50

Al mismo tiempo que el país se afanaba en reclamar su libertad, Yasín se ocupaba de asegurar y decidir la suya propia. Su salida a las veladas nocturnas tras la abstinencia marcada por las conveniencias en las semanas que seguían al matrimonio, no la había conseguido sin lucha. Había una verdad que a menudo se repetía a sí mismo como una excusa a su nueva conducta, y era que no se imaginaba, en la embriaguez del sueño de su nuevo estado, que volvería a la vida de frivolidad entre el café y la taberna de Kostaki. Había estado totalmente seguro de que diría adiós a aquello para siempre, abrigando para su vida conyugal los mejores propósitos, hasta que se le vino encima el grave desengaño de todo su matrimonio, y los nervios se cansaron de cargar con el tedio o la vida vacía, como él la llamaba. Entonces se refugió, con toda la fuerza de su alma mimada y sensible, en el esparcimiento, la diversión y el olvido, en el café y en la taberna; no como una vida que constituyera una norma para él, tal como había creído en el pasado, cuando el matrimonio era una esperanza en reserva, sino como una vida cuyo placer era todo lo que le quedaba, una vez que el matrimonio había resultado un amargo fracaso; como le ocurre a aquel a quien las esperanzas hacen huir de su país, y la frustración lo obliga a volver a él arrepentido. Pero Zaynab, que había conocido junto a él el cálido afecto y la ávida caricia, más aún, la estima que lo llevó un día hasta a ir con ella al teatro de Kishkish Bey haciendo caso omiso del apretado cerco de severas tradiciones edificadas por su padre en torno a la familia… Zaynab por su parte sufría una impresión difícil de soportar cuando él se alejaba de ella, noche tras noche, para regresar de madrugada borracho y dando tumbos. No pudo por menos que confiarle sus pesares, aunque él sabía intuitivamente que un salto tan repentino en su vida conyugal no podía pasar desapercibido. Yasín se temió desde el principio que surgiría algún tipo de oposición, un reproche o una pelea, y se preparó adecuadamente para zanjar la situación con firmeza, haciendo suyas las palabras de su padre la noche en que lo cogió a la vuelta del teatro de Kishkish Bey, «a las mujeres no las corrompen nada más que los hombres; pero no todos los hombres son dignos de velar por las mujeres». Y apenas ella se hubo quejado, le dijo: «No hay motivo para estar triste, querida; desde siempre las casas han sido para las mujeres y el mundo para los hombres… ¡Todos son así! Y el marido sincero conserva su fidelidad, tanto lejos de su mujer, como cuando está ante ella. Trasnochar me produce una diversión y una alegría que hacen de nuestra vida un disfrute perfecto…». Cuando ella hizo alusión a sus borracheras, pretextando que «temía por su salud», él se echó a reír y dijo en el mismo tono, aunando la amabilidad y la firmeza: «Todos los hombres se emborrachan. Mi salud mejora con la embriaguez —rio otra vez—, pregúntale a mi padre o al tuyo». Ella ya no quiso seguir discutiendo con él, corriendo tras una esperanza engañosa, y él acentuó su firmeza, envalentonado por el tedio que lo obligaba a no dar importancia a los enfados de Zaynab. Se puso a exaltar el derecho absoluto que tienen los hombres a hacer lo que les plazca, y la obligación de las mujeres a someterse y a mantenerse dentro de los límites. «Mira a la mujer de mi padre, ¿la has visto algún día oponerse a su proceder…? Por ese entendimiento son dos esposos felices y una familia tranquila. Es necesario que no volvamos sobre este asunto…».

