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El coche de caballos se puso en marcha llevando a la madre, a Jadiga y a Kamal camino de el-Sukkariyya. ¿Acaso el matrimonio de Aisha era el anuncio de una nueva era de libertad? ¿Podrían, por fin, ver la luz del sol de vez en cuando y respirar aire fresco? Pero Amina no se dejó llevar por el optimismo ni se adelantó a los acontecimientos, pues quien le había prohibido visitar a su madre, salvo en rarísimas ocasiones, también era capaz de prohibirle visitar a su hija. No olvidaba que habían pasado ya muchos días, desde la boda de la chica, durante los cuales la habían visitado el padre, Yasín, Fahmi, e incluso Umm Hanafi, sin que él le permitiera visitarla, ni ella misma tuviera el valor de solicitar permiso para hacerlo. Se había guardado de recordarle que tenía una hija en el-Sukkariyya a la que debía ver, y se había mantenido en silencio, aunque la imagen de la pequeña no se apartaba de su imaginación. Sin embargo, cuando se sintió angustiada de tanto esperar, hizo acopio de voluntad y le preguntó:

—¿Ha querido Dios que mi señor haya decidido visitar pronto a Aisha, para que nos quedemos tranquilos acerca de ella?

El señor captó el deseo que se ocultaba tras la pregunta, y se enfureció contra Amina, no porque se hubiera propuesto impedirle que visitara a Aisha, sino porque quería, como solía hacer en situaciones similares, que el permiso partiera de él como un favor, sin que se lo pidieran, no fuera que ella pudiera sospechar que su petición había influido en la concesión de dicho permiso. Le disgustaba que se lo hubiera recordado con aquella pregunta capciosa, pues ya había pensado antes en ese asunto con fastidio, y le irritaba sentir que era inevitable. Por eso le gritó furioso:

—Aisha está en casa de su marido y no nos necesita a ninguno de nosotros. Además, yo la he visitado y también sus dos hermanos, ¿qué es lo que te hace preocuparte por ella?

El corazón se le hundió dentro del pecho y la boca se le secó de desesperación y angustia. Pero el señor se había propuesto guardar silencio, como si hubiera dado el asunto por terminado, para castigarla por lo que consideraba una artimaña imperdonable. Así que estuvo todo el rato sin hacerle caso, mirando a hurtadillas la tristeza que había cubierto sus facciones, hasta que llegó la hora de volver a su trabajo. Entonces le dijo seca y concisamente:

—¡Vete mañana a visitarla…!

La alegría hizo que la sangre se agolpara en el rostro de Amina, un rostro incapaz de ocultar un secreto. Mostró una alegría infantil. Pero él no tardó en volver a enfurecerse, y le gritó:

—¡Después de esto, no la verás más que cuando su marido le permita visitarnos…!

Ella no hizo ningún comentario a sus palabras, pero no olvidó una promesa que había hecho a Jadiga, al consultarle cómo iba a abordarlo; y, tras un momento de vacilación y ansiedad, Amina le dijo:

—¿Permitirá mi señor que lleve a Jadiga conmigo?

Él agitó la cabeza como diciendo «¡Que sea lo que Dios quiera…, que sea lo que Dios quiera!». Luego le replicó colérico:

—¡Naturalmente…, naturalmente! ¡Ya que he aceptado casar a mi hija, será necesario que mi familia se junte con la gente de la calle…! Llévatela, y que nuestro Señor os lleve a todos vosotros.

