Yasín pasó la luna de miel totalmente dedicado a su nueva vida conyugal, sin que de día lo alejara de ella ningún trabajo —ya que su boda había caído en mitad de las vacaciones estivales— ni de noche pasara la velada fuera de casa, pues no salía más que en casos de extrema necesidad, como, por ejemplo, comprar una botella de coñac. Salvo esto, para él no existía acción, pensamiento o cualidad fuera del marco de la vida conyugal, volcándose en ella con una fuerza, un entusiasmo y un optimismo dignos de un hombre que cree estar dando los primeros pasos de un magnífico programa de disfrute carnal que se prolongaría día tras día, mes tras mes y año tras año. Pero en el último tercio del mes se dio cuenta de que, sin duda, se había excedido de alguna manera en su optimismo o que algún mal de naturaleza desconocida se había abatido de repente sobre su existencia. Padecía, con enorme perplejidad y por primera vez en su vida, esa enfermedad endémica en el hombre: el tedio. No lo había conocido antes ni con Zannuba ni siquiera con la vendedora de palmitos, porque no era dueño ni de la una ni de la otra como ahora lo era de Zaynab, a la que tenía bajo el techo de su casa. ¡Y qué languidez exhalaba esa «propiedad» segura y confiada, esa propiedad de apariencia atractiva y seductora hasta la muerte, pero tan seria y pesada por dentro que producía indiferencia o asco, como si se tratara de esa falsa chocolatina que se regala el día primero de abril, que está cubierta de dulce y rellena de ajo! ¡Qué tragedia ver que el éxtasis del corazón y del cuerpo se lo tragaba la máquina de la costumbre organizada, racional, fría, reiterada, que mata los sentimientos y la novedad, como si fuera una imagen mental habitual encarnada en una oración dicha con la boca y repetida por la memoria de forma automática!
El joven empezó a preguntarse: ¿qué le había sucedido a su ardor?, ¿qué había conducido a sus demonios por buen camino?; y esa saturación, ¿de dónde había venido?; y aquella fascinación, ¿adónde se había ido?, ¿dónde estaba Yasín y dónde Zaynab?, ¿dónde los sueños?, ¿era cosa del matrimonio o cosa suya?; ¿y cómo sería cuando pasaran los meses uno tras otro? No se trataba de que ya no la deseara, sino de que su deseo ya no era como el que siente quien ayuna hacia una comida deliciosa. Le horrorizaba ver que este deseo suyo se apaciguaba, cuando esperaba que floreciera, y redoblaba su perplejidad el hecho de que la joven no mostrara ningún síntoma de reacción o, mejor dicho, que estuviera más vital y deseosa, pues, cuando él pensaba que se debía dormir tras el largo esfuerzo, notaba de repente que la pierna de ella se posaba sobre la suya, como si lo hiciera por casualidad, hasta llegar a decirse: «¡Es asombroso…, mis sueños sobre el matrimonio se han realizado en ella!». Además de todo eso, encontraba en sus abrazos una especie de timidez que, aunque al principio le gustaba, al final lo hizo flotar en los ríos de los recuerdos a los que creía haber dicho adiós para siempre. Zannuba y las otras se desbordaron en su cabeza desde las profundidades, como hacen los objetos que han quedado en el mar, cuando se calma la tempestad. Eso no ocurría por una premeditada maldad, pues lo cierto era que él se había precipitado hacia el nido conyugal con el corazón rebosante de buenas intenciones, sino luego al sopesar y comparar, al reflexionar y llegar finalmente a la conclusión de que «la novia» no era la llave mágica del mundo de la mujer. No sabía cómo ser verdaderamente fiel a las buenas intenciones con las que había alfombrado el camino del matrimonio. Un lado, al menos, de sus ingenuos sueños parecía difícil de realizar; su creencia de que, en el regazo de su esposa, podría prescindir del mundo exterior, de que podría permanecer bajo sus alas durante el resto de su existencia. De ahora en adelante sentiría que la renuncia a su mundo y a sus costumbres le sería penosa, pues no había una necesidad que lo incitara a ello, y que tendría que buscar, momento tras momento, un medio u otro para lograr huir de sí mismo, de sus pensamientos y de su fracaso. Hasta un excelente cantante, si alarga los preludios de los layaü, provoca en el ánimo del auditorio el deseo de entrar en la copla. Además, al salir de su prisión tenía la oportunidad de mezclarse con los amigos casados, y quizás obtener de ellos una respuesta tranquilizadora a las confusas preguntas que lo acosaban. Tras aquello no encontraría la panacea para todos los males… ¿Cómo creer en lo sucesivo que esta existiera? A partir de este momento, mejor sería no trazar ningún plan de largo alcance, que no tardaría en desmoronarse, burlándose de su capacidad de imaginación. Tenía que conformarse con planificar su vida, paso a paso, hasta ver dónde anclaba. Tenía que empezar por poner en práctica la sugerencia que ella, su esposa, le había hecho; que salieran los dos juntos.
