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La sesión del café contó con un nuevo rostro al ingresar en ella Zaynab, un rostro que irradiaba el esplendor de la juventud y la alegría del matrimonio. Aparte de esto y de que las tres habitaciones contiguas a la de los padres en el piso superior se amueblaron con el ajuar de la novia, el matrimonio de Yasín no causó un cambio digno de mención en la organización general de la casa, tanto desde el punto de vista de la política, que siguió sometida en todo el sentido de la palabra al poder y la voluntad del señor, como del de la administración interna, que continuó siendo una unidad dependiente del control de la madre, como antes de la boda. El cambio realmente sustancial fue el que se produjo en los espíritus y en las ideas, y el hecho de constatarlo supuso una conmoción general. No era fácil que Zaynab ocupara la posición de la esposa del hijo primogénito y que ambos vivieran con el resto de los miembros de la familia bajo el mismo techo, sin que se produjera una importante evolución en los afectos y los sentimientos. La madre observaba, con una mirada en la que se mezclaban la esperanza y la aprensión, a esa joven con la que se había decidido que tendría que convivir durante una larga etapa, etapa que quizás se prolongaría hasta el final de sus días. ¿Qué clase de persona era…? ¿Qué ocultaba tras su amable sonrisa…? En resumidas cuentas, la recibió como recibe el dueño de la casa a un nuevo habitante, pues pone en este su esperanza y a la vez se previene contra él.

En cuando a Jadiga, a pesar de los cumplidos que ambas se intercambiaban, empezó a examinarla con unos ojos penetrantes, creados para la ironía y para pensar mal, buscando los defectos y los fallos con una rabiosa avidez, lo cual no encontró en el hecho de que aquella ingresara en la casa y hubiera logrado casarse con su hermano más que un oculto pesar. Cuando la joven se quedó en sus habitaciones en los primeros días de matrimonio, Jadiga preguntó a su madre mientras estaban en la habitación del horno: «¿Es que el horno es un lugar inadecuado para "ella"?». Y aunque la madre encontró en ese ataque un alivio para sus propias ideas confusas, salió en defensa de la joven diciendo: «Ten paciencia, ¡todavía es una novia en el comienzo de su nueva vida!». «¿Y quién ha decidido que tengamos que ser las criadas de las novias?», replicó en un tono que indicaba desaprobación. La madre le preguntó, como si se hiciera la pregunta a sí misma: «¿Prefieres que tenga su propia cocina?». «Si el dinero fuera de su padre, y no del mío, eso sería posible —exclamó Jadiga oponiéndose—. Lo que yo quiero decir es que debe trabajar con nosotras». Pero unas semanas después del matrimonio, cuando Zaynab decidió asumir algunas tareas en la habitación del horno, el corazón de Jadiga no acogió con agrado ese gesto de cooperación, y empezó a observar el trabajo de la novia con meticulosidad crítica, mientras decía a su madre: «No ha venido para ayudarte, sino para ejercer el derecho que quizás pretende arrogarse»; o decía irónica: «Cuántas veces hemos oído decir de la familia Effat que pertenecen a la flor y nata, y que comen cosas que no comen los demás…, ¿encuentras en su forma de cocinar algo maravilloso de lo que no hayamos oído hablar?». No obstante, Zaynab se propuso un día hacer «circasiana», que consideraba como el plato preferido en la mesa de su padre. Era la primera vez que se servía «circasiana» en la del señor y, cuando la probaron, logró tal admiración de todos, y muy especialmente de Yasín, que la propia madre no pudo librarse de la comezón de los celos. Pero Jadiga se puso frenética y comenzó a burlarse del plato replicando: «Dijeron: "circasiana", y nos dijimos: "todos los días se aprende algo…" Pero ¿qué hemos visto…? Arroz y salsa en forma de albóndiga, sin ningún sabor…, ¡es como la novia conducida en cortejo hasta el novio con un vestido fascinante y brillantes alhajas, pero que, cuando se quita el traje de novia, resulta una chica corriente, hecha de la misma mezcla ya conocida, es decir, de carne, huesos y sangre!». Después, cuando apenas habían pasado dos semanas de la boda, había dicho al oído de su madre, de Fahmi y de Kamal, que la novia, aunque tenía la tez blanca y estaba dotada de una «moderada» belleza, tenía la sangre tan pesada como la «circasiana» ¡y, al mismo tiempo que decía esto, se dedicaba a aprender de memoria la receta de la «circasiana» con su reconocida habilidad para ello!