Ella había conseguido una alegría superior a la que podía aspirar, y por eso no prestó atención a la última imprecación que había escuchado, más aún sabiendo que, cuando se enfadaba, lo mismo que cuando lo fingía, decía aquello de palabra y no de corazón. Él era como la gata que, cuando traslada a sus pequeños, parece que va a devorarlos. El deseo se había hecho realidad y el coche partió con ellos en su camino hacia el-Sukkariyya. Kamal parecía el más contento de los tres, tanto por visitar a Aisha, como por salir en compañía de su madre y su hermana, y por ir montado en el coche de caballos. Era como si no pudiera ocultar su alegría o deseara anunciarla a los cuatro vientos, o quizás como si quisiera atraer las mirada hacia su persona mientras iba sentado en el coche entre su madre y su hermana. Y, tan pronto como este se acercó a la tienda de Amm Hasaneyn, el barbero, se puso de pie súbitamente gritando: «¡Amm Hasaneyn…, mira!». El hombre lo miró y, al no encontrarlo solo, bajó la vista de prisa sonriendo. La madre, muerta de vergüenza y desconcierto, le dio un tirón de la punta de la chaqueta, por miedo a que volviera a la carga ante las tiendas siguientes, y se puso a reprenderlo por su «descabellada» acción. La casa de el-Sukkariyya apareció antigua y caduca, no envuelta en un manto de luces, como en la noche de la boda, pero su propia antigüedad mostraba, además de una construcción suntuosa y un precioso mobiliario, gran prestigio y poderío. La familia Sháwkat era una familia «vieja», aunque de la antigua gloria no le quedaba más que el nombre, especialmente después de que los herederos dilapidaran la fortuna y despreciaran los estudios. La novia se había instalado en la segunda planta, al tiempo que la viuda Sháwkat, incapaz de subir la escalera por su edad, se había bajado a la primera con su hijo mayor, Ibrahim. Quedaba una tercera planta libre, que no habían podido ocupar y se negaban a alquilar.

Cuando les hicieron pasar al piso de Aisha, Kamal se dejó llevar por la espontaneidad como si estuviera en su casa, y quiso registrarlo para encontrar a su hermana por sí mismo, saboreando el placer de la sorpresa que se había imaginado mientras subía por la escalera; pero su madre no lo dejó soltarse de su mano, a pesar de su resistencia, ¡y, antes de que se diera cuenta, la criada los condujo al salón de las visitas y luego los dejó solos! Al sentir que los trataban como a «extraños» o «invitados», a Kamal se le encogió el corazón y se le partió el alma, mientras empezaba a repetir con angustia: «¿Dónde está Aisha…? ¿Por qué nos quedamos aquí?», sin escuchar otra respuesta que la palabra «chist» y una advertencia de que, si alzaba la voz, ¡no lo dejarían visitarla otra vez…! Pero su dolor cesó tan pronto como llegó Aisha, corriendo, con el rostro iluminado por una sonrisa cuyo brillo eclipsaba el resplandor de su hermoso traje y su deslumbrante maquillaje. El niño corrió hacia ella y se le colgó del cuello ¡y con él en esa postura, saludó a su madre y su hermana!

Aisha parecía plenamente feliz consigo misma, con su nueva vida y con la visita de su familia. Les habló de las visitas de su padre, de Yasín y de Fahmi, y de cómo su deseo de verlos había podido con el miedo a su padre ¡y había tenido el coraje de rogarle que les permitiera visitarla! «¡No sé cómo mi lengua me obedeció hasta el punto de poder hablarle…! —dijo—. Quizás lo que me dio valor fue su nuevo aspecto, un aspecto que no se me había ofrecido antes. Parecía cariñoso, apacible, sonriente. Sí, Dios mío, sonriente. Pero, a pesar de todo, estuve dudando un buen rato. Temía que cambiara de repente y me regañara. Luego me encomendé a Dios ¡y le hablé!». Su madre le preguntó cómo había sido su respuesta, y ella contestó: «Me dijo escuetamente: "¡Si Dios quiere!". Después prosiguió rápidamente, en un serio tono de advertencia: "Pero no creas que esto es un juego, pues todo tiene un límite". ¡Mi corazón palpitó, y me puse a implorarle un buen rato que fuera amable y accediera!». Después Aisha volvió un poco hacia atrás en su relato, describiendo su situación cuando le dijeron que el gran señor estaba en el salón de las visitas: «Corrí hacia el baño —dijo— y me lavé la cara para quitar todo rastro de maquillaje, hasta el punto que el señor Jalil me preguntó por qué hacía todo aquello, pero yo le dije: "¡Compréndeme, no puedo recibirlo con un traje de verano sin mangas!". ¡Y no me fui de allí hasta envolverme en un chal de cachemira!». Luego continuó: «Y cuando lo supo mamá… —se echó a reír—, quiero decir, la nueva mamá…, cuando el señor Jalil le contó lo que había ocurrido, se rio y me dijo: "Conozco muy bien al señor Ahmad. Él es así y más —luego, mirándome—, pero que sepas, pequeña, que ya no eres de la familia Abd el-Gawwad. Tú eres ahora una Sháwkat, así que no te preocupes por los demás…"». Su alegre aspecto y su conversación les provocaron amor y admiración. Kamal la miró fijamente como había hecho la noche de la boda, y preguntó protestando: «¿Por qué no tenías este aspecto cuando estabas en nuestra casa?». «Entonces no era una Sháwkat», le contestó de inmediato riendo. Incluso Jadiga le clavó una mirada llena de amor.