Cierto atardecer la familia se dio cuenta de repente de que Yasín y su esposa habían salido de casa sin revelar a nadie adonde se dirigían, a pesar de que ambos habían pasado la velada con ellos. Teniendo en cuenta, por un lado, lo tarde que era y, por otro, que ocurría en la casa del señor, la salida pareció un acontecimiento extraño, que provocó variadas conjeturas. Pero Jadiga no tardó en llamar a Nur, la sirvienta de la novia, y preguntarle qué sabía de la salida de su señora. Y la criada respondió con su voz vibrante y con total espontaneidad:
—Han ido a Kishkish Bey, señora.
—¡Kishkish Bey! —exclamaron al unísono Jadiga y su madre.
El nombre no les resultaba extraño. Su mención invadió el escenario, ya que todos, sin excepción, cantaban sus canciones. No obstante, parecía lejano como los héroes de las leyendas o como el Zepelín, el diablo del cielo. Sin embargo, el hecho de que Yasín fuera allí con su esposa, era un asunto muy diferente, aún peor que si se hubiera dicho: han ido al Juzgado de lo criminal. La madre paseó la mirada entre Jadiga y Fahmi, preguntando como asustada:
—¿Cuándo volverán?
—Después de medianoche o quizás poco antes del alba —le respondió Fahmi con una sonrisa carente de sentido en los labios.
La madre despachó a la sirvienta y esperó hasta que desapareció el ruido de sus pisadas, diciendo luego con precipitación y nerviosismo:
—¿Qué le ha pasado a Yasín…? Ha estado sentado entre nosotros totalmente normal… ¿Es que ya no tiene en cuenta a su padre?
—Yasín es demasiado juicioso como para organizar una salida como esa —dijo Jadiga furiosa—. La falta de juicio no es su defecto. Tiene, más bien, una docilidad indigna de los hombres. Me cortaría el brazo si no fue ella la que lo incitó…
—Hace tiempo que Yasín siente inclinación por las salas de espectáculos —terció Fahmi empujado por el deseo de apaciguar la tensión ambiental, aunque, por su carácter heredado, desaprobaba la osadía de su hermano.
Su defensa exacerbó la irritación de Jadiga, que se puso a decir:
—No estamos hablando de Yasín y de sus inclinaciones. Puede amar las salas de espectáculos cuanto le plazca o continuar pasando las veladas fuera hasta que amanezca siempre que quiera, pero el hacerse acompañar por su casta esposa es una idea que no puede haber salido de él, es una idea que quizás le haya llegado a través de una sugerencia que ha sido incapaz de resistir, especialmente porque ante Zaynab parece tan sumiso como una gata doméstica. Además, según veo, ella no titubea ante un deseo como este. ¿Es que no has oído contar las historias de las salidas que ha hecho en compañía de su padre? Si ella no se lo hubiera sugerido, él no la habría llevado consigo a Kishkish Bey, ¡qué escándalo!, en estos negros días en que los hombres se esconden en las casas como ratones por miedo a los australianos…
Los comentarios sobre el incidente no tenían límites, por la alteración que había provocado en los espíritus, ya fueran defensores, atacantes o neutrales. Sólo Kamal siguió la apasionada discusión en un silencio atento, sin comprender el secreto que convertía la visita a Kishkish Bey en un crimen abominable que había hecho necesaria toda aquella discusión y toda aquella consternación. ¿No era este el Kishkish Bey de la estatuilla que se vendía en los zocos, con un cuerpo grotesco, un rostro risueño, una gran barba, una yubba holgada y un turbante en espiral? ¿No era a él a quien se le atribuían esas alegres canciones, alguna de las cuales se sabía de memoria y cantaba con su amigo Fuad, el hijo del empleado de su padre, Gamil el-Hamzawi? ¿De qué mal se acusaba a ese simpático personaje que se asociaba en su imaginación al buen humor y a la alegría? Quizás esa preocupación general se debía a que Yasín había ido acompañado de su mujer, y no al propio Kishkish Bey. Si eso era así, Kamal compartía con ellos el fastidio por la osadía de Yasín, especialmente porque la visita de su madre a el-Huseyn y los incidentes que la siguieron no podían írsele de la imaginación. Sí, habría sido más apropiado que Yasín hubiera ido solo o que lo hubiera llevado a «él», si quería compañía, sobre todo porque estaba en plenas vacaciones de verano y, además, había sacado muy buenas notas en la escuela. Influido por sus pensamientos, se encontró diciendo de repente:
—¿No habría sido preferible que me hubiera llevado a mí?
