Jadiga y Aisha parecían más angustiadas que nadie por la ausencia de la madre, pues, además de la tristeza que compartían con sus hermanos, habían tenido que asumir ellas solas las cargas domésticas y el servicio del padre. Aunque las cargas domésticas no eran agotadoras, el servicio del señor era una tarea que requería mil consideraciones. Aisha se las arreglaba para huir de la zona que ocupaba aquel, con el pretexto de que Jadiga ya le había servido antes acertadamente durante la convalecencia de la madre. Jadiga se había visto obligada a volver a aquellas delicadas y horribles situaciones que tenía que soportar cuando estaba cerca del señor, o cuando satisfacía una de sus necesidades. Apenas una hora después de la partida de la madre, Jadiga había dicho: «Es necesario que esta situación no se prolongue. Sin ella, la vida en esta casa es un sufrimiento insoportable». Aisha asintió a sus palabras, pero no encontró otro recurso a mano que las lágrimas, y las derramó en abundancia.
Jadiga esperó a que sus hermanos volvieran de casa de la abuela. Cuando llegaron, y antes de que ella pudiera pronunciar una palabra sobre lo que sentía, se pusieron a hablar de la situación de la madre en su «lugar de exilio». La conversación le originó una impresión de extrañeza e ignorancia, pues oía hablar de gente extraña, con la que no se le había permitido encontrarse. Se puso muy nerviosa y dijo con vehemencia:
—Si todos nos contentamos con callar y esperar, pueden pasar los días y las semanas con ella alejada de su casa, hasta que la consuma la tristeza. Está claro que hablar de este asunto a papá es una tarea penosa, pero no es menos penoso el silencio, indigno de nosotros. Tenemos que encontrar una salida…, es necesario que hablemos…
A pesar de que la palabra «hablemos», con la que había terminado la frase, englobaba a todos los presentes, se refería a una o dos personas en concreto, tal como se captó de forma instintiva. Al oírla, los aludidos sintieron una turbación cuyas razones a nadie se le ocultaban, pero Jadiga continuó:
—La tarea de hablar con él de los asuntos que se presentaban no ha sido más fácil para mamá de lo que es para nosotros, y ella, a pesar de todo, no ha vacilado en hacerlo por consideración hacia cada uno de nosotros. Sería de justicia que ahora hiciéramos un sacrificio similar por ella.
Yasín y Fahmi intercambiaron una mirada que traicionaba los sentimientos que empezaban a asfixiarlos de forma acelerada, pero ninguno de ellos se atrevió a abrir la boca, ante el temor de que, si hablaba, lo eligieran como chivo expiatorio. Así, se abandonaron a la espera del resultado de la discusión, como el ratón que se abandona a la gata. Jadiga dejó de generalizar para concretar y, dirigiéndose a Yasín, dijo:
—Tú eres nuestro hermano mayor y, además, funcionario; es decir, un hombre hecho y derecho. Eres el más adecuado de todos nosotros para cumplir con este deber.
Yasín se llenó el pecho de aire, y luego lo soltó, jugueteando con sus dedos visiblemente turbado.
—Nuestro padre es un hombre muy irritable —balbució— que no acepta retractarse de su opinión. Yo, por mi parte, ya no soy un niño, sino un hombre, un funcionario, como tú dices. ¡Y lo que más temo es que se ponga furioso conmigo y que yo pierda los estribos y me ponga furioso a mi vez!
