Entre la chiquillería congregada ante la puerta de la casa y sobre la acera de la fuente de Bayn el-Qasrayn, que alborotaba llena de júbilo, se destacó la voz de Kamal, que gritaba: «¡Ahí viene el coche de la novia!». Lo repitió tres veces, y entonces Yasín, totalmente acicalado y esplendoroso, salió del grupo que estaba detenido a la entrada del patio. Llegó a la calle y se detuvo ante la puerta, volviéndose en dirección a el-Nahhasín, donde vio el cortejo nupcial que avanzaba lentamente, con paso majestuoso. En ese momento lleno de alegría y de temor al mismo tiempo, y a pesar de los ojos que lo miraban desde dentro y fuera de la casa, desde arriba y desde abajo, se mostraba firme, sin miedo, rebosante de hombría y virilidad. Quizás lo que lo mantenía firme era su sensación de ser el centro de todas las miradas. Trataba de vencer con valentía el nerviosismo que se agitaba en su interior, por miedo a aparecer ante los espectadores en un estado que rebajara su hombría. Quizás también se daba cuenta de que su padre estaba replegado en la parte posterior del grupo que esperaba a la entrada del patio —donde se reunieron los varones de las familias de los novios— fuera del alcance de su vista. Pudo controlarse mientras contemplaba embelesado el coche adornado de rosas que le traía a su novia, mejor dicho, a la que era su esposa desde hacía más de un mes, aunque sus ojos aún no se habían posado sobre ella, o al menos pudo sentirse ayudado por la esperanza que había forjado con sus sueños, sedientos de una felicidad que sólo con lo eterno se satisface. El coche, que iba a la cabeza de una larga fila, se detuvo ante la casa, y él se preparó para el feliz recibimiento, con un deseo renovado de ver por primera vez, a través del velo de seda, el rostro de su novia. En seguida se abrió la puerta del coche y descendió una sirvienta negra, de unos cuarenta años, de fuerte complexión, tez reluciente y grandes ojos. Por sus movimientos confiados y arrogantes dedujo que se trataba de la sirvienta que habían decidido poner al servicio de la novia en la nueva casa. Aquella se hizo a un lado, se quedó parada, tiesa como un centinela, y se dirigió a él, diciéndole con una voz que tenía el sonido metálico, mientras sonreía mostrando unos dientes resplandecientes de blancura:
—Por favor, toma a tu novia…
Yasín se acercó a la puerta del coche, inclinándose un poco hacia el interior, y vio a la novia, con su traje blanco, entre dos mujeres jóvenes, al tiempo que lo acogía un perfume delicioso y seductor, perdiéndose, deslumbrado, en aquel ambiente de belleza. Ofreció su brazo a la chica sin apenas ver nada, como cuando se mira una luz brillante. La vergüenza paralizó a la novia, que no hizo ademán de moverse. Entonces, la que estaba a su derecha tomó la iniciativa, cogiendo su mano y posándola sobre el brazo de él, mientras susurraba con acento risueño:
—Ánimo, Zaynab…
Entraron el uno al lado del otro, mientras ella, avergonzada, interponía entre ambos un gran abanico de plumas de avestruz con el que se tapaba la cabeza y el cuello, y atravesaron el patio entre las dos filas de espectadores, seguidos por las invitadas de la familia de ella que hacían albórbolas, como si no les preocupase el señor Ahmad ni el que estuviera a unos pasos de ellas. De esta manera resonaron por primera vez las albórbolas en aquella casa silenciosa, y en presencia de su todopoderoso señor, causando quizás en los oídos de su gente una impresión de asombro; pero era un asombro mezclado de alegría y no exento de una inocente y jovial malicia, con la que sus corazones se aliviaron de la firme y tajante prohibición que había decidido que no hubiera albórbolas, ni canto ni diversión, y que la noche de bodas del hijo mayor pasara como cualquier otra noche. Amina, Jadiga y Aisha se intercambiaron miradas interrogadoras y risueñas, mientras se arremolinaban junto a la rendija de una ventana que daba al patio para ver el impacto de las albórbolas en el señor. Al verlo reír, mientras hablaba con el señor Muhammad Effat, Amina murmuró: «¡Esta noche no podrá hacer otras cosa que reír, por mucho que le desagrade lo que pase!». Umm Hanafi aprovechó la oportunidad que se le presentaba para colarse, como un tonel, entre las que hacían albórbolas, y lanzar una tan fuerte y atronadora que eclipsó a todas las demás, compensando con ella las ocasiones de alegría y contento que había perdido, a la sombra del terror, en los momentos de los esponsales de Aisha y Yasín. Se acercó a sus tres señoras lanzando albórbolas y haciéndolas partirse de risa, y luego les dijo: «¡Haced albórbolas, aunque sea por una vez en la vida… Esta noche él no sabrá quiénes las hacen!». Yasín, después de conducir a la novia hasta la puerta del harén, volvió y se encontró con Fahmi, en cuyos labios aparecía una sonrisa que sugería apuro y compasión. Quizás esa sonrisa era el rastro que dejaba en su alma aquel bullicio jubiloso y «prohibido». Miraba a su padre a hurtadillas y luego al rostro de su hermano, riendo de una forma leve y velada, pero lo único que hizo Yasín fue decirle con cierto tono de disgusto:
—¿Qué hay de malo en que saludemos la noche de bodas con alegría y albórbolas? ¿Qué le hubiera costado acceder a invitar a una cantora o a un cantante?
