48

La reunión del café se quedó sin el rostro de Jadiga como antes se había quedado sin el de Aisha, pero Jadiga dejó un vacío irreemplazable. Era como si ella se hubiera llevado el espíritu a la reunión, despojándola de su vitalidad y privándola de unas virtudes de humor, alegría y discusión nada desdeñables. O, como se dijo Yasín para sus adentros: «En nuestra reunión ella era como la sal en la comida; la sal en sí misma no es placentera, pero ¿cuál es el placer de la comida sin ella?». Sin embargo, no manifestó su opinión por cortesía hacia su esposa pues, a pesar de su decepción acerca del matrimonio, para la que ya no había remedio en la casa, aún temía herir sus sentimientos, al menos para que esta no pensara mal de su continuo velar, noche tras noche, en el «café», como le hacía creer a ella. Siendo como era más propenso a las bromas que a la seriedad, si es que allí la había, había perdido a la compañera que tantas veces bromeaba con él o le inspiraba sus chanzas, y no le quedaba más que conformarse con lo poco que hallara en aquella reunión tradicional. Y ahí estaba, sentado con las piernas cruzadas sobre el sofá, sorbiendo el café, y dirigiendo su mirada hacia el sofá de enfrente, donde veía a su madre, a su esposa y a Kamal inmersos en sus triviales conversaciones. ¡Posiblemente se asombraba por enésima vez de la sombría seriedad de Zaynab, y recordaba que Jadiga la tildaba de «antipática», rindiéndose él, por cierto, a su punto de vista…! Luego abría el Diwán de la Hamasa o La joven de Kerbelá y leía, o le contaba a Kamal algo de lo que había leído. Al mirar a su derecha, veía a Fahmi, presto a entrar en la conversación…, ¿para hablar de qué?, se preguntaba…, ¿de Muhammad Farid, de Mustafa Kámil…? No lo sabía, pero seguro que hablaría. Es más, desde que ese mismo día había vuelto de la Escuela de Leyes parecía como el cielo presagiando lluvia… ¿Lo pinchaba…?, claro que no, no necesitaba hacerlo, pues he aquí que Fahmi le salía al paso muy interesado, clavaba en él una elocuente mirada, y luego le preguntaba:

—¿No te han llegado noticias frescas?

¡Y él le preguntaba por noticias frescas! Tengo innumerables noticias…, el matrimonio es el mayor de los timos…, al cabo de unos meses la esposa se convierte en un trago de aceite de ricino… ¡No te entristezcas de que se te escapara Maryam, político inexperto…! ¿Quieres noticias frescas…? Tengo muchas, pero seguro que no te interesarían lo más mínimo…; además, con sólo imaginarme revelarlas ante mi esposa, pierdo el valor. Y de repente se encontró citando —en su interior, naturalmente— las palabras de el-Sharif:

Tengo unos mensajes de amor que no mencionaré.

Si no fuera por ese espía, ya los habría hecho llegar a tu boca.

Luego preguntó a su vez:

—¿A qué noticias te refieres?

—Ha circulado entre los estudiantes —dijo Fahmi con interés— una noticia extraordinaria que ha sido nuestro tema de conversación durante todo el día. Se trata de que una delegación egipcia, compuesta por Saad Zaglul Basha, Abd el-Aziz Fahmi Bey y Ali Shaarawi Basha, se dirigió ayer a la sede del Protectorado y se entrevistó con el virrey para exigir la abolición del protectorado y la declaración de la independencia…

Yasín alzó las cejas interesado, al tiempo que aparecía en sus ojos una mirada de duda mezclada de asombro. El nombre de Saad Zaglul no era nuevo para él, aunque tras el propio nombre no encontraba nada relevante, tan sólo unos confusos recuerdos asociados con unos incidentes caídos en el olvido del tiempo, sin haber dejado en su corazón —poco atento a los asuntos públicos— una huella emotiva que hiciera referencia a ellos ni siquiera de lejos. Pero los otros dos nombres los acababa de oír por primera vez. Sin embargo, su extrañeza ante esos nombres no era digna de mención al lado de la que sentía hacia el movimiento que los susodichos habían desencadenado, si era cierto lo que Fahmi decía, pues ¿cómo iba a imaginarse que pidieran la independencia de Egipto a los ingleses en los albores de su victoria sobre los alemanes y sobre el califato?

