39

«¿Es que no ha llegado el momento, so pájara? ¡Estoy deshecho, musulmanes…! Estoy deshecho como una pastilla de jabón del que no queda más que la espuma.

Ella lo sabe y no quiere abrir la ventana. ¡Coquetea…, coquetea, so pájara…! ¿Es que no estábamos de acuerdo sobre esta cita? Pero tienes razón… Un solo pecho tuyo basta para destruir Malta, y una sola nalga haría volar los sesos de Hindemburg. Tú tienes un tesoro. ¡Que Dios sea bueno conmigo…, que Dios sea bueno conmigo y con cualquier otro desgraciado al que un pecho hermoso, un trasero redondo y unos ojos pintados de kohl hagan pasar la noche en blanco! Los ojos pintados son lo último, porque una ciega de buena grupa y senos bien formados es mil veces mejor que una flaca plana con los ojos pintados de kohl. ¡Ay, hija de la cantora, vecina de el-Tarbía…! La cantora te ha enseñado las artes de la coquetería, y la calle ha puesto a tu disposición los secretos de la belleza. Por eso tus pechos se vuelven hermosos de tanto como juegan con ellos los amantes. Nos habíamos puesto de acuerdo sobre la cita, no lo estoy soñando. Abre la ventana, ábrela, pájara. Abre, bellísima, que me pones la carne de gallina. Chupar los labios, mamar los pezones… Seguro que espero hasta el alba. Encontrarás que soy tu más fiel servidor. Si quieres que sea la trasera del carricoche en el que te balanceas, lo seré. Si quieres que sea el asno que tira de él, lo seré. ¡Qué situación la tuya, Yasín! ¡Qué desastre, hijo de Abd el-Gawwad! ¡Cómo se alegran los australianos de tu mal! ¡Pobre de mí, expulsado de el-Ezbekiyya y prisionero en el-Gamaliyya! ¡Ay, es la guerra! Guillermo la lanza en Europa, y yo soy su víctima en el-Nahhasín. ¡Abre la ventana, alma de tu madre, ábrela, alma mía…!».

Así se puso a hablar consigo mismo Yasín, sentado en el sofá del café de Si Ali, con los ojos levantados hacia la casa de Zubayda, la cantora, a través del ventanuco que daba a el-Guriyya. Siempre que lo embargaba el desasosiego se sumía en sus ensueños y en sus pensamientos, calmando aquel y excitando, a la vez, sus deseos; como hacen algunos somníferos que curan el insomnio y cansan el corazón. Había dado un paso afortunado al cortejar a Zannuba, la tañedora de laúd; un galanteo en el que había salido de la fase preparatoria —frecuentar por la tarde el café de Si Ali, las miradas, ir tras del carricoche, la sonrisa, retorcerse el bigote, el juego de cejas…— a la fase de la negociación, y a meterse en faena. Todo esto había ocurrido en la larga y estrecha calleja de el-Tarbía, zigzagueante, techada de arpillera, con las pequeñas tiendas apiñadas a ambos lados como celdillas de abeja. El-Tarbía no era nada nuevo para él. ¡Cómo podía serlo si era el zoco de las mujeres de toda condición, que se precipitaban para comprar, por poco peso y mucha utilidad, diversos tipos de perfumes que proporcionaban placer, belleza y provecho! Esta era su meta, siempre que no tuviese otra, y el lugar adonde iba los viernes por la mañana; lo recorría despacio —en función a la vez de la muchedumbre y del deseo—, de cabo a rabo, como pasando revista a las tiendas para elegir alguna cosa, mientras que en verdad examinaba las caras y los cuerpos, lo que dejaban ver los velos o moldeaban las melayas, lo que veía al por mayor o en detalle, los perfumes puros que se desprendían aquí y allá, las voces o las risas susurradas… Todo ello respetando por lo general los límites de la educación, dados los buenos orígenes que predominaban en las visitantes, contentándose con la contemplación, la valoración y la crítica, captando excelentes imágenes de lo que veía, y almacenándolas en el museo de su memoria. Nada superaba su felicidad cuando obtenía un tono nítido de piel que no había visto antes, una mirada como nunca había tenido a su alcance, un pecho de turgencia asombrosa o unas nalgas que se salían de lo ordinario en volumen o en buena hechura. De esta forma hacía a veces un repaso diciéndose: «Lo mejor de hoy ha sido el hermoso pecho de la señora que estaba parada delante de la tienda de Fulano», o «Este es el día de las nalgas de talla número cinco», o «¡Qué trasero tiene, qué trasero…!, ¡este es el día de los traseros espléndidos!».