Sin embargo, había ciertos hechos que Zaynab contaba con buena intención —al menos porque el tiempo de la mala intención aún no había llegado— que pusieron los pensamientos en ebullición y arrojaron sobre ella una sombra de sospecha. Siempre que se le presentaba la ocasión, le gustaba exaltar su origen turco, aunque manteniendo la educación y la cortesía; también le gustaba contarles algunas de las salidas que había realizado, en el coche de caballos de su padre y en su compañía, a determinados parques y lugares inocentes de diversión. Todos estos hechos causaban en el alma de la madre una impresión que la dejaba atónita, hasta el punto de turbarla. Se quedaba asombrada ante aquella vida de la que oía hablar por primera vez y que desaprobaba; así como rechazaba en lo más íntimo de su ser y de una forma desmedida aquella extraña libertad. Además, la arrogancia de Zaynab por su origen turco, aunque suavizada por la educación y la cortesía, le fastidiaba mucho, porque, a pesar de su humildad y retraimiento, estaba muy orgullosa de su padre y de su marido, y sentía que gracias a ellos ocupaba una posición inigualable. Sin embargo, ocultaba esos sentimientos, y Zaynab no recibía de ella más que un atento interés y una sonrisa de cumplido. Si no hubiera sido por el enorme deseo de mantener la paz que tenía la madre, Jadiga habría estallado furiosa, y las consecuencias habrían sido nefastas. Pero esta desahogaba su cólera por caminos sinuosos, incapaces de enturbiar la dicha de la paz, como era, por ejemplo, haciendo comentarios a las noticias de esas salidas —ya que no podía expresar abiertamente su opinión sobre ellas— con exageradas manifestaciones de asombro, exclamando: «¡Qué noticia!», mientras miraba fijamente el rostro de su interlocutora, dándose golpes de pecho con la mano al decir: «¡Y te veían los que pasaban mientras paseabas por el parque!», o diciendo: «¡Señor, no podía imaginarme que eso fuera posible!», y otras expresiones parecidas. Y aunque estas no eran ofensivas literalmente, encerraban un doble sentido en su tono enfático y teatral, similar al tono reprensivo que adoptaba el padre, cuando recitaba el Corán mientras rezaba, al percibir que su hijo, no lejos de él, violaba la disciplina o los buenos modales, y no poder regañarle abiertamente a menos que se saliera de la oración. Por esto, apenas se quedaba a solas con Yasín, le soltaba, desahogando su cólera, de la que a él le era difícil escapar: «¡Caramba, caramba, con tu novia "excursionista"!». Y él le decía riendo: «¡Esa es la moda turca; tú eres incapaz de comprenderla!». El adjetivo «turca» le recordaba ese orgullo que le resultaba insoportable, y le replicaba: «A propósito, la señora de la casa se ufana mucho de su origen turco, ¿por qué…? ¡Porque su tatara-tatara-tatarabuelo era turco! ¡Cuidado, hermano, porque todas las turcas acaban locas!». Pero él le contestaba, siguiendo el tono irónico de ella: «¡La locura es mejor que un rostro, cuya nariz puede volver loco a alguien que tenga buen gusto!». Cuando vieron que la temida disputa entre Jadiga y Zaynab se cernía en el horizonte familiar, Fahmi le advirtió que controlara su lengua, no fuera que le llegara a la chica alguno de sus chismes, ¡y también hizo un discreto gesto de advertencia a Kamal, que se dedicaba a ir y venir entre ellos y la novia, como una mariposa llevando el polen de flor en flor! Pero ni él ni nadie de su familia sabían que el destino trabajaba a su favor para separar a las dos muchachas, pues la viuda de Sháwkat y Aisha hicieron una visita a la casa que acabó de una forma con la que ninguno había soñado antes. La anciana dijo, dirigiéndose a la madre en presencia de Jadiga:

—Amina hánem, hoy he venido a verte especialmente para pedir la mano de Jadiga para mi hijo Ibrahim.

