Jadiga y Aisha se precipitaron hacia la habitación después de que saliera su padre, y se detuvieron frente a su madre, mirándola con unos ojos inquisidores que expresaban preocupación y angustia. Notaron los suyos enrojecidos por el llanto y se quedaron abatidas, mientras Jadiga, cuyo corazón había presentido el miedo y la desgracia, preguntaba:
—¿Ha ido todo bien?
La madre no tuvo más remedio que decir con brevedad, parpadeando confusa:
—Le he confesado la verdad.
—¡La verdad!
—No he podido hacer otra cosa que confesarla —dijo con resignación—. No era posible ocultarle eternamente el asunto. He hecho bien.
Jadiga se golpeó el pecho con la mano y exclamó:
—¡Qué día más negro el nuestro!
Mientras tanto, Aisha, que se había quedado atónita, fijó los ojos muy abiertos en el rostro de su madre sin decir una palabra, pero esta sonrió con una especie de orgullo y vergüenza a la vez. Su pálido rostro se sonrojó al recordar la compasión con que él la había arropado cuando ella no esperaba sino una cólera devastadora, que soplara violentamente sobre ella y su futuro. Sin duda, sentía orgullo y vergüenza al disponerse a hablar de la compasión del señor por su sufrimiento, y de cómo había olvidado este su cólera ante la emoción y la piedad que lo embargaban. Luego murmuró con una voz casi inaudible:
—Ha sido misericordioso conmigo. ¡Que Dios le dé larga vida! Ha escuchado en silencio mi relato, luego me ha preguntado la opinión del médico sobre la gravedad de la fractura, y me ha dejado, después de aconsejarme que me quede en la cama para que así Dios me ayude.
Las dos chicas intercambiaron miradas sorprendidas e incrédulas, pero rápidamente perdieron el miedo, suspiraron con profundo alivio y sus rostros se iluminaron de alegría.
—¿Te das cuenta de la bendición de el-Huseyn? —exclamó Jadiga.
—Cada cosa tiene unos límites —dijo Aisha ufana—, incluso la cólera de papá. No podía enfadarse viéndola en este estado. Ahora sabemos lo que ella significa para él. —Luego, se dirigió a su madre en broma—: ¡Qué madre más afortunada eres! ¡Enhorabuena por tanto honor y compasión!
El rostro de la madre volvió a enrojecer, y balbució tímidamente:
—¡Que Dios le dé larga vida! —Luego, suspirando—: ¡Alabado sea el Señor por habernos salvado!
Recordó algo, y se volvió hacia Jadiga diciendo con preocupación:
—Tienes que alcanzarlo porque seguro que necesitará tus servicios.
La chica, por la confusión e inquietud que la embargaban en presencia de su padre, se sintió como si hubiera caído en una trampa, y dijo irritada:
—¿Y por qué no va Aisha?
—Tú estás más capacitada para servirle —le reprochó la madre—. No te excuses, jovencita, ya que quizá te esté necesitando ahora mismo.
Sabía que su protesta no le iba a servir de nada, como no solía servirle cuando era reclamada para desempeñar tareas que la madre juzgaba más dignas de ella que de su hermana. Pero ella insistió en manifestarla, como se empeñaba en hacer normalmente en parecidas circunstancias, empujada por sus nervios prontos a saltar, y poseída por esa tendencia agresiva que encontraba en su lengua el instrumento más dócil y mordaz. También lo hacía para impulsar a su madre a que repitiera lo que había dicho de que «estaba más capacitada que Aisha para tal o cual cosa», como reconocimiento por parte de su madre, advertencia para su hermana y consuelo para ella misma. La verdad era que si la madre encargaba una de esas tareas «importantes» a Aisha, y no a ella, se enfadaba muchísimo y se interponía, porque consideraba, en lo más profundo de su corazón, que la ejecución de estas tareas era uno de sus derechos y un privilegio para ella, como mujer digna de ocupar la posición inmediata a su madre en la casa. Pero, al mismo tiempo, no quería reconocer públicamente que, al realizarlas, ejercía uno de sus derechos, sino una tarea pesada que aceptaba a regañadientes, para que quien la invitaba a hacerla —si la invitaba— se sintiera molesto, y así poder protestar —si protestaba— con una cólera que la divertía, y para expresar con tal motivo los comentarios que se le antojaban. Además, lo hacía para que lo consideraran un favor por el que merecía agradecimiento. Y así salió de la habitación diciendo:
—En todas las situaciones críticas llamas a Jadiga, como si fuera la única que tuvieras delante. ¿Qué harías si yo no existiera?
