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Aisha acogió la noticia con la alegría propia de una joven que sueña con el matrimonio desde la niñez, sin preocuparse por otra cosa. Casi no daba crédito a sus oídos cuando le fue comunicada la buena nueva. ¿Era cierto el consentimiento de su padre? ¿El matrimonio se había transformado en una realidad próxima, o era una broma cruel? Apenas habían transcurrido tres meses desde el fracaso que había sufrido, y aunque la impresión recibida había sido muy intensa, se había aligerado y hecho llevadera con los días, hasta volverse un recuerdo desvaído que suscitaba —si acaso— una sutil tristeza sin importancia. Todo en aquella casa se subordinaba ciegamente a una voluntad suprema, dotada de un poder sin límites, comparable al poder de la religión. Entre sus muros, hasta el mismo amor se deslizaba hacia los corazones avergonzado, dubitativo y falto de confianza en sí mismo. No gozaba del poderío y del despotismo que posee habitualmente, puesto que allí no había más despotismo que el de aquella suprema voluntad. Por eso, cuando el padre dijo «no», esta negativa quedó grabada en el fondo de su alma y la muchacha creyó firmemente que todo había terminado de verdad. No había escapatoria, vuelta atrás ni ruego que sirviesen de nada, como si este fuera un movimiento cósmico, equivalente a la alternancia de la noche y el día; toda oposición era vana, no tenía más remedio que aceptar la postura de su padre. La firmeza de él hizo que ella, consciente e inconscientemente, diera por terminado el asunto. Y todo terminó. Aunque se preguntaba a sí misma: en el caso de que el consentimiento para su matrimonio se hubiera dado antes de haber transcurrido estos tres meses desde la negativa anterior, ¿no hubiera supuesto que le habría tocado en suerte el muchacho hacia el que había revoloteado su corazón? ¿Es que su propia buena suerte no abrigaba una contradicción incomprensible justamente por eso? De todas formas, la pregunta quedó bajo el sello del silencio. Nadie la evocó, ni su misma madre. Porque expresar alegría por el novio, como persona abstracta, nada más, se consideraba una desvergüenza que ofendía el pudor; ¡y cuidado con manifestar deseo por el hombre como tal! Sin embargo, a pesar de todo esto y a pesar de que el nuevo novio era un desconocido para ella, excepto por lo que su madre había contado de él al hablar en general sobre la familia materna, ella se había alegrado mucho con la noticia, y sus sentimientos sedientos habían encontrado un polo de atracción para su pasión; como si su amor fuera una especie de «disposición», más que una relación con un hombre específico; si un hombre se alejaba y otro ocupaba su lugar, su disposición obtenía con qué satisfacerse. Todo quedaba dentro de un orden: ella podía preferir a un hombre frente a otro, pero no hasta el punto de echar a perder por él el gusto por la vida, o de verse empujada a la rebeldía y a la desobediencia. Cuando estuvo contenta y su corazón aleteó de felicidad, manaron de ella hacia su hermana —como era propio de su naturaleza en estas circunstancias— un afecto y una piedad inmaculados; deseaba que hubiese sido ella la primera en casarse, y le dijo, como excusándose y animándola:

—¡Me habría gustado que te hubieses casado antes que yo! Pero es el destino y es la fortuna. Todo llegará.

Jadiga, sin embargo, que no podía soportar que se compadecieran de ella en la derrota, recibió sus palabras con una fuerte irritación que no pudo ocultarle. Antes, su madre se había excusado con ella, y le había dicho con su delicadeza y pudor acostumbrados:

—Todos esperábamos que tu turno fuese el primero, y nos esforzamos por ello más de una vez, pero quizás nuestra tozudez en algo cuya solución no está en nuestro poder, es lo que ha retrasado tu suerte hasta hoy. Dejemos que las cosas marchen como Dios quiera. Todo retraso tiene una recompensa.

Jadiga encontró por parte de Yasín y de Fahmi la misma compasión —manifestada unas veces con palabras directas y expresada otras veces a través de la amabilidad con que la rodeaban—, que reemplazaba, aunque sólo fuese momentáneamente, las bromas mordaces habituales entre ellos tres y, sobre todo, entre ella y Yasín. La verdad es que su tristeza por su mala suerte sólo era comparable con su nerviosismo ante la piedad que reinaba en aquel ambiente, no porque el rechazo a la compasión formase parte de su naturaleza, sino porque le pasaba lo que a la persona atacada de gripe, a quien perjudica la exposición al aire libre que, habitualmente, le conforta cuando está sano. No le interesaba una compasión que sabía que era un sustitutivo de la esperanza perdida. Puede que tuviera sus dudas —en todo ello— sobre los motivos que los empujaban a colmarla de compasión, ¿acaso su madre no había sido siempre la mediadora entre las casamenteras y su padre? ¿Quién le aseguraba que había ejercido la mediación cumpliendo el deber de un ama de casa, y no persiguiendo el secreto deseo de casar a Aisha? ¿No había sido Fahmi el que había traído el mensaje del oficial de la comisaría de el-Gamaliyya? ¿No le había sido posible hacerlo cambiar de opinión bajo cuerda?

