Aisha se ocupó del atavío de Jadiga con esmero, poniendo un celo insuperable y una maravillosa habilidad, como si se tratara de la misión más importante y perfecta que hubiera realizado en su existencia. Jadiga parecía una novia auténtica, una novia que comenzaba a realizar sus preparativos para trasladarse a la casa del novio, aunque alegaba —según su costumbre de quitarle importancia a los servicios que otros le prestaban— ¡que el mayor mérito de ofrecer un aspecto apropiado residía, ante todo, en su propia obesidad! Además, su «belleza» ya no era el motivo de sus obsesiones desde que había pedido su mano un hombre que, por azares del destino, la había visto. Sin embargo, todas las manifestaciones de felicidad que la rodeaban no podían borrar las ligeras punzadas de nostalgia que se le deslizaban en el alma ante la inminencia de la separación, esa nostalgia propia de una chica como ella, cuyo corazón no latía por nada de esta vida como era capaz de hacerlo por el amor a su familia y a toda su casa, desde los adorados padres a las gallinas, la hiedra y el jazmín. Ni siquiera el propio matrimonio, en cuya espera se había consumido tantas veces con ansiosa inquietud, servía para aminorar su amargura ante la separación. Antes de que pidieran su mano, parecía poco preocupada por amar y apreciar su casa, dominada quizás por la desazón que sentía ante las inquietudes de la vida, y que encubría sus sentimientos profundos y sinceros; porque el amor, como la salud, se menosprecia cuando las personas están juntas, y se aprecia en el momento de la separación. Y tan pronto como se quedó tranquila respecto a su futuro, su corazón se negó a cambiar de una vida a otra sin sentir una intensa angustia, como si estuviera expiando un pecado, o no quisiera desprenderse de algo muy querido. Kamal la contemplaba en silencio. Después de saber que la que se casaba no regresaba, ya no le preguntó si volvería, sino que se dirigió a sus dos hermanas musitando: «Os iré a visitar a menudo después de salir de la escuela». Aunque ambas acogieron bien su propuesta, ya no se dejó engañar por las falsas esperanzas. Había visitado a Aisha muchas veces, sin encontrar a su antigua Aisha. En su lugar encontraba a otra, engalanada, que lo recibía dándole exageradas muestras de afecto que le hacían sentirse extraño. Luego, apenas se quedaba a solas con ella, se les unía su marido, que nunca dejaba la casa, contentándose, por todo pasatiempo, con sus cigarrillos, su pipa y un laúd, con cuyas cuerdas jugueteaba de vez en cuando. Jadiga no sería mejor que Aisha, y a él no le quedaría en la casa más compañía que Zaynab. Y esta no le daba las debidas pruebas de amistad más que en presencia de su madre, como si fuera a ella a quien se las diera. ¡Y cuando la madre desaparecía lo ignoraba como si no existiera! Aunque Zaynab no sentía perder a un ser querido con la partida de Jadiga, no estaba de acuerdo con el clima circunspecto y silencioso que envolvía el día de la boda, y se escudó en ello para manifestar el rencor y la irritación que albergaba hacia el dominante espíritu del señor. Así se puso a decir con ironía: «¡Jamás he visto una casa en la que se prohíba lo permitido como en esta casa vuestra…!, ¡qué control!». Sin embargo, no quería decir adiós a Jadiga sin una palabra de cortesía, y alabó mucho sus cualidades diciendo que era un «ama de casa» digna de ser felicitada por su marido. Y Aisha ratificó sus palabras.
—¡No tiene más defecto que su lengua! —añadió—. ¿Es que no la has probado, Zaynab?
Y esta no pudo contener la risa al decir:
—No la he probado, a Dios gracias, pero la he escuchado mientras otros la probaban.
Todos se rieron, y Jadiga la primera, hasta que, de repente, vieron a la madre aguzar el oído y gritar «chist…». Se callaron al unísono, y les llegaron unas voces del exterior. De repente gritó Jadiga trastornada:
—¡El señor Redwán ha muerto!
Maryam y su madre ya se habían disculpado por no poder asistir a la boda, debido al agravamiento de la enfermedad del señor Muhammad Redwán. Así pues, no era extraño que Jadiga hubiera deducido de aquellas voces que el hombre había muerto. La madre dejó la habitación apresuradamente, estuvo fuera unos minutos y luego volvió diciendo muy apenada:
—En efecto, ¡el sheyj Muhammad Redwán ha muerto! ¡Qué situación tan embarazosa!
—Nuestra excusa es clara como el sol —dijo Zaynab—. Ya no podemos retrasar la boda o impedir que el novio celebre su noche en su propia casa que, a Dios gracias, está lejos de aquí. En cuanto a vosotros, ¿se os puede pedir algo más profundo que este tremendo silencio?
Pero Jadiga estaba perdida en otros pensamientos que le encogían el corazón de miedo, pues veía un mal augurio en la triste noticia.
—¡Oh, Dios misericordioso…! —balbució como hablando consigo misma.
