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Tres automóviles, puestos voluntariamente a disposición de Aisha por algunos de los amigos, pararon delante de la casa del señor Ahmad, a la espera de la novia y de sus acompañantes, para llevarlos a la casa de la familia Sháwkat en el-Sukkariyya. Era el momento del crepúsculo; los rayos declinantes del sol de verano se habían retirado de la calle y reposaban sobre las casas de enfrente a la de la novia. No había signo visible que anunciase una boda, excepto las rosas con las que iba adornado el primero de los tres automóviles, y que había hecho volver las miradas a los propietarios de las tiendas próximas y a muchos peatones. Antes de este día se habían hecho los esponsales, habían llegado los regalos, se había transportado el ajuar y hecho el contrato de boda, sin que de la casa saliese una sola albórbola, ni fuese colgado un solo adorno en su puerta, ni ninguno de los signos habituales de las bodas delatase lo que tenía lugar en su interior; esos signos que las familias se enorgullecían de mostrar en ocasiones como estas, tomando como pretexto la buena coyuntura para expresar su secreta nostalgia por la alegría, a través del canto, el baile y las albórbolas. Todo se llevó a cabo en silencio y tranquilidad, y nadie lo supo sino los parientes, los amigos y los vecinos íntimos. El señor había rehusado apartarse de la compostura, o permitir que nadie de su casa se apartase de ella ni por una hora; y, a la sombra de este ambiente callado, la novia y las invitadas dejaron la casa, a pesar de las protestas de Umm Hanafi por una salida tan silenciosa. Aisha se metió en el automóvil como una flecha, como temiendo que el vestido de novia o el velo blanco de seda, adornado con gardenias y jazmines, ardiera por las miradas de los curiosos. La siguieron Jadiga, Maryam y otras jóvenes. La madre, algunas señoras de la familia y las vecinas ocuparon los otros dos automóviles, mientras Kamal tomaba asiento al lado del conductor del coche de la novia. La madre había expresado el deseo de que el cortejo, yendo a el-Sukkariyya, pasase por el-Huseyn, para echar una nueva mirada a la tumba, deseo por el que antes había pagado tan alto precio, y para pedir del santo la bendición para su hermosa novia. El auto pasó por las calles que ella había recorrido aquel día con Kamal; luego torció hacia el-Guriyya, a la altura de la curva en donde estuvo a punto de encontrar la muerte, para después dejarlas en la puerta de el-Mitwali, ante la entrada de el-Sukkariyya, muy estrecha para que entrasen los coches. Pusieron pie en tierra todas ellas y penetraron en el callejón, apareciendo ante ellas los adornos de la fiesta. Los niños del barrio corrieron dando vivas, y se elevaron albórbolas de la casa de los Sháwkat, la primera a la derecha de la entrada, cuyas ventanas estaban llenas con las cabezas de las mujeres que se asomaban, produciendo el vocerío. En su puerta estaban el novio Jalil Sháwkat, su hermano Ibrahim Sháwkat, Yasín y Fahmi. Jalil se acercó sonriente a la novia y le ofreció el brazo. Ella permaneció confusa y no hizo movimiento alguno, hasta que Maryam se apresuró a tomar su mano y enlazarla con el brazo del hombre. Él la condujo luego al interior, atravesando el centro del patio lleno de gente, mientras las rosas y las peladillas caían a sus pies y a los del séquito de la novia, hasta que la puerta del harén se cerró tras ellas. Y aunque la unión de Aisha con Jalil fuese cosa hecha desde hacía un mes, o más, su marcha unidos dándose el brazo fue un espectáculo que Yasín y Fahmi —sobre todo este último— recibieron con asombro mezclado de vergüenza, y con un sentimiento semejante a la reprobación; como si el ambiente familiar no pudiese digerir ni siquiera los ritos lícitos de las bodas. Este efecto se mostró en forma más clara en Kamal, que se puso a tirar a su madre de la mano, desconcertado, señalando a los novios que iban delante de todos por la escalera, como pidiéndole ayuda para evitar un mal horrendo.

A los dos jóvenes se les ocurrió echar una ojeada a la cara del padre, para ver qué efecto le había producido aquel espectáculo singular, y recorrieron el lugar con una mirada rápida, pero no hallaron ni rastro de él. No se encontraba en la entrada, ni más allá, en el patio de la casa, en donde habían colocado unas filas de bancos y asientos, a cuyo fondo habían levantado la plataforma de la música. Lo que pasaba era que el señor se había aislado, con un grupo de íntimos, en el pabellón del patio, sin dejarlo desde que llegó de su casa, y decidido a quedarse en él hasta que terminase la noche, separado voluntariamente de la «multitud» alborotadora de fuera. Nada le resultaba más embarazoso que mostrarse ante su familia en una noche de bodas, puesto que no le satisfacía desplegar su vigilancia sobre ella en un día especialmente alegre, ni podía por otra parte ser testigo próximo de su abandono a las incitaciones del júbilo. Y por encima de una cosa y otra, nada le era más detestable que ser visto entre ellos, con un aspecto distinto del solemne y severo al que estaban acostumbrados. Si hubiese podido, la boda se habría celebrado en un silencio total; pero la viuda de Sháwkat había adoptado, frente a sus sugerencias en este asunto, una postura opuesta, completamente inflexible. Se negaba a no celebrarla como una noche de fiesta, y a tal efecto se había puesto de acuerdo con la cantora Galila y el cantante Sabir. Kamal parecía el novio de la noche, en razón de su enorme deleite ante la libertad y la alegría que se le permitían. Era una de las pocas personas que podían ir y venir como quisieran entre el harén de dentro y la reunión musical del patio. Permaneció largo rato con su madre, entre las mujeres, paseando su mirada por sus adornos y joyas, prestando atención a sus bromas y a sus conversaciones en las que el matrimonio era lo esencial; o escuchando con ellas a la cantora Calila, que presidía el salón como el Máhmal, enorme y adornada, entonando cancioncillas y entregándose a la bebida públicamente. Se adaptó al ambiente risueño por lo extraño y seductor que era y, sobre todo, por ver a Aisha engalanada como nunca lo hubiera soñado. Su madre lo animó a quedarse para mantenerlo bajo su control; si bien renunció a su propósito después de un rato, debido a motivos que no esperaba que ocurriesen; y se vio obligada a decirle en voz baja que se fuera a la reunión de sus hermanos. Entre esos motivos estaba el interés de Kamal por Aisha, ya fuera a causa del traje, o bien a causa del maquillaje, pues temía Amina que el niño le estropeara el vestido; o que se le escapasen observaciones infantiles y francas sobre algunas de las señoras; como cuando llamó a gritos a su madre, una vez, señalando a una mujer de la familia del novio y diciendo: «Mira, mamá, la nariz de esta señora… ¿no es más grande que la nariz de Jadiga?». O cuando sorprendió a todos, mientras cantaba Galila, uniéndose a la orquesta en la repetición de «Paloma hermosa… ¿cómo responderle?»; de tal forma que la cantora lo invitó a sentarse entre los miembros de su grupo. Con esto y otras cosas atrajo las miradas sobre sí y las invitadas empezaron a gastarle bromas; pero a su madre no le gustó el alboroto que había creado. Recelando de algunas de esas bromas y temiendo por él el acoso de las admiradoras, prefirió, aunque de mala gana, incitarle a abandonar el lugar. Kamal se incorporó a la reunión de los hombres, moviéndose dubitativo por entre las filas; luego permaneció entre Fahmi y Yasín, hasta que Sabir completó la copla «Pero ¿por qué te enamoras, oh, hermosa?». Reanudó su ronda hasta pasar por el pabellón, momento en el que le entraron ganas de curiosear mirando al interior. Alargó su cabeza y, de repente, sus ojos se encontraron con los de su padre; se quedó clavado en el sitio, incapaz de desviarlos. Uno de los amigos de su padre —el señor Muhammad Effat— lo vio y lo llamó. No tuvo más remedio que aceptar la invitación para protegerse de las furias de su padre, y se acercó al hombre, muy a su pesar y con miedo, hasta detenerse rígido frente a él, con los brazos apretados contra los costados, como si fuese un soldado en formación.

