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Yasín se retiró al dormitorio en intenso estado de borrachera. En cuanto se quedó a solas con Fahmi, libre de vigilancia —Kamal se había quedado dormido en cuanto puso la cabeza en la almohada—, le entraron ganas de alborotar, como reacción a la tensión nerviosa empleada a lo largo de la fiesta —sobre todo en el camino de vuelta— para controlarse y dominar su conducta. Sin embargo, encontró la habitación demasiado estrecha para hacerlo, y pensó en desahogarse charlando. Miró pues a Fahmi, que estaba quitándose la ropa, y dijo burlón:

—¡Compara nuestro estado de frustración con la habilidad de nuestro padre…! ¡Eso es un hombre de verdad!

A pesar del dolor y la vergüenza que estas palabras produjeron en Fahmi, este se contentó con decir, dibujando en sus labios alterados algo parecido a una sonrisa:

—Dios te bendiga, porque eres el mejor de los hijos…

—¿Te apena que nuestro padre sea un gran cazador?

—Preferiría que no se hubieran producido cambios en la imagen ideal que tenía de él.

—La imagen real es más brillante y más grata, mejor que la de un padre modélico —contestó Yasín frotándose las manos de contento—. ¡Ay, si lo hubieras visto agarrando el adufe, con el vaso de vino brillando ante él! ¡Bravo! ¡Bravo, señor Ahmad!

—¿Y su firmeza y su piedad? —preguntó Fahmi confuso.

Yasín frunció el ceño para concentrar su mente en la cuestión, pero halló que sumar los contrarios era más cómodo que conciliarlos y, empujado solamente por el asombro, dijo:

—¡No hay ningún problema en absoluto! Es tu cerebro asustadizo, y sólo él, el que crea el problema de la nada. Mi padre es firme, creyente y le gustan las mujeres. Algo sencillo y claro como que uno y uno son dos. Quizás soy yo el que en cierto modo más se le parece, porque soy creyente y me gustan las mujeres, aunque la firmeza no es mi fuerte. Tú mismo eres creyente y firme y te gustan las mujeres, pero, mientras que haces realidad tu fe y tu firmeza, huyes de la tercera condición. —Luego, riendo, exclamó—: ¡Y la tercera sí que es sólida!

Quizás había olvidado al final de sus palabras el motivo del asombro que le había empujado a hablar tan prolijamente. Esas palabras defendían a su padre sólo en apariencia, porque en verdad no eran sino la expresión de un sentimiento ardiente, que hacía hervir su sangre ebria, y de un deseo indomable que se había apoderado de él tras la desaparición de los ojos y oídos vigilantes, de quienes desconfiaba; un deseo suscitado por una imaginación electrizada por la bebida. Su carne sentía un loco impulso de amar, que su voluntad era incapaz de refrenar o aplacar, pero ¿dónde encontrar lo que buscaba? ¿Tenía tiempo suficiente…? ¿Zannuba? ¿Qué los separaba…? Un corto trecho; un revolcón, y luego volvería y caería en un sueño profundo, tranquilo. Se alegró con estas imágenes incitantes como quien no tiene juicio que lo haga reaccionar, y se apresuró a hacerlas realidad sin vacilar, no tardando en decir a su hermano:

—Hace calor. Voy a subir a la azotea a respirar el aire fresco de la noche.

Dejó el cuarto en dirección a la galería exterior, y empezó a bajar la escalera, tanteando su camino en una oscuridad total y poniendo el máximo cuidado en no hacer ruido. Pero ¿cómo podría llegar hasta Zannuba a esas horas de la noche? ¿Iba a llamar a la puerta? ¿Quién podría venir a abrirle? ¿Y qué iba a responder si le preguntaban qué quería? ¿Y si nadie se despertaba para abrir la puerta? ¿O si venía el vigilante nocturno a inspeccionarlo con su conocida forma de importunar…? Estos pensamientos se le agolparon en la cabeza como burbujas, para luego dispersarse ahogados en la corriente turbulenta del vino. No les puso mala cara, como habría hecho ante impedimentos cuyas consecuencias debería sopesar, sino que les sonrió, como si se tratara de algo divertido que podía acompañarlo en la soledad de su aventura. Luego, su imaginación dejó atrás tales ideas y voló hacia la habitación de Zannuba, que daba al cruce de el-Guriyya y el-Sanadiqiyya. Se la imaginó con el camisón blanco, transparente, que se abombaba dócilmente por encima de los senos y en torno a las nalgas, y cuyo reborde descubría unas piernas redondas y doradas. Se puso como loco y, de no haber sido por la oscuridad que lo envolvía, le habría gustado saltarse los escalones. Al salir al patio, se encontró con otra oscuridad un poco más tenue gracias a la débil claridad que desprendían las estrellas, pero que a sus ojos, que habían soportado largo tiempo las tinieblas de la escalera, pareció como una luz o algo similar. Cuando caminó dos pasos en dirección a la puerta exterior que estaba al fondo del patio, atrajo su mirada una débil claridad, que salía de un candil puesto sobre un tajo de trinchar, ante la habitación del horno. Echó una mirada, no carente de asombro, hacia allí hasta tropezar con un cuerpo echado en el suelo cerca de él. Lo iluminó con la luz del candil, y supo que era Umm Hanafi que, por lo visto, había preferido dormir al aire libre, huyendo del ambiente asfixiante de la habitación del horno.

