33

Llamó a la puerta de la casa antigua pensando, con dolor y vergüenza al mismo tiempo, en el trastorno y preocupación que causaría su visita, al estar originada por el enojo del señor contra ella. La puerta se abría sobre un callejón sin salida que partía de la calle de el-Juranfísh y acababa en una zawiyya que había estado abierta al culto durante mucho tiempo, hasta que quedó abandonada de tan vieja que estaba. Pero sus ruinas seguían allí para recordarle su infancia, siempre que visitaba a su madre: cuando esperaba a su padre en la puerta hasta que este acababa de rezar y volvía a buscarla; cada vez que asomaba la cabeza, en las horas de oración, para divertirse contemplando a los que se prosternaban en adoración; las veces que observaba a algunos miembros de las sectas que se reunían en la zona contigua al callejón, donde extendían las esteras y entonaban sus plegarias. Al abrirse la puerta, asomó la cabeza de una sirvienta negra, ya cincuentona. Nada más ver a la recién llegada, su rostro resplandeció y lanzó gritos de bienvenida, y luego se hizo a un lado para abrirle paso. Amina entró, y la criada permaneció en su posición, como si esperara que entrara alguien más. Al advertir Amina lo que significaba su gesto, musitó disgustada:

—Cierra la puerta, Sadiqa.

—¿No viene el señor contigo? —preguntó asombrada la sirvienta.

Hizo un gesto de negación con la cabeza, y fingió ignorar su asombro; luego cruzó el patio de la casa, al que daba la habitación del horno, y en cuyo rincón izquierdo estaba el pozo, hasta llegar a una escalera estrecha, por la que subió hasta el único piso de la casa. Después atravesó un corredor que conducía a la habitación de su madre, y entró; allí la vio sentada a la turca sobre el diván situado al fondo de la pequeña habitación, sujetando entre sus manos un largo rosario que colgaba en su regazo y dirigiendo los ojos hacia la puerta con curiosidad, originada sin duda por el ruido de los golpes dados en la puerta y después por el de unos pies que se aproximaban. Al acercarse Amina, preguntó:

—¿Quién es?

Al hacer la pregunta, dejó escapar de sus labios una ligera sonrisa que revelaba su alegría y su cordial bienvenida, como si hubiera adivinado la identidad de la recién llegada.

—Soy Amina, madre —le contestó ella con la voz apagada por la congoja y la tristeza.

La anciana deslizó las piernas al suelo, buscando a tientas con los pies el sitio donde estaban sus babuchas, hasta encontrarlas e introducirlos en ellas, y se levantó extendiendo los brazos mientras esperaba anhelante. Amina tiró el hatillo en un extremo del diván y abrazó a su madre; luego besó su frente y sus mejillas, mientras la otra besaba todo aquello sobre lo que caían sus labios: la cabeza, la mejilla y el cuello. Tras abrazarla, la vieja le palmoteo cariñosamente la espalda, y luego se quedó donde estaba, mirando en dirección a la puerta, con una sonrisa en los labios que anunciaba una nueva bienvenida, como había hecho antes Sadiqa. Amina se dio cuenta por segunda vez del significado de aquel gesto y dijo, abatida y resignada:

—He venido sola, madre.

La mujer volvió la cabeza hacia ella de forma inquisitiva y murmuró:

—¿Sola? —luego, forzó una sonrisa para disipar la inquietud que la dominaba—. ¡Gloria al Inmutable!

Retrocedió hacia el diván y se sentó, pero esta vez preguntó con un tono que reflejaba su inquietud.

—¿Qué es lo que pasa?, ¿por qué no ha venido él contigo como de costumbre?

Amina se sentó a su lado, y dijo con el tono del alumno que confiesa desconocer las respuestas de un examen:

—Está enfadado conmigo, madre.