—¡Caramba…! ¿En qué curso estás, muchacho? —le dijo apretándole la mano.

—En tercer curso, cuarto nivel…

—Estupendo…, estupendo…, ¿escuchaste a Sabir?

Aunque estuviese respondiendo a las preguntas de Muhammad Effat, cuidaba desde el primer momento que sus respuestas pudiesen satisfacer a su padre…, por tanto, no supo cómo contestar a la última que le hizo o más bien dudó antes de responder. Pero el hombre se le adelantó con simpatía:

—¿No te gusta el canto?

—Claro que no —respondió el niño con convicción.

Parecía que algunos de los presentes se disponían a comentar en broma esta respuesta, la última que esperaban de una persona perteneciente a la familia de Abd el-Gawwad. Pero el señor los puso en guardia con su mirada, y se contuvieron. El señor Muhammad Effat volvió a preguntar:

—¿Te gustaría escuchar algo en particular?

—El noble Corán —respondió Kamal, mirando a su padre.

Se elevaron voces de aprobación y dieron permiso al muchacho para que se fuese. No pudo oír lo que se dijo de él, a sus espaldas, cuando el señor Alfar soltó una carcajada diciendo:

—Si eso es verdad, el muchacho es hijo del adulterio…

El señor Ahmad Abd el-Gawwad se rio y dijo, señalando adonde Kamal había estado de pie…

—¿Habéis visto alguien más falso que ese hijo de perra, que pretende ser devoto delante de mí…? Una vez volví a casa, y se había lanzado a cantar «Oh, pájaro, que estás en el árbol…».

—¡Ay! —dijo el señor Ali—, si lo hubieras visto escuchando a Sabir, en silencio, entre sus dos hermanos, mientras sus labios se movían al compás de la canción con una fluidez perfecta. Ni que fuera la del propio Ahmad Abd el-Gawwad…

Al mismo tiempo, Muhammad Effat preguntó al señor Ahmad:

—Lo importante es que nos cuentes si te gustó su voz en la copla, «Oh, pájaro, que estás en el árbol…».

El señor se rio señalándose a sí mismo y diciendo:

—¡Ese leoncillo sale a este león!

—¡Dios tenga en su misericordia a la gran leona que os trajo al mundo! —exclamó alegremente Alfar.

Kamal dejó el pabellón, saliendo en dirección al barrio, como si se hubiera despertado de una pesadilla, y se quedó entre los muchachos que poblaban la calle. No tardó en recuperar la tranquilidad, y marchó orgulloso de sus ropas nuevas, dichoso con esa libertad que transforma todo el lugar —descontado el temible pabellón— en un espacio abierto para sus pies, sin objetores ni vigilantes. ¡Qué noche esa, única en el tiempo! Sólo una cosa turbaba su dicha siempre que le acudía a la mente: la partida de Aisha hacia esta casa que empezaban a llamar «su casa». Aquella marcha, que se había llevado a cabo a pesar suyo, sin que nadie pudiese convencerlo de su validez ni utilidad. Había preguntado largo y tendido cómo su padre lo había autorizado; él que no permitía ni la sombra de ninguna mujer de la familia que apareciese por detrás de las rendijas de la ventana. La respuesta le fue dada con una risotada. Preguntó a su madre en tono de reproche cómo descuidaba a Aisha hasta el punto de renunciar a ella en favor de otros; y esta le respondió que un día él crecería y tomaría a alguien como ella, de la casa de su padre, para que le fuese traída entre albórbolas. Preguntó a Aisha si se alegraba verdaderamente de abandonarlos y respondió que no. A pesar de todo, el ajuar fue transportado a la casa de aquel hombre extraño, pero Aisha, a la que quería tanto que no podía beber sino en el lugar en donde ella había posado sus labios, lo siguió. Era verdad que la fiesta de hoy hacía olvidar cosas que él no hubiese pensado olvidar ni por un momento, pero aquellas ideas tristes nublaban su alegre corazón como nubla una nube pequeña la faz de la luna en una noche de cielo sereno. Lo asombroso era que su disfrute por el canto en esa noche había superado a cualquier otro; como el de jugar con los muchachos o el de ver a las mujeres y a los hombres dando rienda suelta a su alegría, e incluso encontrarse con el pan del serrallo y la almaziyya sobre la mesa de la cena. Y si su interés sincero por escuchar a Galila y a Sabir, en desacuerdo con su edad, había asombrado a todas las mujeres y hombres que lo observaron, no asombró, por el contrario, a nadie de su familia que conociera sus antecedentes en el canto con su maestra Aisha; lo mismo que conocían la belleza de su voz, considerada la mejor después de la de Aisha, aunque la del padre —que sólo oían rugiendo— era la mejor de todas. Kamal había escuchado prolongadamente a Galila y a Sabir y, cosa inesperada, halló el canto del hombre y la interpretación de su orquesta más gratos para su corazón y más cautivadores para su espíritu. Algunas de sus frases musicales calaron en su memoria, como «¿Por qué amas…?, porque sí»; y estuvo repitiéndolas bajo el tejadillo de hiedra y jazmín de la terraza de su casa, largo tiempo después de la noche de bodas. Amina y Jadiga compartieron con Kamal algo de la alegría y libertad que se les había permitido, pues, como él, nunca habían tenido la oportunidad de asistir a una noche como esa, cuajada de intimidad, música y diversión. A Amina, sobre todo, la regocijaron la consideración y las atenciones que recibía por su condición de madre de la novia; ella, que no había disfrutado en su vida de consideraciones ni de cortesías. Incluso en Jadiga la tristeza desapareció entre las luces de la boda, como desaparece la oscuridad cuando despunta la mañana. Olvidó sus penas en medio de las dulces risas, la música agradable y las divertidas conversaciones; un olvido que aumentaba a medida que la invadía una nueva tristeza, pura de intenciones esta vez y nacida de su sentimiento ante la inminente separación de Aisha; un sentimiento que era fruto de un amor y una ternura limpias. Las viejas penas desaparecían ante las nuevas, como los rencores desaparecen ante la magnanimidad, o como ocurre cuando un individuo se encuentra frente a otro del que ama un aspecto y detesta otro, y en la hora de la separación —por ejemplo— desaparece el disgusto que le causa el segundo frente a la pena que le acusa el primero. Sin contar con la confianza que brilló en ella cuando apareció con su cuerpo y su cara bien ataviados, de tal modo que se volvieron a mirarla algunas mujeres, deshaciéndose en elogios; elogios que la llenaron de esperanza y de ensueños, con los que vivió felices momentos.

