—Nuestra tía, viuda de Sháwkat, quiere tener una entrevista con usted. El señor lanzó a Jadiga una mirada de enfado y le gritó:
—¿Por qué?
Pero el tono enfurecido de su voz y su mirada alterada anunciaban que no tenían intención de detenerse en el significado del «por qué», como si quisiera decirle: «Acabo de terminar con un mediador ayer y me traes uno nuevo hoy… ¿Quién te ha dicho que esa argucia va a poder conmigo? ¿Cómo os atrevéis tú y tus hermanos a jugar conmigo?».
Jadiga palideció, y dijo con voz temblorosa:
—Yo qué sé, Dios mío.
Él meneó la cabeza como queriendo decirle: «Sí que lo sabes y yo también lo sé, y tu juego va a traer las peores consecuencias». Luego dijo furioso:
—¡Déjala entrar! A partir de ahora ya no podré tomarme el café con tranquilidad. Mi habitación se ha transformado en un tribunal con jueces y testigos. ¡Este es el descanso que encuentro en mi casa! ¡Dios os maldiga a todos!
Jadiga desapareció antes de que él hubiese terminado de hablar, igual que hace el ratón cuando algún crujido le perfora los oídos.
El señor permaneció unos momentos hosco e irritado, hasta que le vino a la mente la imagen de Jadiga retirándose asustada, con los pies que se le trababan en los zuecos, y a punto de darse con la cabeza contra la puerta. Se dibujó en sus labios una sonrisa de compasión que borró su cólera arbitraria, y se estremeció. ¡Qué niños, se negaban a olvidar a su madre ni un solo minuto! Dirigió su mirada hacia la puerta y se dispuso a recibir a la visitante con los rasgos distendidos, como si no hubiese dejado fluir su cólera hacía unos segundos ante la idea de su visita, pues cuando estaba en su casa no tenía ningún poder sobre la cólera que lo embargaba por las más mínimas razones o sin ninguna razón.
Aparte de todo esto, la visitante ocupaba una posición especial a la que no llegaba ninguna de las mujeres que frecuentaban la casa de vez en cuando. Era la señora del difunto Sháwkat… ¡Y el difunto Sháwkat, ante todo! Una familia ligada a la suya por vínculos de afecto sincero desde la época de los abuelos. El difunto había tenido para él la categoría de un padre, y su viuda seguía teniendo, tanto para él como en consecuencia para la familia, la de una madre. Ella fue quien pidió en matrimonio a Amina para él, y la que recibió a sus hijos cuando vieron la luz. Además, los Sháwkat eran unas gentes cuya amistad se consideraba un honor, no solamente a causa de su origen turco, sino en virtud de su categoría social y sus muchos bienes inmobiliarios entre el-Hamzawi y el-Surín. Y si el señor era de la clase media-media, ellos eran sin discusión de la clase media-alta. Era quizás la relación materno-filial que los unía la que lo ponía en apuros y lo atemorizaba frente a su esperada intercesión. Ella no estaba obligada a guardar respeto al hablarle, ni era de las que se cansaban de pedirle piedad; aparte de la franqueza hiriente por la que era conocida, justificada a la vez por su personalidad y su posición social. Por cierto que ella no era…
Contuvo sus pensamientos al oír el ruido de sus pasos, luego se incorporó diciendo con tono acogedor:
—Bienvenida. Es el Profeta el que viene a visitarnos.
Se le aproximó una señora entrada en años, que se acercaba lentamente apoyándose en una sombrilla, levantando hacia él un rostro resplandeciente de blancura, lleno de arrugas, que apenas ocultaba el velo blanco transparente. Recibió su saludo con una sonrisa que descubrió sus dientes de oro, y respondió al mismo. Después tomó asiento a su lado sin formalismos, mientras decía:
—¡Vivir para ver…! ¡Hasta tú, un hombre tan bueno! ¡E incluso esta casa, en donde ocurren esas cosas que no deberían ocurrir! Has envejecido, válgame el-Huseyn, y te has vuelto chocho.
Y dio rienda suelta a sus palabras, desatando las bridas de la lengua, hablando y volviendo a hablar, sin dejar al señor la posibilidad de interrumpirla o de hacer un comentario. Le habló de cómo había venido de visita y cómo se había enterado de la ausencia de su mujer:
—Imaginé en primer lugar que ella había salido de visita. Asombrada, me di golpes en el pecho y dije: «¡Qué pasa en el mundo! ¿Cómo ha podido el señor permitirle salir, menospreciando las normas divinas de conducta, las leyes humanas y los firmanes otomanos?». Aunque, tan pronto como supe toda la verdad, volví a recuperar el juicio y dije: «Gracias a Dios, el mundo marcha, este es verdaderamente el señor, y esto es lo menos que se puede esperar de él».