Este había sido el deseo de la familia, la cual no había encontrado otra forma de expresarlo que instigar a Yasín para que rogara al señor Muhammad Effat que intercediera a su favor ante su padre. Pero el padre se había excusado, y se negó a que la noche de bodas transcurriera de una forma que no fuera silenciosa, limitando la alegría a la magnífica cena. Yasín volvió a decir apenado:
—¡No encontraré quien me conduzca en cortejo en esta noche irrepetible! Entraré en la habitación de la novia sin ir acompañado de cantos y adufes, como si fuera un bailarín que agitara el torso sin ritmo…
Después brilló en sus ojos una sonrisa alegre y maliciosa al decir:
—¡De lo que no cabe la menor duda es de que nuestro padre no soporta a «las cantoras» más que en sus casas!
Kamal permaneció en el piso superior, que había sido dispuesto para recibir a las invitadas, durante una hora. Luego bajó al primero, que estaba preparado para recibir a los invitados, en busca de Yasín, pero lo encontró en el patio de la casa, examinando el buffet que había instalado el cocinero. Se acercó a su hermano contento y orgulloso de haber cumplido la misión que este le había encomendado, y le dijo:
—He hecho lo que me ordenaste. Seguí a la novia hasta su habitación y la examiné cuando se retiró el velo de la cara.
Yasín se apartó a un lado con él, y le preguntó sonriendo:
—¿Eh…?, ¿y cómo es?
—Como hermanita Jadiga…
—¿En este sentido no hay que preocuparse? —comentó riendo—. ¿Te gusta como Aisha?
—Claro que no. ¡… Hermanita Aisha es mucho más guapa!
—¡Que tu casa se arruine! ¿Quieres decir que es como Jadiga?
—Oh, no, es más guapa que hermanita Jadiga.
—¿Mucho más?
Movió la cabeza pensativo, mientras el joven le preguntaba con impaciencia:
—Cuéntame, ¿qué te ha gustado de ella?
—Su nariz es pequeña como la de mamá…, y sus ojos también son como los de mamá.
—¿Y después…?
—Tiene la piel blanca, el cabello negro, y huele muy bien…
—¡Alabemos a Dios! ¡Que nuestro Señor te colme de bienes…!
Al imaginarse que el chiquillo trataba de vencer un deseo de volver a hablar, le preguntó con cierta inquietud:
—Venga, ¡di sin miedo lo que tengas que decir!
—¡La he visto sacar un pañuelo —dijo Kamal bajando la vista— y luego sonarse!
Sus labios hicieron una mueca de disgusto, como si no pudiera comprender que aquella acción se le escapara a una novia en la cima de su encanto. Y Yasín no pudo contener la risa al decir:
—Hasta aquí, ¡excelente! ¡Qué nuestro Señor haga que la descendencia sea sana! Echó una triste mirada sobre el patio, ocupado sólo por el cocinero, sus hijos y algunos niños y niñas, y se imaginó los adornos, el pabellón de música y el círculo de invitados que debían haberse encontrado allí. ¿Quién había decidido aquello…? ¡Su padre…! El hombre que rezumaba desvergüenza, carácter turbulento y voluptuosidad por todos sus poros… Yasín se asombraba ante un hombre que se permitía a sí mismo la diversión «prohibida» y prohibía en su casa la diversión permitida. Y empezó a imaginarse la juerga del señor, tal como la había visto en la habitación de Zubayda, entre la copa y el laúd y, sin darse cuenta, se le vino a la mente una idea extraña que no se le había ocurrido antes, a pesar de la enorme claridad con que la veía: ¡El parecido entre la naturaleza de su padre y la de su madre! Era una naturaleza única en su lascivia y en su forma de correr tras el placer con un desenfreno que despreciaba las tradiciones. ¡Quizás, si su madre hubiera sido un hombre, no habría sido menos aficionada a la bebida y a la música que su padre! Por eso se había cortado rápidamente la relación entre ambos —su padre y su madre—, pues alguien como él no podía soportar a alguien como ella, ni viceversa. Es más, ¡él no hubiera tenido una vida conyugal estable si no hubiera tropezado con su actual esposa! Luego, soltando una risa que no tenía ni un ápice de alegría por el espanto que sentía ante esa «idea extraña»: «¡Ahora ya sé quién soy. No soy más que el hijo de estos dos seres lascivos y no podría ser distinto de lo que soy!».