Y todo ello porque su temperamento lo llevaba a sentir debilidad por el cuerpo de la mujer, ignorando su personalidad, y luego a concentrar la atención en unas partes del cuerpo, ignorando su conjunto. Era igual que si reconfortase y renovase sin cesar sus esperanzas, como un hombre que no antepusiese en su vida otra meta a la de las mujeres, con las posibles oportunidades que le deparaban el hoy o el mañana, hasta llegar a la buena caza que en raras ocasiones se le ofrecía en estos paseos sexuales.

Uno de aquellos atardeceres, estando en su asiento bajo el ventanuco del café de Si Ali, vio a la tañedora de laúd salir sola de la casa. Se levantó de repente y la siguió. Ella se dirigió al callejón de el-Tarbía y él fue detrás. Luego, ella se detuvo delante de una tienda, y él se paró a su lado. La muchacha esperó a que el perfumista hubiera terminado con algunos clientes, y él esperó, sin que ella se volviera hacia su lado, por lo que dedujo de esa fingida «ignorancia» que había notado su presencia —como sin duda había deducido también que la seguía desde el principio—, y le susurró de cerca «buenas tardes». Ella continuó mirando hacia adelante, pero el hombre notó, en las comisuras de sus labios, el sesgo de una sonrisa que respondía a su saludo, o que le compensaba de haberla seguido continuamente tarde tras tarde. Dio un suspiro de descanso y de triunfo, seguro de recoger el fruto de su paciencia, y el deseo le hizo la boca agua, igual que al glotón cuando llega a su nariz el aroma del asado que le están preparando. Consideró conveniente aparentar que los dos habían llegado juntos, y pagó el precio de sus compras de alheña y granado silvestre con el ánimo propio de un hombre que cree ganar, cumpliendo este agradable deber, un derecho aún más agradable y placentero. No tuvo en cuenta la tendencia que ella manifestó de incrementar las compras cuando estuvo segura de que él pagaría. En el camino de vuelta le dijo, con la prisa de quien teme que se termine pronto: «Señora de la hermosura y la belleza, como ves, me he pasado la vida detrás de ti. ¿Es que la recompensa del enamorado va a ser sólo este encuentro?». Ella le lanzó una mirada maliciosa, preguntándole con ironía: «¿Sólo este encuentro?». El hombre estuvo a punto de soltar una carcajada, como solía hacer siempre que se apoderaba de él la embriaguez de la alegría, pero se apresuró a cerrar la boca por miedo a provocar un alboroto que atrajera sobre ellos las miradas, y le contestó murmurando: «El encuentro y lo que eso conlleva». Ella dijo con tono crítico: «Cualquiera de vosotros pide con toda simplicidad "el encuentro". Una palabrita…, pero que significa una enorme labor que algunos no logran más que con la petición de mano, los buenos oficios, la recitación de la fátiha, la dote, el ajuar y el casamentero oficial. ¿No es así, señor efendi, alto y fornido como un camello?». Él se ruborizó, confundido, y dijo: «¡Qué reprimenda! Cualquiera que sea su crueldad, viniendo de tus labios es como si fuera miel. ¿No es así el amor, dueña de la hermosura, desde que Dios creó la tierra y a los que la habitan?». La mujer respondió, enarcando las cejas hasta el borde del arús del velo, como una libélula desplegando sus alas: «Pero ¿quién me dará a entender lo que es el amor, camello mío? Yo no soy más que una tañedora de laúd. ¿Acaso el amor tiene también exigencias?». Él contestó, ganado por la risa: «Estas y las exigencias del encuentro son una misma cosa». «¿Ni más ni menos?». «Ni más ni menos». «¿Ni un poquito más ni un poquito menos…?». «¡Ni un poquito más ni un poquito menos!». «¿Eso es quizás lo que llaman fornicar?». «¡Exactamente!». Ella se echó a reír y dijo: «De acuerdo… Espera donde todas las tardes, en el café de Si Ali y, cuando yo abra la ventana, ven a casa». Esperó una tarde, otra y otra más; la primera, ella salió con el conjunto musical en el carricoche; la segunda, fue con la cantora en el coche de caballos y la última tarde no apareció en la casa ningún signo de vida. Se hizo de noche y las tiendas cerraron; la calle quedó desierta y las sombras envolvieron el-Guriyya. Sintió —como le ocurría con frecuencia—, en la soledad de la calle y en su oscuridad, un extraño impulso de hacer desaparecer su deseo. Aumentó su desasosiego; pero todo tiene un fin, incluso la espera que parece no tenerlo. Del lado de la ventana, sumida en la oscuridad, le llegó un chasquido que insufló en sus entrañas una nueva esperanza, como la que se suscita en la persona que vaga por el polo cuando le llega a los oídos el ronroneo del avión por el que deduce que han venido a buscarla entre los hielos. Apareció una rendija por la que se difundió la luz, y después se iluminó la silueta de la tañedora en medio de la abertura. Él se levantó rápidamente, abandonó el café, atravesó la calle hacia la casa de la cantora y empujó la puerta sin llamar. Esta se abrió como si una mano hubiese descorrido el cerrojo. Penetró, encontrándose en una espesa oscuridad que le impidió hallar el lugar de la escalera, por lo que tuvo que pararse para evitar tropezar o dar un paso en falso. Le asaltaron unas preguntas que no pudieron por menos que angustiarlo: ¿Zannuba lo había invitado sin que lo supiera la cantora? ¿Esta le permitía reunirse con sus amantes en la casa? Pero sacó la lengua despectivamente, porque ningún obstáculo podía hacerle desistir de una aventura y, además, porque el hecho de pillar a un amante en esa casa, cuyos muros custodiaban el corazón de tantos amantes, no era como para precaverse de sus consecuencias. Cortó el hilo de sus pensamientos al aparecer ante sus ojos una luz pálida que procedía de lo alto de la escalera. Notó que dicha luz oscilaba sobre las paredes, que se iban aclarando, y se dio cuenta de que estaba situado a unos pasos del primer peldaño de la escalera que arrancaba a su derecha. No tardó en ver a Zannuba acercarse con una lámpara en la mano y fue hacia ella ebrio de pasión. Apretó tiernamente su brazo con gratitud y deseo, de tal modo que ella se soltó con una ligera risita que sugería, a pesar de su delicadeza, su falta de confianza, y le preguntó con malicia:

—¿Se te ha hecho larga la espera?

Él se tocó los lados del cuello con las yemas de los dedos, diciendo con voz quejumbrosa:

—Se me ha encanecido el pelo, ¡que Dios te perdone! —y añadió en voz baja—: ¿La señora está aquí…?

—Sí —contestó imitando en broma su voz baja—. Está a solas con un amigo, así que el mundo…

—¿No se va a enfadar si se entera de que estoy aquí a esta hora?

Ella se dio la vuelta, encogiéndose de hombros con indiferencia y subió la escalera diciendo:

—¿Y qué hora más oportuna que esta para que esté aquí un amante como tú?

—Entonces, ¿no ve mal que nos reunamos en su casa? Ella dio a su cabeza un movimiento de baile y dijo:

—¡A lo mejor lo que ve mal es que no nos reunamos…!

—¡Viva… viva…!

Ella prosiguió con un tono orgulloso:

—No soy sólo una tañedora de laúd; soy su sobrina y ella no me escatima nada. Ven tranquilo…

Cuando alcanzaron el pasillo les llegó del interior el sonido de una agradable canción acompañada de laúd y adufe. Yasín prestó oído un momento y preguntó:

—¿Está a solas o en una fiesta?

—A solas y en una fiesta al mismo tiempo —le murmuró al oído—. El amante de la sultana es un hombre amigo de la música y del humor. No soporta que su reunión carezca ni por un momento de laúd, adufe, vino y risas.