La madre parpadeó taciturna, luego murmuró con un dejo triste:

—¡Que Dios me proteja del demonio, el lapidado! Mi corazón nunca me miente, pues se ha encogido cuando has dicho: «He venido sola, madre». ¿Qué es lo que ha excitado su enojo contra un ángel generoso como tú, que ningún hombre, antes que él, ha tenido la suerte de poseer? Cuéntamelo, hija mía.

—Hice una visita a Sayyidna el-Huseyn durante su viaje a Port Said —dijo Amina suspirando.

La madre reflexionó con tristeza y desolación; luego preguntó:

—¿Y cómo se ha enterado de la visita?

Desde el principio Amina se había propuesto no aludir al accidente del coche, por un lado por compasión hacia la anciana y por otro para descargarse de la responsabilidad. Por ello, a esta pregunta le dio la respuesta que había preparado de antemano:

—Quizás alguien me vio y me ha delatado a él.

—Nadie te conoce, salvo los que se codean contigo dentro de tu casa. ¿No tienes queja de nadie? Esa mujer, Umm Hanafi, o el hijo de su otra mujer.

Pero Amina la interrumpió diciendo confiada y segura:

—Quizá me vio alguna vecina y se lo contó a su marido con buena intención, y luego el hombre repitió la noticia al oído del señor sin medir la gravedad de las consecuencias. Piensa lo que quieras, pero no dudes jamás de ninguno de los de mi casa.

La anciana agitó la cabeza perpleja y dubitativa, mientras empezaba a decir:

—Toda tu vida has sido una persona bien intencionada. ¡Sólo Dios lo ve todo y se encarga de responder a las tretas del engañador! ¡Pero tu marido! Un hombre inteligente, que está a punto de cumplir los cincuenta, ¿no ha encontrado otro medio para manifestar su enojo que alejar del lado de sus hijos a la compañera de su vida? ¡Alabado seas, Señor! La gente, al hacerse mayor, se vuelve sensata, pero nosotros, al hacernos mayores, nos volvemos irresponsables. ¿Acaso es una infidelidad que una virtuosa mujer visite Sayyidna el-Huseyn? ¿Es que sus amigos, que no son menos celosos y viriles que él, no permiten a sus esposas salir con diversos propósitos? Tu propio padre, que era un sheyj de los que conocían el Corán de memoria, me permitía ir a las casas de los vecinos para ver pasar el Mahmal.

Reinó el silencio y la tristeza durante un largo rato, hasta que la anciana miró en dirección a su hija con una confusa sonrisa de reproche en los labios. Después preguntó:

—¿Qué es lo que te ha incitado a desobedecerlo, tras esta larga vida de obediencia ciega? ¡Qué confusa me deja todo esto! Pues, por violento que sea su carácter, él es tu marido y sería más seguro procurar obedecerlo, para tu tranquilidad y la felicidad de los niños, ¿no es así, hija mía? ¡Y lo más asombroso es que nunca había pensado que necesitaras el consejo de nadie!

Amina dejó escapar una sonrisa de disculpa y vergüenza, que se dibujó en el ángulo de su boca en forma de leve crispación.

—¡Fue obra del diablo! —balbució.

—¡Que Dios lo maldiga!, ¿es que ese condenado va a hacer que tus pies resbalen después de veinticinco años de armonía y paz? ¡Sin embargo, él fue quien expulsó del paraíso a nuestro padre Adán y a nuestra madre Eva! ¡Cuánto me entristece todo esto, hija mía!, pero seguro que es una nube de verano; luego se disipará y todo volverá a su sitio —y, después, como hablando consigo misma—: ¿Qué podría haberle pasado si hubiera adoptado una actitud juiciosa? Pero es un hombre, y un hombre nunca estará libre de unos defectos capaces de ocultar la faz del sol. —Luego, con un falso tono de bienvenida y alegría—: Quítate la ropa y descansa, no te angusties, ¿en qué puede perjudicarte pasar unas cortas vacaciones con tu madre en la habitación donde naciste?