—¿Qué sabes de esos señores? —le preguntó.

Y Fahmi le respondió con un tono no exento de irritación, como si hubiera querido que aquellos hombres fueran miembros del Partido Nacionalista:

—Saad Zaglul es el vicepresidente de la Asamblea Legislativa, y Abd el-Aziz Fahmi y Ali Shaarawi son miembros de ella. La verdad es que no sé nada de los dos últimos, pero creo que me he formado una idea bastante favorable de Saad a partir de lo que me han dicho muchos de mis compañeros de estudios, que son nacionalistas y tienen encontradas opiniones sobre él. Hay quienes lo consideran como un esbirro de los ingleses o poco menos, y otros que le reconocen unas grandes cualidades, dignas de elevarlo a la altura de los propios hombres del Partido Nacionalista. Comoquiera que sea, el paso que ha dado con sus colaboradores —y dicen que también fue él quien lo propuso— es una acción excelente; quizás ahora sea el único capaz de promoverla, tras el destierro de las grandes figuras del nacionalismo, con su líder Muhammad Farid a la cabeza…

Yasín se mostró serio, no fuera a creer el otro que menospreciaba su entusiasmo, y contestó como preguntándose a sí mismo:

—¿Exigir la abolición del protectorado y proclamar la independencia?

—¡Y también hemos oído decir que han solicitado hacer un viaje a Londres para pedir la independencia, y que se han entrevistado con sir Reginald y el virrey Nayat con ese propósito!

Yasín, que ya no podía seguir disimulando su perplejidad, la manifestó en sus facciones al preguntarle con voz algo elevada:

—¡La independencia! ¿Es eso lo que realmente quieres decir…?, ¿qué significa?

—Quiero decir la expulsión de los ingleses de Egipto —dijo Fahmi con tono nervioso—, o la evacuación, como la llamó Mustafa Kámil al pedirla…

¡Menuda esperanza! No formaba parte de su carácter el buscar conversaciones sobre política, pero aceptaba la invitación de Fahmi cada vez que se la hacía, tanto por evitar molestarlo como por buscar un nuevo tipo de distracción. Quizás su interés se excitaba de vez en cuando, aunque sin llegar al entusiasmo. Es más, a veces compartía sus esperanzas de una manera pasiva y reposada. Pero a lo largo de la vida había demostrado lo poco interesado que estaba por ese aspecto de la vida pública, como si no tuviera ninguna meta más allá del disfrute de las delicias y placeres de la existencia. Por eso no se sentía predispuesto a tomarse en serio aquellas palabras, y le preguntó de nuevo:

—¿Es que eso cae realmente dentro de los límites de lo posible?

—¡No hay que desesperar de la vida, hermano! —le respondió Fahmi con un entusiasmo no exento de reproche.

Esta frase provocó su tendencia a ironizar, como le ocurría ante frases similares, pero preguntó aparentando seriedad:

—¿Y cómo podemos echarlos?

Fahmi reflexionó un poco y dijo luego frunciendo el ceño:

—¡Para eso han pedido viajar a Londres Saad y sus colaboradores!

