Reinó en la casa la sensación de que su vida oprimida por la severidad encontraba por fin un día de tranquilidad, en el cual se podía —si se quería— respirar una brisa de libertad inocente a salvo de toda vigilancia. Kamal pensó que podría pasar todo el día jugando dentro o fuera de la casa; Aisha y Jadiga se preguntaron si se podrían deslizar por la noche a casa de Maryam para pasar una hora de diversión y alegría. Esta tranquilidad no llegó como resultado del fin de los meses de duro invierno y la llegada de los presagios de la primavera, que hicieron brillar el calor y la alegría; ya que la primavera no solía insuflar a esta familia una libertad que le negara el invierno. No, llegó como resultado natural del viaje del señor Ahmad a Port Said en una misión comercial que lo llevaba cada cierto número de años a viajar durante uno o varios días. Ocurrió que el hombre salió de viaje la mañana del viernes y la fiesta oficial reunió a los miembros de la familia. Sus deseos sedientos de libertad estuvieron en armonía con el ambiente relajado y tranquilo que había creado inesperadamente el viaje del padre lejos de El Cairo. No obstante, la madre adoptó una actitud vacilante ante el deseo de las chicas y el capricho del niño, porque procuraba que la familia perseverara en su proceder habitual y que todos guardaran, en ausencia del padre, los mismos límites que en su presencia, más por miedo a desobedecerle que por estar convencida de la validez de su severidad y de su rigidez. Antes de que ella se diera cuenta, Yasín le dijo:
—¡No te opongas a la voluntad de Dios! Vivimos una vida que no la vive nadie. Es más, quiero añadir algo, ¿por qué no te distraes tú también? ¿Qué pensáis vosotros de esta sugerencia?
Los ojos sorprendidos se dirigieron a él, pero nadie abrió la boca. Quizás ellos, al igual que su madre, que le lanzó una mirada de reproche, no se habían tomado en serio sus palabras. Sin embargo, él continuó:
—¿Por qué me miráis así? No he pecado contra el-Bujari ni he cometido ningún crimen. ¡Alabado sea Dios! No es más que ir a hacer un recadito, del que volverás tras haber echado una ojeada sobre una pequeña parte del barrio, en el que vives desde hace cuarenta años sin haber visto nada de él.
La mujer suspiró murmurando:
—¡Que Dios te perdone!
—¿Y por qué me va a perdonar? —dijo el joven soltando una carcajada—. ¿Es que he cometido alguna falta imperdonable? ¡Por Dios!, si yo estuviera en tu lugar iría inmediatamente a Sayyidna el-Huseyn… Sayyidna el-Huseyn, ¿me oyes? El que adoras y amas perdidamente a lo lejos, estando tan cerca. ¡Venga, levántate! El te está llamando.
El corazón de Amina latió de un modo cuyo efecto apareció en el rubor de su rostro, y bajó la cabeza para ocultar su intensa emoción. Aquel había sido arrastrado por la invitación con una fuerza, que repentinamente estalló en su alma de forma inesperada para ella, para los que la rodeaban e incluso para el mismo Yasín, como si fuera un terremoto ocurrido en una tierra que no los hubiera conocido. No sabía cómo su corazón había respondido a la llamada, ni cómo su mirada había podido llegar más allá de los límites prohibidos, ni cómo había pensado que la aventura sería posible, tentadora e incluso irresistible. Sin duda, la visita a el-Huseyn parecía, en su calidad de santo, una excusa suficiente como para dar el salto revolucionario que tanto deseaba. Pero no fue lo único que sacudió su espíritu, ya que, desde lo más profundo de su ser, acudieron a su llamada las corrientes contenidas y ávidas de libertad, como acuden los instintos sedientos de combate a la llamada de la guerra, con el argumentó de defender la libertad y la paz. No sabía cómo manifestar su peligroso consentimiento, pero miró a Yasín y le preguntó con voz temblorosa:
—Visitar a el-Huseyn es el deseo de mi corazón y de mi vida, pero… ¿y tu padre?
—Mi padre —rió Yasín— está en camino hacia Port Said y no volverá antes de mañana por la mañana. En tus manos está, extremando las precauciones, el pedir prestada a Umm Hanafi la melaya de pliegues para que si alguien te ve salir o volver a casa, crea que eres una visita.
Ella paseó los ojos entre sus hijos con vergüenza y temor, como si buscara un mayor apoyo. Jadiga y Aisha se entusiasmaron con la sugerencia, como si ambas expresaran con su entusiasmo su propio deseo contenido de salir y su alegría por poder visitar a Maryam, cosa que, tras este golpe de estado, se había convertido en algo prácticamente decidido. Kamal gritó desde lo más profundo de su corazón:
—¡Mamá, yo iré contigo para enseñarte el camino!