Yasín y Fahmi permanecían sentados juntos, alternando la charla con la atención hacia la música. Jalil Sháwkat, el novio, venía a sentarse con ellos de vez en cuando, siempre que encontraba un hueco entre las tareas de su agobiante y placentera noche. Pero a pesar del alborozo y de la emoción que saturaban el ambiente, Yasín se retrajo angustiado. En los ojos se le puso una permanente mirada errática; se preguntaba de vez en cuando si se le brindaría la oportunidad de saciar su sed, aunque no fuese sino con un vaso o dos… Por eso se acercó una vez al oído de Jalil Sháwkat —que era amigo de los dos hermanos— y le susurró:

—Vente conmigo antes que se me amargue la noche…

El joven le respondió, guiñándole un ojo para tranquilizarlo:

—En una habitación especial he apartado una mesa para amigos como tú…

Entonces se tranquilizó y recuperó sus ganas de charlar, bromear y escuchar música. Su intención no era la de emborracharse, pues en un lugar como este, de fiesta con la familia y los conocidos, conseguir un poco de vino era una gran victoria; sobre todo porque su padre, aunque estuviese encerrado en el pabellón, no se hallaba lejos. Estar al tanto de los secretos de su vida no lo había despojado del rango tradicional que ocupaba en su espíritu. Seguía firme en su fortaleza inexpugnable de respeto y de veneración; y él no dejaba de permanecer en actitud sumisa y obediente. No se le había pasado por la cabeza revelar a nadie, ni siquiera al mismo Fahmi, la persona más próxima a él, el secreto que había averiguado a escondidas. Por todo lo cual se contentó desde el principio con uno o dos vasos, que aliviasen su recalcitrante deseo, preparándolo para disfrutar de la alegría, la conversación, la música y otros goces que para él carecían de sabor sin la bebida. Fahmi, a diferencia de Yasín, no encontró, o no creyó encontrar con qué saciar su sed. Su pesar surgió cuando menos lo esperaba: a la llegada de la novia. Había ido con el novio y con Yasín a recibirla, con el corazón ligero, y su mirada había tropezado en Maryam, que iba inmediatamente detrás de la novia, con una resplandeciente sonrisa de saludo a todo el mundo, despreocupada de su presencia con las albórbolas y las rosas. Su velo de seda transparentaba la elegancia de su rostro nítido. La siguió con la mirada, latiéndole el corazón, hasta que la puerta del harén se cerró tras ella. Regresó entonces a su asiento, con el alma sacudida, igual que si fuese una barca expuesta a un ciclón. Pero antes de haberla visto había tenido el ánimo tranquilo, al distraerse con los temas intrascendentes de la charla a la manera de la persona que, al consolarse, olvida. Y la verdad, había momentos en que él se encontraba en ese estado de consuelo y olvido en el que su corazón se aliviaba de la pena. Pero bastaba que acudiese una idea o flotase un recuerdo, o alguien pronunciara el nombre de Maryam o cualquier otra cosa, para que su corazón latiese de dolor, y lanzase gemido tras gemido igual que una muela picada e inflamada, que duele un momento, y luego deja de doler hasta que estalla el dolor al masticar un bocado o entrar en contacto con un cuerpo duro. En esos momentos el amor lo golpeaba desde dentro, como buscando un desahogo al gritar en voz alta que continuaba prisionero y que el consuelo y el olvido no lo habían puesto en libertad. A veces había anhelado que se volviesen ciegos los que la deseaban, para poder erguirse sobre sus pies como un hombre libre de decidir su destino. De acuerdo con su anhelo, pasaron días, semanas y meses sin que se presentara un pretendiente, pero no gozaba de verdadera tranquilidad y seguía sometido a la angustia y al miedo que se alternaban uno tras otro, ahogando su dicha, turbando sus sueños y causándole dolor y celos que, siempre irreales, no eran verdaderamente menos sangrantes y crueles que si tomasen forma. De tal modo que el deseo mismo y la tardanza en que ocurriese el desastre se convirtieron en motivos que renovaban su angustia y su miedo y, en consecuencia, su dolor y sus celos; y a medida que se le acentuaba el sufrimiento, deseaba que sobreviniese el desastre para afrontar su parte de tristeza de una sola vez. Quizás tras esto, lograría alcanzar, por el camino de la desesperación, el reposo y la paz que no había alcanzado a través de la seguridad ilusoria. Sin embargo, no quería entregarse a la pena en una reunión alegre en donde lo rodeaban las miradas de los amigos y los parientes; aunque la visión de Maryam, marchando detrás de su hermana, le había producido «un efecto» que no iba a quedar sin respuesta tangible y, como no podía dejarse arrastrar por sus penas o dejar ver lo que ocultaba dentro de sí, se lanzó por el contrario a meterse en la conversación y en las risas, aparentando gozo y alegría. Pero, a pesar de esto, experimentaba en lo más hondo cada vez que se recogía en sí mismo, aunque fuera por un instante, una soledad interior respecto a todo cuanto lo rodeaba. Se daba cuenta, conforme transcurría el tiempo, de que el haber visto a Maryam contoneándose en compañía de la novia había excitado su amor, como un estrépito repentino excita a un ser preocupado, propenso al insomnio; y que, por lo menos durante aquella noche, no disfrutaría de un ánimo estable, ni nada de lo que lo rodeaba lograría apartar su imagen de su pensamiento, ni la sonrisa con la que había saludado al ambiente de cálido recibimiento saturado de albórbolas y de rosas. Una sonrisa dulce y pura, que revelaba un corazón libre deseoso de tranquilidad y alegría. Una sonrisa cuya visión no sugería que, en el lugar que ocupaba en los labios, pudieran dibujarse las crispaciones del dolor. Verla le hirió el corazón, le hizo descubrir que estaba solo soportando el sufrimiento y que cargaba solo con sus penas. ¿Pero no estaba ahora riendo a carcajadas, moviendo su cabeza al ritmo de las canciones como un melómano feliz? ¿Acaso el que lo viese no se dejaría engañar por su estado, y pensaría de él lo mismo que él pensaba de ella…? Halló en su reflexión algo de consuelo, pero no más sólido que el del paciente de tifus cuando se pregunta a sí mismo: «¿No es posible que yo me cure como se curó fulano que también lo tuvo antes?». No tardó en recordar el mensaje de la muchacha, que Kamal le había traído hacía meses y decía: «Dile que ella no sabrá qué hacer si se le presenta un pretendiente tras este largo tiempo de espera…». Y se preguntó, como ya lo había hecho antes decenas de veces, si había algún sentimiento detrás de estas palabras… Claro que nadie, por terco que fuese, podía censurarla por esas palabras; al contrario nadie podía ignorar la inteligencia y buen juicio que encerraban. Pero esto mismo es lo que le hacía sentir su impotencia ante ella y su consecuente furor; pues es raro que la inteligencia y el buen juicio satisfagan la aspiración de un sentimiento que, por su naturaleza, no conoce límites.

