35

Estaba el señor en su habitación tomando su café de la tarde, cuando entró Jadiga y le dijo con una voz apenas audible por la sumisión:

—Nuestra vecina, la señora Umm Maryam, quiere tener una entrevista con usted.

—¿La esposa del señor Muhammad Redwán? —preguntó el señor, asombrado—. ¿Qué quiere?

—No lo sé, padre —respondió Jadiga.

Le ordenó que la introdujese, y contuvo su asombro. Aunque la visita de algunas distinguidas vecinas, para tratar de asuntos relacionados con su comercio, o de una conciliación que él podría obtener entre ellas y sus maridos, amigos suyos, no fuese —pese a su rareza— nueva para él, descartó que fuera una de estas causas lo que inducía a esta señora a ir a su encuentro. Se lo preguntaba a sí mismo cuando recordando a Maryam, y lo que había ocurrido entre él y Amina acerca de su petición de matrimonio; pero ¿qué relación había entre aquel secreto, que no podía haber trascendido del círculo de su familia, y esta visita? Después recordó al señor Muhammad Redwán, suponiendo que la visita fuera por una causa relacionada con él, aunque siempre había sido un simple vecino, al que no le unía nada más que una relación de vecindad nunca elevada al rango de la amistad. Sus visitas recíprocas de otros tiempos se habían limitado a las ocasiones de rigor, hasta que el hombre quedó afectado por la parálisis y, por aquel entonces, él mismo había ido a visitarlo varias veces. Luego no había vuelto a llamar a su puerta excepto en la Pascua. Sin embargo, Sitt Umm Maryam no le era extraña, pues ciertamente recordaba que ella se había dirigido una vez a su tienda para adquirir algunas cosas, y allí se había dado a conocer para llamar su atención, y él le había prodigado su generosidad en lo que consideró conveniente para una buena vecindad. Otra vez se la encontró en la puerta de su casa, cuando coincidió su salida con la llegada de ella en compañía de su hija única, y entonces lo asombró con su atrevimiento al saludarlo diciendo: «Buenas tardes, muy señor mío». Ciertamente, su trato con los amigos le había enseñado que, entre ellos, algunos permitían ciertas cosas en las que él era inflexible, como la estricta observancia de las reglas de educación heredadas en la familia. Ellos no veían mal que sus mujeres saliesen de visita o de compras, ni hallaban pecado en que dirigiesen un saludo inocente, como el que le había dirigido Umm Maryam. Él no era —a pesar de su hanbalismo— del género de personas que atacan aquello que satisface a los demás, tanto para sí mismos como para sus mujeres. Más aún, no interpretaba mal ni siquiera a ciertos personajes, amigos suyos, que acompañaban a sus esposas y a sus hijas en coche para pasear por los descampados o ir a lugares de diversión inocentes; en casos como estos se contentaba con repetir su lema: «Vosotros tenéis vuestra creencia, y yo la mía». Es decir, que no tendía a clasificar ciegamente a la gente según sus puntos de vista, además de distinguir muy bien entre lo bueno y lo malo, pero no abría su pecho a todo «lo que era bueno». Esto estaba de acuerdo con su severa naturaleza tradicional. Por eso, había considerado la visita de su esposa a el-Huseyn como un crimen que condenó con la pena más dura dictada en su segunda vida matrimonial. Debido a ello, el saludo de Umm Maryam fue recibido con asombro, unido a una especie de turbación, aunque no por eso juzgó mal su conducta. Oyó un carraspeo desde fuera de la habitación y supo que la visitante le advertía que iba a entrar. Cruzó el umbral envuelta en su melaya con la cara tapada por un velo negro cuyo arús de oro mediaba entre dos grandes ojos negros pintados de kohl. Se acercó a él con un cuerpo voluminoso, carnoso, de nalgas vacilantes. El señor se levantó a recibirla y le tendió la mano.

—Bienvenida —dijo—, honras la casa y a las gentes que moran en ella.