Pensó en continuar su camino, pero algo lo detuvo y giró la cabeza de nuevo hacia la durmiente. Desde su sitio, apenas alejado de ella unos metros, pudo distinguirla con una claridad inesperada. La vio echada de espaldas, con la pierna derecha doblada y dibujando en el aire, con el borde de la galabiyya pegado a la rodilla, una pirámide erguida, dejando al descubierto al mismo tiempo su muslo izquierdo, que aparecía desnudo más allá de la rodilla, para hundirse después en la oscuridad de la brecha que la galabiyya descubría entre la pierna erguida y la otra extendida. Y aunque su sensación de que el tiempo apremiaba y necesitaba apresurarse para alcanzar su propósito no había perdido fuerza, no desvió la vista del cuerpo tendido próximo a él, o quizás no pudo desviarla, y, sin darse cuenta, se puso a escudriñarlo con una atención que se hacía patente en sus ojos fijos y enrojecidos, y en sus carnosos labios entreabiertos. La fijeza de sus ojos —escarbando en aquel cuerpo descomunal que ocupaba un buen espacio, como si fuera una búfala grasienta— se convirtió en un deseo turbio, hasta el punto de hacerle clavar la vista en la brecha oscura que había entre la pierna levantada y la extendida. Luego, la corriente inflamada en sus venas pasó de contemplar la puerta de salida a mirar hacia la habitación del horno, como descubriendo por vez primera a la mujer con la que había convivido durante largos años sin prestarle atención. Sin embargo, Umm Hanafi no gozaba de ningún rasgo de belleza. Su rostro huraño aparentaba más edad de la que tenía en realidad, poco más de los cuarenta. Incluso sus carnes, compactas y grasas, eran —por su falta de armonía y su mala distribución— algo parecido a una masa informe. Por eso, y tal vez también por su larga permanencia en la habitación del horno, y por haber convivido con ella desde la infancia, jamás había reparado en su persona. Pero en ese momento estaba en tal estado de excitación que perdió su capacidad de discernimiento y el deseo lo cegó. ¿Qué deseo? Un deseo pasional por la hembra en sí misma, no por sus cualidades ni por su aspecto, un deseo que amaba la hermosura sin dejar de lado la fealdad. Todo era válido en esas «crisis», del mismo modo que un perro devora lo que encuentra en la basura sin vacilar. En ese momento, su primera aventura, Zannuba, le pareció que estaba rodeada de dificultades con consecuencias desconocidas y «el llegar a ella a esta hora de la noche, llamar a la puerta, lo que le iba a decir a quien le abriera, y el vigilante nocturno» ya no eran algo divertido de lo que reírse, sino verdaderos obstáculos de los que convenía zafarse. Se acercó de puntillas, con precaución, con la boca abierta e ignorándolo todo excepto aquel quintal de carne echado a sus pies y que, a sus ojos voraces, parecía dispuesto a recibirlo, hasta detenerse entre la pierna erguida y la otra extendida. Luego se inclinó sobre ella poco a poco, casi de forma inconsciente, fuertemente incitado por dentro y por fuera a la vez. Sin darse cuenta, se encontró tendido sobre ella. Quizás no había resuelto llegar a tal extremo de una sola vez, y quizás había pensado en algún preámbulo innecesario previo al violento movimiento final. Pero el cuerpo sobre el que se tendía se agitó violentamente, lleno de miedo, y dio un enorme grito que rasgó aquel silencio total —adelantándose a su mano que se lanzaba a ahogarlo—, y asestando a su cerebro una fuerte sacudida que le hizo recobrar la conciencia. Puso la palma de la mano sobre la boca de la mujer y le susurró al oído con una angustia y un miedo intensos:

—Soy Yasín, soy Yasín, Umm Hanafi, no tengas miedo.