La madre leyó sus pensamientos y su pecho también se encogió, pero se negó a someterse a ese inesperado sentimiento o a dejar que su hija se sometiera a él, y dijo con fingida indiferencia:
—Nada podemos hacer ante el designio de Dios, pues la vida y la muerte están en sus manos, y el pesimismo es obra del demonio…
Cuando Yasín y Fahmi acabaron de vestirse, se reunieron con las que estaban en la habitación de la novia, anunciando a la madre que el señor había ido en representación de la familia —en vista de la premura de tiempo— a presentar sus condolencias a la del señor Redwán. Luego Yasín clavó su mirada en Jadiga, mientras decía riendo:
—El señor Redwán no ha querido seguir en este mundo después de que tú dejaras de ser su vecina…
Ella le devolvió una débil sonrisa, cuyo significado se le escapaba. Él empezó a examinarla, moviendo la cabeza con evidente satisfacción, y luego dijo suspirando:
—Tenía razón el que dijo «Viste al junco, y quedará una novia…». Jadiga frunció el ceño manifestando no estar dispuesta a seguirle la corriente, y después le regañó:
—¡Cállate! —le dijo—, la muerte del señor Redwán el día de mi boda es un mal presagio para mí.
Y él replicó riendo:
—No se cuál de los dos ha hecho la faena al otro.
Luego, volviendo a reírse:
—No debes temer por la muerte de este hombre; no te preocupes por eso. Sin embargo, tengo miedo por ti a causa de tu lengua, pues sería más apropiado que el mal augurio lo vieras en ella. Mi consejo, que nunca me cansaré de repetir, es que la maceres en un jarabe bien cargado de azúcar, para que se endulce y te sirva para hablarle al novio…
—Comoquiera que sea el asunto del señor Redwán —dijo Fahmi conciliador en ese momento—, al día de tu boda no le ha faltado una bendición que la tierra ha estado esperando tanto tiempo. ¿No sabes que se ha proclamado el armisticio?
—¡Casi lo había olvidado! —exclamó Yasín—. Tu boda no es el único milagro en estos días nuestros. Ha ocurrido algo que no había ocurrido desde hace años: la guerra se ha acabado, y Guillermo II ha capitulado.
—¿Desaparecerán las carestías y los australianos? —preguntó la madre.
—Claro…, claro… —dijo Yasín riendo—, la carestía, los australianos y la lengua de la señora Jadiga.
En los ojos de Fahmi se reflejaron sus cavilaciones. Luego dijo como si hablara consigo mismo:
—¡Los alemanes han sido vencidos!, ¿quién se lo iba a imaginar? A partir de ahora ya no hay esperanza de que regresen Abbás o Muhammad Farid. También se han perdido las esperanzas del califato. La estrella de los ingleses sigue ascendiendo mientras la nuestra declina…, ¡no hay nada que hacer!
—Los dos que han ganado la guerra son los ingleses y el sultan Fuad —añadió Yasín—. Aquellos ni siquiera soñaban con eliminar a los alemanes y este ni siquiera soñaba con el trono…
Se calló un instante y luego prosiguió riendo:
—Y hay un tercero cuya suerte no ha sido menor que la de los anteriores: nuestra novia, que no podía ni soñar con un novio… Jadiga le lanzó una mirada amenazadora y replicó:
—Está visto que no quieres que abandone esta casa sin insultarte…
—Es mejor que pida el armisticio —dijo él, echando marcha atrás—, pues no tengo una posición más fuerte que Guillermo II o Hindenburg…
Luego Yasín miró a Fahmi, que reflejaba en su rostro unas cavilaciones que lo colocaban en una situación discordante con la feliz ocasión, y le dijo:
—¡Échate la política a la espalda, y disponte a disfrutar de la música y de las delicias de la buena mesa!
Aunque a Jadiga le pasaron muchos pensamientos por la cabeza y le vinieron al corazón sueños y más sueños, la perseguía un recuerdo cercano —de esa misma mañana— por el fuerte impacto que le había producido, hasta casi eclipsar el resto de sus preocupaciones. Se trataba de la invitación que le había hecho su padre para verla a solas, con ocasión de ese día que él consideraba como el principio de una nueva vida en su existencia. La había recibido con un afecto y una humanidad que fueron un bálsamo que curó el ataque de vergüenza y terror que se había apoderado de ella hasta el punto de hacerla tropezar al andar. Luego le había dicho con una delicadeza que causó en su alma una impresión extraña, a la que no estaba acostumbrada:
—¡Que nuestro Señor dirija tus pasos y te conceda el éxito y la tranquilidad! No tengo mejor consejo que ofrecerte que este: Imita en todo, lo grande y lo pequeño, a tu madre…
Le había dado su mano, y ella la había besado. Luego había abandonado la habitación sin apenas ver lo que tenía delante por el nerviosismo y la impresión que sentía. Después se pasó el tiempo repitiendo: «¡Qué cariñoso, delicado y humano es!». Al recordar, con el corazón lleno de felicidad, sus palabras «Imita en todo, lo grande y lo pequeño, a tu madre», le dijo a esta, que la escuchaba con el rostro sonrojado y la mirada trémula:
—¿No significa esto que él te considera como el ejemplo ideal para la esposa ideal? —luego dijo, riendo—: ¡Qué mujer de suerte!, pero ¿quién se hubiera podido creer todo esto?, ¡es como si estuviera soñando! ¿Dónde guardaba esos bonitos sentimientos?
Luego rezó por él un buen rato, hasta que sus ojos se le inundaron de lágrimas…
Y vino Umm Hanafi a anunciarles que los coches habían llegado…