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Dos personas, además de su padre y de Umm Hanafi, se enteraron del escándalo de Yasín: Amina y Fahmi. Habían oído el grito de aquella, y habían sido testigos desde sus ventanas de lo ocurrido entre el joven y su padre; después dedujeron lo que significaba eso sin necesitar de grandes entendederas. De todas formas, el señor reveló a su esposa el desliz de su hijo, y le preguntó con detalle qué sabía acerca de las costumbres de Umm Hanafi. Amina defendió a su criada manifestando todo lo que sabía sobre su naturaleza y su rectitud, recordando al señor que, de no haber sido «por su grito», nadie habría sabido lo que pasaba. El hombre estuvo una hora insultando y maldiciendo. Insultó a Yasín y se insultó a sí mismo porque «no era necesario engendrar hijos, para que enturbiasen su serenidad con sus malas pasiones». Le inundó la cólera y maldijo la casa y a toda su familia… Amina permanecía en silencio, y seguiría así después, como si no supiera nada. También Fahmi fingió ignorarlo todo. Simuló estar profundamente dormido cuando su hermano volvió a la habitación, jadeando a consecuencia del intento fracasado. No dejó traslucir después nada que hiciera presumir que se había enterado del asunto. Le repugnaba que el otro supiera que conocía la humillación y el envilecimiento caídos sobre él, en testimonio del respeto que le profesaba por ser el hermano mayor; un respeto que no había desaparecido al descubrir su frivolidad e impudicia, ni siquiera siendo consciente de su propia superioridad en conocimientos y en cultura. Tampoco había desaparecido frente a la falta de interés que Yasín mismo mostraba en cuanto a la observancia del respeto que le debían sus hermanos, visto el plan de bromas y burlas que se gastaba con ellos. La verdad es que Fahmi no dejaba de tenerle respeto, y su cuidado en mantenerlo era quizás debido a Ja educación, seriedad y aplomo que tenía, y que le hacían parecer mayor de lo que era. Jadiga, por su parte, no dejó de observar, al día siguiente del episodio, que Yasín no había tomado el desayuno a la mesa de su padre, y le preguntó con extrañeza qué era lo que le había impedido hacerlo; él le respondió que le había sentado mal la cena de la boda. La joven sintió —gracias a su aguda malicia natural— que el motivo de su ausencia no eran las dificultades de digestión. Interrogó a su madre pero no obtuvo respuesta satisfactoria. Después Kamal regresó del comedor haciéndose también preguntas, no empujado por la curiosidad o por la pena, sino con la esperanza de encontrar una indicación de que el terreno iba a quedar libre, por algún tiempo más, de un rival tan peligroso como Yasín.

El asunto hubiera ido olvidándose si Yasín, por la tarde, no hubiese dejado la casa sin participar en la habitual tertulia del café. Y aunque había pedido excusas a Fahmi y a la madre por estar comprometido en una cita, Jadiga declaró con convicción: «¡Algo hay! ¡Yo no soy tonta…! ¡Me corto el brazo si Yasín no está cambiado!». A esto la madre se vio obligada a manifestar la cólera del señor contra Yasín, por una causa que ignoraba… Transcurrió una hora, y estuvieron haciendo conjeturas sobre este asunto; incluso Amina y Fahmi se unieron a los demás para ocultar lo ocurrido. Yasín permaneció apartado de la mesa de su padre, hasta que este lo conminó a reunirse con él una mañana antes del desayuno. No le sorprendió la convocatoria, pero lo inquietó a pesar de todo. ¡Qué miedo había sentido un día tras otro, convencido de que su padre no se contentaría, en lo concerniente a su desliz, con aquel tirón violento por el que había estado a punto de derribarlo de bruces y sabiendo que, de una manera u otra, volvería sin remedio al tema! Quizás esperaba un comportamiento indigno por parte de su padre hacia un funcionario como él, cosa que lo llevaba a veces a pensar en abandonar la casa por algún tiempo o para siempre. La verdad es que no sería delicado por parte de su padre —sobre todo de un padre como el que había conocido en casa de Zubayda— tratar su desliz con tanta rudeza, del mismo modo que sería indigno, en lo que a él le concernía, exponerse a un comportamiento inadecuado a su hombría. Por eso lo más noble de su parte sería irse. Pero ¿adónde…? Lo único que tenía que hacer era vivir una vida independiente, él solo. Y era capaz de hacerlo; aunque, una vez que hubo barajado el asunto en sus diversos aspectos y evaluado los gastos, se preguntó cuánto le quedaría después para su alojamiento, el café de Si Ali, la taberna de Kostaki y Zannuba. A la vista de esto fue disminuyendo su entusiasmo hasta apagarse, como una mecha de lámpara cuya llama se ve expuesta a un aire violento. Pasó a decirse, consciente de su cobardía: «Si hago caso al diablo y me marcho de casa, voy a crear una mala tradición, que no conviene a nuestra familia. Diga lo que diga, o haga lo que haga, es mi padre y no hay ni que pensar que su correctivo sea vejatorio». Luego se dijo con esa franqueza que disimulaba cuando le entraba el espíritu bromista: «Un poco de modestia, Yasín Bey, déjanos de dignidad, por vida de tu madre, ¿qué prefieres, la dignidad de Tu Excelencia o el coñac de Kostaki y el ombligo de Zannuba?». Y así pues renunció a la idea de abandonar la casa, y permaneció esperando la temida convocatoria hasta que tuvo lugar. Entonces reunió sus fuerzas y partió lleno de pánico, a pesar suyo. Entró en la habitación con la cabeza gacha y el paso inseguro, y se detuvo lejos de donde estaba sentado su padre, sin tener el valor de saludarlo, y esperó. El señor le clavó la vista largo rato y luego movió la cabeza como asombrado, diciendo:

—¡Dios Santo…! ¡Qué talla, qué complexión, qué bigote y qué nuca! Si te viera cualquiera en la calle se diría maravillado: Bravo por el padre y por el hijo. Pero el que lo dijera, tendría que venir a casa para verte en tu salsa.

Al joven le aumentaron la confusión y la vergüenza, y no dijo esta boca es mía. El señor se puso a examinarlo con atención y después dijo brevemente en tono seco y dominante:

—¡He decidido que te cases…!

Yasín se quedó tan asombrado que no daba crédito a sus oídos. Había esperado insultos y maldiciones nada más, pero no se le había ocurrido que oiría una decisión importante, que iba a cambiar el curso de su vida entera. No se pudo contener y levantó la mirada hacia el rostro de su padre, pero al encontrarse con sus ojos azules y penetrantes la bajó ruborizado y se refugió en el silencio. El señor comprendió que su hijo había sido sorprendido por esa «feliz» decisión, en lugar de por el duro tratamiento que esperaba, y se encolerizó contra las circunstancias que le habían dictado recibirlo en forma tranquila, propicia para desmentir la conocida idea que sobre su tiranía tenía su hijo. Derramó entonces su cólera en los tonos de la voz, y dijo con hosquedad:

—El tiempo apremia y quiero oír tu respuesta…

Dado que el nombre había decidido casarlo, no quería oír más que una sola respuesta. Nada impedía que Yasín le diese a oír la que él quería, no sólo por obedecer su orden, sino porque correspondía también a su propio deseo. Verdaderamente, apenas le había anunciado a su padre su decisión, su propia fantasía se lanzó a crearle la imagen de una «novia» bella, una mujer que sería suya y estaría a sus órdenes cuando quisiera. Esa fantasía lo puso tan contento que estuvo a punto de que lo traicionara la voz, mientras decía:

—Mi opinión es la tuya, papá…

—¿Quieres casarte o no? ¡Habla!

El joven respondió con el cuidado de quien desea casarse sin estar preparado económicamente para hacerlo:

—Puesto que esta es tu voluntad, me atengo a ella con mucho gusto.

El señor atenuó la aspereza de su voz al decir:

—Voy a pedir para ti a la hija de mi amigo el señor Muhammad Effat, comerciante de telas de el-Hamzawi, un hallazgo afortunado para un bruto como tú. Yasín sonrió ligeramente, y dijo de modo hipócrita:

—Pero yo, contando con tu ayuda, tengo la esperanza de ser lo suficiente para ella.

El señor lo miró con intensidad, como si quisiera penetrar en lo profundo de su hipocresía.

—Quien oyera tus palabras no podría ni imaginarse tus acciones, so hipócrita —dijo—. ¡Desaparece de mi presencia!

Yasín quiso moverse, pero el señor lo detuvo con un gesto de la mano, y luego le preguntó como si rectificara de manera casual:

—Me imagino que habrás juntado la dote…

No pudo responder, confuso como estaba. El señor se enfadó, y le preguntó en tono reprobatorio:

—¿Qué has hecho de tu sueldo, si, a pesar de tu empleo, has estado viviendo a mis expensas como cuando eras estudiante?