Amina dejó vagar su mirada indiferente sobre la antigua cama de barrotes descoloridos y sobre la vieja alfombra de pelo raído y bordes deshilachados, aunque los dibujos de sus rosas aún conservaban sus tonos rojos y verdes. Pero su pecho, afectado por el alejamiento de los seres queridos, no estaba preparado para hacer frente a una oleada de recuerdos, y la invitación materna no suscitó en su corazón la ternura que solían suscitar en él los lejanos recuerdos de esta habitación cuando ella estaba relajada; así que no pudo hacer otra cosa que suspirar diciendo:

—No tengo más que inquietud por los niños, madre.

—Están bajo la protección de Dios y, si el Clemente y el Misericordioso así lo quiere, no estarás lejos de ellos mucho tiempo.

Amina se levantó para quitarse la melaya, al tiempo que Sadiqa, triste y apenada por lo que había oído, se retiraba de la puerta de la habitación, junto a la que había estado de pie durante la conversación. Luego, la mujer volvió a sentarse al lado de su madre, y no tardaron en cambiar de conversación, para hablar de todo lo divino y lo humano. Al compararlas, una al lado de la otra, había algo que invitaba a meditar en las extrañas leyes de la herencia y la inexorable ley del tiempo. Era como si ambas fueran una sola persona con su imagen reflejada en el espejo del futuro, o esa misma persona con su imagen reflejada en el espejo del pasado; en los dos casos había algo entre el original y la imagen que indicaba la terrible lucha que se desarrollaba entre las leyes de la herencia por un lado, que obraban a favor del parecido y la supervivencia, y la ley del tiempo por otro, que empujaba hacia el cambio y la muerte; esa lucha que suele acabar en una serie de derrotas infligidas de forma sucesiva a las leyes de la herencia, hasta reducirlas a cumplir una modesta función en relación con la inexorable ley del tiempo. Desde la óptica de esta ley, la anciana madre se había convertido en un cuerpo enflaquecido, un rostro marchito y unos ojos sin visión, por no hablar de la evolución interna inasequible a los sentidos, hasta el punto que sólo le quedaba del esplendor de la vida lo que llamaban el encanto de la vejez, es decir, el proceder apacible, la triste dignidad adquirida, y la cabeza adornada de blancura.

Sin embargo, procedía de una raza longeva, conocida por su sólida resistencia. Sus setenta y cinco años cumplidos no le impedían levantarse por la mañana como acostumbraba desde hacía medio siglo, buscar a tientas, sin la guía de la criada, el camino hacia el baño para hacer sus abluciones, y volver luego a su habitación para rezar. El resto del día lo pasaba recitando el rosario y en una meditación silenciosa que nadie conocía, mientras la criada estaba ocupada en los quehaceres domésticos, o disfrutando de la conversación con esta cuando la mujer se dedicaba a hacerle compañía. Incluso conservaba por entero esas cualidades que suelen ir unidas a la actividad desbordante para el trabajo y al vehemente entusiasmo por la vida. Un ejemplo de ello era el rigor con que ajustaba las cuentas a la criada sobre cualquier cosa, fuera grande o pequeña, concerniente a los gastos, a la limpieza y al orden de la casa, a su lentitud si perdía el tiempo al cumplir un deber, o a su tardanza si se demoraba en un recado; y no era raro que la hiciera jurar sobre el Corán para asegurarse de que decía la verdad, al informarla de que había lavado el baño y los cacharros o que había sacudido el polvo de la ventana. Lo hacía con una meticulosidad que más parecía obsesión. Es posible que su celo en todo aquello fuera la continuación de una costumbre arraigada en ella en el principio de la juventud, o que fuera un perfeccionismo propio de la vejez. A su carácter extremista se unía el empeño en permanecer en su casa tras la muerte del marido, en una especie de completa soledad, y la insistencia en quedarse en ella incluso después de perder la vista, haciendo oídos sordos a las repetidas invitaciones del señor para que se trasladase a su casa y vivir entre los cuidados de su hija y sus nietos. Estos hechos los llevaron a sospechar que chocheaba, y finalmente el señor renunció a invitarla. Pero lo cierto es que no quería abandonar su casa por su fuerte apego a ella, para evitar el posible descuido involuntario que podía encontrar en la nueva casa o echar nuevas cargas, requeridas por su presencia allí, sobre los hombros de su hija, ya cargada de obligaciones; por su rechazo a meterse en una casa cuyo dueño era famoso entre su gente por su mal carácter y su cólera, ya que le preocupaba ser objeto de las observaciones de él, por las consecuencias que ello podía tener para la felicidad de su hija; y finalmente por el pudor y orgullo que abrigaba en el fondo de su alma y que le hacían preferir vivir en la casa que ella poseía, apoyada, después de en Dios, en la pensión que le había dejado su difunto marido.

