28

Umm Hanafi abrió la puerta, y se quedó desconcertada al ver a su señora sentada con las piernas cruzadas en un carro. En un primer momento creyó que quizás había pensado terminar su salida dando una vuelta en coche para divertirse, y brilló en su rostro una sonrisa, pero sólo por un breve instante, pues no tardó en ver los ojos de Kamal enrojecidos por el llanto. Miró hacia su señora con inquietud, y pudo notar esta vez el cansancio y el dolor que sufría. Se le escapó un gemido y corrió hacia el coche gritando:

—¡Señora!, ¿qué te pasa?, ¡que el mal se aleje de ti!

El carretero dijo:

—Esperemos que sólo sea un simple cansancio. Ayúdame a bajarla.

La mujer la cogió entre sus brazos y entró con ella en la casa seguida de Kamal, taciturno y triste. Jadiga y Aisha habían salido de la cocina y esperaban en el patio, pensando una broma con la que recibir a los que llegaban, y no se asustaron hasta que Umm Hanafi se dirigió hacia ellas desde el corredor exterior llevando a la madre casi como un fardo. Se les escapó un grito y corrieron hacia ella aterrorizadas y gritando:

—Mamá…, mamá…, ¿qué te pasa?

Todos ayudaron a llevarla, y entretanto Jadiga no pudo evitar el preguntar a Kamal qué había ocurrido, hasta que el chiquillo se vio forzado a balbucir con profundo miedo:

—¡Un coche!

—¡Un coche!

Así gritaron las dos chicas a la vez, repitiendo la palabra que produjo en su espíritu una impresión terrible, más allá de lo que podían soportar. Jadiga gimió gritando:

—¡Qué negra noticia! ¡Que el mal se aleje de ti, mamá!

Pero a Aisha se le trabó la lengua, y estalló en lágrimas. La madre no estaba inconsciente, aunque sí muy agotada y, para apaciguar el nerviosismo de las muchachas, murmuró a pesar de la fatiga:

—Estoy bien. No ha ocurrido nada malo. Sólo estoy cansada.

El alboroto llegó hasta Yasín y Fahmi, que salieron a lo alto de la escalera y se asomaron por encima de la balaustrada. No tardaron en bajar, apresurados e inquietos, preguntando qué había pasado. Jadiga no se pudo dominar, y señaló a Kamal para que respondiera él mismo, temerosa de repetir la terrible palabra. Las dos jóvenes se dirigieron al chiquillo, que volvió a balbucir triste y angustiado:

—¡Un coche!

Luego estalló en sollozos. Las jóvenes se separaron de él, y aplazaron de momento sus apremiantes preguntas; llevaron a la madre a la habitación de las chicas, donde la sentaron en el diván. Fahmi dijo, inquieto y atormentado:

—Cuéntame lo que te ha pasado, mamá. Quiero saberlo todo.

Pero ella inclinó hacia atrás la cabeza sin decir palabra, mientras recobraba el aliento, al tiempo que se elevaban los llantos de Jadiga, Aisha, Umm Hanafi y Kamal, de tal modo que Fahmi perdió los nervios, arremetió contra ellos y les riñó hasta que se calmaron. Luego atrajo a Kamal hacia sí para preguntarle lo que quería saber: cómo ocurrió el accidente, qué hizo la gente con el conductor, si los habían llevado a la comisaría, cómo había estado la madre durante todo esto. Mientras tanto, Kamal respondía a sus preguntas sin vacilar, con minuciosidad y con todo detalle. La madre seguía la conversación a pesar de su debilidad y, cuando el chiquillo se calló, hizo acopio de fuerzas y dijo:

—Estoy bien, Fahmi, no te inquietes. Querían que yo fuera a la comisaría pero me he negado. Luego he seguido andando hasta el final de el-Saga, y allí mis fuerzas han flaqueado de repente. No te inquietes. Las recuperaré cuando descanse un poco.

