Al alba del día previsto y tan largo tiempo esperado, se levantó de la cama contenta, con agilidad juvenil, como si fuera un rey que vuelve a su trono tras el exilio. Bajó a la habitación del horno para continuar sus labores habituales, de las que había estado alejada durante tres semanas, y llamó a Umm Hanafi. La mujer se despertó sin dar crédito a sus oídos, luego se precipitó hacia su señora, abrazándola y bendiciéndola, y en seguida ambas emprendieron su trabajo matinal con una alegría indescriptible. Al alumbrar los primeros rayos del sol, subió al primer piso, donde sus hijos la recibieron con besos y felicitaciones; después se encaminó hacia la habitación en que dormía Kamal, y lo despertó. Nada más abrir los ojos, el chiquillo se quedó mudo de asombro y alegría, y luego se le colgó al cuello, pero ella se apresuró a liberarse de sus brazos con delicadeza, mientras le decía:
—¿No tienes miedo de que el hombro me vuelva a doler como antes?
Él la cubrió de besos, y luego se rio preguntando con malicia:
—¿Cuándo vamos a salir juntos otra vez, mamaíta?
—¡Cuando Dios te guíe por el buen camino —le respondió con un risueño tono de reproche— y no me conduzcas, en contra de mi voluntad, a la calle en la que estuve a punto de morir!
Se dio cuenta de que ella se estaba refiriendo a su terquedad, que había sido la causa directa de lo sucedido, y se rio a pleno pulmón, con la risa del culpable que se salva al cabo de tres semanas de tener la culpa pendiente sobre su cabeza. Sí, cuánto miedo había tenido de que la investigación emprendida por sus hermanos condujera al descubrimiento del anónimo culpable, pues las sospechas que tuvieron de él, unas veces Jadiga y otras Yasín, habrían acabado por descubrirlo en el rincón donde se había refugiado de no haber sido por la insistencia de la madre en defenderlo y su empeño en cargar ella sola con la responsabilidad del accidente. Cuando la investigación pasó a manos del padre, el miedo llegó a su punto álgido, pues esperaba que le llamara a su presencia de un momento a otro. Y todo esto añadido al suplicio de estar tres semanas viendo a su querida madre postrada en el lecho, muy afectada y tan incapaz de estar echada como de levantarse. Pero ahora el accidente había pasado, y con él sus secuelas; la investigación se había acabado; su madre había vuelto a despertarlo por la mañana y lo llevaría a la cama por la noche; todo había vuelto a ser como antes, y la seguridad desplegaba sus estandartes. Así que tenía derecho a reírse a pleno pulmón y a felicitarse en su fuero interno por el bienestar que se le brindaba.
La madre abandonó la habitación y subió al piso superior; al acercarse a la puerta de la habitación del señor, le llegó su voz que repetía rezando: «¡Alabado seas, excelso Señor!». Su corazón latió con fuerza al tiempo que se detenía vacilante a un paso de la puerta, y de inmediato se preguntó: «¿Entro para darle los buenos días o es mejor que primero prepare la mesa del desayuno?». No se lo cuestionó por el mero hecho de hacerse esa pregunta, sino por huir del miedo y la vergüenza que brillaban en su alma, o por ambas cosas a la vez. Es lo mismo que les ocurre a veces a las personas que se inventan un problema ficticio, para evadirse de un problema inmediato que les resulta penoso resolver. Fue al comedor y se puso a trabajar con redoblado interés, a pesar de que su angustia iba en aumento. De nada le había servido el tiempo de demora que se había tomado, pues no encontró el esperado alivio, sino la aflicción de la espera, aún más penosa que la situación a la que evitaba enfrentarse. Le sorprendía pensar cómo la asustó entrar en «su habitación», como si fuera la primera vez que lo intentara, y más aún cuando el señor no había dejado de visitarla, día tras día, durante el tiempo que estuvo en cama. Pero lo cierto era que su curación la privaba de la protección que la enfermedad le había proporcionado y sintió que era la primera vez que iba a encontrarse a solas con él desde que había confesado su falta. Su soledad se mitigó un poco al ir llegando sus hijos, uno tras otro. El señor no tardó en entrar en el comedor, con su amplia galabiyya, sin aparentar ninguna reacción al verla; al dirigirse a su sitio en la mesa dijo con calma:
—¿Ya has venido? —luego, tomó asiento y se dirigió a los hijos—: ¡Sentaos! Tomaron el desayuno, mientras ella permanecía de pie en su sitio habitual.