Pero su obstinación en quedarse en su casa tenía otras causas que no podían justificarse por su aguda sensibilidad o su clarividencia, como era su miedo de verse forzada, si la dejaba, a elegir entre dos alternativas: permitir que la habitara gente extraña, siendo como era lo más preciado que tenía después de su hija y sus nietos, o dejarla abandonada y que los ifrits la tomaran como campo de juego después de haber sido durante toda la vida la residencia de un sheyj, su esposo, de esos que conocían el Corán de memoria. Y todo esto añadido a que era natural que su traslado a la casa del señor le crease unos complicados problemas que serían, a sus ojos, de difícil solución, porque en aquel momento no había dejado de preguntarse si aceptaría su hospitalidad gratis, y eso no la satisfacía en absoluto, o si tendría que darle la pensión a cambio de la estancia en su casa, lo cual perturbaba su instinto de posesión que, con la edad, se había convertido en uno de los elementos esenciales de su «obsesión» general.

Más aun, a veces se había imaginado, ante su insistencia para que fuera a vivir con ellos, que el señor abrigaba una intención explotadora hacia su pensión y su casa —quedaría vacía después de su traslado— y se refugió en un rechazo rayano en la obstinación ciega. Cuando el señor se plegó a su voluntad, le dijo aliviada:

«Disculpa mi obstinación, hijo mío, y que Nuestro Señor sea generoso contigo por el afecto que me has demostrado. ¿No ves que no puedo abandonar mi casa?, ¿quién mejor que tú para llegar a un acuerdo con una vieja como yo, a pesar de sus defectos? Sin embargo, te haré jurar ante Dios que permitirás a Amina y a los niños que me visiten de vez en cuando, pues ya me es imposible salir de casa». Y de esta forma se había quedado en su casa como deseaba, disfrutando de su soberanía, de su libertad y de muchas costumbres de su querido pasado. Y si algunas de esas costumbres, como la preocupación exagerada y anormal por los asuntos domésticos y económicos, no cuadraban con la calma y la indulgencia propias de una vejez juiciosa y, por consiguiente, eran una especie de síntoma recurrente de la decrepitud, había otra costumbre, que también había conservado, digna de adornar a la juventud y de cubrir de gloria a la vejez: la devoción. Esta había sido, y lo seguía siendo, la aspiración de toda su existencia y el oriente de sus esperanzas y de su felicidad. La había mamado desde pequeña a la sombra de un padre que era un sheyj de la religión, se había arraigado en sus entrañas al casarse con otro sheyj que no era menos piadoso y devoto que su padre, y había seguido practicándola después con amor y sinceridad, sin distinguir entre lo que era realmente religión y la mera superstición, hasta el punto de ser conocida entre sus vecinas como la «bendita sheyja». La sirvienta Sadiqa era la única que la conocía en lo bueno y en lo malo, y a veces le decía tras cualquier discusión desencadenada entre ellas:

—Señora, ¿no prefieres dedicar tu tiempo a la devoción, en vez de pelear y discutir por cosas de poca importancia?

