Amina no tenía otra cosa que hacer en los días de su destierro, sino sentarse al lado de su madre para hablar largo y tendido de todos los sucesos extraídos del pasado lejano, del próximo y del presente, entre los recuerdos queridos y el drama actual. Si no hubiese sido por el tormento de la separación y el fantasma del repudio, habría descansado en su nueva vida justamente como en unas vacaciones que le permitieran reposar de la fatiga de las obligaciones, o como en un viaje imaginario al mundo de los recuerdos. De todas formas, el paso de los días sin que sucediera lo que ella temía, y las noticias que le llegaron sobre la intercesión de Umm Maryam y de la viuda de Sháwkat cerca del señor, tranquilizaron su corazón y la aliviaron. Además, las visitas vespertinas de sus hijos, que no habían fallado ni un solo día, calmaban el ardor de su pecho con bocanadas de esperanza renovada. Aunque el rato en que estaban ellos ausentes en la nueva casa no fuese mucho mayor que en la antigua, puesto que en ambos casos no se reunía con ellos sino en los momentos libres de la tertulia de la tarde, sintió nostalgia de ellos: la nostalgia del exiliado en tierra lejana por los seres amados que el tiempo separó, la de quien ha estado privado de respirar el ambiente de estos, de vivir entre sus recuerdos, de compartir sus instantes de seriedad y de diversión; era como si cada pulgada que el cuerpo avanzaba en el camino de la separación, su corazón la sintiera como varias millas. La vieja persistía en decirle, siempre que la encontraba callada o la oía divagar:
—Paciencia, Amina. Yo lamento tu situación. La madre es una extraña cuando está alejada de sus hijos, una extraña incluso viviendo en la casa en que nació.
Era de verdad una extraña. Como si la casa que había conocido durante la primera parte de su vida no fuera su hogar, y como si no se tratara de la misma madre de la que no pudo soportar separarse ni un instante. «Su casa» ya no era lo que había sido, sino un lugar de destierro entre cuyas paredes esperaba con nostalgia el perdón del cielo. Y el perdón llegó tras una larga espera, traído una tarde por los hijos. Se presentaron ante ella con el resplandor del relámpago en los ojos, haciendo latir su corazón y estremeciendo su pecho de tal forma que tuvo miedo de haber ido en su interpretación más allá de lo apropiado. Pero Kamal corrió hacia ella y se le colgó del cuello antes de gritar, sin lograr contener su alegría:
—¡Ponte la melaya y vámonos!
Y Yasín dijo riendo:
—¡Por fin se acabó el problema! —Luego, junto con Fahmi—: Nuestro padre nos llamó y nos dijo: «Id los dos y volved con vuestra madre».
Ella bajó su mirada para disimular la alegría que la desbordaba. ¡Qué incapaz era de ocultar los variados sentimientos que se agitaban en su interior, como si su cara fuese un espejo extremadamente sensible, que no dejaba de reflejar ni lo más mínimo de lo que ocurriera en su interior! ¡Cómo le hubiese gustado recibir la feliz noticia con una calma digna de su condición de madre! Pero la alegría la hizo sentirse ligera, rieron sus facciones y expresaron un alborozo infantil, al mismo tiempo que se apoderaba de ella una vergüenza cuya causa desconocía. Permaneció quieta, sin moverse del sitio, un buen rato, hasta que Kamal perdió la paciencia, y la agarró de la mano tirando de ella con toda su fuerza hacia atrás, con lo que al fin ella cedió y se levantó. Se quedó de pie un momento, presa de extraña confusión, y sin saber qué hacer se volvió hacia su madre preguntando:
—¿Me voy, madre?
La pregunta, que se le había escapado con tono de turbación y de apuro, pareció extraña, y Fahmi y Yasín sonrieron. Sólo Kamal se asombró con una especie de confusión, y le confirmó la noticia del perdón que habían traído. Pero la abuela, que había captado todas las sensaciones de su hija e intuido su desconcierto, temió mostrar rechazo a su pregunta ni siquiera con una leve sonrisa, y dijo en tono serio:
—Ve a tu casa y que la paz de Dios te acompañe.