Quizás él, si se hubiera abandonado a su solo sentimiento, no habría empleado para hablarle tanta diplomacia, pues su fracaso matrimonial lo había llevado a sentir hacia ella unas veces una especie de deseo de venganza, y otras una especie de aversión intermitente, aunque no dejaba de desearla de vez en cuando. Pero respetó los sentimientos de Zaynab en honor —o por miedo— a su padre, cuya fuerte relación con el de ella —el señor Muhammad Effat— le era conocida. En verdad, nada le preocupaba tanto como su temor a que ella se le quejara y este, a su vez, lo hiciera al suyo, hasta el punto de que había decidido seriamente, si ocurría algo de lo que se temía, tomar una vivienda independiente, cualesquiera que fuesen las consecuencias. Pero sus temores no se confirmaron; la muchacha demostró, a pesar de su tristeza, que era una mujer «juiciosa», como si fuera de la misma clase que su suegra. Estimó su situación en toda su justeza y aceptó su realidad, segura, en cuanto a su marido, de la sinceridad y de la inocencia de sus veladas tal como él lo repetía siempre, contentándose con manifestar el dolor y la tristeza en el estrecho círculo familiar —la reunión del café— sin conseguir un apoyo serio. ¿Cómo lo iba a conseguir en un ambiente que consideraba la sumisión al hombre como una religión y un dogma? Es más, posiblemente la señora Amina había desaprobado sus quejas y se había indignado por ese extraño exclusivismo hacia su marido al que ella aspiraba. Porque Amina no podía concebir a las mujeres sino bajo su propia imagen, y a los hombres bajo la de su marido; y no veía extraño que Yasín disfrutara de su libertad resultándole extraña, eso sí, la queja de su mujer.

Solamente Fahmi apreció su tristeza y se comprometió a hacérsela llegar a oídos de Yasín, aunque estaba seguro desde el principio de que defendía una causa perdida. Posiblemente lo que lo animaba a hacerlo era la cantidad de encuentros que ambos habían tenido en el café de Ahmad Abdu en el Jan el-Bujari, aquel café que estaba bajo tierra como si fuera una cueva excavada en las entrañas de un monte, techado con las casas del viejo barrio, retirado del mundo, con sus estrechas habitaciones enfrentadas, su patio en medio del cual se encontraba un surtidor silencioso, sus lámparas que estaban encendidas noche y día, y su ambiente tranquilo, soñador y fresco. Yasín se había inclinado por este café debido a su proximidad a la taberna de Kostaki por una parte, y por otra, dada la necesidad de huir del de Si Ali en el-Guriyya tras la ruptura con Zannuba. Además escogió este nuevo café por su carácter antiguo, que estaba en consonancia con su alma caprichosa inclinada a la poesía. Fahmi, por su parte, no había conocido el camino de los cafés como consecuencia de un cambio repentino de su conducta, siendo como era un estudiante aplicado, sino obedeciendo a la llamada de aquellos días que convocaba a los estudiantes, y a otros que no lo eran a reunirse y a cambiar impresiones. Él y un reducido grupo de sus compañeros habían elegido el café de Ahmad Abdu por las mismas características de antigüedad que lo convertían en un lugar a cubierto de las miradas, apto para reunirse noche tras noche a hablar, a cambiar impresiones, a hacer conjeturas y a esperar las noticias. A menudo los dos hermanos se encontraban en una de las pequeñas habitaciones, aunque fuera un breve instante, es decir, hasta que llegaban los camaradas de Fahmi o se acercaba el momento de que Yasín se trasladase a la taberna de Kostaki. En una de estas ocasiones, Fahmi aludió a la preocupación de Zaynab manifestando su sorpresa por la conducta de su hermano, la cual no estaba de acuerdo con una vida conyugal en sus comienzos. Yasín se echó a reír con la risa de un hombre que se ve con el derecho, con todo el derecho, a burlarse de la ingenuidad del otro y que se siente satisfecho de hablarle en el tono de consejero de aquello que ignora. Sin embargo, no quiso justificar su conducta directamente, prefiriendo apartar de su pecho las palabras que se le ocurrían, y dijo dirigiéndose al joven:

—Un día deseaste casarte con Maryam. Y no dudo que sentiste una gran pena por la actitud de tu padre, el cual impidió que aquel deseo se hiciera realidad. Te diré, y sé lo que digo, que si hubieras sabido en aquel tiempo lo que esconde el matrimonio tras de sí, habrías alabado a Dios por el fracaso…

Fahmi se asombró hasta el punto de sentirse incómodo, porque no se esperaba que lo sorprendiera con una primera frase articulada con palabras que simultaneaban «Maryam», «matrimonio» y «deseo», ideas que habían desempeñado en el teatro de su alma papeles que no olvidaría, y cuya huella no se borraría jamás. Posiblemente exageró al manifestar su sorpresa, para ocultar la pena y la impresión que le producían los recuerdos, y quizás por eso no pudo decir esta boca es mía. Yasín siguió hablando, mientras hacía con su mano un gesto de tedio y de fastidio:

—¡No me imaginaba —dijo— que el matrimonio desembocara en este vacío! ¡En realidad no deja de ser un sueño engañoso… y cruel como toda innoble impostura!