Volvió al presente, a la sesión musical, al amor pasional. No era solamente el haberla visto lo que le había producido esta violenta sacudida, sino probablemente el hecho de que esto ocurriera por primera vez en un lugar nuevo —el patio de la casa de los Sháwkat—, lejos de la casa de él, fuera de cuyo entorno jamás la había visto. La presencia continuada de la muchacha en el antiguo marco la encajaba entre las cosas habituales y cotidianas; mientras que su aparición repentina en el nuevo lugar —aparición que la transformaba en una nueva criatura a sus ojos— le había provocado en sus emociones una nueva vida, despertando la suya, profunda y latente, y provocando al unísono esa violenta sacudida. Quizás esto también fuera porque la presencia de ella lejos de la casa de él, y de las severas tradiciones que representaba, hubiese levantado una barrera de desesperanza. Su presencia en una atmósfera de libertad y despreocupación, con un maquillaje y unos movimientos inhabituales en ella, su presencia en el ambiente nupcial y los pensamientos de amor y de unión que provocaba, todo ello la había hecho salir fuera de su frasco de perfume donde el corazón del muchacho la percibiera como una esperanza posible, igual que si le estuviese diciendo «Mira dónde me ves ahora, sólo otro paso y me encontrarás entre tus brazos». Pero esta esperanza no tardaba en chocar con la espinosa realidad que había causado en parte aquella violenta sacudida. Y era posible igualmente que el hecho de haberla visto, siendo nuevo el lugar, la hubiese fijado más en su espíritu, la hubiese incrustado en su vida y engarzado en sus recuerdos. Las imágenes se hacen más profundas, en nosotros, al asociarlas a los diversos lugares adonde se extienden nuestras experiencias; y así como Maryam estaba relacionada de antes con la terraza de la casa y el tejadillo de hiedra y jazmín, con Kamal y el repaso del vocabulario de inglés, con la tertulia del café y su conversación con su madre en el cuarto de estudio y con el mensaje que le había traído Kamal, desde esta noche estaría unida a el-Sukkariyya, al patio de los Sháwkat, a la sesión de música, al canto de Sabir, a la boda de Aisha y a otras cosas de las que se agolpaban en su oídos, en su vista y en todos sus sentidos. Un proceso de este género no podía realizarse por completo sin contribuir a la violencia sacudida que lo había aturdido… Y ocurrió, durante el momento del descanso, que la voz de la cantora llegó a la reunión de los hombres a través de las ventanas que daban al patio. Estaba cantando «Mi amado se fue». Él se dedicó a escuchar con mucha atención poniendo todos sus sentidos en la melodía; no porque la voz de Galila le gustase, sino porque suponía que Maryam la estaba escuchando en ese mismo momento, ya que la frase cantada les hablaba a los dos a la vez, los unía en un único estado de atención y posiblemente de emoción, y creaba para ambos un lugar de cita en el que sus almas se encontrasen. Todo esto lo llevó a respetar la voz y amar la melodía, con el fin de unirse a la amada en una misma sensación. Intentó largo rato penetrar en su alma volviéndose hacia sí mismo, palpar las oscilaciones de su emoción a través de las que él sentía, para vivir dentro de ella unos momentos sin tener en cuenta el velo de la distancia ni el espesor de los muros. También intentó preguntar a las frases cantadas qué efecto habían hecho en el alma de la amada. ¿Qué efecto ha producido en su corazón la frase «mi amado se fue», o «hace tiempo que no me envía una carta»? ¿Había desaparecido en el mar de los recuerdos? ¿Acaso una de sus olas no habría puesto al descubierto su rostro ante ella? ¿No había encogido su corazón un pinchazo de dolor, o un pellizco de pesadumbre, o más bien, enajenado todo el tiempo, sólo había encontrado en la melodía el gozo de la música…? Y se la imaginó desvelada, entregada por completo al canto, rebosante de vitalidad; o con la boca distendida en una sonrisa como la que brillaba en sus labios en el momento de su llegada; sonrisa que le hizo daño, porque creyó ver en ella un indicio de distracción y de olvido. También podía estar conversando con una de sus hermanas, como le gustaba hacer muchas veces. No las envidiaba, puesto que ellas no veían en esto, cosa que a él le dejaba asombrado, sino una conversación corriente, igual al resto de las charlas que entrecruzaban con las demás chicas del vecindario, como si Maryam no fuese más que «una cualquiera» de ellas. Le asombraba que la recibiesen en casa con un simple saludo, sin emoción, del mismo modo que él recibía a cualquier chica de paso o a cualquiera de sus compañeros de la Escuela de Leyes; y que hablasen de ella diciendo «Maryam dijo o Maryam hizo» pronunciando el nombre como si tal cosa…, por ejemplo, Umm Hanafi, como si no fuera el nombre que él no solía pronunciar ante otra persona más de una o dos veces como mucho sin dejar de sentirse asombrado por el efecto que producía en sus propios oídos; como si no fuese el nombre que él no pronunciaba en su soledad sino en la forma en que pronunciaba esos nombres venerables grabados en su imaginación con el nimbo de los sueños, ninguno de los cuales decía sin añadirles las fórmulas de «Dios esté satisfecho de él» o «Sobre él sea la paz»… ¿Cómo había podido permitir él que sus hermanas privasen al nombre —y tanto más a la propia persona— de su magia y santidad…? Cuando Calila terminó de cantar sonaron las aclamaciones y los aplausos, y él centró su atención en ellos, con un interés que la canción misma no habría merecido, porque la garganta y las manos de Maryam participaban en todo aquello. Hubiera querido poder distinguir su voz entre aquellas voces y separar su aplauso entre aquellos aplausos, pero eso era tan difícil como diferenciar el sonido de una sola ola en el bramido del oleaje rompiendo en la orilla. Sin embargo, entregó su amor a todas las aclamaciones y a todos los aplausos sin distinción; lo mismo que una madre, cuando oye las voces de los alumnos de la escuela, en la que estudia su hijo, pide para todos la bendición y la paz.

Nadie se parecía tanto a Fahmi en su soledad interior —aunque difiriesen las causas— como su padre, que permaneció en el pabellón con un grupo de amigos íntimos hasta que algunos, no soportando guardar las apariencias mientras la música retumbaba en el exterior, se fueron de su alrededor y se repartieron entre los oyentes que disfrutaban y se divertían. No se quedó con él más que el grupito de su tertulia, para quienes él era más entrañable que la propia diversión. Permanecieron juntos en un estado de circunspección inhabitual, igual que si cumplieran un deber o asistieran a un funeral. Esto ya lo había supuesto antes, cuando los invitó el señor a la noche de bodas, puesto que tenían experiencia de su doble naturaleza, una de cuyas partes daba a conocer entre sus amigos, y otra entre la gente de su casa. Se dieron cuenta de todos los aspectos de la contradicción que había entre esta reunión solemne, en la que celebraban «una noche de bodas», y sus reuniones nocturnas turbulentas, en las que no celebraban nada. No tardaron en convertir su solemnidad en tema de chanza ligera y tranquila; como cuando el señor Effat elevó una vez la voz riéndose y el señor Alfar lo cortó, poniéndose el índice en los labios como si le ordenase bajarla, susurrándole al oído en tono de amonestación y regañina: «¡Hombre, que estamos en una boda, señor mío…!». Otra vez, cuando llevaban largo rato en silencio, el señor Ali paseó sus ojos por los rostros de los demás y luego dijo, llevándose la mano a la cabeza en señal de agradecimiento: «Que Dios os pague el esfuerzo». En ese momento, el señor los invitó a reunirse fuera con los amigos y a compartir su diversión; pero el señor Effat se dirigió a él en tono de intenso reproche, diciendo: «¿Dejarte solo en una noche como esta…? ¡¿Es que a los amigos no se los conoce en la desgracia…?!». El señor no pudo contener la risa y dijo: «Unas cuantas noches de bodas más y Dios nos perdona a todos…».