¿No era Yasín…?, pero ¿con qué cara censuraba a Yasín, si la había traicionado quien le era más próximo que él? ¿Qué compasión era esta? ¡Más bien, qué hipocresía y qué mentira! Por eso estaba harta de la compasión, que consideraba un perjuicio y no un beneficio, y su corazón se llenó de rencor e irritación, pero lo ocultó en su interior con el fin de evitar la muestra de disgusto frente a la felicidad de su hermana, y exponerse —tan mala opinión la habían hecho tener de sí misma— a la malicia de quienes se alegran del mal ajeno. De todas formas, no tenía más remedio que disimular sus sentimientos, porque en esta familia —sobre todo en lo relacionado con los sentimientos— esto era una costumbre arraigada y una necesidad moral marcada por la sombra de la intimidación paterna. Así, entre el rencor y la irritación por un lado, y el disimulo y la apariencia de conformidad por otro, su vida se convirtió en un tormento continuo y en un esfuerzo incesante. ¿Y su padre? ¿Qué le había hecho rectificar su anterior opinión? ¿Es que la despreciaba después de haberla apreciado tanto? ¿Se le había agotado la paciencia esperando casarla, y había decidido sacrificarla, abandonándola a su destino? ¡Cómo la asombraba que la hubiesen abandonado como si fuese algo inexistente! En su rebeldía olvidaba sus actitudes anteriores, cuando la defendían, y no recordaba sino su «traición». Aunque esta cólera generalizada no era nada comparada a los celos y al rencor que se le juntaban en el pecho. Odiaba la felicidad de su hermana, y odiaba aún más que disimulara esa felicidad. Odiaba su belleza, que aparecía a sus ojos como un castigo y un suplicio, igual que aparece a los ojos del fugitivo la luna llena. Además, odiaba la vida, que no le había deparado más que desesperación. Se sucedieron los días sumándose tristeza sobre tristeza, a causa de los regalos y obsequios que el novio enviaba a la casa, y por los motivos de júbilo y alegría que se esparcían por todo el ambiente. Se encontró a sí misma en un aislamiento feroz, en el que proliferaban las penas como proliferan los insectos en el agua corrompida de una alberca. Luego el señor empezó a hacer los preparativos de la boda, y la conversación sobre los mismos monopolizó las tertulias familiares de las tardes. Se mostraban diversos tipos de muebles y ropa, se elegían unos y se rechazaban otros comparándolos, con un interés que les hacía a todos olvidar a la hermana mayor, además del consuelo y la amabilidad que esta se merecía. Hasta ella misma —de acuerdo con la satisfacción que fingía— se veía forzada a compartir su actividad, su entusiasmo y sus interminables discusiones. Pero esta situación sentimental enmarañada, que a los ojos de un extraño a la familia hubiera parecido el signo de un mal de desagradables consecuencias, cambió de súbito cuando los pensamientos se centraron en el corte del vestido de novia y, por tanto, cuando las miradas convergieron sobre Jadiga y se centró en ella toda la atención y la esperanza. Ella ya aguardaba este deber como algo inevitable, cuya aceptación la enfurecía y que no podía rechazar a riesgo de descubrir lo que había ocultado. Pero, cuando las miradas se elevaron hacia ella y su madre le encomendó que hiciera un buen trabajo con su hermana mientras esta la miraba con ojos llenos de vergüenza y esperanza, Fahmi dijo a Aisha en su presencia: «No serás de verdad una novia hasta que Jadiga no te haya hecho un traje de novia», y Yasín comentó lo dicho: «Tienes razón, esa es una verdad indiscutible»; cuando todo esto ocurrió se calmó su cólera y la vergüenza detuvo su rebeldía. Afloraron a la superficie sus buenos sentimientos enterrados, como el agua potable hace brotar el verdor de las semillas escondidas bajo el barro. No dudó de los motivos de este interés, como había dudado antes de los motivos de la compasión «fingida», al percibir por una parte su sinceridad y, por otra, el hecho de que iban dirigidos hacia su indudable habilidad. Era como un reconocimiento general de su importancia y de la seriedad de su tarea, y también de que esta felicidad —que se le negaba por el momento— no sería completa hasta que ella no participase.

