, mientras le daba los buenos días. Y a pesar de que el saludo por parte de ella y la bienvenida de él discurrieron por el cauce convenido, que se repetía siempre que una «clienta» digna de tal acogida venía a verlo, la atmósfera que envolvía el rincón de la tienda en torno a la mesa del escritorio se cargó de una electricidad maliciosa, cuyos signos se manifestaban, por una parte en los párpados de ella, bajos por el pudor, a ambos lados del arús del velo, y por otra en la mirada de él, al acecho por encima de las aletas de su enorme nariz. Una electricidad oculta y silenciosa, aunque su luz celada estaba alerta en espera de un contacto para que surgiera, brillara y se inflamara… Era como si él hubiera esperado esta visita que disipaba esperanzas susurradas y sueños reprimidos. Además de que la muerte del señor Muhammad Redwán le había provocado ideas y suscitado deseos, como el recogimiento del invierno despierta las diversas esperanzas de la juventud en la naturaleza y en los seres vivos. Con su muerte había desaparecido la ansiedad que le impedía sentir la virilidad, y pudo recordarse a sí mismo que el difunto no era nada más que un vecino, no un amigo, y que se había ido. Ahora tenía además la posibilidad de expresar su sentimiento ante la belleza de esta mujer, de la que se había apartado tiempo atrás velando por su dignidad, y de reclamar su parte de placer y de vida. Sin contar con que su sentimiento hacia Zubayda había empezado a deteriorarse, como el fruto al final de su temporada. Así pues, la mujer se encontró, a diferencia de la visita anterior, con un macho enérgico y un ardiente enamorado… Sin embargo, a él se le cruzó una idea inoportuna: que se tratara de una visita inocente; pero la rechazó con fuerza, aduciendo los discretos indicios y la maravillosa duda que se había escapado de ella en la anterior visita, confirmándose sus conjeturas con esta visita de hoy, a la que no estaba obligada si no era por algo parecido a lo que a él mismo le rondaba en la cabeza. Finalmente se decidió a tantear el camino como un viejo experto. Así pues, le dijo sonriendo amablemente:

—¡Un paso encantador!

—Que Dios te honre —dijo ella con un cierto embarazo—. Iba de regreso a casa y al pasar por la tienda se me ha ocurrido coger yo misma lo necesario para el mes.

Él captó el «pretexto» de su venida, pero rehusó darle crédito, al considerar que el coger las provisiones del mes por sí misma no era nada, a no ser que detrás de eso existiera un motivo. Especialmente porque ella sabía de modo espontáneo y por instinto que su venida, tras los «preliminares» de su anterior visita, se prestaba a despertar en él la sospecha, y a que le pareciera un «enredo» no exento de coquetería. La prisa de ella por disculparse aumentó la confianza del señor, que dijo:

—Es una buena ocasión para saludarte y ponerme a tu disposición…

Le dio las gracias con una brevedad que él escuchó a medias, pues estaba ocupado en pensar la siguiente palabra. Quizás hubiera sido natural que hiciera un alto para recordar al difunto marido pidiendo por su eterna salvación; pero desechó esta idea, no fuera que le estropease todo el ambiente, preguntándose luego: «¿Atacar, o contenerse para conducirla gradualmente al ataque…?». Cada sistema tenía su encanto, pero no quiso olvidar que la visita en sí misma era un gran paso por parte de ella, que merecía la mejor acogida por la suya. Y prosiguió diciendo, como si completara sus anteriores palabras:

—¡Es más, una buena ocasión para verte!

Los párpados y las cejas de la mujer se movieron con un gesto que quizás indicaba sonrojo, embarazo o ambas cosas, pero que antes que nada sacaba a relucir su sagacidad frente al doble sentido que había tras su aparente cortesía. Como él vio en su sonrojo una respuesta al impulso interior que la había movido a visitarlo, más que una respuesta a sus propias palabras, aumentó su seguridad en su primera conjetura y él se dispuso a confirmar lo que había querido expresar diciendo en tono sutil:

—Sin duda, es una buena ocasión para verte…

Entonces ella dijo con un acento que denotaba una censura contenida:

—¡No creo que tú consideres el hecho de verme una buena ocasión!