Torció hacia una puerta, la abrió y entró con él detrás. Puso la lámpara sobre la consola, y luego se detuvo delante del espejo para mirarse detenidamente. Yasín olvidó a Zubayda y a su amante aficionado a la música, y fijó sus ojos glotones en el cuerpo apetitoso que se presentaba ante él, despojado por primera vez de la melaya. Los fijó con fuerza y concentración y los movió con calma y deleite de arriba abajo y de abajo arriba. Pero antes de haber puesto en práctica una sola de las decenas de intenciones que se amontonaban en su pecho, Zannuba dijo, como reanudando su conversación interrumpida:

—Es un hombre sin igual, tanto en simpatía como en afición a la música. Y en lo que concierne a su generosidad, se puede estar hablando de aquí a mañana; así es como son los amantes, que si no…

No se le escapó el significado de su observación sobre la «generosidad» del amante de la cantora; y aunque sabía desde el principio que su nueva pasión le iba a suponer gastos enormes, aquella observación, que pareció trivial, lo angustió, y empujado por su instinto de autodefensa no pudo más que decir:

—¡Posiblemente es un hombre acaudalado!

—Los caudales son una cosa y la generosidad otra —dijo ella contestando a su maniobra—. Hay muchos ricos que son avaros.

Él preguntó, no por deseo de saber, sino para librarse del silencio que temía delatase su malestar:

—¿Y quién puede ser ese hombre generoso?

Ella respondió dando vueltas a la ruedecilla de la lámpara para subir la mecha:

—Es uno de nuestro barrio, y necesariamente habrás oído hablar de él: el señor Ahmad Abd el-Gawwad.

—¿Quién?

Se volvió hacia él asombrada, para ver lo que lo había asustado y lo encontró tieso, con los ojos desorbitados.

—¿Qué te pasa? —le preguntó con desaprobación.

Había recibido el nombre pronunciado por la mujer como un martillazo caído con fuerza sobre la base del cráneo, y su pregunta se le había escapado, sin querer, con el tono de un grito de miedo. Quedó absorto unos momentos llenos de estupor; luego vio el rostro de Zannuba con una expresión de asombro y desaprobación, y, temiendo ser descubierto, centró toda su voluntad en defender su postura resolviendo fingir para disimular su miedo. Dio una palmada como si no creyera lo que se decía de ese hombre, vista la gravedad de lo que se presumía, y tartamudeó maravillado:

—¡El señor Ahmad Abd el-Gawwad…! ¿El dueño de la tienda de el-Nahhasín? Ella le clavó una mirada de amarga crítica por haberla molestado sin causa, y le preguntó burlona:

—Sí, es él… pero ¿qué es lo que te hace gritar como si fueses una virgen desflorada?

Se rio mecánicamente y dijo como asombrado, mientras daba gracias a Dios en secreto por no haber dado a la mujer su nombre completo el día en que se conocieron:

—¡Quién lo hubiera creído de ese hombre serio y piadoso! Ella le arrojó una mirada de duda y dijo socarrona:

—¿Es eso de verdad lo que te ha asustado? ¿Nada más? ¿Lo tomabas por alguien infalible? ¿Qué tiene de malo? ¿Es que de verdad hay algo que llene al hombre tanto como el amor?

—Tienes razón —contestó con tono de excusa—, no hay nada de lo que merezca la pena asombrarse en este mundo. —Luego, riendo nervioso, dijo—: Imagínate a ese hombre grave compartiendo su pasión con la sultana, bebiendo vino y entusiasmándose con el canto…

—Y tocando el adufe con una mano que ni la propia de Ayusha, la pandereta; sembrando chistes como perlas y haciendo morir de risa a los que están a su alrededor —dijo ella completando su frase con el mismo tono socarrón—. No tiene nada de extraño verlo en su tienda, después de todo esto, como modelo de seriedad y de formalidad, ya que la seriedad es la seriedad y la diversión es la diversión. Una hora para tu Señor, y otra para tu corazón.

¡Tocaba el adufe que ni Ayusha la pandereta…! ¡Contaba chistes y hacía morir de risa a los que estaban a su alrededor…!

¿Quién podría ser ese hombre? ¿Su padre…? ¿El señor Ahmad Abd el-Gawwad? ¿El severo, el tirano, el temible, el devoto, el piadoso? ¿El que hacía morir de espanto a los que estaban a su alrededor?