Yasín no consiguió más que mover los labios sin hablar. El padre meneó la cabeza desesperado, y recordó lo que le había dicho hacía un año y medio, cuando le daba consejos a raíz de su nombramiento como funcionario: «Si te pidiera ahora que te hicieras cargo tú mismo de tus gastos, como hombre ya responsable, yo no iría más allá de lo habitual entre padres e hijos; pero no te reclamaré ni un solo millim, a fin de darte la oportunidad de economizar una cantidad de dinero, que tendrás a tu disposición cuando la necesites». Esta forma de actuar por su parte indicaba la confianza que tenía en su hijo. La verdad es que nunca había imaginado que ninguno de sus hijos se inclinase hacia cualquiera de esas pasiones ciegas que hacen derrochar el dinero, tras la educación y la formación severas que les había dado. Tampoco había imaginado que su «hijito» cayese en la borrachera y en la desvergüenza; pues el vino y las mujeres, que él veía en su propia vida como un género de diversión que no afectaba a la hombría ni molestaba a nadie, se convertirían en un crimen imperdonable si «ensuciaban» a uno de sus hijos. Por eso, el desliz del joven, que él había descubierto en el patio de la casa, le había producido tanta tranquilidad como enfado, ya que Umm Hanafi, a su juicio, no podía inspirar deseo a un joven más que si este estaba soportando una rectitud y una castidad por encima de sus fuerzas… No dudaba de la inocencia de su hijo, aunque recordaba haber observado muchas veces su pasión por la elegancia y su cuidadosa selección de trajes, camisas y corbatas. Recordaba cómo aquello no le había satisfecho, y cómo le había amonestado de modo suave por los gastos; bien porque no considerase la elegancia como un crimen, bien porque el hecho de que su hijo buscara parecérsele y repitiera una de las facetas de su conducta —lo cual no veía mal que sus hijos repitiesen— había provocado la simpatía y la indulgencia en su pecho. Pero ¿cuál era el resultado de esa indulgencia? Lo que ahora estaba claro: un gasto absurdo de dinero en objetos de lujo. El hombre se llenó de una cólera violenta y le dijo furioso:

—¡Vete de mi vista…!

Yasín abandonó la habitación con el enfado de su padre sobre sí, por ser un manirroto, y no por su desliz, como había esperado al llegar. Un tipo de gastos que no le había preocupado antes y al que se había entregado sin pensar ni reflexionar, soltando lo que tenía en el bolsillo para aprovechar a fondo su tiempo, y haciéndose el ciego a lo que llaman «el futuro», como si fuese algo inexistente para él. Y a pesar de que había abandonado la habitación preocupado, y asustado por la reprimenda de su padre, no había dejado de sentir un profundo alivio al comprender que esa reprimenda no significaba sólo su expulsión del cuarto, sino también que el señor se haría cargo de los gastos de su boda. Le pasaba lo que al niño cuyo padre, cansado por su insistencia en pedirle una piastra, se la da y lo empuja fuera, pero el niño olvida el violento empujón con la alegría de lo que ha conseguido. El padre permaneció irritado, comenzando a repetirse: «¡Qué animal! Un cuerpo alto y ancho pero sin seso». Su prodigalidad lo había enfurecido, como si él mismo no hubiese adoptado la prodigalidad como lema de vida. Pero no veía nada malo en la suya propia —ni en el resto de sus pasiones— en tanto que no lo empobrecía, ni le hacía olvidar sus deberes ni atropellaba su personalidad. Pero ¿cómo garantizar que Yasín pudiera hacerle frente…? No le prohibía lo que se permitía a sí mismo sólo por arbitrariedad y egoísmo, sino también temiendo por él, si bien este temor indicaba una confianza en sí mismo y una falta de confianza en el otro no exentas de vanidad. La cólera se le fue, como de costumbre, con la misma velocidad con que le había venido, y se le serenó el alma. Se distendieron sus facciones, y las cosas empezaron a tomar para él un aspecto nuevo, simpático y conciliador… «Quieres parecerte a tu padre, ¿eh, toro…?». En ese caso no imites sólo un aspecto para descuidar los restantes. Sé Ahmad Abd el-Gawwad por entero, si puedes, o si no, quédate en tus límites. ¿Has creído en serio que me ha enfadado tu prodigalidad, porque esperaba casarte con tu dinero? Te equivocaste… Esperaba que fueses ahorrador para casarte a mis expensas, cualquiera que fuera el montante de tu dinero. Esa es la esperanza que se me ha frustrado. ¿Creías que no había pensado en elegirte esposa sino después de haberte sorprendido en plena fornicación? ¡Y qué fornicación…! ¡Una fornicación tan vulgar como tu gusto y el gusto de tu madre! ¡Claro que no, pedazo de mulo! Yo pienso en tu felicidad desde que te hiciste funcionario. ¿Cómo no, si tú fuiste el primero en hacerme padre…? ¡Si eres tú mi compañero en el tormento que nos ha originado tu maldita madre…! Y, además, ¿es que no tengo derecho a alegrarme por ti, especialmente cuando voy a tener que esperar largo tiempo antes de alegrarme con la boda del otro becerro de tu hermano, el cautivo del amor? ¡Vivir para ver…!