El tono de reproche le produjo en su fuero interno un efecto de satisfacción y alegría, pero dijo a modo de protesta:

—Está en lo cierto quien dice que la más mínima conjetura es un pecado.

Ella agitó la cabeza como si quisiera decirle «no hay que pensar que semejantes palabras me causan impresión», y dijo:

—No es ni mucho menos una conjetura. Quiero decir lo que digo. Tú eres un hombre que no carece de inteligencia, y a mí me ocurre lo mismo…, aunque te imagines lo contrario… Y a ninguno de nosotros le es posible intentar engañar al otro.

A pesar de que la expresión de estas palabras procedía de una mujer cuyo marido apenas hacía dos meses que había muerto, despertaron en su alma un sentimiento de burla y de amargura, y se puso de buena gana a inventar excusas para ella, cosa en la que no había pensado en otras ocasiones, diciéndose a sí mismo: ¡Qué digna paciencia la suya con su larga enfermedad! Se le puede disculpar. Luego se libró enérgicamente de su repentino sentimiento y dijo afectando tristeza:

—¿Estás enfadada conmigo…? ¡Qué mala suerte! ¡No la merezco!

Ella repuso con cierto arrebato, cuyo motivo quizás fuera la limitación de espacio y de tiempo para los juegos de toma y daca:

—Me decía a mí misma mientras venía por el camino hacia aquí: «No es procedente que vayas…». Y ahora no tengo derecho a censurar a nadie más que a mí misma.

—¿A qué viene este enfado, señora…? ¡En efecto, yo me pregunto de qué se me acusa!

Ella preguntó con un tono lleno de significado:

—¿Qué hacer cuando saludas a una persona y no te devuelve el saludo sino algo aún peor que eso?

Comprendió en seguida que hacía alusión a la demostración de afecto que ella había intentado en su anterior visita, y que él recibió en silencio. Pero fingió ignorar tal alusión, y dijo, siguiendo su estilo enigmático:

—Quizás no llegó a su oído por una causa o por otra…

—Él es fuerte de oído y de todos los sentidos.

Fluyó a la boca del señor una sonrisa de asombro que no pudo contener, y dijo con el tono del culpable cuando empieza a reconocer su falta:

—Posiblemente no lo devolvió por pudor o por temor.

—En lo tocante al pudor, no lo tiene —dijo ella con una franqueza que lo maravilló e hizo vibrar su corazón—. Y en cuanto a las otras excusas, ¿desde cuándo los corazones sinceros tienen que preocuparse de ellas?

A él se le escapó una risa que controló en seguida mientras miraba furtivamente a Gamil el-Hamzawi, que parecía absorto en el trabajo entre un grupo de clientes. Luego dijo:

—No me gusta volver a las circunstancias que me resultaron difíciles en aquel tiempo. Pero no puedo desesperar mientras hay arrepentimiento, penitencia y perdón.

—¿Cómo sabremos que hay arrepentimiento? —preguntó ella con reticencia.

—Yo me lo he tragado durante largo tiempo —dijo con un tono acalorado, en el que destacaba su maestría adquirida con los años—. ¡Dios es testigo!

—¿Y la penitencia?

—¡Devolver diez veces el saludo! —dijo atravesándola con una ardiente mirada.

—¿Y quién nos dirá que hay perdón? —preguntó ella con coquetería.

—¿No perdona el que es generoso? —dijo él con elegancia. Luego prosiguió con intensa embriaguez:

—El perdón a menudo es una palabra secreta para acceder al paraíso… Después, mientras miraba con ternura una agradable sonrisa que brillaba en los ojos de la mujer, dijo:

—¡El paraíso al que me refiero cae en la encrucijada de Bayn el-Qasrayn con el-Nahhasín, y con la buena fortuna de que su puerta se abre a un callejón lateral, que está lejos de los ojos vigilantes, y que no tiene guardián!