Amina fue a ponerse la melaya y a liar su ropa, con Kamal pegado a sus faldas. La abuela se puso a hablar con los dos jóvenes, y preguntó con un acento crítico, que aligeró con una delicada sonrisa:
—¿No hubiese sido más digno para vuestro padre haber venido él mismo?
—Abuela, ya sabes cómo es nuestro padre —respondió Fahmi como excusándose.
—Demos gracias a Dios de que todo haya pasado —dijo entonces Yasín riéndose. La abuela farfulló algo ininteligible, y después suspiró como si respondiese a sus propios balbuceos:
—De todas formas, el señor Ahmad es un hombre diferente de los demás.
Dejaron la casa mientras les resonaban en sus oídos las plegarias de la abuela, que pedía la bendición de Dios para ellos, y marcharon juntos por primera vez en su vida, de modo que el panorama les pareció insólito. Fahmi y Yasín intercambiaron miradas sonrientes, y Kamal recordaba el día en que iba como ahora agarrado de la mano de su madre, conduciéndola de calleja en calleja, y los dolores y miedos, peores que una pesadilla, que siguieron a aquello. Él no salía de su asombro, pero olvidó pronto las penas del pasado en la alegría del momento. Como sintiera ganas de bromear, dijo a su madre riéndose:
—¡Vamos a pasarnos por Sayyidna el-Huseyn!
Yasín soltó una carcajada cargada de significado.
—Que Dios lo tenga en su santa gloria. Él fue un mártir y le gustan los mártires.
Apareció ante ellos la celosía con dos siluetas moviéndose por detrás de sus orificios, y el corazón de Amina voló hacia ellas con ternura y deseo. Luego encontró a Umm Hanafi, que cubrió de besos las manos de su señora, pues la esperaba detrás de la puerta. Y halló a Jadiga y a Aisha, en el patio de la casa, que se le colgaron al cuello como niñas. Subieron la escalera con alborozo en plena embriaguez de alegría, hasta que estuvieron todos en su habitación. Muertos de risa se apresuraron a quitarle la ropa de calle, que era el símbolo de la odiosa separación. Cuando se sentó entre ellos estaba jadeante de emoción y excitación. Kamal quiso expresar su contento de estar a su lado, y no encontró nada mejor que decir:
—Este día me gusta muchísimo más que el del Máhmal mismo.
Toda la familia se juntaba por primera vez, desde hacía bastante tiempo, en la reunión del café. Volvieron a hacer tertulia en un ambiente de alegría, cuyo júbilo se veía duplicado por los anteriores días de separación y de tristeza; así aumentaba el placer del cálido día que siguió a una semana de intenso frío. La madre, cuyos instintos domésticos se habían despertado, pese a la alegría del encuentro, no olvidó preguntar a las dos muchachas por las cosas de la casa; fue por partes, desde la habitación del horno hasta la hiedra y el jazmín. También preguntó mucho por el padre; y cuánto se alegró al saber que no había permitido a nadie ayudarlo a quitarse o ponerse la ropa. Cualquiera que fuese la dosis de descanso que le hubiera permitido a él la ausencia de su mujer, se había producido un cambio en su esquema de vida, con una indudable carga de problemas que desaparecerían a su vuelta.
Y sólo esta vuelta le iba a garantizar la vida a la que estaba habituado y que tanto le gustaba.