Con el matrimonio de la muchacha, ya no había motivos para las peleas que se desencadenaban entre ellas a causa del trato y, por otra parte, ya no quedaba del sentimiento de ira, que la embargó cuando permitieron que se casara antes que ella, más que una débil huella que achacó a su «suerte» y no a la muchacha. Su corazón ya no abrigaba más que amor y añoranza. ¡Cuánto la echaba de menos cada vez que sentía necesidad de un ser humano con quien comunicarse! Luego Aisha habló de su nueva casa, de la celosía que daba a la puerta de el-Mitwali, de los alminares que se alzaban cerca de allí, de la incesante riada de peatones… Todo lo que la rodeaba le recordaba a su antigua casa y a las calles y edificios circundantes, pues sólo se diferenciaban en los nombres y en algunos detalles secundarios. «Pero, a propósito, vosotros no tenéis nada semejante a esta enorme puerta —luego, con cierta languidez—, ¡aunque el Máhmal no pasa por debajo, como me ha contado el señor Jalil!». Luego continuó hablando: «Justo debajo de la celosía hay un banco que acoge a tres personas que no lo dejan hasta caer la noche: un mendigo tullido, un vendedor de babuchas y un geomante. Estos son mis nuevos vecinos, pero el geomante es el más feliz de todos. No preguntéis por la cantidad de mujeres y hombres que se sientan en cuclillas ante él para averiguar su suerte. Cómo me gustaría que mi celosía estuviera más baja para oír lo que les dice. Pero el espectáculo más delicioso es el de los suarés, que llegan de Darb el-Ahmar, cuando se encuentran con un coche cargado de piedras que viene de el-Guriyya. Como la entrada de la puerta es demasiado estrecha para que pasen los dos, cada conductor obra a su antojo, retando al otro a que recule para dejar el paso libre; las palabras empiezan siendo suaves de alguna manera, pero se van enardeciendo y volviéndose groseras hasta que las gargantas braman injurias e insultos; tras eso, llegan unos carros y unos carritos de mano que obstruyen el camino, sin que nadie sepa cómo restablecer el orden. Entretanto allí estoy yo, parada tras las rendijas, disimulando la risa, mientras contemplo los rostros y el espectáculo».

Cuánto se parecía el patio de la nueva casa al de la suya: la habitación del horno, la alacena, su suegra, señora del patio, y la sirvienta Suwaydán. «No tengo nada que hacer, ni recuerdo la cocina hasta que me traen la bandeja de la comida». En ese momento Jadiga no pudo contener la risa al decir: «¡Has conseguido lo que tantas veces habías deseado!». Kamal no encontró en la conversación nada que suscitara su interés, pero sintió en su tono general algo que sugería que la que hablaba se iba a quedar allí, y preguntó lleno de inquietud:

—¿No volverás a nuestra casa?