—Miserable —le respondía enfadada—, no me aconsejas que me dedique a la devoción por amor a ella, sino por tener campo libre para la diversión, la holgazanería, la suciedad, el robo y la rapiña. ¡Y si Dios ha ordenado la limpieza y la lealtad, vigilarte y pedirte cuentas será devoción, y tendrá recompensa!

Y puesto que la religión ocupaba aquella privilegiada posición en su vida, su padre y después su marido se habían elevado en su alma a una posición más alta de la que habrían tenido en virtud del parentesco. Muchas veces los había envidiado por haber sido honrados con la facultad de guardar en sus pechos la palabra de Dios y de su Enviado, y quizá recordaba aquello mientras hablaba con Amina, para consolarla y animarla, pues dijo:

—Al echarte de casa el señor no ha querido más que mostrar su cólera por haber desobedecido sus órdenes, pero no irá más allá del castigo. Claro que no, ningún daño puede afectar a quien ha tenido un padre y un abuelo como los tuyos.

El corazón de Amina se confortó con el recuerdo de su padre y de su abuelo, de la misma manera que se conforta el corazón de quien está perdido en la oscuridad cuando le llega la voz del guarda exclamando «¡Eh!». Su corazón creyó lo que había dicho su madre, no sólo porque estaba ansiosa por tranquilizarse, sino por su fe, ante todas las cosas, en la bendición de los dos sheyjs difuntos. Era la viva imagen de su madre, tanto en su cuerpo como en su fe y en la mayor parte de sus cualidades. En ese instante se agolparon en sus emociones los recuerdos de su padre, que llenaron de amor y fe su corazón de hija, y pidió a Dios que la salvara del trance en honor a su bendición. La anciana volvió a consolarla, y dijo con una leve sonrisa de sus labios resecos:

—Dios siempre te cuidará con su misericordia. Recuerda la época de la epidemia —no quiera Dios que se repita— y cómo Él te preservó de su mal, pues se llevó a tus hermanas y a ti no te pasó nada.

La sonrisa venció su tristeza y, mientras escudriñaba en la oscuridad del pasado, casi borrado por el olvido, sonrió. Entre sus confusos recuerdos se destacó con cierta claridad una imagen que hizo revivir en ella los ecos de aquella terrible época, cuando era una chiquilla que saltaba a la pata coja ante unas puertas que se habían cerrado sobre sus hermanas, postradas en el lecho de la enfermedad y la muerte; cuando estaba tras la ventana mirando el flujo incesante de camillas y a la gente que evitaba pasar junto a ellas, o cuando escuchaba a una multitud de personas del pueblo que iban, con su miedo y su desesperación, al encuentro de algún hombre de religión, como le ocurría a su padre, y se ponían a rezar fervientemente por sus padecimientos y a elevar sus plegarias al señor del cielo. A pesar de que el mal se había agravado, y de la muerte de sus hermanas, ella había escapado sana y salva de las garras de la epidemia, sin que su dicha se viera enturbiada más que por el zumo de limón y cebolla que la obligaban a tragarse una o dos veces al día. La madre continuó hablando con una voz cuya delicadeza y nostalgia revelaban que se había abandonado a los sueños, como si el hecho de recordar la hubiera devuelto a aquellos tiempos pasados. Había recobrado su vida y sus recuerdos —queridos y preciosos por estar asociados a la juventud— despojados de los posos de un dolor ya olvidado.

—Y tu buena suerte —dijo— no se conformó con librarte de la epidemia, sino que te convirtió en la única hija de la familia, en toda la esperanza, consuelo y felicidad que tenía en este mundo, y por ello germinaste en lo más hondo de nuestros corazones.