La madre había seguido la conversación con interés, concentrando su atención por entero en captar todo lo que pudiera, como solía hacer siempre que se suscitaba una conversación sobre los asuntos públicos, tan alejados de las trivialidades domésticas. Estas cuestiones le encantaban y se creía capaz de comprenderlas. Cuando se le presentaba la ocasión, no vacilaba en participar en ellas, sin importarle el desdén mezclado de ternura que muchas veces provocaban sus opiniones. Pero no había nada que pudiera cortarle las alas o apartarla del interés por esos «grandes» asuntos que parecía seguir, por los mismos motivos que la empujaban a interesarse por las lecciones de religión de Kamal o a discutir con él los conocimientos de geografía e historia —que este le proporcionaba— a la luz de lo que ella sabía sobre la religión y las leyendas. Esta asiduidad le había hecho adquirir algún tipo de conocimientos sobre lo que se decía acerca de Mustafa Kámil, Muhammad Farid o «nuestro Efendi exiliado», esos hombres por los que se había redoblado su amor en virtud de la fidelidad hacia el califato que demostraban. Esto los acercaba, en su opinión de persona que valoraba a los hombres en función de sus posiciones religiosas, al rango de los santos que idolatraba. Tan pronto como Fahmi mencionó que Saad y sus colaboradores habían solicitado viajar a «Londres», ella salió de su silencio preguntando de repente:

—¿Qué país de Dios es ese Londres?

—Londres es la capital de Gran Bretaña, París es la capital de Francia y la capital de El Cabo es El Cabo —le soltó Kamal con el canturreo con que los alumnos recitaban sus lecciones.

Luego se inclinó hacia su oído musitando: «Londres es el país de los ingleses». El asombro se apoderó de la madre, que dijo dirigiéndose hacia Fahmi:

—¿Van a ir al país de los ingleses a pedirles que salgan de Egipto…? Eso es de muy mal gusto…, ¿cómo me vas a visitar a mi casa teniendo la secreta intención de echarme de la tuya?

Al muchacho le molestó su interrupción, y la miró sonriendo, y a la vez reprochándoselo, pero ella creyó que estaba en vías de convencerle y prosiguió:

—¿Cómo van a pedir su expulsión de nuestro país después de tantos años de residir en él? Nosotros hemos nacido, y también vosotros, mientras ellos estaban aquí…, ¿es «humano» que nos presentemos ante ellos, tras esta larga vida de convivencia y vecindad, para decirles a las claras, y además en su propio país, «¡marchaos!»?

Fahmi sonrió como desesperado, al tiempo que Yasín soltaba una carcajada. Pero Zaynab dijo seria:

—¿Cómo van a tener coraje de decirles eso en su país? Suponte que los ingleses los maten allí, ¿quién traería noticias de ellos…? ¿Acaso sus soldados no han convertido en una aventura peligrosa el hecho de caminar por las calles alejadas?, ¿qué no harán con quien se proponga irrumpir en su país?

A Yasín le hubiera gustado dejarse llevar por la ingenua conversación de las dos mujeres, a fin de satisfacer sus sentimientos sedientos de bromas, pero tuvo miedo de encolerizar a Fahmi, al captar su fastidio; y entonces se volvió hacia él continuando la charla en el punto en el que se había interrumpido:

—En sus palabras hay una verdad que ellas no han sabido expresar bien. Dime, hermano, ¿qué va a poder hacer Saad frente a un estado que en estos momentos está considerado como el innegable amo del mundo?

La madre ratificó sus palabras haciendo un gesto con la cabeza, como si se las hubiera dirigido a ella, y se puso a decir:

—Orabi Basha era el más grande y más valiente de los hombres. Ni Saad ni ningún otro se le pueden comparar. Era un caballero y un luchador, ¿y qué recibió de los ingleses, hijo…? Lo apresaron y luego lo desterraron a un país allende el sol…

Fahmi, sin poder contenerse, le dijo con un tono en que se unían la súplica y la angustia:

—¡Mamá…! ¿Nos vas a dejar hablar?