Para poder recuperar su tranquilidad, empezó a repetir sus palabras, hasta estar seguro de que ella lo había reconocido. Pero la mujer, que no había dejado en absoluto de resistirse, logró por fin apartarlo de ella, y se enderezó hasta sentarse, jadeando de fatiga y agitación. Después le preguntó con una voz que le fastidió bastante:

—¿Qué quieres, Si Yasín?

—No levantes la voz de esta manera —le contestó con tono susurrante y lleno de súplica—, te he dicho que no tengas miedo, no hay ninguna razón para asustarse.

—¿Qué te ha traído aquí? —le volvió a preguntar con sequedad, aunque bajando un poco la voz.

Él se puso a acariciarle la mano cariñosamente, suspirando con una especie de alivio no exento de nerviosismo, como si viese en el descenso de su voz una señal de ánimo.

—¿Qué te pone furiosa? —le dijo—. No quiero hacerte ningún mal. —Y añadió, con una sonrisa que traicionaba el tono de su voz—: Ven a la habitación del horno…

—Ni hablar, señor —respondió la mujer con voz turbada pero firme—. Vete a tu habitación, vete… Dios maldiga al demonio.

Umm Hanafi no había sopesado sus palabras, sino que le habían salido como lo requería la situación. Quizás no habían expresado de la mejor manera sus deseos, pero habían manifestado, de modo perfecto y de manera inconsciente, su intensa sorpresa; una sorpresa jamás precedida por ningún tipo de preparativo y que le había caído encima durante el sueño, igual que el gavilán sobre el polluelo. Había apartado al joven, y le había reprendido sin siquiera pensar verdaderamente en apartarlo o reprenderle. Pero él la comprendió mal; se había llenado de furia y los pensamientos le habían estallado en la cabeza. «¿Qué hacer con esta hija de perra…? No puedo volverme atrás después de haberme puesto al descubierto y de haber llegado al límite del escándalo… Tengo que conseguir lo que quiero, aunque tenga que recurrir a la fuerza». Pensó de prisa en el medio más eficaz de vencer la resistencia que ella le oponía, pero, antes de haber decidido nada, oyó un extraño movimiento, quizás fueran pasos, procedentes de la puerta de la escalera. Dio un salto incorporándose en el colmo del terror, tragándose el deseo como el ladrón se traga la piedra preciosa robada cuando lo sorprenden en su escondite, y se volvió hacia la puerta para saber qué era aquello. Vio entonces a su padre que atravesaba el umbral extendiendo el brazo con una lámpara. Se quedó clavado en el sitio, lívido y entregado, estupefacto y desesperado. De repente se dio cuenta de que el grito dado por Umm Hanafi no se había perdido, y que la ventana trasera de la habitación del padre era un puesto de observación. Pero ¿de qué le servía darse cuenta tan tarde…? Había caído en la trampa de la justicia divina y del destino. El señor se puso a examinar su rostro con dureza, y en un silencio que prolongó mientras se estremecía de cólera. Sin despegar de él sus ojos despiadados, le señaló la puerta con la mano ordenándole entrar. Y aunque en ese instante hubiera preferido desaparecer, antes incluso que vivir, no pudo salir de la inmovilidad a causa del miedo y el desconcierto. El padre se enfureció y, en su hosca actitud, aparecieron los signos de una explosión, luego rugió gritando y echando chispas por los ojos; esos ojos donde se reflejaba la luz de la lámpara, que oscilaba con el estremecimiento de la mano que la sostenía.

—¡Sube, malvado, hijo de perra!

Yasín se quedó aún más rígido, hasta que el señor se abalanzó sobre él, agarrándolo del brazo con la mano derecha, lo apretó con rudeza y tiró de él hacia la puerta. Fue tal la fuerza del tremendo tirón, que estuvo a punto de caer de bruces. Cuando recobró el equilibrio, echó la vista atrás aterrado y huyó de un salto, sin preocuparse de la oscuridad.