Entonces llenó la habitación una voz que decía:

—No volverá a vuestra casa, señorito Kamal.

Era Jalil Sháwkat que entraba riendo, caminando de forma altanera con su cuerpo rechoncho envuelto en una galabiyya de seda blanca. Tenía el rostro ovalado y relleno, la tez blanca, los ojos ligeramente saltones y los labios gruesos. Su gran cabeza acababa en una frente estrecha, rematada en la parte superior por un cabello negro y espeso, con raya en medio, de un color y un peinado parecidos a los del señor. En sus ojos brillaba una mirada de bondad e indolencia, huella quizás del bienestar, el ocio y la satisfacción. Se inclinó sobre la mano de la madre para besarla, y esta, avergonzada y apurada, la retiró de prisa, dando las gracias con un susurro. Luego saludó a Jadiga y a Kamal y se sentó como si fuera uno de ellos, según dijo después Kamal. El chiquillo aprovechó la oportunidad de que el novio estaba distraído hablando con ellos para examinar su rostro durante un buen rato, ese rostro absolutamente extraño, aparecido en el océano de su existencia para ocupar un lugar envidiable que lo cualificaba para ser el más cercano de los parientes o, más bien, un compañero del rostro de Aisha. Siempre que este se le pasaba por la mente, arrastraba tras de sí al otro, como el blanco arrastra al negro. Lo estuvo observando largo rato, repitiendo para sus adentros sus palabras tan llenas de confianza: «No volverá a vuestra casa, señorito Kamal», y sintiendo hacia él un rechazo, una antipatía y un odio que estuvieron a punto de adueñarse de su corazón, de no haber sido porque el hombre se levantó de repente, salió y volvió con una bandeja de plata llena de dulces de diversos tipos. Y sonriendo —aunque al hacerlo abrió su boca y descubrió dos dientes montados el uno sobre el otro—, le ofreció una selección de los más apetitosos. Luego vino la viuda de Sháwkat apoyándose en el brazo de un hombre que debía de ser su hermano mayor, según dedujeron por su parecido con Jalil. La deducción quedó confirmada cuando la viuda se lo presentó diciendo: «Ibrahim, mi hijo mayor… ¡¿aún no le conocéis?!». Al observar el desconcierto de Amina y Jadiga ante los saludos, ella añadió sonriendo: «Somos como una sola familia desde hace muchísimo tiempo, pero algunos se conocen ahora por primera vez…, no os preocupéis…». Amina comprendió que la mujer la estaba animando, facilitándole las cosas, y sonrió, pero la asaltó cierta inquietud al preguntarse si le agradaría al señor que ambas se encontraran desveladas con este hombre, aunque se le considerase un nuevo miembro de la familia al igual que Jalil…, ¿le revelaría este encuentro, o evitaría mencionárselo prefiriendo la seguridad?