Pero, a los ojos del señor Ahmad, la noche de bodas incluía otro significado distinto al de la solemnidad forzada en una tertulia de amistad y música; un significado que le concernía a él solo, como padre dotado de una naturaleza que se salía de lo ordinario. No dejaba de sentir, al pensar en el matrimonio de su hija, una sensación extraña, incómoda, aunque no la aprobasen ni su razón ni su fe. Esto no significaba que deseara que sus hijas no se casaran; de hecho, como les ocurre a todos los padres, quería la protección para las dos. Pero quizás había deseado mucho que no fuera el matrimonio la única vía para esta «protección»; o había deseado quizás que Dios hubiera creado a las hijas con una naturaleza que no impusiese el matrimonio. O, al menos, no haber engendrado hembras. Pero como estos deseos no se habían realizado ni había medio de realizarlos, no le quedaba otra alternativa que esperar el matrimonio de sus hijas, aunque fuese como el hombre que a veces espera una muerte honorable o descansada, al desesperar de la eternidad de la existencia. Con frecuencia había manifestado esta repulsión por vías divergentes, de forma consciente o inconsciente. Decía a veces a algunos de sus íntimos: «¿Me preguntas qué es engendrar hembras…? Es un mal contra el que no podemos hacer nada. Pero dar gracias a Dios es un deber pase lo que pase. Esto no significa que yo no quiera a mis hijas, de verdad que las quiero como a Yasín, a Fahmi y a Kamal, ni más ni menos; pero ¿cómo voy a estar tranquilo cuando sé que las voy a entregar un día a un hombre extraño, sea cual fuere la impresión que me haya dado, si sólo Dios conoce lo que guarda en su interior…? ¿Qué puede hacer una muchacha débil frente a un hombre extraño, lejos de la custodia de su padre…? ¿Qué va a ser de su destino si él la repudia un día, muerto su padre, y se refugia en casa de su hermano para vivir la vida de los parias? No temo por ninguno de mis hijos, porque les pase lo que les pase, son nombres que pueden afrontar la vida. Pero la hija… ¡Que Dios nos guarde!». O decía con cierta sinceridad: «La hija es verdaderamente un problema… ¿No te das cuenta que no escatimamos esfuerzos en prepararla, educarla, protegerla y guardar su castidad…? Y, sin embargo, date cuenta, después de todo esto, nosotros mismos la llevamos a un hombre extraño para que haga con ella lo que quiera… Alabado sea Dios, que sólo Él puede ser alabado en la desgracia…». Esta sensación angustiosa y extraña tomaba cuerpo en la mirada crítica con que observaba a Jalil Sháwkat, «el novio». Una mirada arbitraria y censora que se negaba a apartarse de él sin haber encontrado un defecto que satisfaciese su terquedad. Era como si él no perteneciese a los Sháwkat, con quienes lo unían lazos de amistad y de parentesco desde tiempo inmemorial; o como si no fuese el joven sobre el que todo aquel que lo veía se hacía lenguas de su belleza, hombría y distinción. El señor no había podido negar ninguno de sus méritos, pero se había detenido largamente en su rostro mofletudo, y en la mirada calma y pesada de sus ojos, que revelaba pereza; y sintió satisfacción al deducir de ellos la animalidad que le había dejado su ociosa vida, diciéndose a sí mismo: «¡No es más que un buey, que vive para comer y dormir!». El reconocimiento de sus méritos en primer lugar, y luego la búsqueda de cualquier falta que achacarle, sólo eran parte de una lógica sentimental que ponía frente a frente su deseo oculto de casar a la muchacha y su rechazo a la idea del matrimonio. Aquel reconocimiento había facilitado la realización del matrimonio, y esta búsqueda de defectos había satisfecho el sentimiento de hostilidad; como el adicto al opio que, dominado por su placer y espantado por su peligro, busca la droga por todos los medios aun maldiciéndola. De todas formas, aparentó olvidar sus extraños sentimientos y, acompañado por sus íntimos, se distrajo un rato con la charla, y otro escuchando de lejos la música. Abrió su pecho a la satisfacción y a la alegría, y deseó a su hija felicidad y una vida tranquila; e incluso su mirada crítica hacia Jalil Sháwkat se transformó en un sentimiento burlón no exento de rencor.

Cuando los asistentes fueron invitados a pasar a las mesas, Fahmi y Yasín se separaron por primera vez, y Jalil Sháwkat condujo a este último a la mesa especial donde corría el vino sin medida. Pero Yasín se mostró precavido, valorando las consecuencias, y se declaró satisfecho con dos vasos, resistiendo valiente, o cobardemente, a la corriente desbordada de bebida; hasta que, habiéndosele subido a la cabeza los primeros vasos y excitándosele sus recuerdos sobre las delicia de las borracheras, debilitada su voluntad, deseó aumentar la embriaguez hasta un límite controlable. Tomó un tercer vaso, y luego huyó voluntariamente de la mesa; aunque, por medida de precaución o porque no dejaba de tener un ojo en el paraíso y otro en el infierno, ocultó en un sitio recóndito una botella llena hasta la mitad, para volver a ella en caso de extrema necesidad. Regresaron los invitados a sus asientos con el espíritu renovado y alegre, exhalando hacia el ambiente que los rodeaba un júbilo libre de trabas.

En el harén, la borrachera de la cantora Galila había llegado a lo escandaloso, y entonces se puso a echar una ojeada a las caras de las invitadas, preguntando:

—¿Quién de vosotras es la esposa del señor Ahmad Abd el-Gawwad?

Su pregunta atrajo las miradas y despertó un interés general, hasta el punto de que la vergüenza se apoderó de Amina, la cual no pudo pronunciar palabra, fijando la mirada en el rostro de la cantora. Y cuando la cantora volvió a preguntar, la viuda de Sháwkat tomó la iniciativa y señaló a Amina diciendo:

—Esta es la esposa del señor Ahmad, ¿a qué viene la pregunta?

La cantora examinó a Amina con ojos penetrantes, luego soltó una sonora carcajada y dijo con tono de satisfacción:

—¡Juro por la Kaaba que es hermosa, el gusto del señor no puede ser mejor! Amina, avergonzada, parecía una virgen, aunque no era vergüenza todo lo que sentía. Se preguntaba con desconcierto e inquietud qué significaban las palabras de la cantora acerca de la esposa del «señor Abd el-Gawwad», y su elogio sobre el gusto del señor con una entonación que no podía proceder sino de un entendido en la materia. Aisha compartió sus sentimientos, lo mismo que Jadiga, que paseó su mirada entre la cantora y algunas de las jóvenes amigas suyas, como si les preguntase su opinión sobre «esa mujer borracha». Pero Galila no tuvo en cuenta la inquietud que habían suscitado sus palabras, y volvió sus ojos hacia la novia fijando en ella la atención como lo hiciera antes con su madre. Luego movió las cejas y dijo con asombro:

—¡Por el Profeta, es la luna! Verdaderamente eres la hija de tu padre. Quien ve esos ojos recuerda de inmediato los suyos… —Luego continuó con una carcajada—. Veo que os preguntáis: ¿De dónde conoce esta mujer al señor Ahmad…? Lo conozco antes que su propia mujer, es un hijo de nuestro barrio y compañero de mi niñez. Nuestros padres eran amigos. ¿O es que crees que una cantora no tiene padre…? Mi padre era un sheyj de la escuela coránica, un hombre de carisma… ¿Qué opinas, hermosura de mujer?

Dirigió esta última pregunta a Amina. El miedo, la dulzura y afabilidad la impulsaron a responderle, luchando contra la confusión que la dominaba.

—Que Dios se apiade de él. Todos somos hijos de Adán y Eva —dijo.