La sonrisa triunfó sobre los nervios tensos y las almas entristecidas, y todos sonrieron. Aisha estuvo a punto de echarse a reír, y ocultó la cara entre las manos. Quizá fue la propia situación tensa la que los inclinó a recibir la sonrisa como un sedante temporal para la tensión y el dolor, como le ocurre a veces a la gente, que se pone a cantar por el motivo más nimio, cuando más triste está, para aligerar un estado con su contrario. De hecho, consideraron sus palabras como una especie de broma digna de risa e ironía. Él era el primero en reconocer su total incapacidad de pensar siquiera en ponerse furioso o enfrentarse a su padre, y el primero en reconocer que había dicho aquello para huir del enfrentamiento con el señor y protegerse de su ira. Al ver sus burlas, no pudo hacer otra cosa que sonreír a su vez, moviendo los hombros como si les dijera: «Dejadme en paz». Sólo Fahmi pareció ser más parco en su sonrisa, al sentir que la suerte apuntaría hacia él antes de que su sonrisa se desvaneciera. Su sensación se confirmó cuando Jadiga le dio la espalda a Yasín con desdén y desesperación, y se volvió hacia él para decirle suplicante y solícita:
—Fahmi…, ¡tú eres nuestro hombre!
Él enarcó las cejas angustiado y le dirigió una mirada como queriendo decir: «Tú sabes mejor que nadie las consecuencias». Realmente gozaba de unas cualidades que apenas tenía nadie de la familia: era alumno de la Escuela de Leyes, era el más inteligente y perspicaz de todos, y tenía un control de sí mismo en las situaciones críticas que denotaba valentía y hombría; pero tan pronto como comparecía ante su padre, perdía todas aquellas cualidades, sin saber hacer otra cosa que obedecer ciegamente. Como parecía no saber qué decir, Jadiga lo incitó a hablar con un gesto de la cabeza; entonces dijo él perplejo:
—¿Es que crees que va a aceptar mi ruego? ¡Pues claro que no!, sino que me regañará diciendo: «No te metas en lo que no te importa». Eso, si no se irrita y me dirige palabras más fuertes y más duras.
Yasín se sintió aliviado con estas «sabias» palabras, en las que había encontrado también una defensa de su propia postura, y dijo como completando la opinión de su hermano:
—Puede que nuestra intromisión conduzca a que nos vuelva a pedir cuentas por nuestra actitud el día de la salida de mamá, y abramos así, con nuestras propias manos, una brecha que no sepamos cómo cerrar.
La chica lo miró irritada, furiosa, y le dijo con amarga ironía:
—Si no hay nada que sacar de ti, al menos no nos fastidies.
Fahmi, que había sacado nuevas fuerzas de su instinto de «supervivencia», añadió en su propia defensa:
—Pensemos en el asunto con todo cuidado. No creo que acepte un ruego de Yasín ni mío, porque nos considera cómplices de la falta. Así pues, la causa estará perdida si cualquiera de los dos se atreve a defenderla. Pero si una de vosotras le habla, puede que logre ablandarlo o, en el peor de los casos, puede que encuentre una oposición suave que no llegue al límite de la violencia. ¿Por qué no le habláis una de vosotras, por ejemplo tú, Jadiga?
A la muchacha, que había caído en la red, se le encogió el corazón, y atravesó a Yasín, no a Fahmi, con una mirada de irritación mientras decía:
—¡Creía que esa misión era más propia de hombres!
—Si buscamos el éxito de la operación, lo correcto es lo contrario —dijo Fahmi, continuando su ofensiva pacífica—. No olvidéis que no habéis estado expuestas a su cólera en toda vuestra vida, salvo en rarísimas ocasiones, pues está acostumbrado a ser delicado con vosotras en la misma medida en que lo está a ser violento con nosotros.
Jadiga agachó la cabeza pensativa y con evidente angustia, pero como si temiera que al prolongar su silencio se intensificara la ofensiva contra ella y le tocara en suerte la grave misión, la levantó diciendo:
—Si la cosa es como dices, Aisha es más adecuada que yo para hablarle.
—¿Yo? ¿Por qué?
Aisha lo dijo con el pánico de quien se encuentra de repente al alcance del peligro después de haber estado largo tiempo tranquilo, como un espectador al que no le concierne el asunto de manera especial. Por su tierna edad y por la sensibilidad de niña mimada que predominaba en ella, nunca le habían encargado nada importante, y menos aún una de las misiones más serias que podía presentársele a cualquiera de ellos. Aunque la propia Jadiga no encontraba una razón clara para justificar su propuesta, se aferró a ella con una terquedad llena de sorna y amargura, y dijo, respondiendo a su hermana:
—Porque hay que aprovechar tus cabellos rubios y tus ojos azules para el éxito de nuestra operación.