Tras este discurso, Amina ya no vio la habitación de la misma manera que antes. Una renovada juventud renació en todas las cosas: en las paredes, la alfombra y el lecho; en su madre y en sí misma; su padre volvió a la vida y tomó su asiento habitual; y ella volvió a escuchar el halago del amor y los mimos, volvió a soñar con las historias de los profetas y los milagros, a recordar las anécdotas de gentes que la habían precedido, desde los Compañeros del Profeta y los infieles hasta Urabi Pacha y los ingleses. La vida pasada resucitó con sus sueños mágicos, sus prometedoras esperanzas y su deseada felicidad. Entonces dijo la anciana con el tono de quien establece la conclusión final de las premisas lógicas que ha ido desarrollando:

—¿Acaso no es Dios tu guardián y tu pastor?

Pero esas mismas palabras encerraban un consuelo que suscitó en Amina el recuerdo de su presente situación, y se despertó del sueño del pasado feliz para retornar a su aflicción, de la misma manera que quien ya ha olvidado su tristeza vuelve a rumiarla tras unas palabras de consuelo dichas con buena intención. Se quedó al lado de su madre en un estado de vacío total que no había conocido más que en el momento de su enfermedad, y que la deprimió y agobió. Su continua charla con la madre no ocupaba más que la mitad de su atención, mientras que la otra mitad se convertía en pasto de la inquietud y la angustia. Cuando Sadiqa trajo la bandeja del almuerzo al mediodía, la anciana le dijo, sobre todo para distraer a su hija: «¡Aquí tienes un supervisor que ha venido para descubrir tus hurtos!». Pero, en ese momento, a Amina no le importaba si la mujer robaba o era honrada; y la criada no respondió a su señora, en parte, por respeto a la huésped, y en parte también, porque estaba acostumbrada a la acritud y a la dulzura de su señora, y ya no podía pasarse sin ellas.

A medida que el día avanzaba, la atadura mental con su hogar y el interés hacia él se hacían más fuertes, porque a esa hora volvía el señor a la casa para el almuerzo y la siesta, y luego, cuando el hombre salía hacia la tienda, volvían los hijos, uno tras otro. Con su imaginación, que del dolor y la tristeza había extraído una fuerza prodigiosa, vio la casa y su gente como si estuviesen presentes. Vio al señor quitándose la yubba y el caftán sin su ayuda, una ayuda de la que temía que se hubiera acostumbrado a prescindir a partir de su larga convalecencia, e intentó leer los pensamientos e intenciones que le rondaban por la cabeza: ¿Habría sentido el señor el vacío que había quedado tras ella?, ¿qué sensación habría tenido al no encontrar ni rastro suyo en la casa?, ¿no se le vendría su nombre a la punta de la lengua por una u otra razón? Y ahí estaban los hijos que volvían; ahí estaban precipitándose hacia la sala, tras tanto tiempo de desear que llegara la reunión del café; pero encontrarían su asiento vacío y, al preguntar por ella, les responderían las miradas taciturnas y llorosas de sus dos hermanas. ¿Cómo recibiría la noticia Fahmi? ¿Comprendería Kamal —y aquí su corazón sintió una hiriente punzada— el sentido de su ausencia? ¿Deliberarían un buen rato? ¿A qué esperaban? Quizás ya estaban en camino, corriendo para ver quién llegaba antes hasta ella. Tenían que estar en camino, a menos que él hubiera dado orden de no visitarla. Tenían que estar en el-Juranfísh. Los vería dentro de poco.

—¿Me decías algo, Amina?

Con esta pregunta la anciana interrumpió la corriente de las fantasías de Amina, que volvió su atención hacia sí misma, con asombro y vergüenza entremezclados, al darse cuenta de que unas palabras de su monólogo interior se le habían deslizado hacia la punta de la lengua en un descuido, y produjeron un sonido que el agudo oído de su madre había captado; no tuvo más remedio que responderle:

—Me estaba preguntando, madre, si los chicos van a venir a visitarme.

—Creo que ya han llegado —dijo la anciana aguzando el oído y alargando la cabeza hacia delante.