Sin embargo, Yasín padecía, además de su inquietud por el accidente, una intensa aflicción, ya que él era el primer responsable de la nefasta salida —así se la calificaría tras el accidente—, y les propuso que llamaran a un médico. Salió de la habitación para llevar a cabo su sugerencia sin esperar a conocer la opinión de los demás. La madre se estremeció cuando se mencionó al médico, del mismo modo que había temblado antes al mencionarse la comisaría. Rogó a Fahmi que alcanzara a su hermano y que lo disuadiera de su propósito, en la seguridad de que ella se curaría sin necesidad de un médico, pero el joven se negó a obedecer su ruego, y le expuso las ventajas que supondría su venida. Entretanto, las dos chicas la ayudaron a quitarse la melaya y Umm Hanafi le trajo un vaso de agua. Después, todos la rodearon mientras examinaban con inquietud su rostro, que palidecía, y le preguntaban una y otra vez cómo se encontraba. Ella procuraba fingir toda la tranquilidad que podía o, cuando el dolor la importunaba, se contentaba con decir: «Tengo un ligero dolor en el hombro derecho». Luego añadía: «Pero no es razón para hacer venir a un médico». La verdad es que nunca le gustó llamarlo, debido, por una parte, a que jamás había tratado con ninguno, no sólo por su fuerte salud, sino también porque ella siempre había conseguido curarse las indisposiciones o achaques que sufría con su propia naturaleza, pues no confiaba en la medicina oficial —que, además, estaba asociada en su mente a casos graves y asuntos serios—; y, por otra parte, porque ella se daba cuenta de que llamar al médico no podía sino agravar un asunto que deseaba ocultar y esconder antes de la llegada del señor. No dejó de expresar sus temores a sus hijos, pero a ellos sólo les preocupaba una cosa en esos instantes: su seguridad.

Yasín no estuvo ausente más de un cuarto de hora porque la consulta del médico estaba en la plaza de Bayt el-Qadi. Regresó precediendo al hombre, que, en cuanto llegó, entró a ver a la madre. Hizo desalojar la habitación, y no se quedaron con él más que Yasín y Fahmi. El médico preguntó a la madre dónde le dolía, y ella señaló su hombro derecho.

—Siento un dolor aquí —dijo, tragando una saliva que se había secado por el miedo.

A partir de su indicación y de lo que Yasín le había contado por el camino sobre el accidente a grandes rasgos, se acercó para examinarla. El reconocimiento pareció muy largo a los jóvenes que esperaban dentro, y también a los que esperaban detrás de la puerta aguzando el oído con el corazón palpitante. El médico se apartó de la paciente y se volvió hacia Yasín diciendo:

—Fractura de la clavícula derecha. Eso es todo.

La palabra «fractura» provocó un sobresalto dentro y fuera, y todos se asombraron por sus palabras «Eso es todo», como si tras esa fractura hubiera algo que les dejara un amplio margen a sus suposiciones. Sin embargo, en la propia expresión y en el tono con que la había lanzado, encontraron un motivo de tranquilidad.

—¿Es grave? —preguntó Fahmi entre el miedo y la esperanza.

—Claro que no. Devolveré el hueso a su posición anterior y lo vendaré, pero tiene que dormir unas cuantas noches sentada, con la espalda apoyada en una almohada, ya que le será imposible dormir de espaldas o de lado. La fractura se arreglará, y volverá a estar como antes en dos o tres semanas todo lo más. No hay de qué asustarse en absoluto. Ahora, dejadme trabajar.

Fuera lo que fuese, ellos dieron un suspiro de alivio después de haber tenido la garganta seca, y esta impresión se hizo patente entre el grupo que estaba fuera de la habitación, pues Jadiga murmuró:

—Que Nuestro Señor el-Huseyn la bendiga, ya que ella no ha salido más que para visitarlo.

Y como si Kamal recordara con sus palabras un asunto importante que hubiera olvidado durante largo tiempo, dijo asombrado:

—¿Cómo es posible que le haya ocurrido este accidente tras haber sido bendecida por la visita a Sayyidna el-Huseyn?

