Ante la tienda del señor Ahmad la calle aparecía, como de costumbre, repleta de transeúntes, vehículos y parroquianos de los comercios apiñados a los dos lados. Sólo su cielo se adornaba con la transparencia filtrada del agradable clima de noviembre que cubría el sol tras finas nubes, cuyos jirones brillaban con una blancura resplandeciente sobre los alminares de el-Qalawún y Barquq como si fueran lagos de luz. No había nada en el cielo ni en la tierra que se hubiera salido de lo ordinario, de aquello a lo que el señor estaba acostumbrado a ver cada día, pero el alma del hombre, como las de los allegados a la suya, y quizás las de la gente en general, todas ellas se vieron enfrentadas a una violenta ola de excitación y de sensaciones que las sacó de sus casillas, o casi lo hizo; hasta tal punto que el señor pensó que nunca había pasado unos días como aquellos en los que la gente se reunía alrededor de una sola noticia y los corazones latían con un sentimiento único. Fahmi, que guardaba silencio ante su padre hasta que este empezara a hablar, le contó con prolijidad lo que, según él sabía, había ocurrido en el encuentro entre Saad y el virrey. Y en la noche del mismo día, en la velada musical, afirmó al grupo de los amigos que la noticia era cierta sin lugar a dudas. En su propia tienda ocurrió más de una vez que clientes —con quienes no le unía ninguna relación anterior de conocimiento—, se lanzaban a hablar del encuentro; más aún, no sabía esa mañana que el sheyj Mitwali Abd el Samad irrumpiría en la tienda tras una larga ausencia. Este no se contentó con recitar aleyas y con coger su lote de azúcar; se empeñó en, anunciar la noticia de la visita, con el tono de quien tiene prisa por dar la buena nueva el primero. Y cuando el señor le preguntó, bromeando, cuál pensaba que sería el resultado de la visita, el sheyj le contestó: «¡Absurdo…! ¡Es absurdo que los ingleses salgan de Egipto! ¿Te crees que están tan locos como para evacuar el país sin combatir…? ¡Tienen que combatir! ¡Y nosotros no podemos hacerlo! Así pues, no hay medio de echarlos. Es posible que nuestros hombres lleguen sólo al acuerdo de expulsar a los australianos para que vuelva la tranquilidad de antes, y en paz». Días de noticias y de sentimientos desbordantes que encontraron en el señor a un hombre dotado de intensa receptividad para contagiarse de los ardores patrióticos y políticos. Y llegó a estar en un estado de espera y expectativa tal que lo llevó a leer con emoción la mayor parte de los periódicos como si se publicaran en un país extraño donde no hubiera emoción ni exaltación, y a recibir a los amigos con una mirada inquisidora, ansiosa de saber qué noticias traían. En ese estado recibió al señor Muhammad Effat cuando entró en la tienda apresuradamente. No era la mirada aguzada del recién llegado ni su gesto enérgico el de quien da a entender que es un mero visitante que se dirige a la tienda para tomarse un café o a contar una anécdota. El señor encontró en su aspecto algo que respondía a su talante angustiado y ansioso. Lo abordó diciendo, mientras el otro se abría paso entre los clientes cuyas demandas se ocupaba de satisfacer Gamil el-Hamzawi:
—¡Buenos días! ¿Qué noticias traes, león?
El señor Muhammad Effat tomó asiento junto al escritorio mientras sonreía de un modo que denotaba vanidad, como si la pregunta del señor: «¿Qué noticias traes?» —que era la misma pregunta que repetía siempre que encontraba a algún amigo— fuera un reconocimiento a su importancia en estos días trascendentales por su interés, dados los lazos de parentesco que lo unían con algunas personalidades egipcias importantes. El señor Effat era siempre el nexo de unión entre su grupo genuino formado por comerciantes, y el de los funcionarios notables y abogados que se habían ido uniendo a él con el paso del tiempo, aunque el señor Ahmad gozaba del rango exclusivo de la mayor estima, gracias a su personalidad y a su idiosincrasia. Pero dicho lazo de parentesco, que no le hacía perder ni lo más mínimo de su importancia ante sus amigos los comerciantes, quienes contemplaban, con una mirada llena de respeto, a los funcionarios y a los que tenían títulos, este lazo de parentesco había ido creciendo en importancia en aquellos días en los que «la nueva noticia» se había hecho más importante que el agua y la comida. El señor Effat abrió un pliego que llevaba doblado en su mano derecha, y luego dijo:
—Un nuevo paso; ya no soy portador de noticias solamente, sino que me he convertido en un enviado que te trae a ti y a todos los hombres de bien este feliz documento.