¿Cómo dar crédito a lo que escuchaban sus oídos…? ¿Cómo, cómo…? ¿Acaso no habría alguna semejanza en los nombres, y ninguna relación entre su padre y ese enamorado panderetero…? ¡Sin embargo, Zannuba había afirmado que se trataba del dueño de la tienda de el-Nahhasín, y en el-Nahhasín no había otra tienda que llevase ese nombre más que la de su padre…! Señor, ¿lo que había oído era cierto, o estaba desvariando…? ¡Cómo deseaba ver la realidad por sí mismo, verla con sus propios ojos y sin intermediario! Al instante, se apoderó de él ese deseo, como si fuera la cosa más importante de la vida. No pudo resistirlo y sonrió a la muchacha, moviendo la cabeza sabia y prudentemente como si dijese: «¡Qué días tan asombrosos vivimos!».

—¿No podría verlo desde donde no me viese? —le pidió Yasín con el tono de quien no es empujado más que por la curiosidad.

—¡Qué raro eres! —le dijo ella protestando—. ¿Cuál es la causa de este espionaje?

—Es un espectáculo que vale la pena presenciar. No me prives de él… —contestó suplicante.

Ella se rio con desprecio y dijo:

—Un cerebro de crío en un cuerpo de camello, ¿no es cierto, camello mío…? Pero muera el que frustre tu deseo. Escóndete en el corredor mientras entro con un plato de fruta a donde están; dejaré la puerta abierta hasta que vuelva.

Abandonó la habitación, y él le siguió los pasos, con el corazón palpitante, ocultándose en un rincón del oscuro corredor mientras que la tañedora proseguía su camino hacia la cocina. Poco después volvió llevando un plato de uvas, y se dirigió a la puerta de la que salían los cantos. Golpeó en ella y esperó un minuto; luego la empujó y entró sin cerrar. Allí estaba la tertulia musical en el fondo de la habitación, con Zubayda en el medio sosteniendo el laúd en el regazo y tocando las cuerdas con los dedos, mientras cantaba: «¡Oh, musulmanes, oh, pueblo de Dios!». A su lado estaba sentado «su padre» y no otro. Su corazón se aceleró nada más verle. Se había despojado de la yubba, se había arremangado, hacía vibrar el adufe ante sí, y levantaba hacia la cantora un rostro resplandeciente de alegría y de júbilo. La puerta permaneció abierta sólo uno o dos minutos hasta que volvió Zannuba, pero en ese tiempo vio un espectáculo asombroso, una vida oculta, una larga y amplia historia al final de la cual se despertó, como el que despierta de un prolongado y profundo sueño bajo la sacudida de un violento terremoto. Había visto en dos minutos una existencia completa resumida en una imagen, lo mismo que quien ve en un sueño fugaz una imagen compuesta de varios acontecimientos que tienen lugar en el mundo real durante varios años. Era verdad que había visto a su padre, a su padre y no a otro; pero no como solía verlo. Antes nunca lo había visto despojado de su yubba en una reunión informal, espontánea. No había visto su cabello negro revuelto por los lados como si acabase de correr con la cabeza al aire, ni tampoco su pierna desnuda tal como se mostraba sobre el extremo del diván, bajo el borde levantado del caftán. Ni jamás había visto —¡válgame Dios!— el adufe estremecido delante de él enviando su tintineo danzarín entrecortado por el ágil repiqueteo. Ni había visto —y quizás era lo más asombroso de lo que veía— esa cara risueña, resplandeciente, dominada por el amor y la dicha, que lo dejó atónito, como antes había dejado atónito a Kamal cuando lo vio reírse delante de la tienda el día que fue a verlo empujado por el deseo de poner en libertad a su madre. Vio todo esto en dos minutos y, cuando Zannuba cerró la puerta y volvió a su habitación, él permaneció en su sitio escuchando, aturdido, el canto y el tintineo del adufe. Se trataba de la misma voz que había escuchado cuando entró en la casa, pero ¡qué cambio el ocurrido tras aquella impresión que había marcado su espíritu! ¡Qué nuevos significados e imágenes percibía ahora…! Era igual que el sonido del timbre de la escuela que alegra al niño cuando lo oye, estando fuera de ella, y se convierte en presagio de numerosas molestias cuando lo oye estando entre los alumnos. Zannuba golpeó en la pared de la habitación, como invitándolo a reunirse con ella. Entonces él volvió en sí y fue hacia donde ella estaba, intentando controlarse para no aparecer inquieto o aturdido ante la mujer, entrando con una amplia sonrisa en los labios…

—Lo que has visto, ¿te ha hecho olvidarte de ti mismo?

