Ya en la sala, le flaquearon las fuerzas y se arrojó sobre el extremo del sofá, con las palabras crueles y tajantes del señor resonando en sus entrañas. El hombre no bromeaba. ¿Cuándo había bromeado? A pesar de su deseo de huir, no podía marcharse de allí, ya que si bajaba en contra de lo acostumbrado, antes de que él dejara la casa, provocaría las sospechas de los hijos, y ella no deseaba que empezaran su jornada o se marcharan a sus quehaceres tragándose la noticia de su expulsión. Y había otro sentimiento, quizás de vergüenza, que le impedía encontrarse con ellos en el estado de humillación de quien ha sido expulsado. Así que decidió quedarse donde estaba hasta que él se fuera de casa o, mejor aún, refugiarse en el comedor para que sus ojos no tropezaran con ella al salir. Con el corazón destrozado, se deslizó hasta allí y se sentó en el puf, seria y desolada. ¿Qué había querido decir? ¿La había echado por un tiempo, o para siempre? No creía que tuviera la intención de repudiarla. Era demasiado generoso y noble para hacer eso. Cierto que era colérico y tiránico, pero habría sido demasiado pesimista pasar por alto sus rasgos de caballerosidad, de hombría y de piedad. ¿Es que podía olvidar cómo se había entristecido por ella cuando estaba en la cama?, ¿cómo había vuelto, día tras día, para averiguar su estado de salud? Un hombre como ese no podía quitar importancia al hecho de destruir un hogar, de destrozar un corazón, o de alejar a una madre de sus hijos. Se puso a dar vueltas en su cabeza a todos esos pensamientos, como intentando apaciguar con ellos su alma estremecida, e insistió en ello de una manera tal que, si algo probaba, es que la tranquilidad no quería anidar en su pecho. Hacía como algunos enfermos que, cuanto más débiles se sienten, más se empeñan en hacer gala de sus fuerzas. No sabía qué hacer con su vida ni qué sentido tendría la existencia para ella si se frustraban sus esperanzas y se cumplía lo que temía. Al salir el señor, oyó el ruido que hacía su bastón sobre el suelo de la sala y se dispersaron sus pensamientos. Escuchó con atención sus golpes monótonos hasta que él desapareció. Entonces sintió un punzante dolor por su situación; se indignó contra aquella voluntad de piedra, que realmente no mostraba consideración alguna hacia su debilidad. Se levantó, casi sin fuerzas, y salió de la habitación para bajar al primer piso. Cuando estaba en lo alto de la escalera, le llegaron las voces de los hijos, que bajaban uno tras otro. Asomó la cabeza por la balaustrada para mirar a hurtadillas a Fahmi y Kamal, que seguían a Yasín hacia la puerta que conducía al patio y, en ese instante, sacudió su corazón una repentina sensación de ternura que la dejó aturdida. La asombró pensar cómo los había dejado partir sin despedirse de ellos; ¿no acababan de prohibirle que los viera por unos días o unas semanas? Quizás no los volvería a ver en toda su vida, a no ser de vez en cuando y como extraños. Mientras seguía de pie en lo alto de la escalera, sin moverse, aquel destello de ternura se repitió una y otra vez. Por su fe infinita en Dios, que la había preservado de los propios ifrits en su pasada soledad, por la confianza que tenía en su hombre, que ella no deseaba que se desmoronara, y porque en su vida anterior no había sufrido ningún daño grave capaz de arrebatarle la tranquilidad de su vida apacible, se le hacía difícil a su corazón, a pesar de su plenitud, creer que aquel negro destino fuera la suerte que le estaba señalada. Su alma se inclinó a considerar aquella prueba como una experiencia cruel por la que tendría que pasar sin quedar atrapada en ella. Encontró a Jadiga y Aisha enzarzadas, como de costumbre, en una discusión, pero al ver su abatimiento y la mirada apagada de sus ojos, dejaron de discutir, porque temieron quizá que hubiera abandonado la cama antes de restablecerse por completo.
—¿Qué te pasa, mamá? —le preguntó Jadiga con inquietud.
—No sé qué decir, Dios mío… Me voy.
Aunque la última frase les llegó de forma tan concisa y vaga, captaron en su mirada desesperada y su tono quejumbroso un significado muy negro que las alarmó, y exclamaron al unísono:
—¿Adónde?
—A casa de mi madre —dijo destrozada, y se compadeció por adelantado de la impresión que sus palabras causarían en ambas, e incluso en sus propios oídos.
—¿Qué estás diciendo? —preguntaron aterradas, corriendo hacia ella—. No vuelvas a decirlo, ¿qué ha ocurrido?