Su pregunta se infiltró en la conversación como lo haría un extraño sonido importado en una auténtica melodía oriental.
—¡De ahora en adelante deberemos excusarte por tu debilidad mental…! —dijo Jadiga.
Y Fahmi dejó escapar una carcajada mientras decía:
—«El hijo del ganso es un diestro nadador…».
Pero el refrán sonó discordante en sus oídos, y ese mal efecto lo corroboraron las miradas de extrañeza que su madre y Jadiga le dirigieron a los ojos. Se dio cuenta de su error no intencionado y, lleno de agitación y vergüenza, rectificó:
—«¡El hermano del ganso es un diestro nadador…!». Eso es lo que he querido decir…
El conjunto de la conversación puso en evidencia los prejuicios de Jadiga contra Zaynab, por un lado, y el miedo de la madre a las consecuencias, por el otro. Sin embargo, Amina no expresó todo lo que había en el fondo de su corazón. Aquella noche descubrió en su alma cosas que no había descubierto antes. Es cierto que muchas veces había sentido rechazo e irritación hacia Zaynab, pero sin llegar al grado de la aversión o el rencor, y lo había atribuido al orgullo de la chica, con razón o sin ella. Pero hoy la había horrorizado que violara las normas y las tradiciones, que se hubiera permitido a sí misma lo que, en su opinión, sólo les estaba permitido a los hombres. Reprobaba aquella conducta con los ojos de una mujer que había pasado la vida prisionera tras los muros, una mujer que había pagado con su salud y su integridad el precio de una inocente visita a la figura más brillante de la familia del Profeta, no a Kishkish Bey. Su silenciosa crítica se mezclaba con un sentimiento rebosante de amargura y cólera. Era como si su lógica le estuviera repitiendo por dentro: «O la otra recibe su sanción, o la vida no merece la pena». De esta manera, al primer mes de convivencia con una nueva mujer, se había manchado de odio y resentimiento ese corazón puro y piadoso que no había conocido a lo largo de su vida —rodeada de seriedad, rigor y fatigas— más que la obediencia, el perdón y la pureza. Y cuando se retiró a su habitación, no sabía si quería que Dios corriera un velo sobre el «crimen» de Yasín, como había rogado de palabra ante sus hijos, o si deseaba que él, o mejor dicho, ella, su esposa, recibiera la correspondiente reprimenda y corrección. Aquella noche parecía que lo único que le importaba en el mundo era preservar las tradiciones familiares de toda profanación, y defenderlas de todas las agresiones que las amenazaban. Estaba tan celosa por mantener las normas que se había endurecido, enterrando sus conocidos sentimientos delicados en lo más profundo de su ser, en nombre de la sinceridad, la virtud y la religión, y escudándose en ellas para huir de su dolorida conciencia, como hace el sueño al liberar los instintos reprimidos en nombre de la libertad y otros principios elevados.
Cuando el señor llegó, ella estaba plenamente decidida; pero, al verlo, le entró el miedo y su lengua se le trabó. Empezó a seguir su conversación y a contestar sus preguntas con la mente ausente y el corazón palpitante, sin saber cómo librarse de lo que le bullía en la cabeza. A medida que pasaba el tiempo y se acercaba la hora de dormir, le iba acuciando un nervioso deseo de hablar. ¡Cuánto le hubiera gustado que la verdad se revelara por sí misma; que, por ejemplo, llegaran Yasín y su esposa antes de que su padre se quedara dormido, y que el propio señor se diera cuenta de su horrible acción y lanzara a la cara de la frívola desposada su opinión sobre esa conducta, sin que ella, la madre, interviniera! Sin duda, eso la entristecería en la misma medida que la tranquilizaría. Esperó un largo rato, ansiosa e inquieta, a que llamaran al portón. Esperó minuto tras minuto hasta que el señor bostezó y, con voz fatigada, le dijo:
—Apaga la lámpara…
La derrota se apoderó de ella. El nudo de la lengua se desató, y dijo con voz inaudible, nerviosa, como hablando consigo misma:
—¡Ya es tarde y aún no han vuelto Yasín y su esposa!
El señor fijó los ojos desorbitados en su rostro y preguntó atónito:
—¿Y su esposa? ¿A dónde han ido?