Fue una alegría imprevista, pues, de tanto esperarla, ya la habían desechado. Por eso la voz de la mujer sonó en los oídos de la madre como una hermosa melodía, hasta el punto que no recordaba haber escuchado antes unas palabras que humedecieran su pecho con el rocío de la tranquilidad y la paz como lo habían hecho estas. Y casi fuera de sí por la alegría, dijo con voz trémula:

—Jadiga no es más mía que tuya; es tu hija y seguro que encontrará bajo tu protección una felicidad doble de la que ha encontrado en la casa de su padre…

La feliz conversación siguió su curso, pero Jadiga comenzó a aislarse de ella, invadida por una especie de estupor. Bajó los ojos avergonzada y turbada. El espíritu irónico que tan a menudo brillaba en sus pupilas la había abandonado. La embargaba una dulzura desacostumbrada y se dejó llevar por la corriente de sus pensamientos. La petición había llegado por sorpresa, y ¡qué sorpresa! De la misma manera que parecía difícil cuando no se había producido, parecía increíble ahora que ocurría, hasta el punto de que su alegría había quedado cubierta por una densa ola de estupor. «Para pedir la mano de Jadiga para mi hijo Ibrahim…». ¿Qué le había sucedido a él…? A pesar de aquella indolencia suya, que había suscitado su burla, era un hombre guapo y distinguido…, ¿qué le había ocurrido?

—Es una suerte reunir a las dos hermanas en una misma casa.

La voz de la viuda de Sháwkat venía a confirmar la realidad, a dar validez a sus distintos aspectos. No había duda… Ibrahim tenía tanto dinero y prestigio como Jalil. ¡Qué suerte le había reservado el destino! ¡Cuánto la había entristecido que Aisha se casara antes que ella, sin saber que ese matrimonio era el que estaba destinado a abrirle las puertas cerradas de la suerte!

—¡Qué hermoso que la cuñada sea la hermana, pues así desaparece una de las causas esenciales de los quebraderos de cabeza de las familias —dijo luego, riendo—, sólo queda su suegra, y creo que eso lo tendrá fácil!

—Si su cuñada es su hermana, su suegra será indefectiblemente su madre…

Las dos madres no dejaban de hacerse cumplidos. ¡Jadiga amaba tanto a la anciana que le traía la buena noticia, como la había odiado el día que había pedido la mano de Aisha! Era necesario que Maryam supiera la noticia ese día… No soportaba retrasarla hasta el siguiente. No sabía qué era lo que le provocaba ese acuciante deseo. Quizás fuera lo que le había dicho Maryam la mañana siguiente a la petición de Aisha: «¡Qué les hubiera importado esperar a que tú te casaras!». Su tendencia innata a ser mal pensada la había incitado entonces a sospechar de la inocente apariencia de estas palabras.

Cuando la familia Sháwkat se marchó, dijo Yasín con el propósito de provocarla y burlarse de ella:

—Lo cierto es que desde que vi a Ibrahim Sháwkat me dije: «¡Qué propio sería de este toro, que no parece distinguir entre el blanco y el negro, que un día hiciera recaer su elección sobre una esposa como Jadiga!».

Jadiga esbozó una ligera sonrisa, sin decir palabra. Entonces él exclamó asombrado:

—¿Es que por fin has conocido lo que son las buenas formas y el pudor?

Sin embargo, mientras se metía con ella, su rostro expresaba satisfacción y felicidad. Y la dicha de todos ellos sólo se turbó cuando Kamal preguntó inquieto:

—¿Jadiga también nos dejará?

—El-Sukkariyya no está lejos… —dijo la madre consolándolo y consolándose a sí misma.