Sus palabras le parecieron a Fahmi difíciles de digerir, y sospechosas, como correspondía a un joven a quien las fuentes de su vida emocional lo empujaban hacia un único objetivo que sólo tomaba cuerpo con la imagen de «esposa» y bajo el término de «matrimonio». Y le sabía mal que su desvergonzado hermano se tomase su sagrado término con esa irónica amargura.

—¡Pero tu mujer es una señora… perfecta! —murmuró enormemente sorprendido.

—¡Una señora perfecta! —exclamó Yasín burlón—. Eso es. ¿No es la hija de un hombre virtuoso…? ¿Y la nuera de una familia respetable…? ¿Bonita? ¿Educada…? Pero no sé qué demonio, responsable de la vida conyugal, convierte el conjunto de las cualidades anteriores en accidentes banales a los que la mente, bajo la presión del tedio mortal, no presta atención. Es como si fueran parte de los atributos de nobleza y felicidad que otorgamos generosamente a la pobreza, cuando nos parece que hemos de consolar a un pobre de su indigencia.

—No comprendo una sola palabra de lo que dices… —repuso Fahmi con llaneza y sinceridad.

—Espera hasta que lo aprendas por ti mismo…

—¿Por qué, entonces, la gente insiste en casarse desde el principio de la creación…?

—Porque con el matrimonio, como con la muerte, no sirven ni la precaución ni la advertencia… —Luego prosiguió como si hablara consigo mismo—: ¡Cómo ha jugado conmigo la fantasía! ¡Me ha elevado a unos mundos cuyos gozos sobrepasan a los sueños! Cuántas veces me he preguntado: ¿Es cierto que voy a compartir la casa con una joven hermosa hasta la eternidad? ¡Qué sueño…! Pero te aseguro que no hay desgracia más penosa que compartir una misma casa con una belleza hasta la eternidad…

Fahmi masculló con el estupor de un hombre al que le resulta difícil, con la fogosidad de la juventud, imaginar el tedio:

—Quizás, tras una apariencia irreprochable, hayas visto otras cosas. Yasín dijo echándose a reír con amargura:

—¡Yo me quejo precisamente de esa apariencia irreprochable! ¡Mi queja, en realidad está originada por la propia belleza! Es… Es la que me ha hastiado hasta enfermar; es como una palabra nueva cuyo sentido deslumbra por vez primera, y luego sigues repitiéndola y usándola, hasta que te hace el mismo efecto que palabras como «perro», «gusano», «lección» y el resto de las cosas cotidianas, perdiendo su novedad y su encanto. Posiblemente has olvidado su propio significado, pues se ha convertido en una palabra desnuda, un vocablo extraño, sin sentido ni razón para utilizarla. Tal vez si otro tropezara con ella a lo largo de tu charla, sería presa del asombro a causa de tu habilidad, mientras que la sorpresa se apoderaría de ti por su error. Y no preguntes por la desgracia que hay en el tedio de la «belleza», ya que se presenta como algo ineludible y es, por tanto, un destino inevitable… Así pues, es imposible escapar a una desesperación que no conoce reposo. No te asombres por mis palabras; yo te disculpo porque lo ves desde lejos, y la belleza, como el espejismo, no se ve más que de lejos…

A pesar de la amargura del tono, Fahmi dudó de la veracidad de sus argumentos, ya que estaba dispuesto desde el principio a acusar a su hermano, no a la naturaleza humana, por la conducta torcida que sabía que tenía. ¿No podía en realidad atribuir sus quejas a su desvergonzada vida anterior al matrimonio…? Se obstinaba en esta idea con el empeño del hombre que se niega a sufrir la pérdida de sus esperanzas más queridas. Y como Yasín no daba importancia a las opiniones de su hermano, en la misma medida en que no se la daba tampoco a expresar lo que sentía, continuó su perorata sonriendo limpiamente por vez primera:

—¡He empezado a comprender totalmente la postura de mi padre…! ¡Y comprendo qué es lo que ha hecho de él ese hombre desenfrenado que corre siempre detrás del amor! ¿Cómo podría soportar un único manjar durante un cuarto de siglo, cuando a mí me ha matado el aburrimiento a los cinco meses?