Luego cambió el tono irónico y le echó una reprimenda por su crueldad. No economizó lamentos por su mujer, a la que consideraba la última mujer merecedora de castigo. Cada vez que él se proponía interrumpirla, le gritaba:
—Chitón, ni una palabra, guárdate las bonitas palabras que sabes tan bien embellecer, pues no me embaucarás. Yo quiero una buena acción, no bonitas palabras.
Y le dijo con toda franqueza que él atendía a su familia de «manera excesiva» y que sería mejor que fuera algo más moderado y clemente.
El señor la escuchó largo rato, y cuando ella, cansada de hablar, le permitió intervenir, él le explicó su conocido punto de vista: ni la cálida defensa de la mujer, ni la consideración en que la tenía, le impidieron asegurarle que su política familiar era una convicción que no pensaba cambiar, si bien le prometió finalmente —como se lo había prometido antes a Umm Maryam— darle una buena noticia. Pensó que ya era hora de que la entrevista terminase, pero no pudo darla por zanjada porque ella le dijo:
—La ausencia de Amina hánem es una sorpresa que no me alegra, porque quería verla para un asunto muy importante, y porque salir no es tarea fácil dada mi salud. ¡Ahora no sé si sería mejor que hablase de lo que quiero hablar, o esperar a que ella vuelva!
—Todos estamos a tu disposición —dijo el señor sonriendo.
—Me hubiera gustado que fuese ella la primera en oírme, aunque tú no la hubieras dejado intervenir. Pero si esto me ha fallado, mi consuelo es prepararle una ocasión feliz para el regreso.
El señor dudó de haber entendido lo que decía y la miró con fijeza; luego le preguntó:
—¿Qué hay detrás de todo esto?
—Voy a ser breve —dijo clavando en la alfombra la punta de su sombrilla—. He decidido elegir a tu hija Aisha para esposa de mi hijo Jalil.
El señor se quedó atónito, como quien es sorprendido por algo inesperado. El embarazo, más aún, el fastidio, se apoderó de él por razones bien claras: advirtió desde el primer momento que su antiguo empeño de no casar a la pequeña hasta haber casado a la mayor iba a chocar esta vez con un deseo de especial valor que no podía descuidar…, un deseo anunciado por quien no ignoraba este empeño, y que así demostraba rechazarlo de entrada y negarse a aceptar su decisión.
—¿Qué te pasa, que te quedas en silencio como si no me hubieses oído?
El señor sonrió confuso y avergonzado, para decir después a título de consideración y de buenas maneras, mientras estudiaba el asunto en todas sus facetas:
—Es un gran honor para nosotros.
La señora le lanzó una ojeada como diciéndole: «Busca otro camino que no sea el de las palabras melosas», y habló de manera agresiva:
—No necesito reírme con tus palabras vanas. No quedaré contenta si no es con un acuerdo completo. Jalil me encargó elegirle una esposa y yo le dije: «Tengo una novia que es la mejor que puedas conseguir». Le alegró mi elección, y no cambiaría por nada la perspectiva de ser tu yerno. ¿Es que ahora vas a responder a un deseo como este, que además viene de mí, con silencio y evasivas? ¡Oh, Dios…, Dios!
¿Hasta cuándo iba él a permanecer en este complicado dilema, del que no podía salir sin asestar un duro golpe a una de sus hijas? Miró a la mujer como implorando piedad por su propia situación, y tartamudeó:
—El asunto no es como tú imaginas… Tu deseo es bien acogido, pero…
—¡Déjate de peros! No digas que has decidido no casar a la pequeña hasta haber casado a la mayor. ¿Quién eres tú para decidir esto o aquello? Deja que Dios decida. Él es todo misericordia. Si quieres, te cito decenas de ejemplos sobre hermanas menores casadas antes que las mayores, sin que sus bodas impidieran a estas casarse con los mejores maridos. Jadiga es una joven excelente, y no le faltará un buen marido cuando Dios quiera. ¿Hasta cuándo vas a ser un obstáculo entre Aisha y su suerte? ¿Acaso no es también digna de tu cariño y tu piedad?