Ibrahim y Jalil parecían gemelos en todo menos en la edad. Frente a esta diferencia de edad, las demás diferencias entre ambos eran pequeñísimas. Lo cierto era que, de no haber sido por el cabello corto de Ibrahim y sus bigotes de puntas retorcidas, nada lo habría distinguido de Jalil. Era como si no hubiera cumplido los cuarenta años, como si su juventud y su aspecto no hubieran sido afectados por el paso del tiempo. Por eso Amina recordó lo que le había contado una vez el señor sobre el difunto Sháwkat diciendo que «con veinte años o más, parecía menor de lo que era en realidad» o que «a pesar de su bondad y su nobleza, ¡era como un animal, que no permitía nunca que sus pensamientos ahogaran su dicha!». ¿No era asombroso que Ibrahim pareciera tener treinta años, a pesar de que se había casado en plena juventud, había tenido dos hijos, y luego habían muerto estos y su esposa? Pero había salido de su dura experiencia intacto, indemne, y luego había vuelto a vivir con su madre en la indolencia, la calma y la ociosidad, como todos los Sháwkat. Jadiga, cada vez que sentía que nadie la observaba, se entretenía mirando a hurtadillas a los dos hermanos, a los asombrosos puntos de parecido que había entre ellos: la forma ovalada y rellena del rostro, los grandes ojos saltones, la corpulencia y la indolencia. Todo ello estimulaba la ironía escondida en su interior, hasta el punto de que se reía para sus adentros y se ponía a almacenar en su memoria unas imágenes sobre las que volvería en la reunión del café. Arrastrada por su tradicional sorna, comenzó a reírse y a burlarse de él. Además, pensó con cuidado en elegir un nombre que describiera los defectos de ambos, siguiendo el modelo de los epítetos que daba a sus víctimas, o más bien, siguiendo el modelo elegido para su madre, a la que había apodado «la ametralladora», porque espurreaba la saliva al hablar. Una vez miró con disimulo a Ibrahim, y cuál no fue su susto al encontrarse con los grandes ojos de él que examinaban su rostro con interés desde debajo de sus tupidas cejas. Bajó la vista avergonzada y turbada, preguntándose, con el temor engendrado por la duda, qué habría opinado de su mirada. Luego se halló pensando inquieta en su propio aspecto y en el efecto que habría podido causar en él. ¿Se estaría burlando de su nariz como ella se había burlado de su corpulencia y su indolencia? Y las conjeturas y la angustia la invadieron…

Kamal se aburría con esta tertulia que, aunque le había permitido reunirse con Aisha, le hacía sentirse como un invitado. Aparte de los dulces ofrecidos, no se había realizado ninguno de sus deseos. Se trasladó al lado de la desposada y le hizo una seña, por la que esta comprendió que quería quedarse a solas con ella. Entonces se levantó y, cogiéndolo de la mano, abandonaron la habitación. Ella pensó que el niño se conformaría con sentarse a su lado en la sala, pero él la arrastró de la mano hasta el dormitorio, y luego cerró la puerta tras ellos de tal forma que retumbó. Sus facciones se iluminaron y sus ojos brillaron. Estuvo un buen rato mirándola y luego examinó la habitación rincón por rincón, aspirando el aroma de los muebles nuevos mezclado con un perfume delicioso que quizás fuera un residuo del desprendido de las manos y los pechos de las personas que se perfumaban allí. Luego miró la cama mullida y los dos cojines rosa que estaban puestos uno al lado del otro sobre el cobertor, encima de las almohadas, y le preguntó: «¿Qué son?». Y ella le respondió: «Dos almohadones pequeños». Y él volvió a preguntar: «¿Los usas como almohada?». «Son sólo para adornar», dijo ella sonriendo. Y él señaló la cama preguntando: «¿Dónde duermes tú?». «En el lado de dentro», contestó sonriendo de nuevo. Y, persuadido de que «él» dormía con ella, le preguntó: «¿Y Si Jalil?». «En el de fuera», replicó ella pellizcándole la mejilla con dulzura. En ese momento observó intrigado la chaise longue y, dirigiéndose hacia ella, se sentó y la invitó a sentarse a su lado. Ella lo hizo, pero él no tardó en evadirse tras sus recuerdos, bajando la vista para ocultar una mirada de sospecha, marcada en su alma por el fuerte ataque de su madre, la noche de la boda, cuando él le confió el secreto de lo que había visto por el agujero de la puerta. Presionado por un estímulo irresistible, le habría gustado revelarle su secreto, hacerle preguntas acerca de él; pero la vergüenza emanada del sentimiento de sospecha se lo impidió, acallando este deseo a su pesar. Luego levantó hacia ella unos ojos limpios y le sonrió. Ella le sonrió a su vez e, inclinándose hacia él, lo besó, levantándose después, mientras decía con el rostro invadido por una dulce sonrisa:

—Vamos a llenar tus bolsillos de chocolatinas…