—¿Y qué tienen que ver mi cabello y mis ojos con el hecho de enfrentarse a nuestro padre?
Pero, en ese instante, Jadiga no estaba tan interesada en convencer como ansiosa por hallar una salida a su situación comprometida, aunque fuera volviendo la atención de todos hacia asuntos más frívolos para preparar su retirada, ya que huir era el camino más seguro y asequible. Era como quien está en una situación apurada y, al faltarle argumentos para defenderse, recurre a la broma a fin de prepararse la huida en el bullicio de la alegría, y no en la malicia y el desprecio. Por ello dijo:
—Sé que tienen un efecto mágico sobre quienes se relacionan contigo: Yasín, Fahmi e incluso Kamal, ¿por qué no van a tener el mismo efecto con nuestro padre?
El rostro de Aisha se sonrojó y dijo turbada:
—¿Cómo voy a hablar con él de este asunto si, tan pronto como sus ojos caen sobre mí, se me queda la mente en blanco?
A estas alturas, y después de haber escapado uno tras otro de la grave misión, ya nadie se sentía directamente amenazado, pero el haberse salvado no los libraba de un sentimiento de culpa; es más, puede que esto fuera su primera causa, pues la persona que ha centrado sus pensamientos en salvarse cuando está en peligro es abordada de nuevo por su conciencia al conseguirlo. Es como el cuerpo, que consume todas sus energías en el miembro enfermo y, cuando recobra la salud, las reparte por igual entre los miembros que hasta entonces habían estado descuidados.
—Si todos somos incapaces de hablar a papá —dijo Jadiga, como si quisiera aligerarse de ese sentimiento— pidamos ayuda a nuestra vecina Sitt Umm Maryam.
Nada más pronunciar el nombre de Maryam, observó a Fahmi con un movimiento reflejo. Sus ojos se encontraron por un breve instante, pero el chico, a quien no le había gustado lo que insinuaban, apartó su rostro de ella aparentando indiferencia. De hecho, el nombre de Maryam no se había pronunciado ante Fahmi desde que se había desvanecido la idea de su compromiso, bien por respeto a sus sentimientos, bien porque Maryam había cobrado un nuevo sentido después de que él confesara que la amaba. Esto la había colocado en el grupo de tabúes de los que la tradición doméstica no permitía hablar abiertamente en presencia del interesado; a pesar de que la propia Maryam no había dejado de visitar a la familia, aparentando ignorar lo que se decía de su asunto a espaldas de ella. A Yasín no se le escapó ese instante de recíproca turbación entre Fahmi y Jadiga y, para ocultar su posible efecto, dirigió la atención de todos en una nueva dirección. Así dijo con un tono entre irónico y provocativo, poniendo la mano sobre el hombro de Kamal:
—¡Este es nuestro auténtico hombre, él es el único que puede pedir a su padre que le devuelva a su madre!