Pero su orgullo la abandonó por el simple hecho de salir de la habitación, y fue sustituido por el miedo y la inquietud. Se preguntó asombrada cómo podría presentarse ante su padre, cómo llevaría a cabo su servicio y qué obtendría de él si tartamudeaba, se retrasaba o se equivocaba. Pero el señor se había quitado ya la ropa y se había puesto él mismo la galabiyya. Cuando ella se paró en la puerta y le preguntó qué necesitaba, le mandó que le hiciera una taza de café. Ella corrió a prepararla, y luego se la ofreció con los ojos bajos y andando de puntillas a causa del miedo y la vergüenza. Volvió a la sala, y se quedó allí para estar a sus órdenes si él la llamaba, sin que la abandonara la sensación de temor; llegó a preguntarse cómo iba a poder seguir a su servicio durante las horas que estuviera en casa, día tras día, hasta que pasaran las tres semanas. El asunto le pareció verdaderamente penoso, y comprendió por primera vez el importante vacío que su madre llenaba en la casa; rezando para que se curara, de una parte por amor hacia ella, y de otra por piedad hacia sí misma.
Para su desgracia, el señor sintió deseos de descansar tras la fatiga del viaje, y no se fue a la tienda como ella esperaba, así que se vio obligada a permanecer en la sala como una prisionera. Mientras tanto, Aisha subió al piso de arriba y se deslizó, sin hacer ruido, hacia la sala donde estaba sentada su hermana para hacerle guiños despectivos por su situación, cuando la viera y luego volver con su madre dejándola hervir de cólera, ya que lo que más encendía su ira era que se divirtieran bromeando a su costa, aunque a ella le encantara burlarse de todos con sus bromas. No llegó a recuperar su libertad, aunque esto sólo fuera por un momento, naturalmente, hasta que el señor se quedó dormido. Voló entonces hasta su madre y le contó los servicios, verdaderos o inventados, que había prestado a su padre, describiendo las muestras de afecto y estima por dichos servicios que había leído en sus ojos. No olvidó detenerse en dar un repaso a Aisha, a quien echó una regañina y llenó de reproches por el comportamiento infantil que había mostrado. Cuando su padre despertó, Jadiga volvió para llevarle el almuerzo. Cuando el hombre lo terminó, se sentó durante un buen rato para revisar algunos papeles; después la llamó y le pidió que le enviara a Yasín y a Fahmi tan pronto como volvieran a casa.
Esta petición inquietó a la madre, por temor de que en el espíritu del hombre se hubiera grabado una cólera contenida y que quisiera ahora desahogarla en los dos muchachos. Cuando Yasín y Fahmi llegaron, supieron la situación y se enteraron de la entrevista que su padre había dispuesto sintieron la misma aprensión que la mujer, y se dirigieron a la habitación de su padre atemorizados. Sin embargo, el hombre echó por tierra sus suposiciones, ya que los recibió con una calma inusitada, y les preguntó acerca del accidente, sus circunstancias y el diagnóstico del médico. Le contaron lo que sabían durante un buen rato, mientras él los escuchaba con atención. Al final les preguntó:
—¿Vosotros estabais en casa cuando ella salió?
A pesar de que se esperaban esta pregunta desde el principio, les produjo, tras la asombrosa e inesperada tranquilidad inicial, una impresión de inquietud, y temieron que fuera el preámbulo de un cambio de ese tono que los había hecho sentirse tranquilos y a salvo. Fueron incapaces de hablar y se refugiaron en el silencio. Pero el señor no insistió en la pregunta, como si no le interesara oír una respuesta que ya había deducido de antemano, o quizás quisiera dejar constancia de su falta sin preocuparse de que ellos la confesaran. Lo único que añadió a esto fue indicar la puerta de la habitación, en señal de permiso para que se marcharan. Cuando salían, oyeron que decía, hablando consigo mismo:
—Ya que Dios no me ha dado hombres, que al menos me dé paciencia.
A pesar de que las apariencias demostraban que el accidente había conmovido el espíritu del señor hasta producir en su comportamiento habitual un cambio que asombró a todos, él, sin embargo, no pudo renunciar al deseo de marcharse a su tradicional velada nocturna. Apenas llegó la noche, se vistió y dejó la habitación, despidiendo un agradable perfume. No obstante, en su camino hacia la salida, pasó por la habitación de la mujer y se interesó por ella. Esta rogó largo rato por él, enormemente agradecida, y no vio en el hecho de que se fuera a su velada, mientras ella guardaba cama, una falta de compasión. Es posible que, en el hecho de que él pasara por su habitación, la mujer encontrara un honor muy superior a lo que había esperado; más aún, el mero hecho de no volcar su cólera contra ella, ¿no era un favor con el que no había soñado? Antes de que él saliera de su habitación, los hermanos habían preguntado a la mujer: «¿Tú crees que va a renunciar esta noche a su velada?», pero la madre les había respondido: «¿Y por qué va a quedarse después de saber que todo está tranquilo?». Quizás ella deseaba en secreto que el hombre rematara su buena acción renunciando a la velada, como parecía lo apropiado para un marido cuya esposa hubiera sufrido un accidente como el suyo. Pero conocía su carácter, y forjó de antemano una excusa para él hasta el punto de que, cuando el señor corrió a la velada como ella se temía, pudo, disimulando su situación, tolerar que se marchara gracias a esa excusa que había forjado y no achacándolo a la indiferencia. Pero Jadiga dijo:
—¿Cómo es capaz de ir a la velada viéndote en este estado?