Aunque al entrar él, Amina se atemorizó, después recobró el aliento, es decir, después de haberse producido el primer encuentro tras su curación y haber transcurrido en paz. Sintió entonces que le sería menos penoso quedarse a solas con él en la habitación al poco rato. Se levantaron todos de la mesa, el señor volvió a su habitación y ella lo siguió al cabo de unos minutos, con la bandeja del café. La colocó sobre la mesita y se quedó a un lado, en espera de que acabara de sorberlo para ayudarlo a vestirse. El señor tomó el café en profundo silencio, pero no ese silencio que se produce de forma espontánea, como descanso tras la fatiga, o para encubrir que no hay nada de qué hablar, sino ese silencio callado, totalmente deliberado. Ella no había perdido la esperanza, aunque fuera leve, de que el señor le mostrara su afecto con una palabra amable, o al menos que se pusiera a hablar de alguno de los temas habituales a aquellas horas de la mañana. Su deliberado silencio la dejó confusa, y volvió a preguntarse si aún quedaba algo en su alma, mientras la angustia le clavaba de nuevo su aguijón en el corazón. Pero el denso silencio no duró mucho. El señor reflexionaba con una rapidez y concentración desprovista de todo sabor, no con la reflexión que nace de la inspiración del momento, sino con otra contumaz, antigua, que no lo había abandonado durante los últimos días. Finalmente, preguntó sin levantar la cabeza de la taza de café ya vacía:
—¿Ya has recobrado la salud?
—A Dios gracias, mi señor —dijo Amina en voz baja.
—¡Me ha sorprendido —prosiguió diciendo el hombre con amargura— y me seguirá sorprendiendo pensar cómo te atreviste a hacerlo!
Su corazón latió con violencia y agachó la cabeza, desalentada. Si no podía soportar su enfado cuando defendía una falta cometida por otro, ¿cómo lo soportaría ahora que la culpable era ella? Él esperaba una respuesta, pero el miedo trabó la lengua de la mujer. Entonces el señor continuó su conversación, preguntando con tono de desaprobación:
—¿Habré estado equivocado sobre ti durante todos estos años, sin saberlo?
En ese instante ella extendió las palmas de las manos con pánico y dolor, murmurando con el aliento entrecortado:
—Dios me proteja, mi señor. Mi falta es realmente grave, pero no merezco esas palabras.
Pero el hombre continuó hablando con su terrorífica calma, a cuyo lado un grito habría tenido poca importancia.
—¡Cómo has podido cometer esta falta tan grave!, ¿acaso porque me he alejado de aquí un solo día?
—He cometido una falta, señor —dijo con una voz trémula que delataba el estremecimiento que recorría su cuerpo—, y en ti está el perdón. Estaba suspirando por visitar Sayyidna el-Huseyn y pensé que su bendita visita intercedería en mi favor para permitirme salir aunque fuera una sola vez.
Él agitó la cabeza con cierta vehemencia, como queriendo decir: «De nada sirve discutir». Luego levantó los ojos hacia ella, con el rostro hosco y encolerizado, y le dijo con un tono que no admitía réplica:
—¡No tengo más que decirte! ¡Sal de mi casa sin tardar!