Galila empezó a mover la cabeza de derecha a izquierda, entornando sus ojos como si su emoción hubiera alcanzado el paroxismo con aquel recuerdo y la exhortación de la mujer. O quizás su cabeza embriagada encontraba en el movimiento un ejercicio placentero. Luego prosiguió:

—Era un hombre celoso. Pero yo nací coqueta por naturaleza; todo me trae sin cuidado, es igual que si hubiera mamado la coquetería en la cuna. Yo me reía en el piso de arriba y se les removían las entrañas a los hombres en la calle. En cuanto le llegaba mi voz, él me molía a palos y me lanzaba los peores calificativos. Pero ¿qué fuerza puede tener el castigo con quien ha sido destinada a las artes del amor, el canto y la seducción…? El castigo se lo llevó el viento. El hombre se fue al paraíso y a sus delicias, y yo he sido condenada a asumir como lema de vida los peores calificativos que él me lanzó… Así es el mundo… Que Nuestro Señor os colme de bienes y os defienda de males… Y que Dios no nos prive de hombres a todas, ya sea dentro del terreno de lo lícito como en el de lo ilícito…

Estallaron risas en todos los rincones de la habitación, hasta tal punto que cubrieron las exclamaciones de asombro que salían de aquí y allá. Quizás lo que las había suscitado era más que otra cosa la contradicción entre la última súplica licenciosa y las expresiones que la habían precedido, que sugerían —al menos en apariencia— seriedad y resignación; o entre el velo de seriedad y circunspección con que se había enmascarado la mujer, y el evidente sentido del humor que había sacado a relucir al final. Hasta la misma Amina —a pesar de su confusión— no pudo evitar sonreír, aunque bajó su cara para ocultar la sonrisa. Las mujeres reaccionaban —en reuniones como esta— a las bufonadas de las cantoras, y recibían contentas sus bromas aunque a veces atentaban contra el pudor, como si se liberasen de su tedio prolongado.

La cantora ebria continuó diciendo:

—Era un hombre de buenas intenciones, Dios le haya dado el paraíso como última morada. La prueba de ello es que un día me trajo a un hombre bueno como él, y quiso que nos casáramos —y rompió en carcajadas—. ¿Qué matrimonio? ¡Por vida de…! ¿Qué hubiera quedado para el matrimonio después de pasar lo que había pasado…? Y me dije: has perdido el honor, Galila, te las vas a ver negras…

Se calló un buen rato para aumentar la tensión, o para gozar más con el silencio de la atención centrada en ella, que ni siquiera con el canto lograba igualar. Luego volvió a decir:

—Pero Dios me protegió, y la salvación me llegó a tiempo pocos días antes del esperado escándalo, dado que huí con el difunto Hasuna el-Bagl, comerciante de manzul. El difunto tenía un hermano tañedor de laúd, que tocaba con la cantora Nayzak, y me enseñó a tocarlo. Luego le gustó mi voz y me enseñó a cantar. Me apoyó hasta incorporarme a la orquesta de Nayzak, en la que ocupé su lugar después de su muerte. He estado cantando bastante tiempo, durante el que he conocido a ciento y… —frunció el ceño intentando recordar el resto de la cifra, luego se volvió hacia la panderetera y le preguntó—: ¿Y cuántos amantes, eh, Fino?

—… y cinco, en el ojo de quien no reza por el Profeta —le soltó la panderetera.

Estallaron las risas otra vez, y algunas entusiastas de lo que estaba diciendo se pusieron a hacer callar a las que reían para despejar el ambiente a la cantora; pero ella se levantó de improviso y se dirigió a la puerta de la habitación, sin prestar atención a las que le preguntaban adonde iba, sin obtener respuesta. Pero nadie insistió, puesto que era conocida entre la gente por sus cambios repentinos de humor, a los que respondía sin dudar cuando le entraban. Bajó la escalera hacia la puerta del harén, y la atravesó en dirección al patio de la casa. Y como su aparición repentina atrajo algunas miradas próximas, permaneció en el sitio para darse la oportunidad de ser vista por todos y saborear el interés que suscitaba en las demás el verla; deseando con esto desafiar a Sabir, que estaba en el apogeo del éxtasis musical. Su deseo se realizó cuando el acto de volverse hacia ella se contagió —como ocurre con el bostezo— de individuo en individuo, mientras se repetía su nombre de boca en boca. Después, el mismo Sabir —aunque estaba absorto en el canto— sintió el vacío repentino que se abría entre él y su público; y extendió su vista hacia el blanco que era objeto de las miradas, deteniéndose en la cantora, que lo miraba de lejos con la cabeza echada hacia atrás por efecto de la embriaguez y de la arrogancia. Entonces se vio en la obligación de dejar de cantar, e hizo señas a su orquesta, que paró la música. Luego elevó sus manos a la cabeza para saludar a la mujer… Sabir tenía experiencia de los cambios de humor de Galila, y, al contrario que muchos otros, conocía la bondad de su corazón, al tiempo que valoraba el peligro de resistírsele. Él le dio una prueba de su amistad sin reservas, y su ardid tuvo éxito, pues los rasgos de la mujer se distendieron de alegría y le gritó: «Prosigue tu canto. Sí, Sabir, he venido aquí sólo para escucharlo». Los invitados aplaudieron y se volvieron a Sabir llenos de alegría, mientras que Ibrahim Sháwkat, el hermano mayor del novio, se aproximaba a ella y le preguntaba con amabilidad si necesitaba algo. Con la pregunta, ella recordó el verdadero motivo que la había empujado a venir, y le preguntó, a su vez, con una voz que alcanzó a muchos y entre ellos —lo más importante— a Yasín y a Fahmi.

—¿Qué pasa que no veo al señor Ahmad Abd el-Gawwad…? ¿Dónde se esconde ese hombre?

Ibrahim Sháwkat la tomó de la mano y fue con ella hacia el pabellón, sonriendo; mientras que Fahmi y Yasín intercambiaban una mirada llena de asombro y extrañeza. Los siguieron con ojos interrogantes hasta que se cerró la puerta tras ellos. El señor no quedó menos asombrado que sus hijos al verla dirigirse hacia él contoneándose. Le lanzó una ojeada inquieta e interrogadora, mientras que sus amigos cruzaban miradas sonrientes llenas de significado. Galila envolvió a todos con una mirada rápida diciendo:

—Feliz velada, hombres…

Luego centró sus ojos en el señor, sin poderse contener de reír desaforadamente, y preguntó burlona:

—¿Te ha asustado mi venida, señor Ahmad?

El señor señaló hacia fuera con un gesto de advertencia, y le dijo seriamente:

—¡Ten juicio, Galila! ¿Qué te ha empujado a venir aquí, a la vista de todo el mundo?

Ella respondió como excusándose, pero sin dejar de sonreír burlonamente:

—Me era penoso no felicitarte por la boda de tu hija…

—Te doy las gracias, señora —respondió el señor incómodo—. ¿Pero no pensaste en las sospechas que levantaría tu venida en quien la viera?

Galila se golpeó una palma de la mano contra la otra, y dijo con un tono que parecía de reproche:

—¡Y esto es lo mejor que tienes para recibirme…! —Luego, dirigiéndose hacia sus amigos—: Os tomo como testigos de este hombre, que no se quedaba tranquilo hasta no haber mojado una parte de su bigote en mi ombligo. Miradlo, como ahora no soporta verme…

El señor le hizo señas con la mano, como diciéndole: «No compliques el caso», y dijo en tono de ruego:

—Dios sabe que no me molesta verte, pero ya ves que me pones en un apuro… Aquí dijo el señor Ali, como para recordar a la mujer cosas que no convenía que olvidase:

—Habéis vivido como amantes y os habéis separado como amigos. No hay ninguna venganza pendiente entre vosotros. Pero su familia está arriba y sus hijos están ahí fuera…

Ella dijo empeñada en irritar al señor:

—¿Por qué adoptas un aire de piedad entre los tuyos, si eres una ciénaga de inmundicia?