Yasín le respondió:
—No hay que reprocharle que lo haga, ya que se ha ido tranquilo respecto a ella. La tristeza de los hombres es diferente a la de las mujeres, y que el nombre vaya a la velada no es incompatible con su tristeza. Es más, quizás sea necesario que olvide sus pesares para poder continuar su penosa existencia.
Yasín no defendía tanto a su padre como a su propio deseo de salir, que empezaba a agitarse en su interior. Sin embargo, su estratagema no bastó a Jadiga, que le preguntó:
—¿Es que tú, por ejemplo, podrías irte a tu café esta noche?
Él saltó, maldiciéndola en secreto:
—¡Claro que no!, ¡pero yo soy una cosa y papá otra!
Cuando el señor dejó la habitación, la mujer recobró esa sensación de tranquilidad que le llega a uno tras salvarse de un peligro cierto, y su rostro resplandeció con una sonrisa.
—Quizás ha juzgado que mi castigo es proporcional a mi falta y me ha perdonado —dijo—. ¡Que Dios lo perdone a él y a todos nosotros!
Yasín dio una palmada y protestó:
—Hay hombres celosos como él, sus amigos entre ellos, que no ven ningún mal en permitir a sus mujeres que salgan cada vez que lo exige la necesidad o la cortesía. ¿Por qué se empeña en hacer de esta casa una prisión perpetua para vosotras?
Jadiga lo miró burlona y preguntó:
—¿Y por qué no has planteado esta defensa mientras estabas ante él?
El joven se volvió carcajeándose hasta hacer temblar su barriga.
—En primer lugar —respondió—, yo tendría que tener una nariz como la tuya para defenderme con ella en caso de necesidad.
Los días de convalecencia se sucedieron sin que volviera el dolor que la había aquejado la primera noche, aunque aún atenazaba su torso y su hombro al menor movimiento que hiciera. Después se fue curando a pasos agigantados gracias a su fuerte constitución y a su vitalidad desbordante, que le hacían odiar el reposo y la inactividad, por lo que el sometimiento a las órdenes del médico se convirtió en un penoso deber, cuyo suplicio eclipsaba los dolores de la fractura cuando más intensos eran. Si los chicos no hubieran sido inflexibles en vigilarla, quizá se habría saltado las recomendaciones del médico y se habría levantado a toda prisa para dedicarse a sus menesteres. No obstante, su reposo no le impedía vigilar los asuntos domésticos desde la cama y revisar lo que encargaba a las chicas con una minuciosidad agotadora, especialmente en los detalles de aquellas tareas que temía fueran descuidadas u olvidadas. Preguntaba con insistencia: «¿Habéis quitado el polvo de lo alto de las cortinas y de los resquicios de las ventanas? Tú, ¿has perfumado con incienso el baño para tu padre? ¿Has regado la hiedra y el jazmín?», cosa que una vez encolerizó a Jadiga, que dijo: «Que sepas que si tú te preocupabas por la casa un montón, yo me preocupo por ella cien veces más». Además de todo esto, su forzada renuncia a su importante posición producía a Amina un sentimiento confuso que a menudo la molestaba. Quizá se preguntaba si la casa, o alguno de sus miembros, no habría perdido parte de su orden o de su tranquilidad por dicha renuncia. No sabía qué prefería: o bien que todo continuara como estaba gracias a las dos muchachas, fruto suyo al fin y al cabo, o que se perdiera algo de equilibrio, lo cual haría recordar a todos el vacío que ella dejaba tras de sí. Suponiendo que el señor en persona hubiera sentido este vacío, ¿sería esto un motivo para que él la valorara por su importancia o, por el contrario, para que se irritara por su falta, causante de todo esto? La mujer estuvo vacilando mucho tiempo entre la tímida compasión hacia sí misma y la franca compasión hacia sus dos hijas. Pero lo cierto es que si se hubiera perdido algo de orden, le habría producido una enorme tristeza, del mismo modo que si todo se hubiera conservado como si nada hubiese sucedido, habría estado igualmente angustiada.
La realidad era que su vacío no lo había cubierto nadie, y la casa daba claras muestras de desbordar a las dos chicas a pesar de su actividad y su dedicación. Amina no se alegró de eso exterior ni interiormente. Ocultó sus propios sentimientos, y defendió a Jadiga y a Aisha de forma apasionada y sincera. Después la dominó la angustia y el dolor, y se sintió incapaz de soportar su retiro.