Pero Kamal no pudo mostrar con completa libertad lo que sentía hasta que se quedó a solas con su madre por la noche. Se sentó con las piernas cruzadas frente a ella en el sofá, y le preguntó con una voz que revelaba protesta y reproche:

—¿En qué estás pensando, mamá? ¿Es que vas a abandonar a Jadiga como abandonaste a Aisha?

Ella le hizo comprender que no las abandonaba, sino que se alegraba de lo que les hacía felices.

Pero él le advirtió, como si la hiciera reparar en algo que se le había escapado y que estaba a punto de escapársele de nuevo:

—Ella también se irá. Quizás creías que iba a volver, como lo creíste con Aisha, pero no va a volver. Te visitará, si es que te visita, como si fuera una invitada y, tan pronto como se tome el café, te dirá «adiós». Lo digo con franqueza: ella no volverá…

Luego, avisándola y amonestándola al mismo tiempo:

—Te encontrarás sola, sin compañía. ¿Quién te va a ayudar a barrer y a limpiar el polvo…? ¿Quién te va a ayudar en la habitación del horno? ¿Quién va a sentarse con nosotros en la reunión del atardecer…? ¿Quién va a hacernos reír…? No encontrarás más que a Umm Hanafi, que tendrá el campo libre para robar toda nuestra comida…

Ella le hizo comprender de nuevo que la felicidad tenía un precio, pero él protestó:

—¿Y quién te ha dicho que en el matrimonio hay felicidad? Te aseguro que no hay absolutamente ninguna felicidad en el matrimonio. ¿Cómo se puede ser feliz lejos de mamá?

Y prosiguió entusiasmado:

—Además, ella no quiere casarse, como antes no lo quería Aisha… ¡Una noche, en la cama de ambas, me lo dijo claramente…!

Cuando le contestó que una chica no tenía más remedio que casarse, él no pudo evitar decir:

—¿Quién ha dicho que una chica no tiene más remedio que irse a casas de gente extraña? Además, ¿qué vas a hacer si también él la hace sentar en una chaise longue, la coge por la barbilla y…?

Al decir eso, le regañó y le ordenó que no hablara de lo que no le concernía. Y él golpeó sus manos, la una contra la otra, diciéndole con acento admonitorio:

—Eres libre…, ¡ya verás!

Amina, desvelada por la alegría, no pegó ojo esa noche, como si hubiera un cielo bañado de luz de luna al que no envolvieran las sombras. Se quedó despierta hasta que llegó el señor, pasada la medianoche. Entonces le dio la buena noticia y él la acogió con una felicidad que le quitó la resaca de la cabeza, a pesar de las extrañas teorías acerca del matrimonio de las hijas que albergaba su mente. Pero en seguida se ensombreció al preguntar:

—¿Es que se ha permitido que Ibrahim la vea?

Amina se preguntó si la alegría de él, que tan raras veces manifestaba, no podía durar más de medio minuto, y murmuró inquieta:

—Su madre…

Pero la interrumpió furioso, repitiendo:

—¿Es que se ha permitido que Ibrahim la vea?

Y ella, que había perdido la alegría por primera vez en aquella noche, dijo:

—Una vez entró a vernos en el piso de Aisha, porque se consideraba un miembro de la familia, y no le di ninguna importancia.

—Pero no se me ha informado de ello… —inquirió vociferando.

Todo presagiaba lo peor. ¿Es que iba a asestar el golpe de gracia al futuro de su hija? Aun a su pesar, los ojos se le inundaron de lágrimas y, antes de darse cuenta, dijo despreciando su negra cólera:

—Señor, la vida de Jadiga está en tus manos, ¡y qué difícil es que la suerte le sonría dos veces!

Él le lanzó una mirada despiadada y comenzó a bramar refunfuñando, diciendo palabras incomprensibles y gruñendo. Era como si la cólera le hubiera hecho volver a esa etapa en la que el ser humano se expresa mediante ruidos, y por la que ya habían pasado sus primitivos ancestros. Pero no añadió nada a eso. Quizás se había propuesto desde el principio dar su aprobación, pero no quería admitirlo antes de dejar constancia de su indignación, como el político que ataca a su adversario para defender sus principios, aunque esté de acuerdo con él en la meta que persigue.