Al instante siguiente le vino a la memoria un pensamiento fuertemente enlazado con su situación actual. Recordó cómo había relatado al señor Muhammad Effat el «crimen» de Yasín, el modo en que le había regañado, y cómo le había dado un tirón que estuvo a punto de hacerlo caer de bruces; todo esto al tiempo que se ocupaba de pedirle la mano de su hija para el joven —de hecho, el acuerdo sobre este asunto estaba decidido entre los dos hombres antes de que Yasín lo supiese—. También recordó cómo le había dicho su amigo: «¿No te parece que sería mejor para ti que cambiases de comportamiento con tu hijo, conforme se acerca a la mayoría de edad, tanto más cuanto que es funcionario y se ha hecho un hombre responsable? —Y luego, riendo, continuó—: Parece que tú eres de esos padres que no cejan hasta que sus hijos se alzan contra ellos». Y recordó de qué manera le había respondido con convicción, diciendo: «Es imposible que la unión entre mis hijos y yo esté expuesta a los cambios del tiempo». Esta última respuesta había partido de él con un orgullo y una confianza sin límites. Aunque, después de darla, le había manifestado que su manera de actuar cambiaba de hecho con la evolución de las circunstancias, pero por su parte obraba de modo que nadie comprendiese esa oculta intención de cambio. Después el señor dijo: «La verdad es que ahora ya no me interesa levantar mi mano contra Yasín, ni siquiera contra Fahmi. De hecho, si le di a Yasín aquel tirón fue a impulsos de una cólera violenta, y sin poder medir su alcance». Luego se apartó del tema, volviendo a un período del pasado lejano: «Mi padre, al que Dios haya perdonado, empleó en mi educación una dureza que, a su lado, transforma en suave la que yo tengo con mis hijos; pero su comportamiento conmigo cambió tan pronto como me pidió que le ayudase en la tienda. Después transformó su manera de actuar en una amistad paternal desde el momento en que me casé con la madre de Yasín. Mi propio orgullo me llevó a oponerme a su último casamiento, en razón de su avanzada edad por un lado, y de la juventud de la novia por otro. Me dijo sin más: "Te opones a mí, ¿eh, toro…? ¿Quién te ha dado vela en este entierro? Yo soy más capaz que tú de satisfacer a cualquier mujer". No pude contener la risa y di por buena su voluntad, excusándome». Recordó todo eso y le vino a la mente el proverbio que dice «cuando crezca tu hijo, hazte su hermano», sintiendo —quizás por primera vez en su vida— lo complicada e importante que era la paternidad, como jamás lo sintiera antes. En la misma semana la madre anunció el compromiso de Yasín durante la tertulia del café. Fahmi ya lo sabía a través del propio Yasín. Jadiga, por su parte, no pudo evitar el asociar el compromiso matrimonial con lo que se sabía de antemano sobre el enfado del padre con Yasín, y pensó que ese enfado era debido al deseo que tenía este último de casarse, igual que había ocurrido antes entre el padre y Fahmi por idéntica causa. Expresó su opinión como interrogándose a sí misma, y Yasín dijo riendo, mientras echaba a la madre una mirada no exenta de vergüenza y confusión:

—Es verdad que hay una fuerte relación entre el enfado y el compromiso de matrimonio…

Entonces Jadiga dijo aparentando desaprobación, entre burla y broma:

—A papá se le puede perdonar su cólera, porque usted, señor, no es digno de hacerle los honores ante un amigo tan importante como el señor Muhammad Effat…

Yasín le siguió la burla diciendo:

—¡La situación de mi padre se va a ver apurada si el importante señor mencionado llega a saber que el novio tiene una hermana como usted!

A esto Kamal preguntó:

—¿Es que Yasín nos va a dejar como nos dejó mi hermanita Aisha?

—¡Qué va! —le dijo su madre sonriente—. Al revés: una nueva hermana se unirá a nuestra casa, la novia…

Kamal quedó satisfecho con esta respuesta que no esperaba. Satisfecho de que «su narrador», que le divertía con sus historias, sus anécdotas y su afable compañía, se quedase. No obstante volvió a preguntar por qué no se había quedado Aisha también. Su madre le contestó que la costumbre obligaba a que la novia fuese conducida a casa del novio, y no al contrario. No sabía quién había establecido la costumbre, pero ¡cómo deseaba que lo contrario fuese lo habitual, aunque fueran sacrificados Yasín y sus gracias! Sin embargo, no pudo manifestar su deseo y lo expresó con una mirada elocuente dirigida a su madre. Fahmi fue el único en quien la noticia despertó la tristeza, no porque no compartiera la alegría de Yasín sino porque la noticia de la boda era apropiada para despertar sus sentimientos y conmover su tristeza, igual que la noticia del triunfo entristece a una madre que haya perdido a su hijo… en una batalla victoriosa.