—¡Galila… —exclamó él diciendo con una mirada de protesta—…, no hay poder ni fuerza sino en Dios!

—¿Galila o Zubayda, santurrón?

—¡Me basta con darle cuentas a Dios…!

Alzó ella las cejas como lo habían hecho antes con Aisha, pero esta vez por ironía, no por asombro, y dijo con una voz calma, seria, como si fuera el juez pronunciando la sentencia:

—Tanto me da que te enamores de Zubayda como de otras mujeres, pero lo que siento, y te lo juro por la cabeza de mi madre, es que te revuelques en el polvo después de haberte hundido hasta las orejas —señalándose a sí misma— en la nata…

En esto se incorporó el señor Muhammad Effat, uno de los más íntimos de Galila, temiendo que la embriaguez la condujera a unos extremos de consecuencias lamentables. Tomó su mano y tiró de ella con suavidad en dirección a la puerta, susurrándole al oído:

—Jura por el-Huseyn que no harás otra cosa que volver a tus oyentes, que te esperan sobre ascuas…

Después de alguna resistencia, ella accedió, pero se volvió hacia el señor mientras se alejaba lentamente, y dijo:

—No olvides llevar saludos de mi parte a esa guarra, y permíteme un consejo de amiga: lávate con alcohol después de estar con ella porque su sudor chupa la sangre…

El señor la siguió con una mirada colérica, maldiciendo la suerte de haber sido descubierto delante de mucha de la gente —sobre todo de su familia— que lo conocía como un modelo de seriedad y circunspección. Cierto que le quedaba algo de esperanza, aunque débil, de que el episodio no hubiese llegado a ninguno de los suyos; y también esperanza de que no lo entendiera si les llegaba, aunque fuese verdad, dada su natural inocencia. Pero era una esperanza sin garantía por más de una razón. A pesar de todo, en la peor de las hipótesis, no había motivo para angustiarse, porque la sumisión de ellos a él, por un lado, y su control sobre ellos, por otro, eran demasiado estables como para ser conmovidos ni siquiera por este escándalo. Además, la probabilidad de que uno de sus hijos o todos ellos descubrieran su comportamiento, jamás había sido para él una hipótesis imposible; no se angustiaba por eso más de lo conveniente, a causa de la confianza que tenía en su fuerza, y porque no había basado la educación de sus hijos en el ejemplo y en la persuasión, pudiendo por lo tanto temer que abandonasen el camino recto al mostrarles que él lo abandonaba. E igualmente porque dejaba de lado la posibilidad de que descubriesen algo de su conducta, antes de haber alcanzado la madurez, momento en el cual no le preocupaba mucho que averiguasen su secreto. Pero nada de esto podía mitigar su pesar por lo que había ocurrido. Era cierto que no dejaba de estar contento y lleno de orgullo sexual, puesto que la venida de una mujer como Galila a la reunión, acudiendo por su propio pie para felicitarlo, bromear con él y hasta burlarse de su nuevo amor, era un «acontecimiento» altamente significativo en los ambientes testigos de sus noches, sirviéndole de profunda demostración a un hombre como él, que no anteponía nada al amor, la música y la buena compañía. ¡Pero qué felicidad tan pura habría tenido si el hermoso acontecimiento se hubiese producido lejos de este medio familiar!

Yasín y Fahmi no despegaron sus ojos de la puerta del pabellón, desde que entró Galila hasta que salió acompañada del señor Muhammad Effat. Fahmi ingenuamente se asombró de tal modo que la cabeza le daba vueltas, como le había ocurrido a Yasín cuando oyó a Zannuba responderle: «Es uno de nuestro barrio… y seguro que has oído hablar de él: el señor Ahmad Abd el-Gawwad…». Yasín, mientras tanto, fue presa de una ávida curiosidad, y se dio cuenta con una felicidad que despertó en su corazón la embriaguez, del asombro y de la afinidad que había sentido hacia su padre en la habitación de Zannuba, de que Galila era otra aventura en la vida de este, que —ahora estaba convencido— era una cadena dorada de aventuras, y de que el hombre sobrepasaba cuanto su imaginación había construido acerca de él. Fahmi continuó esperando y deseando saber, de un momento a otro, que la cantora había querido ver a su padre por una causa cualquiera relacionada con la invitación hecha para venir a animar la boda de Aisha, hasta que llegó Jalil Sháwkat y les informó riéndose que Galila «está gastándole bromas al señor» y que «le da pruebas de amistad de amigo a amigo». A la vista de esto, Yasín, ya no tuvo paciencia para ocultar el secreto que guardaba, y los vapores del vino lo empujaron a revelar lo que sabía. Esperó a que Jalil se hubiese marchado, e inclinándose al oído de su hermano le dijo aguantándose la risa: «Te he ocultado cosas que sentí apuro en revelarte en su momento, pero visto lo visto y oído lo oído, te las revelaré ahora». Y pasó a narrarle lo que había escuchado y visto en casa de Zubayda la cantora. Fahmi le cortaba de cuando en cuando, diciendo aturdido: «No digas eso…», «¿Has perdido el juicio?», «¿Cómo quieres que te crea?»; hasta que el joven hubo completado su relato con todos los detalles. Fahmi no estaba preparado para comprender —y menos para digerir—, dados el credo y la ejemplaridad en los que había crecido, aquella conducta oculta que se le revelaba por primera vez; sobre todo porque su mismo padre era parte de las bases de su credo y de los pilares de su ejemplaridad. Quizás pudiese haber un modo de comparar sus sentimientos, al sufrir esta revelación de repente, con las sensaciones de una criatura —si cabe imaginarlo así— al pasar de la tranquilidad del útero a la agitación de la vida. Y tal vez si se le hubiese dicho que la mezquita de Qalawún, estaba con el minarete hacia abajo, y el sepulcro encima; o que Muhammad Farid había traicionado el mensaje de Mustafa Kámil, vendiéndose al inglés, ciertamente no le habrían causado tanto rechazo y fastidio. «¡Mi padre yendo a casa de Zubayda para beber, cantar y tocar el adufe…! ¡Mi padre sometiéndose a las bromas de Galila y a su amistad…! ¡Mi padre cometiendo los pecados de borrachera y adulterio! ¿Cómo se han reunido estas tres cosas…? ¡Entonces es un padre bien distinto al que yo conocía en casa, ejemplo de piedad y de fuerza…! ¿Cuál de los dos es el de verdad…? Es como si le estuviese escuchando repetir: Dios es grande… Dios es grande. ¿Cómo puede repetir eso…? ¡Una vida de ficción y de hipocresía! Y, sin embargo, es sincero, es sincero cuando levanta su cabeza para rezar, sincero cuando se encoleriza. ¿Es que mi padre es un puro vicio, o es que el libertinaje es una virtud…?»

—¿Te has quedado pasmado…? Así me quedé yo también cuando Zannuba pronunció su nombre, pero en seguida me llamé a mí mismo necio, y me pregunté qué le podía echar en cara… ¿La impiedad…? ¡Así son todos los hombres, o así es necesario que sean…!

«Estas sí que son palabras dignas de Yasín… Yasín es una cosa y mi padre otra… ¡Yasín! ¿Qué es Yasín…? ¿Pero con qué derecho puedo repetir eso ahora, si mi padre, mi propio padre, no se diferencia de él en nada, sino en que ha caído aún más bajo…? ¡No, más bajo…! Además hay algo que yo desconozco… Mi padre no peca… No es capaz de pecar… Está por encima de cualquier sospecha… O, en todo caso, por encima de cualquier desprecio…».