Ella le alargó la mano después de haberla envuelto en el borde de la melaya, para no violar las abluciones del señor, y dijo:

—Que Dios te honre, señor mío.

Él la invitó a sentarse, y después de que lo hiciera se sentó él y le preguntó cortésmente:

—¿Cómo está el señor Muhammad?

Ella contestó suspirando de forma audible, como si la pregunta removiera su pesar:

—Alabado sea Dios, ningún otro sea alabado sino Él en el infortunio. Nuestro Señor sea benévolo con todos nosotros.

El señor sacudió la cabeza con pesar y murmuró:

—Que Nuestro Señor lo tome en sus manos y le conceda paciencia y salud.

A las expresiones de cortesía sucedió un breve silencio, y la señora se dispuso a entrar en materia preparándose como lo hace el artista para el canto después de terminar el preludio musical. Mientras tanto, el señor bajó su mirada con compostura, y apareció en sus labios una sonrisa que anunciaba su buena disposición frente a las palabras que esperaba oír:

—Señor Ahmad, tu hombría de bien es un ejemplo citado en todo el barrio, y no se verá frustrado quien se te dirija pidiendo la mediación de tu integridad.

—Por favor, no digas eso —murmuró el señor con voz púdica, mientras se preguntaba en su fuero interno: «¿Qué habrá detrás de todo esto?».

—La cuestión es que acabo de llegar para hacerle una visita a mi amiga Sitt Umm Fahmi, y cuál no habrá sido mi espanto al saber que ya no está en su casa y que tú estás enfadado con ella.

La mujer se detuvo para sondear la impresión que causaban sus palabras y conocer la opinión del señor sobre ellas. Pero él buscó refugio en el silencio como si no hallase qué decir. Y aunque le disgustaba entrar en este asunto, la sonrisa de bienvenida permaneció en sus labios.

—¿Es posible encontrar una señora tan perfecta como Sitt Umm Fahmi? Es la esencia misma de la razón y del pudor. Una vecina de hace más de veinte años, durante los cuales no hemos oído al respecto más que cosas gratas. ¿Qué falta ha podido cometer para ser merecedora del enfado de un hombre justo como tú?

El señor perseveró en su silencio como si pretendiera ignorar su pregunta. Luego le sobrevinieron ideas que acentuaron su disgusto. ¿Es que la visita de la mujer había sido una coincidencia, o venía inducida por una maquinación? ¿Jadiga? ¿Aisha? ¿La propia Amina? Sus hijos no se cansaban de defender a su madre. ¿Iba a olvidar cómo Kamal se había atrevido a gritarle en la cara pidiendo el regreso de su madre, lo que lo había expuesto más tarde a un buen lote de bastonazos, que le habían quemado las nalgas y hecho salir humo por la cabeza?

—¡Una señora tan buena e indigna de castigo, y un señor tan generoso con quien no se aviene la violencia! ¡Pero es cosa del maldito demonio, que Dios confunda! ¿Qué hay más digno que tu nobleza para deshacer su estratagema?

Él sintió, en este momento, que el silencio empezaba a ser más pesado de lo tolerable para ser educado con la visita, y murmuró con concisión intencionada:

—Nuestro Señor resolverá el asunto.

Umm Maryam dijo con entusiasmo, alentada por haber logrado que hablara.

—Qué pena me da que nuestra buena vecina abandone su casa, tras tan larga vida de recato y dignidad.

—Las aguas volverán a su cauce, pero cada cosa a su tiempo.

—Tú eres mi hermano, más querido que un hermano, y no voy a añadir ni una palabra a lo dicho.