Amina escuchó en silencio, y oyó el ruido de la aldaba de la puerta, que emitía unos golpes rápidos y continuados, como si se tratara de una voz que lanzara con impaciencia agudos gritos de socorro. Tras aquellos golpes nerviosos reconoció el pequeño puño de Kamal, como cuando golpeaba la puerta de la habitación del horno, y se precipitó rápidamente hacia la parte superior de la escalera, llamando a Sadiqa para que abriera la puerta. Luego se asomó por encima de la balaustrada, y vio al chiquillo brincando por los escalones, seguido de Fahmi y Yasín. Kamal se le colgó del cuello, y le dificultó un poco abrazar a los otros dos; luego entraron en la habitación hablando todos al mismo tiempo, agitados y desconcertados, sin importarle a ninguno de ellos lo que decían los demás. Cuando vieron a la abuela de pie, con los brazos extendidos y el rostro iluminado por una sonrisa de bienvenida rebosante de cariño, callaron un momento y se acercaron a ella uno tras otro; reinó entonces un relativo silencio, entrecortado por los murmullos de los besos que se intercambiaban. Finalmente, Yasín exclamó con una voz que revelaba su protesta y su tristeza:

—Ahora ya no tenemos un hogar, y no lo tendremos hasta que vuelvas a casa.

Kamal buscó refugio en su regazo como si fuera un fugitivo, mientras manifestaba, por primera vez, una intención que había ocultado en su pecho en casa y durante el camino.

—Me quedaré aquí con mamá —dijo— y no volveré con vosotros.

Fahmi, por su parte, la contempló un largo rato en silencio, como hacía cuando quería hablarle con los ojos, y ella halló en su silenciosa mirada el mejor intérprete de los sentimientos que se debatían en el pecho de ambos. Ese ser querido, cuyo amor por ella sólo lo aventajaba el que ella sentía hacia él, y que raras veces mostraba los recovecos de sus sentimientos cuando le hablaba, aunque sus mismas ideas, palabras y acciones los delataban…, ese muchacho había leído en sus ojos una mirada que indicaba dolor y vergüenza. Su emoción se intensificó y dijo triste y apenado:

—Fuimos nosotros los que te propusimos la idea de salir y te animamos a hacerlo, y mira por dónde eres tú la única que recibe el castigo.

—No soy una niña, Fahmi —dijo la madre sonriendo afligida—, y no tenía que haberlo hecho.

A Yasín le impresionó este diálogo, y su enorme sentimiento de culpa por su calidad de protagonista de la desdichada sugerencia aumentó su pesar. Dudó largo rato entre reiterar sus excusas por aquella sugerencia ante los oídos de la abuela, que le regañaría o sentiría rencor hacia él, o quedarse en silencio, a pesar del deseo que tenía de disipar su pena. Luego, ya sin vacilación, tradujo las palabras de Fahmi a otro lenguaje:

—Claro que sí, nosotros somos los culpables y eres tú la acusada —luego, acentuando la articulación de las palabras como si quisiera recalcar la obstinación y la rigidez de su padre—, pero tú volverás, y se disipará la nube que nos ha ensombrecido a todos.

Kamal atrajo hacia sí el rostro de su madre, lo tomó por el mentón y le dejó caer un chaparrón de preguntas: Qué significaba su marcha de la casa, cuánto duraría su estancia en casa de la abuela, qué pasaría si regresaba con ellos, y otra sarta de preguntas que no obtuvieron ni una sola respuesta que sirviera realmente para apaciguar su mente, ya que su propósito de quedarse con la madre no servía para tranquilizarlo, pues él era el primero en dudar de su capacidad para llevarlo a cabo. Cuando cada cual hubo expresado sus sentimientos, cambió el curso de la conversación, y se pusieron a tratar la situación en serio, como había dicho Fahmi.

—De nada sirve hablar de lo que ha ocurrido, sino que debemos preguntarnos por lo que va a ocurrir.