La única cosa que no se le ocurrió a Amina era que había varios corazones felices con su regreso, que encontrarían precisamente en este regreso un pretexto para rumiar la tristeza y la pena. Pero así ocurrió. Estos corazones, que se habían distraído con las tristezas de la madre, volvieron a pensar en sus penas después de haberse asegurado la salvación de ella. Igual que un cólico agudo y reciente nos hace olvidar una oftalmía crónica, hasta que al desaparecer vuelven los dolores de los párpados. Fahmi volvió a decirse: «Toda tristeza, según parece, tiene fin. Ahí está mi madre: se ha librado de preocupaciones. Pero mi tristeza parece como si no tuviese fin». Aisha reanudó sus pensamientos, cuyo secreto nadie conocía. Los ensueños se le aparecieron, los recuerdos la visitaron, aunque en comparación con su hermano estaba un poco más tranquila y más pronta a olvidar. Como Amina no podía leer los pensamientos, nada enturbió su júbilo, y cuando se retiró a su habitación por la noche, se dio cuenta de que el sueño no encontraría espacio en su espíritu lleno de alegría. Así pues, durmió de forma entrecortada hasta la medianoche, en que abandonó el lecho para ir a la celosía a esperar, como era su costumbre; allí dejó vagar la mirada por las rendijas de los ventanucos hacia la calle en vela, hasta la llegada del coche de caballos que traía a su marido a casa. Su corazón latió con fuerza, y se ruborizó de vergüenza y preocupación, como si fuera a encontrarse con él por primera vez, y como si no hubiera pensado mucho en ese instante. El instante del esperado encuentro. ¿Cómo iba a acogerlo ella? ¿Cómo iba a tratarla él tras esta larga ausencia? ¿Qué podían decirse? ¡Si pudiera fingirse dormida! Pero ella no sabía fingir en absoluto, y no soportaba que él entrase y la encontrase tumbada. No podía descuidar el deber de salir a la escalera con la lámpara para alumbrarle. Y más aún después de haber logrado volver y haberla abandonado la indignación, el alivio de la alegría iluminó su corazón y no sólo perdonó completamente el pasado, sino que cargó sobre sí misma toda la culpa; de tal forma que vio a su marido digno de que ella tratara de darle satisfacción, a pesar de no haberse ofrecido para ir a casa de su madre a hacer las paces. Tomó la lámpara, marchó hacia la escalera y extendió su brazo por encima de la balaustrada; allí permaneció quieta siguiendo el ruido de los pasos que se aproximaban, con el corazón palpitante, hasta que él subió a donde estaba ella. Ella lo recibió con la cabeza baja, sin mirarle a la cara en el momento de encontrarse, sin saber qué cambio se había producido en él al verla; hasta que lo oyó decir con tono natural, sin huella del reciente y lamentable pasado:
—Buenas noches.
—Buenas noches, señor —murmuró ella.
Mientras lo seguía con la lámpara en alto, él fue a la habitación, se puso a quitarse la ropa en silencio, y ella se le acercó para ayudarle. Se consagró a su trabajo, mientras suspiraba aliviada para sus adentros. Y aunque recordó la mañana siniestra de la ruptura, cuando él se había levantado para vestirse diciéndole secamente: «Me vestiré yo solo», el recuerdo le acudió libre de las sensaciones de dolor y desesperación que la habían embargado en aquel entonces. Al hacer esta tarea que el señor sólo a ella permitía realizar, sintió que recuperaba lo que más quería en este mundo. El señor tomó asiento en el sofá, y ella se sentó con las piernas cruzadas sobre un puf, a sus pies, sin pronunciar palabra ninguno de los dos. La mujer esperaba que él diese por terminado «el lamentable pasado» con una palabra, un consejo, una advertencia o algo parecido. Sobre esto había hecho mil conjeturas, pero él le preguntó con sencillez:
—¿Cómo está tu madre?
—Bien, señor —le respondió suspirando aliviada—, te envía saludos y los mejores deseos.
Pasó otro momento de silencio antes de que él dijera con cierta indiferencia:
—La viuda de Sháwkat me ha expuesto su deseo de elegir a Aisha como esposa para Jalil.
Amina levantó los ojos hacia él, con un asombro que expresaba su impresión por la sorpresa. Pero él alzó los hombros con indiferencia, y como si temiese que ella diera una opinión acorde con su decisión, que nadie conocía, y por tanto pudiera creerse que había tenido en cuenta su opinión, se apresuró a decir:
—He pensado mucho en el asunto y he llegado a la conclusión de aceptar. No quiero atravesarme en la suerte de la muchacha más de lo que ya he hecho; el asunto está en manos de Dios, antes y después.