La orden se abatió sobre su cabeza como un golpe de gracia, y se quedó atónita, sin decir palabra e incapaz de moverse. Cuántas veces había imaginado, en las horas más duras de su prueba esperando que volviera de Port Said, todo tipo de horrores, como que volcara su cólera contra ella o la ensordeciera con sus gritos e insultos, e incluso no descartaba que la golpeara; pero nunca había pensado que la echara de casa, aunque sólo fuera porque había vivido en su compañía durante veinticinco años y no podía imaginar ninguna razón que pudiera separarlos o alejarla de aquella casa de la que formaba parte inseparable. Pero el señor acababa de desembarazarse, con sus últimas palabras, del peso de una idea que se había adueñado de su cerebro durante las tres últimas semanas.
La lucha había comenzado en el instante en que la mujer, postrada en el lecho, había confesado su falta llorando. En el primer momento, él no había podido dar crédito a sus oídos, pero luego se repuso y volvió a la odiosa realidad que se le aparecía desafiando su orgullo y su arrogancia. Sin embargo, contuvo su ira al ver lo que le ocurría a ella; o, mejor dicho, no pudo pensar en aquello que desafiaba su orgullo y su arrogancia, a causa de la profunda angustia, rayana en el miedo y el pánico, que sintió por la mujer a la que estaba acostumbrado y cuyas virtudes admiraba. Fue afectuoso con ella hasta un punto tal que le hizo olvidarse de su falta y rogar a Dios por su salud. Su tiranía se diluyó ante el peligro que la acechaba despertando la desbordante compasión que abrigaba en su corazón. Aquel día había vuelto a su habitación entristecido y desolado, aunque su rostro no reflejó nada de lo que se debatía en su pecho… ni ante ella ni ante sus hijos… Al verla reponerse a pasos acelerados y seguros, fue recobrando la tranquilidad y, por consiguiente, empezó a considerar todo el accidente, con sus causas y sus consecuencias, desde una nueva perspectiva, o más bien desde la perspectiva antigua con que solía considerar su casa. Por mala suerte para la madre, volvió a considerarlo con calma y a solas consigo mismo, y se convenció de que si triunfaba el perdón y atendía a la llamada de piedad hacia la que se inclinaba su corazón, perdería todo su prestigio, su honor, su historia y su tradición, las riendas se le irían de las manos y se disgregaría la cohesión familiar, que él deseaba gobernar con firmeza y rigidez. En resumen, que en esa situación no sería Ahmad Abd el-Gawwad, sino otra persona que nunca le gustaría ser. Sí, desafortunadamente, volvió a considerarlo con calma y a solas consigo mismo, mientras que, si se hubiera permitido desfogar su cólera cuando ella lo había confesado, su enojo se habría calmado y el accidente habría pasado sin arrastrar tras de sí funestas consecuencias. Pero no dio rienda suelta a la cólera en su momento ni satisfacía a su orgullo expresarla tras su curación, después de una calma que había durado tres semanas, ya que esta cólera habría parecido más una reprimenda deliberada que una auténtica cólera. Su temperamento iracundo solía inflamarse de forma natural y de forma premeditada al mismo tiempo. Y como el lado espontáneo de este no había encontrado desfogue en su momento, y había tenido la oportunidad de volver a pensar con calma, era necesario que su lado reflexivo encontrara un medio eficaz para plasmar la cólera en proporción a la gravedad de la falta. De esta manera, el peligro que había amenazado la vida de ella y la había salvado de su cólera, por la compasión que había provocado en él, se transformó en un instrumento de castigo de largo alcance, porque el señor había tenido tiempo de maquinar y reflexionar. Se levantó irritado, le volvió la espalda mientras cogía su ropa de encima del sofá, y luego añadió con sequedad:
—Me vestiré yo solo.
Ella aún seguía clavada en el sitio, ausente de cuanto la rodeaba, y su voz la devolvió a la realidad. Tan pronto como percibió en sus palabras y en su actitud que le estaba ordenando marcharse, se dirigió a la puerta con pasos imperceptibles y, antes de atravesarla, le llegó su voz que decía:
—Cuando regrese al mediodía, no quiero encontrarte aquí.