Pero Umm Hanafi dijo con sencillez:

—¿Quién de nosotros sabe lo que podía haberle ocurrido, Dios nos proteja, si no hubiera estado bendecida por la visita a su Señor y al Nuestro?

Aisha no se había repuesto de su conmoción y, molesta por la conversación, gritó con una ardiente súplica:

—¡Oh, Dios mío!, ¿cuándo terminará todo como si nada hubiera ocurrido?

—¿Qué es lo que la ha llevado a el-Guriyya? —añadió Jadiga triste y afligida—. Si hubiera vuelto directamente a casa tras la visita, nada de esto habría ocurrido.

A Kamal le dio un vuelco el corazón de miedo e inquietud, y su falta se agrandó ante sus ojos convertida en un crimen horrible, pero intentó librarse de las sospechas diciendo en tono de censura:

—Ella quería dar un paseo por la calle, y yo intenté en vano disuadirla. Jadiga le clavó una mirada acusadora y pensó en contestarle, pero se contuvo por compasión y ternura hacia la cara del chiquillo, que palidecía. Luego se dijo a sí misma: «Ya tenemos bastante por ahora».

La puerta se abrió y el médico salió de la habitación diciendo a los dos jóvenes que iban tras él:

—Conviene que yo la visite diariamente hasta que se restablezca de la fractura y, como os he dicho, no hay de qué asustarse en absoluto.

Irrumpieron todos en la habitación y vieron a su madre sentada en la cama, con la espalda apoyada en una almohada doblada. La única diferencia apreciable era que su vestido estaba un poco elevado sobre su hombro derecho, y delataba el vendaje que había debajo; corrieron hacia ella gritando:

—¡Bendito sea Dios!

¡Qué dolor tan fuerte había tenido mientras el médico curaba la fractura! Había gemido continuamente y, si no hubiera sido por el pudor que la caracterizaba, habría dado grandes gritos. Pero ahora el dolor la había dejado, o así parecía, y sintió una calma y un sosiego relativos. Sin embargo, la desaparición del violento dolor hizo que su pensamiento reanudara su actividad y reflexionó sobre la situación desde diferentes aspectos. El miedo no tardó en apoderarse de ella y preguntó paseando entre todos una mirada de soslayo:

—¿Qué voy a decir a vuestro padre cuando vuelva?

Esta pregunta, socarrona y desafiante, cortó los suspiros de alivio que los habían tranquilizado, del mismo modo que los arrecifes puntiagudos obstaculizaban el camino de un barco tranquilo. Sin embargo, no les cogió de sorpresa, sino que probablemente se infiltró dentro del tropel de dolorosos sentimientos encendidos en sus corazones por el impacto de la noticia. Pero la pregunta se había perdido en ese tropel, y se había aplazado, de momento, el considerarla. Ahora volvía para ocupar el lugar preeminente en su espíritu, y no encontraban la forma de evitar el enfrentarse a ella. Verdaderamente vieron que para ellos y para su madre era más grave que el accidente del que había salido casi ilesa. La madre sintió, por el silencio con que fue acogida su pregunta, la soledad del culpable abandonado por los amigos cuando se anuncian sus cargos, y murmuró quejumbrosa:

—Inevitablemente se enterará del accidente y, aún más, se enterará de mi salida, que es la causante de todo esto.

A pesar de que Umm Hanafi no estaba menos angustiada que el resto de la familia ni era menos consciente de la gravedad de la situación, quiso decir algo agradable, por una parte para suavizar el ambiente y, por otra, porque sentía que el deber la obligaba, como sirvienta antigua y fiel de la familia, a no buscar refugio ante la desgracia en un silencio que haría suponer una falta de interés. Sabiendo lo lejos que estaban sus palabras de la realidad, dijo:

—Cuando el señor se entere de lo que te ha pasado, no podrá más que dejar de lado tu falta, y agradecer a Dios que te hayas salvado.