Yasín había respondido a su pregunta, diciendo:

—A un hombre como nuestro padre no le agrada pasar por un incidente como la salida de nuestra madre como si nada hubiera ocurrido. Era inevitable que manifestara su cólera de una forma difícil de olvidar. Sin embargo, no irá más allá de lo que ha hecho.

Esta opinión pareció convincente, a juzgar por la aprobación que encontró en los demás, y Fahmi manifestó su convicción y sus esperanzas al mismo tiempo:

—La prueba de que tu opinión es acertada es que no se ha atrevido a hacer otra cosa, y la gente como él no demora su propósito cuando su intención de llevarlo a cabo es clara.

Hablaron largo y tendido del «corazón» de su padre, y sus palabras coincidieron en que tenía un buen corazón a pesar de sus explosiones de ira y de su violencia, y que lo último que podían imaginarse era que se atreviera a obrar de tal modo que manchara la reputación o perjudicara a alguien. Entonces la abuela dijo a modo de broma, pues bien sabía que lo que pedía era absurdo:

—Si fuerais hombres de verdad buscaríais un camino hacia el corazón de vuestro padre para que renunciara a su terquedad.

Yasín y Fahmi intercambiaron miradas burlonas por esa pretendida «hombría» que se evaporaba ante la sola mención de su padre. Por su parte, la madre tuvo miedo de que la conversación entre los dos muchachos y la abuela acabara por hacer alusión al accidente del coche, y les hizo comprender con un gesto, moviendo repetidas veces la mano entre su hombro y su madre, que le había ocultado el asunto. Luego dijo, dirigiéndose a esta última como si tomara la defensa de la hombría de los dos muchachos:

—No quiero que ninguno de ellos se exponga a su cólera. Dejémoslo a solas consigo mismo hasta que perdone.

—¿Y cuándo va a perdonar? —preguntó entonces Kamal. La madre señaló con su dedo índice hacia arriba y murmuró:

—En Nuestro Señor está el perdón.

Y, como es habitual en situaciones como esta, todo lo que se había dicho volvió a repetirse con las mismas palabras o con otras nuevas, evidenciándose una continua preferencia por los pronósticos color de rosa. La conversación se prolongó sin aportar nada nuevo, hasta que cayeron las sombras y se hizo necesario partir. Cuando llegó el momento y la aflicción envolvió los corazones como la niebla, los pensamientos ocuparon el lugar de las palabras, y reinó un silencio similar al que precede a la tempestad, sólo roto por unas palabras con las que no se pretendía más que aligerar la opresión del silencio, o evitar reconocer que el adiós acechaba, como si cada uno de ellos descargara la responsabilidad de anunciarlo sobre los hombros de los demás, por compasión hacia los otros. En ese momento, el corazón de la anciana intuyó el tormento que consumía los corazones que la rodeaban, y sus ojos en tinieblas parpadearon, mientras sus dedos pasaban las cuentas del rosario con rapidez y fervor. Transcurrieron así unos minutos que, a pesar de su brevedad, parecieron agobiantes, como esos instantes que pasa quien tiene la pesadilla de que va a caerse por un precipicio, hasta que le llegó la voz de Yasín que decía:

—Creo que ahora debemos marcharnos, pero, si Dios quiere, volveremos pronto para llevarte con nosotros.

La anciana escuchó, para sentir cómo la voz de su hija temblaba al hablar, pero no oyó ni una palabra, sino tan sólo un movimiento que denotaba que se levantaba la sesión, unos sonidos de besos, unos murmullos de despedida, y la protesta y el llanto de Kamal al ser arrastrado por la fuerza; luego le llegó a ella el turno de despedirse en un ambiente de tristeza y languidez, y finalmente los pasos se alejaron, y la dejaron sola y abatida.

Al volver los pasos ligeros de Amina, la anciana escuchó con inquietud, hasta que le gritó:

—¿Estás llorando? ¡Qué tonta eres! ¡Como si no pudieras soportar pasar dos noches en el regazo de tu madre!