Al instante siguiente se preguntó si no se había equivocado al no invitar a su madre a la boda. Y se lo preguntó a pesar de que seguía creyendo que había obrado correctamente. Quizás su padre había tratado de aliviar su conciencia cuando le había dicho varias noches antes de la noche de bodas: «Creo que debes informar a tu madre y, si quieres, puedes invitarla a asistir a tu boda». Lo había dicho, según creía, de palabra, no de corazón, pues no podía imaginarse que a su padre le gustara que él fuera a donde residía aquel hombre despreciable, al que su madre había tomado por esposo después de muchos matrimonios, y que le diera en su presencia una prueba de afecto invitándola a su boda. ¡Ni la boda ni cualquier felicidad de este mundo podrían llevarlo nunca a unir lo que se había cortado entre él y aquella mujer…, aquella desgracia…, aquel recuerdo ultrajante! Lo único que hizo entonces fue contestar a su padre diciendo: «¡Si yo hubiera tenido madre realmente, ella habría sido la primera invitada a mi boda!». De repente, prestó atención a los niños y niñas que lo miraban embelesados, murmurando entre sí, y observó a las niñas mientras les preguntaba con una voz sonora y risueña: «¿Es que ya estáis soñando con el matrimonio, chiquillas?». Luego se dirigió a la puerta del harén, recordando las irónicas palabras que Jadiga le había dirigido el día anterior: «¡Cuidado con mostrarte tímido mañana entre los invitados, no vaya a ser que sepan la amarga verdad, es decir, que es tu padre el que te ha casado, y el que ha pagado tu dote y todos los gastos de tu noche! ¡Tienes que moverte sin parar, tienes que pasearte entre las habitaciones de los invitados, riéndote con este, hablando con aquel. Sube y baja, examina la cocina, da voces, grita, quizás así hagas pensar a la gente que tú eres realmente el hombre y el señor de la noche!». Siguió su camino riendo, con la intención de obedecer tan irónico consejo, y se pavoneó entre los invitados con su cuerpo alto y corpulento, de extraordinaria elegancia, seductora belleza y juventud en plena sazón. Fue y vino, bajó y subió, y aunque no hizo nada, el movimiento arrancó de su alma los pensamientos desagradables, entregándose a los encantos de aquella noche. Y cuando la novia se le vino a la cabeza, un escalofrío bestial circuló por su cuerpo. Luego recordó la última noche que había pasado junto a Zannuba, la tañedora de laúd, hacía un mes, cómo le había informado de su inmediato matrimonio al despedirse de ella, y cómo esta le había gritado en un falso tono de cólera: «¡Hijo de perra…, me has ocultado la noticia hasta haber conseguido tu objetivo…! "La barca que te lleva es mejor que la que te trae…" Vete con viento fresco, bastardo». En su alma ya no quedaba huella ni de Zannuba ni de ninguna otra. Había corrido para siempre una cortina sobre ese lado de su vida. Quizás volvería a beber, pues no creía que su deseo de hacerlo hubiera muerto, pero en cuanto a las mujeres, no se imaginaba desviando sus ojos hacia una mujer pasajera, cuando tenía delante una belleza a su entera disposición. Su novia era un placer renovado, agua fresca para la sed salvaje que tan a menudo agitaba su ser. Luego empezó a imaginarse su vida futura: esa noche, las noches siguientes, un mes, un año, y toda la vida, iluminándose su rostro con una elocuente alegría, que Fahmi observó con la mirada llena de curiosidad, serena envidia y no poca tristeza. Entonces llegó Kamal, que aparecía en cualquier lugar por sorpresa, y se dirigió a Yasín con el rostro resplandeciendo de contento mientras le decía:
—El cocinero me ha dicho que hay más dulces de los que necesitan los invitados e invitadas, y que sobrará una buena cantidad…