Fahmi dijo, ya angustiado por el hecho de meter a su padre en la conversación:

—Aun en el supuesto de que tu queja sea producto de una miseria propia de la naturaleza humana, la solución que tú propones —pensó decir: es antinatural; luego rectificó para ser más lógico— se aleja de la religión…

Yasín, que se contentaba en materia de religión meramente con creer, sin preocuparse seriamente de sus preceptos ni de sus prohibiciones, dijo:

—La religión apoya mi punto de vista, y signo de eso es que permite el matrimonio con cuatro mujeres, aparte de las esclavas con las que se llenaban los palacios de los califas y de los ricos. Esta ha comprendido pues, que la belleza en sí misma, cuando se desgasta por la costumbre y la familiaridad, aburre, enferma y mata…

—Teníamos un antepasado que pasaba la noche con una esposa y la mañana con otra. Quizás lo hayas heredado tú —dijo Fahmi, sonriendo.

—Quizás —gruñó Yasín con un suspiro.

A pesar de que Yasín no se había aventurado a realizar hasta aquel momento ninguno de sus audaces sueños, lo cierto es que había vuelto al café y a la taberna, pero vacilaba antes de dar el último paso, antes de deslizarse hacia Zannuba o hacia otra. ¿Qué era lo que le había hecho reflexionar y vacilar? Posiblemente no carecía de un cierto sentido de la responsabilidad frente a la vida matrimonial, y tal vez no podía dejar de temer lo que decía la religión en lo tocante al «marido libertino» del que afirmaba que era distinto del «joven libertino»… O también era posible que la desilusión de la más fuerte esperanza que había hallado eco en él, lo hubiera desviado de los placeres del mundo hasta que había recobrado el dominio de sí mismo. Sin embargo, nada de esto fue un impedimento serio en su camino, digno de detener el curso de su vida. ¿No había encontrado una incitación elocuente en la conducta de su padre, que lo subyugaba? La «sabiduría» que se evidenciaba en su esposa la comparaba en su mente con la de la mujer de su padre, de modo que su imaginación estaba dispuesta a trazar la pauta de su vida futura teniendo como modelo la de la señora Amina con su padre. En efecto, había deseado tanto que Zaynab se sintiera segura con la vida que se le había asignado, como lo estaba la mujer de su padre con la suya, y de este modo quitarse de en medio como lo hacía su padre, para volver al final de la noche, gozando de una casa tranquila y de una esposa que finge dormir. Así, sólo así, la vida conyugal le parecía posible; más aún, excelente y con unas cualidades dignas de ser deseadas. ¿Qué ambiciona cualquier mujer, aparte de la casa conyugal y la satisfacción sexual…? ¡Nada! Son animales domésticos, y como tales han de ser tratadas. Cierto que a los animales domésticos no se les permite importunar nuestra vida privada. Han de esperar en casa hasta que decidamos acariciarlos. Ser un marido dedicado a la vida conyugal es la muerte. Un único espectáculo, una sola voz, un único manjar, en conclusión, una reiteración limitada de gestos y voces que no dejan de repetirse y repetirse hasta que el movimiento y la rigidez llegan a ser lo mismo, y el sonido y el silencio coinciden… No, no… Yo no me he casado para esto… Si dicen que es blanca, ¿no deseo a la morena o a la negra…? Y si dicen que es redondita, ¿cómo me consuelo de la delgada y de la corpulenta…? O si dicen que es educada, con abolengo, noble y respetable, ¿acaso quita eso mérito a la chica de los carros? ¡Vamos, vamos!