—Es un espectáculo inusitado —dijo con un tono que revelaba satisfacción y contento—, y un canto magnífico.

—¿Quieres que hagamos como ellos?

—¿En nuestra primera noche? ¡Desde luego que no! No quiero mezclar contigo nada de nada, ni siquiera el propio canto.

Antes que nada, se había esforzado en hablar para parecer ante ella —tanto como ante sí mismo—, tranquilo y natural, y había terminado por entregarse a la conversación sin esfuerzo, recuperando su estado habitual lo más de prisa que pudo; igual que el que aparenta estar lloroso en un duelo y rompe a llorar. Quizás la sorpresa le volviera de repente, y se dijo: «Es una situación de lo más extraña, que no se me podía haber ocurrido hasta ahora. Yo aquí, con Zannuba, y mi padre en la habitación de al lado, con Zubayda. ¡Nosotros dos en la misma casa!». Pero rápidamente se encogió de hombros y prosiguió su monólogo: «¿Por qué tomarme la molestia de asombrarme por algo que considero inverosímil, cuando es tan palpable? ¡Está ahí y sería una estupidez preguntarme desconcertado cómo es posible creer eso! Tengo que creerlo y no asombrarme. ¿Qué se le puede echar en cara?». Su pensamiento no sólo lo llenó de alivio, sino que lo alegró sobremanera, no porque necesitara un estímulo para perseverar en su vida amorosa, sino porque —al igual que le ocurre a muchos de los que se hunden en apetitos pecaminosos— buscaba la compañía de alguien que se le pareciera, y ¡cuánto mejor si lo encontraba en la persona de su padre —modelo tradicional— que a menudo, consciente o inconscientemente, le había causado molestias ya que lo encontraba opuesto a sí mismo! Fingió olvidar todo excepto su alegría, como si fuera la más preciosa conquista de su vida, y sintió hacia su padre una admiración y un amor nuevos, distintos a los que había adquirido desde hacía tiempo bajo un tupido velo de respeto y de miedo. Amor y admiración que brotaban de lo más profundo del ser, y se imbricaban en sus raíces primeras o, más aún, como si ambos no fueran más que uno sólo, unidos en el amor y la admiración a sí mismos. El hombre ya no era un ser lejano, inaccesible, encerrado, sino alguien muy próximo y cercano, como una parte de su alma y de su corazón. Un padre y un hijo, un solo espíritu. El hombre que hacía repiquetear el adufe en el interior no era el señor Ahmad Abd el-Gawwad sino Yasín mismo, tal como era, como debía ser y como convenía que fuera. No los separaban más que consideraciones secundarias de edad y experiencia. «¡Buen provecho, padre! ¡Hoy te he descubierto! ¡Hoy has nacido para mí! ¡Qué día, y tú, qué padre! Hasta esta noche no he sido más que un huérfano. Bebe y toca el adufe mejor que Ayusha la pandereta. Estoy orgulloso de ti y, por cierto…, ¿es que también cantas?».

—¿No canta a veces el señor Abd el-Gawwad…?

—¿Todavía estás pensando en él? ¡Qué desgracia de gente…! Claro que canta a veces, camello mío…, y participa en la danza del vientre cuando se emborracha.

—¿Cómo es su voz?

—Fuerte y bella como su cuello.

«He aquí el origen de las voces que cantan en nuestra casa. Todos cantan. Es una familia enraizada en la música. ¡Ojalá pudiera oírte aunque fuera una sola vez! En mi memoria no conservo de ti más que los gritos y las regañinas, la única copla tuya famosa entre nosotros. ¡Eh, tú, niño, animal, hijo de perra…! Quisiera oírte cantar "El amor es nácar en la hermosura", o "Me enamoré, preciosa". ¿De qué modo te emborrachas, padre? ¿Cómo alborotas? Sería conveniente que supiera, para imitar tu ejemplo y preservar tus tradiciones, cómo te enamoras, cómo abrazas…».

Prestó atención a Zannuba y la vio delante del espejo arreglándose con los dedos los mechones de su cabello. Una abertura del vestido mostraba su axila lisa, blanca, deslizándose hacia el arranque de un seno como la masa de un pan. La embriaguez de la excitación se propagó por su corpachón, y se abalanzó sobre ella como un elefante sobre una gacela.