Él comprendió que el guardián del paraíso celestial era «el difunto», el cual lo había sido del paraíso terrenal cuyo camino él buscaba. Un pesar enturbió su pensamiento, y temió que la mujer hubiera percibido la misma verdad irónica. Pero la encontró sumida en una especie de ensueño, y suspiró mientras pedía perdón a Dios en su interior. Gamil el-Hamzawi había acabado con sus clientes y se acercó a la señora para cumplir sus encargos, presentándosele al señor la ocasión de reflexionar. Se puso a recordar cómo su hijo Fahmi había deseado un día pedir en matrimonio a Maryam, la hija de esta mujer; luego cómo le había inspirado Dios la negativa. En aquel momento había creído que sólo ejecutaba la voluntad de su esposa, y no se le ocurrió que estaba apartando a su hijo de la peor tragedia que puede afligir a un marido, pues ¿era posible que una chica siguiera otro modelo que el de su madre…? ¡Y qué madre! ¡Una mujer peligrosa! ¡Quizás fuese una valiosa joya para los cazadores como él; pero en la casa, una tragedia sangrienta! ¿Qué conducta habría seguido a lo largo de los años en que su marido había vivido como un muerto viviente…? Todos los indicios señalaban en una sola dirección, y quizás muchos de los vecinos lo sabían; más aún, posiblemente si hubiera habido en su casa quien fuera buen observador de estos asuntos, no se le habría ocultado nada, y su propia mujer no hubiera seguido siendo amiga suya ni confiando en ella como hasta ahora. Le volvió un deseo que se había apoderado de él por primera vez tras la dudosa visita anterior, sin haber encontrado entonces un camino seguro para realizarlo sin despertar sospechas. Se trataba de interponerse entre la mujer desvergonzada y su inmaculada casa. Él veía ahora que la coyuntura era oportuna para su esperado contacto con ella, y para realizar así su deseo. El medio era insinuarle que cortara poco a poco los lazos de amistad con su esposa, inventando una excusa apropiada que se le ocurriera para conseguir su propósito sin ofender la dignidad de ella, de esta mujer que estaba a la vez tan cerca de su corazón y tan lejos de su respeto. Cuando el-Hamzawi acabó de preparar lo que ella necesitaba, esta se levantó, tendiendo la mano al señor, y saludó sonriendo mientras él decía con voz apagada:

—¡Hasta la vista!

—¡Estaremos esperando! —murmuró la mujer disponiéndose a partir.

Ella lo dejó lleno de felicidad, ebrio de triunfo y de asombro, pero también le produjo un resquemor que no existía antes; un resquemor digno de figurar en un lugar destacado entre sus preocupaciones cotidianas. A partir de ahora se preguntaría por el medio más seguro para retirarse de la casa de Zubayda, con el mismo interés con el que se preguntaba qué había hecho la autoridad militar, qué preparaban los ingleses y qué se proponía Saad. Sin duda, una nueva suerte de felicidad, que arrastraba tras de sí, como de costumbre, un cortejo de ideas. Si no fuera por lo mucho que deseaba el amor de la gente, ese amor del que conseguía la mayor dicha, le hubiera sido fácil huir de la cantora una vez que su pasión se había echado a perder, sus flores se habían ajado, y la saciedad lo había ahogado en un pantano putrefacto. Pero temía siempre dejar tras de sí un corazón enojado o un alma rencorosa. ¡Cuánto le habría gustado, cada vez que el hastío atenazaba su espíritu, que el ser amado iniciara la huida de su lado, y ser abandonado sin que fuese él el que huyera! ¡Y cuánto le habría gustado acabar su relación con Zubayda como se habían acabado anteriormente otras parecidas: con una preocupación pasajera enjugada por los regalos escogidos para la despedida, que luego se convertiría en una firme amistad! ¿Acogería Zubayda, a la que consideraba no menos hastiada que él, su excusa de buen grado? ¿Esperaba que sus regalos le perdonaran la huida que había decidido? ¿Daría pruebas de ser una mujer de gran corazón, de alma generosa como su compañera Calila, por ejemplo? Esto era lo que debía pensar detenidamente y preparar en consecuencia el recurso más apropiado. Lanzó un prolongado suspiro como quejándose de que el amor fuera perecedero, y de que no le evitara al corazón las molestias de las pasiones. Luego la imaginación lo distrajo, dejando transcurrir el día. Y se encontró avanzando en la oscuridad, buscando su camino hacia la casa prometida, y a la mujer esperándolo con una lámpara en la mano.