Le dio el pliego mientras murmuraba sonriendo:
—¡Lee!
El señor lo cogió y leyó:
—«Nosotros, los abajo firmantes, hemos delegado en los excelentísimos señores Saad Zaglul Basha, Ali Shaarawi Basha, Abdel Aziz Fahmi Bey, Muhammad Ali, Alluba Bey, Abdel Latif el-Mekabbati, Muhammad Mahmud Basha y Ahmad Lutfi el-Sayyid Bey. Ellos deben reunir a quienes escojan, con el fin de buscar por los medios pacíficos y legales, dondequiera que se encuentren, el modo de alcanzar para Egipto una total independencia».
El rostro del señor resplandeció mientras leía los nombres de los miembros del Wafd egipcio, de los que había oído hablar al escuchar las noticias sobre la vida nacional que corrían de boca en boca.
—¿Qué significa este papel? —preguntó.
El hombre dijo con entusiasmo:
—¿No ves estas firmas…? Pon debajo de ellas la tuya y llama a Gamil el-Hamzawi para que firme también. Este es uno de los documentos que el Wafd ha hecho imprimir para que la gente los firme, y con ellos asumir la representación del pueblo egipcio.
El señor tomó la pluma y estampó su firma con una alegría que se revelaba en el brillo de sus ojos azules, mientras esbozaba una leve sonrisa que era el exponente de su sensación de felicidad y orgullo al dar plenos poderes a Saad y a sus compañeros, aquellos hombres que se habían apoderado de su alma a pesar de su reciente fama, removiendo con ella pasiones profundas y reprimidas. Era como una nueva medicina que monopoliza el pensamiento de los aquejados de una antigua enfermedad reacia a la curación, a pesar de utilizarla por vez primera. Llamó a el-Hamzawi y también firmó; luego se volvió hacia su amigo mientras decía con gran preocupación:
—¡La cuestión es seria por lo que parece!
El hombre golpeó el borde del escritorio con el puño. Luego dijo:
—Extremadamente seria. Todo marcha por la vía de la fuerza y de la resolución. ¿No sabes lo que les ha inducido a publicar este documento…? Dicen que «el inglés» se pregunta en calidad de qué le habían hablado Saad Zaglul y sus compañeros la mañana del 13 de noviembre pasado, y que al Wafd sólo le falta apoyarse en estos documentos para demostrar que habla en nombre del pueblo…
—Si Muhammad Farid estuviera entre nosotros —dijo el señor con vehemencia—, no pasaría esto.
—De los hombres del Partido Popular, ya se han unido al Wafd Muhammad Ali Alluba Bey y Abdel Latif el-Mekabbati…
Luego sacudió los hombros para echar fuera todo el pasado, y dijo:
—Todos nosotros recordamos a Saad cuando formó aquel enorme tumulto al ser investido ministro de Justicia. No puedo dejar de recordar la buena acogida que le dispensó el-Liwá desde su candidatura al ministerio, como tampoco he olvidado los ataques contra él después de aquello; es más, no niego que yo gocé con la crítica de sus detractores por mi estrecha relación con el difunto Mustafa Kámil; pero Saad ha demostrado siempre ser merecedor de la admiración que le dispensaban. En cuanto a su último gesto, es digno de que se le coloque por nuestra parte en el más noble lugar…
—Tienes razón, es un gesto excelente. ¡Pidamos a Dios que lo conduzca al éxito! —Luego dijo con preocupación—: ¿Les permitirán hacer el viaje…? ¿Y qué crees que harán si lo logran…?
El señor Muhammad Effat plegó el documento y luego se levantó mientras decía:
—El mañana no está lejos…
En su camino hacia la puerta de la tienda triunfó el talante bromista del señor, y susurró al oído de su amigo:
—¡Estoy tan contento con este documento nacional como si fuera un borracho que toma la octava copa entre los muslos de Zubayda!
Muhammad Effat movió la cabeza vehementemente como si la imagen a la que daba cuerpo su fantasía, al recordar la copa y a Zubayda, lo hubiera embriagado, y masculló:
—¡Qué escucharemos mañana…!
Luego dejó la tienda, y el señor dijo completando la frase con una sonrisa:
—¡Y pasado ya veremos…!