La mujer, dominada a la vez por el miedo hacia el señor y hacia sí misma, tragó saliva, pero no tuvo más remedio que responder:
—¡He oído decir a la criada que fueron a Kishkish Bey!
—¡Kishkish!
La voz sonó fuerte, desagradable, mientras los ojos inflamados por el alcohol echaban chispas. Empezó a lanzarle pregunta tras pregunta, vociferando y rezongando, hasta que el sueño voló de su cabeza. No quiso dejar su asiento hasta que volvieran «las dos ovejas descarriadas», y se quedó a esperarlos hirviendo de ira. Y, puesto que su cólera se reflejaba en ella en forma de terror, le entró el pánico, como si fuera ella la pecadora. Luego sintió remordimientos por la frase que se le había escapado, remordimientos que le habían ganado la mano, asaltándola nada más confesar su secreto, como si lo hubiera hecho sólo para arrepentirse. En aquel momento no habría escatimado nada, por caro que costara, para poder reparar su error, y arremetió de forma despiadada y sin reservas contra sí misma, acusándose del incidente y del perjuicio causado. Si realmente hubiera deseado corregirlos, y no vengarse, ¿no habría sido más digno por su parte encubrirlos, a condición de llamarles la atención sobre su falta a la mañana siguiente? Pero había obedecido a un sentimiento maligno, a propósito y con mala intención, metiendo al muchacho y a su joven esposa en un embrollo como nunca habrían conocido, y eso le provocó unos remordimientos que empezaron a consumir su atormentada alma con un despiadado fuego. Se puso a rogar a Dios, avergonzada de invocar su nombre, que fuera benévolo con todos ellos. Pasó el tiempo, cuyos minutos eran golpes de dolor sobre su corazón, hasta que percibió la voz del señor que decía con ironía y amargura:
—Llegó el señor Kishkish.
Ella aguzó el oído, elevando los ojos hacia la ventana abierta que daba sobre el patio, y le llegó el chirrido del portón al cerrarse. El señor se levantó y abandonó la habitación. Ella se levantó de forma maquinal, pero se quedó clavada en el sitio, acobardada, pesarosa, mientras los latidos de su corazón se aceleraban, hasta que escuchó la sonora voz del señor al dirigirse a los recién llegados diciendo: «Seguidme a mi habitación». Entonces el miedo se apoderó de ella y se escabulló de allí… El señor volvió a su asiento, seguido de Yasín y Zaynab, y entonces asaeteó a la joven con una profunda mirada, fingiendo ignorar a Yasín. Luego dijo en tono firme, aunque limpio de aspereza y sequedad:
—Escúchame bien, hijita. Tu padre es mi hermano, o más aún, mi amigo más íntimo; y tú eres mi hija, al igual que Jadiga y Aisha. Nunca me he propuesto enturbiar tu dicha, pero hay cosas que considero un crimen imperdonable silenciar, entre ellas, que una chica como tú se quede fuera de su casa hasta estas horas de la noche. No creas que el que tu marido estuviera contigo es una excusa para esta excéntrica conducta, pues el marido que desprecia su honor de esta manera no merece que se le perdonen los tropiezos de los que, por desgracia, es el primer incitador. Y como estoy convencido de tu inocencia, o más bien, de que tu única culpa es que te has plegado a su capricho, te rogaría que me ayudases a enmendarle no cediendo otra vez a sus tentaciones…
La chica se quedó taciturna, invadida por el estupor, y, a pesar de que bajo la tutela de su padre había gozado de cierta libertad, no tuvo el coraje de discutir con el hombre y, mucho menos, de contradecirle. Era como si el haber residido un mes en su casa le hubiese contagiado el virus de la sumisión a su voluntad, frente a la cual se amedrentaban todos los que vivían en la casa. Alegó en su interior que más de una vez su propio padre había aceptado de buen grado acompañarla al cine, y que él no tenía derecho a prohibirle nada de lo que le permitiera su marido, además de que estaba convencida de no haber transgredido ninguna norma ni haber violado ningún tabú. En su fuero interno dijo esto y más, pero no pudo pronunciar palabra frente a esos ojos que la obligaban a la obediencia y al respeto y frente a esa enorme nariz que, cuando él levantaba la cabeza, parecía una pistola apuntándola. Su monólogo interno quedó oculto bajo una apariencia de resignación y cortesía, como las ondas sonoras del receptor de radio, que desaparecen cuando se apaga el interruptor. Y antes de que se diera cuenta, el señor le estaba preguntando, como si se empeñara en desafiarla:
—¿Tienes algo que objetar a mis palabras?
Movió la cabeza en sentido negativo, mientras sus labios dibujaban la palabra «no» sin pronunciarla.
