Amina abrió los ojos y su mirada se posó sobre Jadiga y Aisha, que estaban sentadas en la cama a sus pies, mirándola con unos ojos que se debatían entre el miedo y la esperanza. Suspiró y se volvió hacia la ventana, donde vio cómo se vertía la luz de la mañana por sus rendijas.
—He dormido mucho —murmuró extrañada.
—Unas pocas horas, después de haber llegado al alba sin pegar ojo —dijo Aisha—. ¡Qué noche! ¡No la olvidaré mientras viva!
Volvieron los recuerdos del insomnio y del dolor de la noche pasada y los ojos de Amina expresaron un lamento por ella misma y por las dos chicas, que habían velado a su lado durante esa noche para compartir con ella el dolor y el insomnio. Sus labios invocaron a Dios con una voz imperceptible. Luego susurró como avergonzada:
—¡Cuánto os he fatigado!
Jadiga dijo en un tono que insinuaba que estaba bromeando:
—Tu fatiga es de reposar, pero guárdate de volver a asustarnos. —Luego, en un tono dominado por la emoción, dijo—: ¿Cómo te ha entrado este tremendo dolor? Creía que habías caído en un sueño profundo y que estabas perfectamente, así que yo, a mi vez, me eché a dormir, pero de pronto, me desperté con tus gemidos y después no has dejado de decir ¡ay!, ¡ay!, hasta que ha amanecido. El rostro de Aisha brilló de optimismo y dijo:
—¡De todas formas, alégrate! Le he contado a Fahmi cómo estabas, cuando esta mañana me ha preguntado por tu salud, y me ha dicho que el dolor que sentías era una prueba de que el hueso fracturado empezaba a soldarse.
El nombre de Fahmi la sacó del torbellino de sus pensamientos, y preguntó:
—¿Se han ido tranquilos?
—¡Claro! —dijo Jadiga—. Querían charlar contigo para tranquilizarse, pero yo no he permitido que ninguno te sacara de un sueño en el que no entraste hasta que nos salieron canas.
La madre suspiró con resignación:
—De todas formas, ¡bendito sea Dios! Nuestro Señor hará que esto tenga unas consecuencias favorables. ¿Qué hora es?
—Falta una hora para la llamada a la oración del mediodía —respondió Jadiga.
Lo avanzado de la hora hizo que Amina bajara los ojos pensativa. Cuando los levantó, reflejaban una mirada de angustia. Luego murmuró:
—Quizás ahora esté de regreso a casa.
Ellas captaron lo que quería decir, pero, a pesar de que se sentían aterrorizadas, Aisha dijo con confianza:
—¡Bienvenido sea! No te inquietes. Estamos de acuerdo en lo que hay que decir, así que ¡asunto terminado!
Pero la proximidad de su llegada hizo nacer la angustia en su frágil corazón, y preguntó:
—¿Tú crees que será posible ocultar lo sucedido?
Jadiga dijo con una voz que se excitaba a medida que crecía su angustia:
—¿Y por qué no? Le contaremos lo que se acordó, y todo saldrá bien.
En aquellos momentos deseó que Fahmi y Yasín se hubieran quedado con ella para darle ánimos. Jadiga había dicho: «Le contaremos lo que se acordó y todo saldrá bien», pero lo ocurrido, ¿iba a permanecer en secreto eternamente? ¿No encontraría la verdad un resquicio por el que llegar hasta el señor? Ella temía la mentira tanto como la verdad; no sabía qué destino la aguardaba. Paseó la mirada con cariño entre sus dos hijas, y cuando iba a abrir la boca para hablar, entró corriendo Umm Hanafi, que dijo en voz baja, como si temiera que la oyesen fuera de la habitación:
—El señor ha llegado, señora.
Sus corazones palpitaron inquietos, y las dos chicas se alejaron de la cama de un salto, permanecieron de pie frente a su madre e intercambiaron sus miradas en silencio, hasta que esta murmuró:
—Vosotras dos no habléis, pues temo que sufráis represalias por el engaño. Dejadme que hable yo, y que Dios nos ayude.
Reinó un silencio cargado de tensión —como el de los niños en la oscuridad, cuando golpean sus oídos unos pasos que ellos creen de ifrits que merodean en el exterior— hasta que percibieron, aproximándose, los pasos del señor sobre la escalera, y la madre cortó con esfuerzo la pesadilla del silencio murmurando:
—Si lo dejamos subir a la habitación no encontrará a nadie. Luego se volvió hacia Umm Hanafi y dijo:
—Cuéntale que yo estoy aquí enferma y no añadas más.
Tragó su reseca saliva. Las chicas salieron de la habitación a toda velocidad y la dejaron sola. Ella se encontró como si estuviera aislada de todo el mundo, y se rindió ante el destino. A menudo aparecía en su actitud esta resignación —la más débil de todas sus armas— como una forma de valentía pasiva. Se concentró para recordar lo que tenía que decirle, aunque siempre dudó de la viabilidad de su plan, duda que quedó oculta en el fondo de sus sentimientos, y se manifestó sólo por un estado de angustia, tensión y falta de confianza. Oyó los golpes de la contera del bastón del señor sobre el suelo de la sala, y murmuró: «Ten misericordia de mí, Señor, y ayúdame». Luego alzó su mirada hacia la puerta, hasta que el cuerpo alto y ancho del hombre se interpuso. Lo vio entrar y acercarse; después él le lanzó una mirada escrutadora. Se detuvo en medio de la habitación, y preguntó con una voz que ella se imaginó suave, en contra de lo esperado:
—¿Qué te pasa?