Halló cierto consuelo en el espanto de sus hijas, pero, como ocurre en circunstancias de este tipo, aquello hizo estallar su dolor, y dijo con voz trémula, conteniendo las lágrimas:
—Él no ha olvidado ni perdonado nada —y lo repitió con una pena que revelaba la profundidad de su tristeza—. Me ocultaba su cólera, aplazándola hasta que me curara. Después me ha dicho: «Abandona mi casa sin tardar», añadiendo: «Cuando vuelva a casa al mediodía no quiero encontrarte aquí». —Luego, con un tono de reproche apenado y de desesperanza, concluyó—: Tus órdenes serán cumplidas…, tus órdenes serán cumplidas…
—¡No puedo creerlo! —gritó Jadiga muy excitada—, ¡no puedo creerlo! Dime otra cosa, ¿es que el mundo se ha vuelto loco?
—Eso nunca ocurrirá —gritó Aisha con voz temblorosa—, ¿tan poco le importa la felicidad de todos nosotros?
—¿Qué pretende? —volvió a preguntar Jadiga con furia y vehemencia—, ¿qué pretende, mamá?
—No lo sé; esto es, ni más ni menos, lo que ha dicho.
En el primer momento se conformó diciendo esas palabras, porque ansiaba quizás mediante su concisión, una mayor comprensión por parte de sus hijas y buscar consuelo en su pánico; pero luego, dominada en parte por la compasión y en parte por el deseo de apaciguar su alma, continuó diciendo:
—No creo que pretenda otra cosa que alejarme de vosotros por unos días para castigarme por mi paso en falso.
—¿Es que no ha tenido bastante con lo que te ha ocurrido? —protestó Aisha.
—El asunto está en manos de Dios —murmuró la madre suspirando con tristeza—. Ahora es necesario que me vaya.
Pero Jadiga le cortó el paso, diciendo con la voz ahogada por el llanto:
—No dejaremos que te vayas ni que dejes tu hogar; no creo que se obstine en su enfado si vuelve y te encuentra en nuestra casa.
—Espera hasta que vuelvan Fahmi y Yasín —suplicó Aisha—; entonces mi padre no consentirá en alejarte de todos nosotros.
Pero ella dijo en tono de advertencia:
—No es sensato que provoquemos su cólera. Los que son como él se ablandan con la obediencia, pero son implacables con la rebeldía.
Ellas intentaron oponerse de nuevo, pero las hizo callar con un gesto de la mano, y replicó:
—De nada sirve hablar. No tengo más remedio que irme. Recogeré mi ropa y me marcharé. No os angustiéis, nuestra separación no será larga y, si Dios quiere, volveremos a reunimos de nuevo.
La mujer se marchó a su habitación, en el segundo piso, seguida de las dos muchachas que lloraban como niñas, y empezó a sacar sus trajes del armario, hasta que Jadiga le sujetó la mano y preguntó nerviosa:
—¿Qué estás haciendo?
La madre sintió que sus lágrimas pugnaban por salir y se abstuvo de hablar, pues la voz la traicionaría o se rendiría al llanto que había decidido contener mientras estuviera en presencia de sus hijas. Hizo un gesto con la mano como diciendo, «la situación exige que recoja mis vestidos», pero Jadiga dijo con vehemencia:
—No te llevarás más que una muda, sólo una.
Dejó escapar un suspiro. En aquel instante deseó que todo aquello no fuera más que un sueño desagradable, y añadió:
—¡Tengo miedo de que se ponga furioso si ve mis vestidos en su sitio!
—Los guardaremos nosotras.
Aisha recogió los vestidos, a excepción de una muda, como había propuesto su hermana, y la madre las obedeció profundamente aliviada, como si el hecho de que sus vestidos se quedaran en la casa fuera algo que le asegurara realmente el regreso. Luego tomó un pañuelo para hacer un hatillo, metió en él la ropa que le permitieron, y se sentó en el sofá para ponerse las medias y los zapatos, con las chicas delante, mirándola, aturdidas por la tristeza, hasta el punto que su corazón sintió lástima por ellas y dijo aparentando serenidad:
—Todo volverá a su sitio. Sed valientes para no provocar su cólera. Os confío la casa y su gente, pues tengo absoluta confianza en vuestra capacidad. Jadiga, no me cabe la menor duda de que encontrarás en Aisha todo tipo de colaboración. Haced lo mismo que hacíamos juntas, como si yo estuviera con vosotras. Las dos sois unas chicas capaces de poner en funcionamiento una casa y hacerla prosperar.
Se levantó para coger su melaya y se la puso; luego dejó caer el velo blanco sobre su rostro con deliberada lentitud, para demorar lo más posible el último momento de martirio y desconcierto. Se quedaron de pie, frente a frente, sin saber cómo dar el siguiente paso. Su voz no la ayudaba a pronunciar la palabra «adiós», y ninguna de las hijas tuvo el coraje de echarse en sus brazos como ella habría deseado. Pasaron los minutos cargados de suplicio y angustia. Entonces la mujer, armándose de valor al temer que su entereza la traicionara, dio un paso hacia ellas e, inclinándose, las besó, mientras susurraba:
—Sed valientes, Nuestro Señor está con todos nosotros.
En aquel momento, las dos se colgaron de ella, y se echaron a llorar.
La mujer abandonó la casa con ojos llorosos, mientras veía la calle diluirse a través de sus lágrimas.