Sus palabras fueron acogidas con la indiferencia que se merecían, ante una gente a quien no se le ocultaba la realidad de la situación. Sin embargo, Kamal las creyó y dijo entusiasmado como si rematara las palabras de Umm Hanafi:

—Especialmente si le decimos que habíamos salido para hacer una visita a Sayyidna el-Huseyn.

La mujer miró con ojos apagados a Yasín y Fahmi, y preguntó:

—¿Qué podría decirle?

Yasín, sobre quien había recaído el peso de la responsabilidad, dijo:

—¿Qué demonio me habrá engañado cuando te aconsejé que salieras? Una palabra que se me vino a la boca y que ojalá no hubiera venido, pero así lo ha querido el destino para arrojarnos a este doloroso trance. Pero te digo que encontraremos algo que decirle y, sea lo que sea, no tienes que preocuparte pensando en lo que va a pasar. Déjalo en manos de Dios. Por hoy tienes suficiente con los dolores y los miedos que has padecido.

Yasín había hablado con entusiasmo y cariño a la vez. Derramó su cólera sobre sí mismo y sintió por su madre la compasión de quien sufre por su situación. A pesar de que sus palabras no adelantaron ni atrasaron nada, al menos mitigaron sus sentimientos de pesadumbre ante la crítica situación. Había manifestado con ellas al mismo tiempo lo que quizás pensaban algunos o todos, los que estaban a su lado, y así les evitaba el tener que manifestarlo ellos a su vez. La experiencia le había enseñado que a veces el mejor medio para defenderse era atacarse a sí mismo, y que reconocer la falta incitaba al perdón en la misma medida que defenderse incitaba a la cólera. Lo que más temía era que Jadiga aprovechara esta buena ocasión para cargarle a él públicamente la responsabilidad de lo que había ocurrido por su consejo, y que lo tomara como un medio para atacarlo. Así, él se adelantó a sus propósitos cortándole el camino. Su suposición no estaba equivocada, pues la verdad es que Jadiga estaba a punto de exigirle, en su calidad de primer responsable de lo ocurrido, que encontrara una salida. Cuando echó su discurso, ella sintió vergüenza de atacarlo, en especial porque normalmente lo hacía para pelear y no por odio. Por eso la posición de Yasín mejoró algo, pero no así la situación general, que seguía siendo mala, y continuó igual hasta que Jadiga salió de su silencio diciendo:

—¿Y por qué no alegamos que se cayó por la escalera?

Su madre la miró con un rostro ansioso de salvarse por cualquier medio, y miró a Fahmi y Yasín, mientras aparecía en sus ojos un brillo de esperanza; pero Fahmi preguntó perplejo:

—¿Y el médico? La visitará a diario y necesariamente se encontrará con nuestro padre.

Pero Yasín se negó a cerrar la puerta por la que se infiltraba un rayo de esperanza, capaz de salvarlo de sus sufrimientos y sus miedos.

—Nos ponemos de acuerdo con el médico —dijo— sobre lo que conviene decir a nuestro padre.

Se miraron unos a otros sin saber si creérselo. Luego los rostros se alegraron por la sensación general de estar a salvo y el ambiente sombrío se transformó en otro alegre; del mismo modo que inesperadamente surge, en medio de la nube plomiza, una mancha azul que crece como un milagro prodigioso hasta envolver la bóveda celeste en escasos minutos, y brilla el sol.

—¡Alabado sea Dios! —dijo Yasín suspirando—, ¡estamos salvados! Jadiga, tras recuperar en el nuevo clima su acostumbrada vivacidad, dijo: Querrás decir que te has salvado tú, señor consejero.

Yasín se rio a carcajadas mientras se estremecía su corpachón:

—Claro que estoy salvado del escorpión de tu lengua —dijo—. Hace un buen rato que estoy esperando que se dirija hacia mí de un momento a otro para picarme.

—Pero él te ha salvado. Gracias a las rosas se ha regado la cebada.

Con la alegría de sentirse a salvo, casi se habían olvidado de que su madre estaba en la cama con la clavícula rota, pero ella casi lo había olvidado también.