Ella sonrió, como avergonzada, temiendo encolerizarlo, y cambió su tono de entusiasmo, como si con ello manifestara el cambio de toda su opinión, y luego se excusó con delicadeza:

—Señor mío, todo el que se esfuerza tiene su recompensa. ¡Que vayan con la protección de Dios!, quizás se granjeen el afecto de la Gran Reina…

Y, casi sin darse cuenta, le preguntó el chico extrañado:

—¿A qué reina te refieres?

—A la reina Victoria, hijito, ¿no es ese su nombre? He oído decir muchas veces a mi padre, cuando hablaba de ella, que es la que mandó desterrar a Orabi, pero, según dicen, admiraba mucho su valentía…

—Si había desterrado a Orabi, el caballero —dijo Yasín burlón—, sería aún más propio de ella que desterrara a Saad, el viejo.

—Comoquiera que sea, ella sigue siendo una mujer que, sin duda, tiene en el pecho un corazón sensible y, si logran hablar con ella y saben cómo darle pruebas de amistad, los tratará de manera conciliadora…

Yasín sintió un inmenso regocijo ante la lógica de la madre, que se había puesto a hablar de la histórica reina como si hablara de Umm Maryam o de otra vecina, y ya no quiso seguirle la corriente a Fahmi, por lo que le preguntó para incitarla:

—Cuéntanos: ¿qué deberían decirle?

La mujer se enderezó en su asiento, contenta de esta pregunta con la que se reconocía su valía «política», y empezó a pensar con un interés que se revelaba en ese fruncimiento de cejas tan propio de quien va a comenzar a dar una «conferencia». Pero Fahmi no le dio tiempo para completar su reflexión, pues le replicó con sequedad y disgusto:

—¡La reina Victoria murió hace mucho tiempo…! ¡No te canses inútilmente! En ese momento Yasín vio caer la tarde a través de las rendijas de las ventanas, y pensó que era la hora de despedirse de la reunión para ir a su velada. Y como sabía con certeza que la sed de Fahmi por hablar no se había saciado aún, quiso ofrecerle su excusa para marcharse de una manera que sirviera de apoyo a aquella noticia que había hecho presa en su corazón.

—Ellos son hombres que, sin duda, comprenden la gravedad de la tarea que han emprendido —le dijo levantándose—, y seguramente ya han preparado los medios para lograrlo. ¡Roguemos que tengan éxito!

Y abandonó la reunión indicando a Zaynab que lo siguiera para prepararle la ropa. Fahmi lo despidió con una mirada no exenta de rabia, de esa rabia de quien no ha conseguido una participación emocional capaz de armonizar con su corazón inflamado. ¡Qué grandes sueños suscitaban en su alma esas conversaciones sobre el nacionalismo! ¡En aquel mágico universo aparecían ante sus ojos un mundo nuevo y una nueva patria, una casa nueva, y unas nuevas gentes que se estremecían al unísono llenas de vitalidad y entusiasmo! Pero, apenas despertaba a este asfixiante clima de inercia, ingenuidad y desinterés, se encendía en su pecho el fuego de la angustia y el dolor, buscando en su reclusión una brecha —cualquiera que fuera— para lanzarse desde allí hasta el cielo. En aquel instante deseó, con todas sus fuerzas, que la noche pasara en un abrir y cerrar de ojos, para encontrarse de nuevo reunido con sus hermanos los estudiantes, allí donde podría apaciguar su sed de entusiasmo y libertad, y ascender, con el calor de su ardor, hacia ese gran universo de los sueños y la gloria. Yasín había preguntado qué haría Saad frente a un país considerado hoy, con razón, como el amo del mundo. Él mismo no sabía con certeza lo que haría Saad, ni sabía qué podría hacer, pero sentía con toda la fuerza de su corazón que había algo que debía hacerse. Quizás no lo sentía emerger en el mundo de lo real, pero sí lo sentía reprimido en su corazón y en su sangre, ¡y cómo se merecía salir a la luz de la vida y la realidad…!, y, si no, ¡al diablo con aquella vida tan inútil y absurda!