Nadie se tomó en serio lo que había dicho, y el propio Kamal el primero, pero las palabras de Yasín le saltaron a la memoria al día siguiente, cuando cruzaba la plaza de Bayt el-Qadi, de vuelta de la escuela, tras haber pasado la mayor parte del día pensando en su madre exiliada. Cuando caminaba en dirección al adarve de Qírmiz, se detuvo dubitativo a mirar hacia la calle de el-Nahhasín, mientras su entristecido corazón continuaba latiendo con pesadumbre y dolor. Entonces se desvió de su ruta, y se dirigió hacia el-Nahhasín con pasos lentos, sin adoptar una decisión firme, empujado por la pena que le atormentaba de haber perdido a su madre, y retenido por el miedo que lo invadía ante la sola mención de su padre, y más aún de hablarle o suplicarle. No se podía imaginar que fuera capaz de plantarse ante él y hablarle de este asunto, ni se le ocultaban a su conciencia las cosas terribles que podían acaecerle si lo hacía. A pesar de todo, continuó su lenta marcha, sin haber decidido nada, hasta que apareció ante sus ojos la puerta de la tienda. Era como si deseara contentar su corazón atribulado, aunque sólo fuera para sus adentros, como la milana que revolotea alrededor del raptor de sus pequeñuelos sin atreverse a atacarlo. Se fue aproximando a la puerta hasta detenerse a unos metros de ella; se quedó un buen rato allí parado, indeciso, sin avanzar ni retroceder. De repente, salió de la tienda un hombre riéndose con sonoras carcajadas, seguido por su padre, que lo acompañaba hasta el umbral de la puerta y lo despedía, ahogándose también de risa. La sorpresa lo dejó pasmado y se quedó clavado en el sitio, contemplando el rostro risueño y afable de su padre, con una incredulidad y un asombro indescriptibles. No podía dar crédito a sus ojos, y pensó que una nueva personalidad se había encarnado en el cuerpo del señor o que ese hombre risueño, aunque se parecía a él, era otra persona a la que veía por primera vez, una persona que se reía, que se ahogaba de risa y cuyo rostro resplandecía de alegría como la luz del sol. Cuando el señor se dio la vuelta para entrar, su mirada tropezó con el chiquillo, que lo contemplaba estupefacto. El señor se quedó asombrado al ver su actitud y su aspecto, al tiempo que sus propias facciones recobraban rápidamente una apariencia seria y grave.
—¿Qué te ha traído por aquí? —le preguntó luego, escudriñando su rostro.
A pesar de su estupor, el instinto de autodefensa se deslizó de inmediato en el corazón del muchacho. Se aproximó a su padre, extendió su manita hacia la de él y se inclinó para besarla con educación y humildad, sin decir esta boca es mía.
—¿Quieres algo? —volvió a preguntarle el señor.
Kamal tragó saliva, pues, en pro de su seguridad, no encontraba otra cosa que decirle sino «que no deseaba nada y que iba de camino hacia la casa». Pero el señor, viendo que tardaba en responder, le dijo con aspereza, mientras la exasperación brillaba en su rostro:
—No te quedes ahí parado como un pasmarote y di qué quieres.
La aspereza de aquella voz penetró hasta su corazón, lo estremeció y la lengua se le trabó, como si las palabras se le hubieran pegado al paladar.
—¡Habla! ¿Te has quedado mudo? —le gritó el padre con violencia, cada vez más exasperado.
Todas sus fuerzas se concentraron en un único deseo: salir de su silencio a cualquier precio para evitar la cólera del padre. Así que abrió la boca y le dijo, sin importar cómo:
—Iba de regreso a casa desde la escuela.
—¿Y qué es lo que te ha hecho detenerte aquí como un idiota?
—He visto…, lo he visto a usted y he deseado besar su mano.
En los ojos del señor apareció una mirada de duda, y le dijo con displicencia e ironía:
—¿Eso es todo? ¿Tanta nostalgia tenías de mí?, ¿no pudiste esperar hasta mañana por la mañana para besar mi mano, si querías? Escucha, ¡ay de ti si has hecho algo en la escuela!, lo sabré todo.
—¡No he hecho nada, por la vida de Nuestro Señor! —replicó Kamal con rapidez e inquietud.
—Entonces, lárgate —dijo el hombre, impaciente—. Me has hecho perder el tiempo sin motivo, desaparece de mi vista.
Kamal inició la retirada muy nervioso, sin apenas ver dónde ponía los pies, mientras el señor se retiraba a su vez para entrar en la tienda; pero el chiquillo recobró la vida por el mero hecho de que los ojos de su padre se apartaran de los suyos y, antes de que el hombre desapareciera y se perdiera la oportunidad, gritó sin darse cuenta:
—Haz volver a mamá, ¡que Dios te guarde! Y puso pies en polvorosa.