Había algo nuevo en el asunto que no pasó inadvertido a la conciencia vigilante del señor; y lo grabó como hace el sismógrafo con el terremoto lejano, por débil que sea su movimiento. Imaginó que cuando ella decía «Tú eres mi hermano», su voz se había suavizado y endulzado. Y cuando dijo «más querido que un hermano», la voz se había manifestado con cálida ternura, que expandió un grato aroma en este ambiente con olor a cerrado. Se asombró y se preguntó a sí mismo. Como no pudo contener su mirada dubitativa, la levantó lentamente. Miró furtivamente al rostro de la mujer y encontró —al contrario de lo que esperaba— que ella le contemplaba con sus grandes ojos negros. Su pecho hirvió y bajó la vista rápidamente, entre atónito y avergonzado. Luego dijo, continuando la conversación para ocultar su emoción:

—Te agradezco el sentimiento fraterno con el que me distingues.

Y volvió a preguntarse: ¿Lo había estado contemplando ella así durante toda la conversación o él había levantado su mirada, por casualidad, cuando ella lo contemplaba? ¿Y qué decir de que ella no hubiera bajado la vista cuando sus ojos se encontraron? Pero rápidamente se burló de sus pensamientos, y se dijo que su pasión por las mujeres y su hábito de frecuentarlas lo predisponían a tener mala opinión de ellas, y que la verdad estaba sin duda muy alejada de cuanto imaginaba. O quizás esta mujer era de esas que, por naturaleza y complexión, desbordan una ternura que quienes no las conocen toman por seducción, siendo otra cosa. Para verificar lo acertado de su opinión —que todavía necesitaba contrastar— levantó la vista otra vez, y cuál no sería su asombro cuando vio que ella le miraba. Esta vez se animó y clavó en ella sus ojos un momento, mientras que esta seguía mirándolo con descarado abandono hasta que él bajó su vista totalmente confundido. Entonces le llegó su tierna voz que decía:

—Tras esta súplica, veré si de verdad gozo de tu favor.

¿Gozar de su favor? Si estas palabras hubiesen sido dichas en otro ambiente distinto a este, cargado de sensualidad electrizada por la duda y la confusión, habrían pasado sin pena ni gloria, pero ¿y ahora? Volvió a mirar con no poca timidez, y leyó en los ojos de ella varios significados que se burlaron de sus conjeturas. ¿Tenía fundamento su sensación? ¿Era posible que ocurriera esto cuando ella venía a interceder por su esposa? Pero cómo se iba a asombrar quien tenía tanta experiencia con las mujeres. Una señora casquivana con un marido tullido. Y le recorrieron unos estremecimientos placenteros que lo llenaron de calor y de orgullo. Pero ¿cuándo había nacido este afecto? ¿Era antiguo y estaba aguardando la ocasión? ¿No había visitado ella su tienda una vez sin demostrar nada que inspirara sospechas? Desde luego, la tienda no era un lugar ideal para inspirar confianza a alguien como ella, para divulgar una pasión oculta sin preámbulos, como lo había hecho la cantora Zubayda. ¿Era quizás un sentimiento hijo del instante, creado por una ocasión favorable en la habitación solitaria? Si así fuera, se trataba de otra «Zubayda» con ropas de señora recatada, y no era raro que él ignorase su forma de actuar —alguien como él, buen conocedor de las hijas de la pasión—, puesto que tenía gran esmero en respetar de modo ejemplar a los vecinos. ¿Cuál era verdaderamente el asunto y cómo responderle? «Te aprecio más de lo que crees». Bonitas palabras, pero que podían llevarla a ver en ellas una respuesta favorable a su ruego. No, no quería eso. Lo rechazaba por entero. Y no porque todavía no se hubiese hartado de Zubayda, sino porque le era por completo inaceptable desviarse de sus principios en lo que atañía a considerar sagrada la reputación de todos, en general, y, en particular, la de los amigos y vecinos. Por eso no se había expuesto a ninguna tacha con la que pudiera abochornarse ante un amigo, un vecino o una persona virtuosa, a pesar de sus excesos en el amor y en las pasiones. Nunca había dejado de ser perseverante en el temor a Dios, tanto en lo divertido como en lo serio; se permitía solamente lo que consideraba lícito o estaba en los límites de las faltas leves. Esto no significaba que estuviese dotado de una voluntad a toda prueba que lo preservara de las pasiones, sino que se entregaba al amor sin recato; pero se cuidaba de mirar a las mujeres casadas hasta el punto de no haber posado su vista en la cara de una mujer del barrio en toda su vida.