—Entonces, estamos de acuerdo —dijo él—, vete en paz a tu habitación.
Ella se fue de allí con el rostro lívido, y el señor volvió la mirada en dirección a Yasín, que tenía los ojos clavados en el suelo. Luego dijo, moviendo la cabeza muy apenado:
—El asunto es serio y grave, pero ¿qué puedo hacer? Ya no eres un niño, que si no te rompería la cabeza. Por desgracia, eres un hombre, y además funcionario y marido. Si no te has alejado de la frivolidad con los lazos conyugales, ¿qué puedo hacer contigo? ¿Es este el resultado de la educación que te he dado? —Luego, con una voz aún más pesarosa—: ¿Qué te ha pasado?, ¿dónde está tu hombría…?, ¿dónde el honor…? Por Dios, me es difícil creer lo que ha ocurrido.
Yasín no levantó la cabeza ni habló, y el señor creyó que su silencio se debía al miedo y al sentimiento de culpa, pues no podía imaginarse que se debiera a la borrachera que tenía. Pero eso no lo consolaba. La falta le parecía demasiado horrible como para dejarla sin un tratamiento definitivo. Y, si ya no podía recurrir al antiguo correctivo, el bastón, lo menos que podía hacer era mostrarse firme, pues, si no, toda la organización familiar se resquebrajaría.
—¿No sabías acaso que yo no permito salir a mi esposa, ni siquiera a visitar el-Huseyn? ¿Cómo, pues, te has dejado seducir por la idea de llevar a la tuya a una obscena sala de espectáculos a pasar la velada hasta después de medianoche…? ¡Qué estúpido eres dirigiendo tus pasos y los de tu esposa al abismo! ¿Qué demonio te ha poseído?
Yasín encontraba en el silencio la seguridad de un refugio, pues temía que sus palabras lo pusieran en evidencia, o que dejarse llevar por la conversación con una sospechosa desenvoltura acabara por descubrir su borrachera; sobre todo porque su imaginación, burlándose de la gravedad del momento, se obstinaba en deslizarse fuera de la habitación y lanzarse hacia lejanos horizontes que, en su cabeza achispada, unas veces parecían bailar y otras tambalearse. La voz de su padre, a pesar del terror que despertaba en su alma, no pudo acallar las melodías que habían cantado los bufones en el escenario y que se le venían de vez en cuando a la cabeza, a pesar suyo —como hacen los fantasmas por la noche a quien está asustado—, susurrando:
A ciegas vendería mis vestidos por un beso
en tu mejilla de nata, ¡oh, malban!
¡Oh, tú, dulce como la basbusa,
también como la muhallabiyya…, y aún irías buena!
La melodía se iba, por efecto del miedo, y luego le volvía a saltar a la cabeza. Pero su padre se sintió molesto con su silencio, y le gritó enfadado:
—¡Habla! Dime tu opinión, porque estoy decidido a no dejar pasar el incidente así como así.
Tuvo miedo de las consecuencias del silencio, y lo rompió por fin, temeroso y agitado. Entonces dijo, desplegando los mayores esfuerzos para controlarse:
—Su padre la trataba con cierta indulgencia… —Luego se apresuró a añadir—: Pero reconozco que me he equivocado.
—Ya no está en la casa de su padre —gritó el señor irritado, haciendo caso omiso de la última frase— y tiene que respetar las normas de la familia de que ahora forma parte. Tú eres su marido y su señor, y en tus manos, sólo en ellas, está el moldearla de la forma que quieras. Dime quién es el responsable de que haya ido contigo, ¿tú o ella?
A pesar de su borrachera, captó la trampa que le tendía, pero el miedo lo empujó a ocultar la verdad.
—Cuando ella supo mi intención de salir —murmuró—, me imploró que la llevara conmigo…
—¿Qué clase de hombre eres…? —dijo el señor, dando una palmada—. ¡La respuesta apropiada para ella era una bofetada…! A las mujeres no las corrompen más que los hombres, pero no todos los hombres son dignos de velar por las mujeres…
Luego, iracundo, continuó:
—¡Mira que ir con ella a un lugar en el que bailan las mujeres medio desnudas…!
En sus ojos se dibujaron las imágenes que había estropeado la llamada de atención que les había hecho su padre en lo alto de la escalera, y las melodías volvieron a resonar en su cabeza: «Vendería mis vestidos…». Pero antes de que se diera cuenta, le dijo el hombre, amenazador:
—Esta casa tiene una ley que tú ya conoces. Acostúmbrate a respetarla, si quieres permanecer en ella.