Luego volvió a su escritorio, con la huella del humor vagando en sus facciones y la excitación del entusiasmo en su corazón, como le ocurría en todas las cosas importantes de la vida que pasaban lejos de su casa, pues encontraba toda su seriedad siempre que el caso lo requería; pero no vacilaba en suavizar el ambiente bromeando y haciendo chistes cuando había ocasión, dada su naturaleza a la que no podía escapar, aunque estaba dotado de un raro poder para combinar ambas cosas. Su seriedad no estaba por encima de su sentido del humor, ni este estropeaba a aquella. Sus bromas no eran un lujo de esos que evolucionan al margen de la vida, sino una necesidad que compaginaba por igual con la seriedad, sin que pudiera un solo día limitarse a esta totalmente o concentrar su atención en aquella. Así pues, siempre se conformó en su «patriotismo» con una simpatía y una complicidad emocional, sin pasar a una acción que cambiara el aspecto de la vida que más le gustaba y que prefería a cualquier otra. Por eso no se le había ocurrido nunca adherirse a ninguna comisión del Partido Nacionalista por muy intenso que fuera su apego a sus principios, ni tan siquiera hacerse visible en alguna de sus reuniones. ¿No había en ello una pérdida de su «precioso» tiempo? ¡El país no tenía necesidad de él, mientras que él sí ansiaba cada minuto suyo para consumirlo con su familia, con su comercio o, sobre todo, para divertirse en medio de los camaradas y de los amigos íntimos! ¡Que su tiempo, pues, le perteneciera totalmente! El país no tenía por qué querer su corazón ni sus sentimientos; es más, su fortuna, siempre que la tuvo, jamás la escatimó cuando fue necesario contribuir a algún objetivo. Además nunca sintió haber faltado a su obligación; por el contrario, era conocido entre sus amigos por su patriotismo, bien porque sus corazones no eran generosos con sus sentimientos como lo era el suyo, bien porque aquellos cuyos corazones lo eran, no llegaban al límite de la largueza con su dinero.
Él se distinguía por su patriotismo; lo sabía, y lo unía al resto de sus cualidades, sintiéndose secretamente orgulloso de ellas en lo más profundo de su corazón. No se imaginaba que el patriotismo pudiera exigirle más de lo que le daba desinteresadamente. Ese corazón apasionado por el amor, por la música y la broma, no iba a cerrarse, a pesar de su desbordamiento, ante el sentimiento nacional, pues este, si bien se contentaba con tener en el corazón un espacio para su vitalidad, era una fuerza profunda que absorbía el espíritu y le preocupaba. Dicho sentimiento no le vino de modo accidental, sino que fue creciendo con su niñez cuando llegaron a sus oídos los relatos heroicos que contaban los antiguos sobre Orabi. Luego la brasa se avivó con los artículos y discursos de el-Liwá. ¡Fue un espectáculo único, que incitaba al mismo tiempo a la emoción y a la risa, el día en que lo vieron llorando como un niño cuando falleció Mustafa Kámil! Sus amigos se conmovieron porque ninguno de ellos se había librado de la tristeza. Más tarde se morían de risa en la velada musical de por la noche al acordarse del espectáculo, ya que no era fácil ver al «señor de la risa» romper en llanto. Ahora, una vez estallada la guerra y ya terminada, tras la muerte del joven caudillo y la expulsión de su sucesor, tras perder la esperanza de la vuelta de «nuestro Efendi», tras la derrota de Turquía y la victoria de los ingleses; después de todo esto, o a pesar de ello, corrían noticias extrañas cargadas de verdades como sacadas de las leyendas, enfrentando al «inglés» con las exigencias de independencia, la firma de documentos nacionalistas, la pregunta sobre el siguiente paso… Corazones cuya naturaleza se había sacudido el polvo, almas que resplandecían con la esperanza… ¿Qué había detrás de todo esto? Su imaginación pacífica, que se había acostumbrado a la humillación, se preguntaba inútilmente… Le urgía que llegara la noche para correr a la velada musical, donde las conversaciones políticas eran «el aperitivo» de la bebida y de la música, y armonizaban con multitud de tentaciones que eran las que lo arrastraban a añorar esta velada; tentaciones como Zubayda, el amor fraternal, la bebida y la música. En ese ambiente seductor dichas tentaciones eran agradables al espíritu y resultaba delicioso caer en ellas, enriqueciendo el corazón en las distintas facetas del entusiasmo y del amor, sin exigirle lo que no podía hacer. Estaba pensando en todo esto, cuando se le acercó Gamil el-Hamzawi diciéndole:
—¿No has oído el nuevo nombre que le han puesto a la casa de Saad Basha? La llaman «Casa de la Nación».
Entonces el empleado se inclinó hacia él para comunicarle cómo le había llegado la noticia…