«Si Jadiga es una muchacha excelente, ¿por qué no la eliges?», se dijo él en su fuero interno. Y pensó ponerla en un apuro como ella le estaba poniendo a él, pero tuvo miedo de que le espetase, aun con buena intención, una respuesta ofensiva para Jadiga, y por consiguiente para sí mismo; y dijo con voz llena de seriedad y preocupación:
—Sólo se trata de una cosa: me da pena Jadiga.
La mujer dijo con energía, como si fuese ella la que recibía la petición y no él:
—Todos los días pasan cosas como estas sin que nadie se apure. Dios detesta la obstinación y la contumacia en sus siervos. Accede a mis deseos y confíate a Dios. No rechaces mi mano, porque no se la he tendido a nadie antes que a ti.
—Es un gran honor, como te he dicho hace un momento —dijo el señor disimulando su turbación con una sonrisa—. Sólo concédeme un poco de tiempo mientras recupero el aliento y organizo mis asuntos. Encontrarás que mi opinión concordará con tu parecer, si Dios quiere.
—No puedo robarte más tiempo —dijo ella con el tono de quien quiere cortar la conversación—. Y, además, si se alarga la discusión pienso que no recibirás mi deseo de buen talante. Una mujer como yo es de las que espera que cuando dice «quiero», tú te apresures a decir «sí», sin medias tintas. Sólo añadiré una cosa más: Jalil es mi hijo y es tu hijo, y Aisha es tu hija y es mi hija.
Ella se levantó, y él hizo lo mismo para despedirla. El señor no esperaba más que unas palabras de despedida y de saludo, pero ella se obstinó en recordarle todas sus recomendaciones. Como si temiese que se le hubiera olvidado algo, se las repitió detalladamente y, sin que ambos se dieran cuenta, volvió a sostener algunos de sus puntos de vista y a reafirmar algunos de los restantes. Luego, la mujer se dejó llevar por la asociación de ideas, se entregó a ellas sin reservas, y le reiteró todo lo dicho acerca de la petición de mano. Y además no quiso terminar la conversación sin volver a mencionar a la madre ausente con una, dos o tres palabras, y cuando de nuevo se dejó llevar por la asociación de ideas, se entregó a ellas de tal modo que el hombre estuvo a punto de perder los nervios. Al final, casi rompió a reír cuando ella le dijo: «No puedo robarte más tiempo del que ya te he robado», y la condujo hacia la puerta, mientras recelaba a cada paso de que se parase a hablar de nuevo.
Finalmente, él volvió a su asiento respirando a fondo. Volvió abrumado, pesaroso. Era tierno de corazón, más tierno de lo que se imaginaban muchos, más tierno de lo conveniente. ¿Cómo iban a creérselo quienes no lo veían sino sonriendo, alborotando o riendo burlón? Y es que cualquier chispazo de tristeza que quemase lo que era carne de su carne, podía amargarle la vida entera y cubrir de lodo, a sus ojos, la faz de la existencia. ¡Cuánto lo alegraba mostrarse generoso con el fin de hacer feliz a sus dos muchachas, tanto a aquella en cuyo bello rostro veía la cara de su madre, como a la que no le había tocado en suerte sino un leve toque de belleza! Ambas eran latidos de su corazón, extractos de su alma. De todas formas, el marido que ofrecía la viuda de Sháwkat era un hallazgo, con todo lo que esta palabra significaba. Un joven de veinticinco años, dotado de una renta mensual no inferior a treinta guineas; cierto que, como muchos notables, carecía de ocupación, y que su porción de conocimientos era insignificante, pues no pasaba de saber leer y escribir. Pero en conjunto se caracterizaba por la bondad y la nobleza de hábitos de su padre. ¿Qué podía hacer? Tenía que resolver el asunto, porque no acostumbraba a vacilar ni a pedir consejo, y no aceptaba aparecer ante los suyos —ni por un solo instante— como alguien carente de opinión. ¿Iba a pedir consejo a los íntimos? No veía que fuera un desprestigio pedirles consejo cuando surgía algo serio; de hecho, sus veladas comenzaban habitualmente por la discusión de las preocupaciones y los problemas antes de que el vino los llevase en volandas hacia el mundo que nada sabe de preocupaciones ni de problemas. Sin embargo, en la misma medida en que internamente era dueño de sus opiniones y no se apartaba de ellas, era de esos que buscan reafirmarlas con el consejo, pero no rectificarlas. Una posibilidad tal de consejo, pese a todo, incluso en estas circunstancias, era un consuelo y un respiro. Y cuando el hombre se hartó de pensar, gritó:
—¿Quién podría creerse que mi insoportable preocupación no es más que el resultado de un bien con el que Dios me ha honrado?