Según recordaba, una vez había rechazado un amor por lástima de uno de sus conocidos, cuando un día vino a verlo un emisario invitándolo a encontrarse con una hermana de aquel hombre —una viuda de mediana edad— en una determinada noche. El señor recibió la invitación en silencio y despidió al emisario amablemente, como era su costumbre; luego dejó de pasar por la calle en donde se encontraba la casa en cuestión durante varios años. Quizás Umm Maryam era la primera prueba que tenía que afrontar en contra de sus principios. Aunque le gustaba, no respondió a las inclinaciones del amor, pues vencía en su interior la voz de la sabiduría y de la dignidad; de esta manera guardaba su buena fama, siempre en boca de la gente, de los reproches. Como si esa buena fama fuese más preciada para él que la caza de un placer fácil, y prefiriese consolarse al tiempo con los amoríos seguros y sucesivos que se le brindaban de vez en cuando.

Este espíritu atento al compromiso, sincero con los amigos, no lo abandonaba ni en las casas de placer y de lujuria, y nunca se le pudo reprochar que hubiese asaltado a la amante de un amigo o levantado la vista hacia la querida de un íntimo. Prefería la amistad a las pasiones, porque, según acostumbraba a decir, «El amigo es un cariño duradero, y la amada un capricho pasajero». Por eso se contentaba con elegir a sus queridas entre aquellas que encontraba sin amante, o esperaba a que una relación se cortase para aprovechar la oportunidad; y a veces pedía permiso al antiguo amante antes de enamorar a la que fue su querida; así llevaba adelante el amor con una alegría que el arrepentimiento no enturbiaba; y cuya pureza no era empañada por el odio. Dicho de otro modo, él había logrado conciliar, de forma armoniosa, al «animal» entusiasmado por los placeres, con el «hombre» que aspiraba a elevados principios, y los había juntado en una unidad coordinada en la que ninguno de los dos componentes destacaba sobre el otro, y en la que cada uno de los dos era libre de vivir su vida propia con comodidad y bienestar. De la misma manera que había logrado antes conjugar la devoción y el extravío, libre de sentimientos de culpa y de pesar. Sin embargo, no había actuado con lealtad simplemente por ética, sino, antes y después, por su deseo heredado de seguir gozando del amor y disfrutar de una reputación intachable. Sus afortunadas correrías amorosas le hacían menospreciar, además, el botín de una pasión envenenada con la traición o el engaño. Y, por encima de todo esto, no había conocido el verdadero amor digno de empujarle a una de estas dos cosas: acatar el sentimiento intenso sin cuidarse de los principios, o caer en una aguda crisis sentimental y moral, a cuyo fuego cauterizador no estaba predestinado. En Umm Maryam no veía sino una especie de alimento delicioso, al que no le importaría renunciar por otro seguro y apetitoso, de esos que alegran la mesa —si se le iba a indigestar al ingerirlo—. Por esto le respondió con delicadeza:

—Si Dios quiere, tu intercesión será acogida y pronto oirás algo que te alegrará.

—Que Dios te honre, señor mío —dijo la mujer levantándose.

Y le tendió una mano mórbida, mientras él le daba la suya a la vez que bajaba la vista. Imaginó, mientras ella lo saludaba, que le presionaba un poco la mano, y se preguntó si esta sería su manera habitual de saludar, o si había hecho la presión adrede. Luego intentó recordar cómo había sido su saludo al recibirla, pero su memoria no lo asistía, y pasó la mayor parte del tiempo, antes de regresar a la tienda, pensando en la mujer, en su conversación, su dulzura y su saludo.