—¡¿Todavía estás pasmado?!

—¡No puedo imaginar nada de lo que has dicho…!

—¿Por qué…? Ríete y comprende el mundo. El canta. ¿Y qué mal hay en cantar? Él se emborracha, y créeme que la embriaguez es más agradable que la comida. Él ama, y el amor era la diversión de los califas: léete el Diwán el-Hamasa y las notas que trae al margen. No hay nada que objetar a nuestro padre. Grita conmigo: ¡Viva el señor Ahmad Abd el-Gawwad, viva nuestro padre…! Te dejo un momento, mientras hago una visita, dada la ocasión, a la botella que tengo escondida debajo de la silla.

Con el retorno de la cantora a su orquesta, la noticia de su encuentro con el señor Ahmad Abd el-Gawwad se divulgó en el harén, y fue de lengua en lengua hasta alcanzar a la madre, a Jadiga y a Aisha. Y aunque oían algo así por primera vez, muchas señoras —entre cuyos maridos y el señor había lazos de amistad— acogieron la nueva sin asombro, y se hicieron guiños sonriendo como quien sabe más de lo que se comenta. Pero ni una de ellas se dejó llevar por la tentación de discutir el asunto; bien porque discutirlo era algo inconveniente ante sus propias hijas, bien porque las reglas de la cortesía les dictaban contenerse frente a Amina y a sus dos hijas. Solamente la viuda de Sháwkat le dijo a Amina, en tono jocoso: «¡Ten cuidado, señora Amina, parece que Galila mira con buenos ojos al señor Ahmad!». Amina sonrió, aparentando despreocupación, mientras que la vergüenza y la confusión le colorearon la cara. Por primera vez tenía al alcance de la mano una prueba tangible de las dudas suscitadas en su espíritu desde hacía tiempo. Y aunque estuviese hecha a la paciencia y a resignarse al destino, el haber tropezado con una prueba palpable hirió su corazón, haciéndole sentir una pena como nunca había conocido, causándole una herida sangrante en lo más vivo de su orgullo. Una mujer quiso comentar las palabras de la viuda de Sháwkat en términos corteses, apropiados a la madre de la novia, y dijo: «¡Quien tiene un rostro tan bello como el de la señora Umm Fahmi, no debe temer que se desvíen los ojos de su marido hacia otra mujer!». Su ser se estremeció con la alabanza, y le volvió su modesta sonrisa, hallando, pese a todo, algo de consuelo al dolor silencioso que la atormentaba. Sin embargo, cuando Galila empezó una nueva canción, y su voz le llenó los oídos, una cólera repentina se alzó en ella, y sintió, durante unos segundos, que iba a perder el control de sus actos. Pero rápidamente la reprimió con la fuerza natural de una mujer que nunca se ha reconocido a sí misma el derecho a la cólera. Fue entonces cuando Jadiga y Aisha recibieron la noticia con asombro, e intercambiaron una mirada de perplejidad preguntándose con los ojos qué significaba todo aquello. Sin embargo, su asombro no iba unido a la confusión, como le había ocurrido a Fahmi; ni al dolor, como le pasaba a su madre. Quizás las dos habían visto, en el hecho de que una mujer como Calila se hubiese levantado del estrado tomándose la molestia de bajar a la reunión de su padre, para saludarle y hablarle, algo digno verdaderamente de asombro, pero nada más. Después Jadiga sintió un deseo instintivo de observar el rostro de su madre, y le lanzó una mirada furtiva; y, aunque la vio sonreír, notó, desde el primer momento, que era presa de un dolor y una confusión que ahogaban su dicha. Sintió pesar y no tardó en irritarse con la cantora, la viuda de Sháwkat y toda la reunión…

Pero cuando llegó la hora de llevar a la esposa a la cámara nupcial, todos olvidaron sus preocupaciones. Pasarían semanas, y meses, antes de que la imagen de Aisha con su ropa de novia se borrase de la memoria…

El-Guriyya estaba envuelto en el velo de las sombras y del silencio cuando la familia dejó la casa de la boda, de vuelta hacia el-Nahhasín. El señor Ahmad iba solo, delante, siguiéndolo a varios metros Fahmi y Yasín; que hacía todo lo que podía para dominarse y controlar su modo de andar, por temor a que su conciencia, vacilante por exceso de bebida, lo traicionase. Después, en retaguardia, venían Amina, Jadiga, Kamal y Umm Hanafi. Kamal se había unido a la caravana a pesar suyo; y de no haber sido por el camellero que la guiaba, hubiera encontrado un medio para desasirse de la mano de su madre y emprender el regreso hacia donde habían abandonado a Aisha. Y de hecho él iba volviéndose a cada paso, en dirección a la puerta de el-Mitwali para dar un último saludo, triste y pesaroso, al último destello de la fiesta: esa lámpara encendida que un operario, subiéndose a una escalera de madera, iba a descolgar de su enganche sobre la entrada de el-Sukkariyya. Cómo le partía el corazón ver ahora a su familia, y encontrarla privada del más querido de sus miembros, después de su madre. Levantó la vista hacia esta y le preguntó susurrando:

—¿Cuándo va a volver con nosotros mi hermana Aisha?

—No insistas en eso —le respondió con la misma voz— y reza por su felicidad. Ella nos visitará mucho y nosotros la visitaremos mucho.

Él volvió a susurrar furioso:

—¡Os habéis reído de mí…!

Ella señaló con su mano hacia delante, en dirección al señor casi tragado por la oscuridad, e hizo un gesto con sus labios susurrando «chist»; pero Kamal estaba ocupado en recrear una secuencia de todo lo que había ocurrido en la casa de la boda. Se dio cuenta de su enorme extrañeza y de la gran confusión que le habían provocado, y tiró de la mano de su madre para alejarla de Jadiga y Umm Hanafi. Luego susurró, preguntando y señalando hacia atrás:

—¿No sabes lo que está pasando allí?

—¿Qué quieres decir?

—Miré por el agujero de la puerta…

El corazón de la madre se puso a latir con desasosiego, porque adivinaba a qué puerta se refería, pero le preguntó engañándose a sí misma:

—¿Qué puerta?

—¡La puerta del cuarto de la novia…!

—¡Qué vergüenza que una persona mire por los agujeros de las puertas! —dijo la mujer con apuro.

Él susurró de prisa:

—Lo que he visto es más vergonzoso.

—¡Cállate…!

—Vi a mi hermana Aisha y a Si Jalil sentados en la chaise longue… y él…

Ella le dio un manotazo en el hombro y le hizo callar. Luego murmuró en su oído:

—Deberías avergonzarte de lo que dices. Si tu padre te oyera, te mataría… Pero él dijo, insistiendo, con el tono de quien siente que va a descubrirle una verdad que ella no podía imaginar que pudiera ocurrir:

—La cogía por la barbilla con su mano y la besaba…

Ella le volvió a dar un manotazo, con una brusquedad que él nunca había sentido antes; y se dio cuenta de que había cometido una auténtica falta sin querer. Calló temeroso. Pero cuando estaban atravesando el patio oscuro de la casa, retrasados del resto de la familia —habiéndose quedado atrás Umm Hanafi para atrancar la puerta, echarle el cerrojo y la barra—, lo urgieron la confusión y el deseo de saber, y salió de su silencio y su miedo, preguntándole suplicante:

—¿Por qué la besaba, mamá?

Y ella le respondió con firmeza:

—¡Si vuelves a eso, se lo digo a tu padre…!