—¡Alabado sea Dios por tu salud, señor! —dijo bajando la vista—, yo estoy bien mientras tú lo estés.
—Pero Umm Hanafi me ha dicho que estabas enferma.
Ella se señaló con la mano izquierda el hombro derecho y dijo:
—Mi hombro está herido, señor, ¡por Dios, no pienses que es algo malo!
El hombre preguntó, escudriñando su hombro con precaución e inquietud:
—¿Cómo ha ocurrido?
La suerte estaba echada. Había llegado el momento crucial. No tenía más remedio que hablar, decir la mentira salvadora y pasar la crisis en paz, buscando algo más de la misma compasión que ya le había ofrecido. Levantó los ojos fortalecida y se encontró con los de él, o mejor dicho, se encontró en los de él. Los latidos de su corazón se aceleraron y continuaron implacables. En ese momento se evaporaron todas las ideas que había ido reuniendo en su cabeza, y se disipó la energía que había amontonado en su voluntad. Sus ojos parpadearon con inquietud y desconcierto. Luego lo miró perpleja sin abrir la boca. El señor se asombró de su inquietud y su desconcierto y se apresuró a preguntar:
—¿Qué ocurre, Amina?
Ella no sabía qué responder, como si no tuviera nada que decir, pero quedó claro que no podía mentir. Se le había escapado la oportunidad sin saber cómo y, si hubiera repetido el intento, le habría salido del pecho un relato desvaído e inerme. Estaba como quien anda hipnotizado sobre una cuerda, cuando se le invita a repetir su aventura estando despierto. A medida que pasaban los segundos, se encogía por el desconcierto y la derrota, hasta que estuvo al borde de la desesperación.
—¿Por qué no hablas?
El tono del hombre empezó a revelar impaciencia, y poco le faltaba para estallar en cólera. ¡Dios! ¡Cuánta ayuda necesitaba ella! ¿Qué demonio la habría inducido a esta salida nefasta?
—¡Qué raro! ¿Es que no quieres hablar?
Seguir callada estaba por encima de sus fuerzas, así que murmuró con voz temblorosa, empujada por la desesperación y la preocupación:
—He cometido una grave falta, señor. Me ha atropellado un coche.
Los ojos del señor se abrieron desmesuradamente por la sorpresa, y brillaron de inquietud mezclada con desaprobación, como si dudara de sus facultades mentales. La mujer no pudo soportar la incertidumbre y decidió hacer una confesión completa, fueran cuales fuesen sus consecuencias, como quien se presta —arriesgando su vida— a que le realicen una grave operación quirúrgica para librarse de los sufrimientos de una enfermedad que no puede soportar. Su conciencia de la magnitud de la falta y de la gravedad de la confesión se redobló. Sus ojos se llenaron de lágrimas y dijo sin preocuparse en disimular su tono lloroso, ya fuera porque dominaba su voz, o porque ella quería intentar desesperadamente obtener la compasión del señor.
—Pensé que Nuestro Señor el-Huseyn me llamaba para que lo visitara, y acudí a su llamada; fui a visitarlo, pero en el camino de regreso me atropello un coche. ¡Dios lo ha querido, señor! Me levanté sin ayuda de nadie —dijo la última frase con claridad— y, al principio, no sentí ningún dolor, así que pensé que estaba bien. Seguí andando para volver a casa y entonces el dolor se avivó. Llamaron al médico y examinó mi hombro; entonces comprobó que había una fractura. Prometió que me visitaría diariamente hasta que estuviera soldada. He cometido una grave falta, señor, y he recibido mi merecido. Pero… ¡Dios perdona y es misericordioso!
El señor la escuchaba silencioso e inmóvil, sin apartar los ojos de ella. Su rostro no dejaba traslucir lo que se debatía en su interior. Entonces ella bajó la cabeza con humildad, en la posición de quien espera que se pronuncie la sentencia. El silencio se prolongó y se agudizó; por el opresivo ambiente se propagaron señales que anunciaban el miedo y la amenaza. Ella dudaba de la postura que él tomaría, sin saber qué sentencia pronunciaría ni a qué destino la iba a condenar, cuando le llegó su voz, que decía con una extraña tranquilidad:
—¿Qué ha dicho el médico? ¿Es grave la fractura?
Volvió la cabeza hacia el hombre, desconcertada. Sin duda, esperaba cualquier cosa excepto que se mostrara generoso diciéndole estas amables palabras y, si no hubiera sido por la terrible situación, le habría pedido que las repitiera para estar segura de que era cierto lo que había oído. La dominó la emoción, se le saltaron dos lagrimones, y apretó los labios para sofocar el llanto. Luego murmuró con sumisión y abatimiento:
—El médico ha dicho que no hay absolutamente ningún motivo para asustarse. ¡Que Dios te libre de todo mal, señor!
El hombre se detuvo unos instantes, aguantando el deseo que lo impulsaba a hacerle más preguntas, hasta conseguir vencerlo, y se volvió para salir de la habitación diciendo:
—¡Quédate en la cama para que así Dios te ayude!