Recibió la nueva tarea con un ánimo ya muy aligerado de sus negros pensamientos, porque estos trastornaban a aquella familia como trastornan a la mayor parte de los humanos; pero no hallaban en la familia un corazón malvado en el que depositarse y cebarse. Algunos de ellos tenían predisposición a encolerizarse, como el alcohol la tiene a inflamarse, pero rápidamente se calmaba su cólera, sus pensamientos se volvían lúcidos y sus corazones perdonaban, igual que ocurre en algunos días de invierno en Egipto, en que las nubes se oscurecen hasta que llovizna, y no han pasado una o varias horas cuando se dispersan, dejando un azul puro y un sol radiante. Esto no significaba que Jadiga hubiese olvidado sus penas, sino que la tolerancia había aminorado su resentimiento y su odio. Conforme pasaron los días, no volvió a culpar a Aisha o a cualquiera de su familia tanto como culpó a su propia suerte, a la cual fijó finalmente como blanco de su irritación y su autodestrucción; esa suerte que le había escatimado la belleza, había retrasado su matrimonio hasta más allá de los veinte años, y ensombrecido su futuro de angustia y de temores. Finalmente —igual que su madre—, se rindió al destino. Como su lado impulsivo, heredado del padre, y el retorcido, fruto de su posición frente al medio, habían sido incapaces de remediar su desgraciada suerte, encontró la salvación en el lado pacífico heredado de la madre, y se rindió al destino, igual que un general que, no encontrando manera de alcanzar el objetivo, elige un lugar fortificado de forma natural para afirmar a sus hombres derrotados, o pide la concordia y la paz. Empezó a lamentar su entrega a la oración y a sus confidencias con Dios. La verdad era que, desde su infancia, había seguido a su madre en la devoción y en la observancia de los preceptos, con un empeño que mostraba lo despiertos que estaban sus sentimientos religiosos. No como Aisha, que se entregaba a la devoción con accesos entusiastas alejados unos de otros y que era incapaz de perseverar. Cuántas veces se había asombrado Jadiga al comparar su suerte y la de su hermana —el mal pago que recibía ella por su devoción, y el bueno que recibía la otra por su indiferencia—: «Yo cuido de cumplir mis oraciones y ella no aguanta cumplirlas dos días seguidos. Yo ayuno todo el Ramadán, y ella lo hace un día o dos, y luego finge ayunar mientras se desliza a escondidas hasta la alacena y se llena la barriga de frutos secos, lo que no la impide precipitarse a la mesa, antes que los que están en ayunas, cuando suena el cañonazo de la ruptura del ayuno». Tampoco se rendía incondicionalmente a Aisha en el terreno de la belleza. No, ella no pregonaba su parecer a cualquiera. Por el contrario, prefería con mucho meterse consigo misma para parar los pies de quienes anduvieran al acecho. Sin embargo, se miraba largo rato en el espejo haciéndose confidencias: «Sin duda que Aisha es bella, pero es delgada. La gordura es la mitad de la belleza, y yo estoy gorda. La redondez de mi rostro casi tapa el tamaño de mi nariz. Lo único que queda es que mi suerte se ponga a trabajar». De todas formas, había perdido confianza en sí misma durante la última crisis. Y, a pesar de que repitiese muchas veces esas confesiones íntimas sobre la belleza, la gordura y la suerte, lo hacía esta vez para aventar, frente a sí misma, sus sentimientos de falta de confianza que la angustiaban; como nosotros nos refugiamos a veces en la lógica para tranquilizarnos en asuntos tales como la salud, la enfermedad, la felicidad y la desgracia, el amor y el odio, que nada tienen que ver con la lógica.

Amina no olvidaba a Jadiga, a pesar de sus muchas ocupaciones como madre de la novia, porque su alegría por la boda le recordaba la tristeza de la hermana, igual que el bienestar producido por la acción de un calmante nos hace recordar el dolor que volverá al cabo de un rato. El matrimonio de Aisha había despertado sus antiguos temores sobre Jadiga, y envió a Umm Hanafi —buscando obtener la tranquilidad por cualquier medio— al sheyj Raúf, en Bab el-Ajdar, para que leyera su porvenir. La mujer volvió con buenas noticias, pues dijo a su señora que el sheyj le había dicho: «Muy pronto me traerás dos arreldes de azúcar». Y aunque no fuese la primera buena noticia de este género que le comunicaban sobre Jadiga, la llenó de bienestar y la recibió como un sedante para la angustia que no la abandonaba.