Fahmi la miró con cariño, influido por la confusa alegría que había visto en su rostro inocente, como la de un niño cuando quiere un juguete nuevo. Le dijo, animándola y sin darle mayor importancia:
—Echa un vistazo al mundo. No tienes por qué preocuparte. Temo que olvides cómo se camina por la cantidad de tiempo que llevas metida en casa.
En el ardor del entusiasmo, Jadiga corrió a donde estaba Umm Hanafi y volvió con su melaya. Las voces rivalizaron en risas y comentarios, y el día se convirtió en una fiesta feliz que ninguno de ellos había conocido. Participaron todos, sin saberlo, en la revuelta contra la voluntad del padre ausente. La señora Amina se envolvió en la melaya y dejó caer el velo negro sobre su rostro. Después se miró en el espejo, y no pudo contener una larga risa hasta que todo su cuerpo se sacudió. Kamal se puso su traje y su tarbúsh, y salió delante de ella al patio de la casa, pero la mujer no lo siguió. Se había apoderado de Amina esa sensación de miedo, inseparable de las situaciones cruciales. Levantó sus ojos hacia Fahmi y preguntó:
—¿Tú qué opinas? ¿Voy de verdad?
—¡Confía en Dios! —le gritó Yasín.
Jadiga se le acercó y le puso la mano en el hombro empujándola con dulzura mientras decía:
La fátiha te dará confianza.
No dejó de empujarla hasta que la sacó a la escalera. Luego retiró su mano y bajaron todos juntos. Se encontró a Umm Hanafi que la esperaba. La sirvienta echó una ojeada escrutadora sobre su señora, o más bien sobre la melaya que la envolvía. Luego sacudió la cabeza de forma crítica, se acercó a ella, y colocó los pliegues de aquella alrededor de su cuerpo, y le enseñó cómo sujetar el borde en la posición correcta. Su señora, que se ponía la melaya de pliegues por primera vez, la obedeció, y se perfilaron los rasgos de su estatura y su talle en un hermoso contorno que normalmente ocultaban sus amplias galabiyyas. Jadiga le lanzó una sonriente mirada de admiración, hizo un guiño a Aisha y las dos se desternillaron de risa.
Al cruzar el umbral de la puerta de salida en dirección a la calle, la mujer tuvo un momento crítico que le secó la boca, y estropeó su alegría en un acceso de angustia y un violento sentimiento de culpa. Se puso a caminar lentamente, agarrando, nerviosa, la mano de Kamal. Su modo de andar pareció inseguro y desmadejado, como si fuera incapaz de realizar incluso los más elementales principios para moverse, además de la intensa vergüenza que le sobrevino al exponerse a los ojos de gente que conocía desde mucho tiempo atrás a través de los orificios de la celosía: Amm Huseyn, el barbero; Darwish, el vendedor de habas; el-Fuli, el lechero; Bayumi, el de las bebidas, y Abu Sari, el de las pipas. Se imaginó incluso que ellos la reconocerían como ella los reconocía a ellos, o precisamente por este último motivo. Le costó trabajo confirmar en su pensamiento la verdad evidente de que sus ojos no se habían posado jamás sobre ella.
En esta situación cruzaron la calle hacia el adarve de Qírmiz porque, aunque había caminos más cortos para ir a la mezquita de el-Huseyn, este no pasaba —como la calle de el-Nahhasín— por la tienda del señor, además de no haber tiendas ni, salvo en raras ocasiones, peatones. Se detuvo un instante antes de adentrarse en él y se volvió hacia la celosía, donde vio la silueta de sus dos hijas tras un postigo mientras que el otro mostraba los rostros sonrientes de Yasín y Fahmi, y sacó de sus miradas una valentía que le ayudó en su confusión. Luego apresuraron sus pasos —ella y el chiquillo— y atravesaron con cierta tranquilidad el adarve desierto. Ni la angustia ni el sentimiento de culpa la habían abandonado, pero ambos se fueron quedando en el margen de la conciencia, cuyo centro ocupaba un sentimiento de curiosidad hacia el mundo que se presentaba a su vista: un adarve, una plaza, sus extraños edificios y sus numerosas personas. Halló una ingenua alegría por participar en el movimiento y la libertad de los vivos. La alegría de quien ha pasado un cuarto de siglo prisionera de los muros, exceptuando unas contadas visitas a su madre en el-Juranfísh —unas pocas veces al año—, que realizaba en el interior de un coche de caballos en compañía del señor, sin tener valor ni siquiera para mirar disimuladamente a la calle. Preguntó a Kamal sobre las cosas que veían, los edificios y los lugares que encontraban por casualidad en su camino. El chiquillo le respondía con todo lujo de detalles, orgulloso del papel de guía que desempeñaba: «Esta es la famosa galería de Qírmiz; antes de entrar en ella es necesario recitar la fátiha para protegerse de los ifrits que viven allí; esta es la Plaza de Bayt el-Qadi, con sus grandes árboles…». Él la había llamado «Plaza de las Barbas del Pacha», por el nombre de las flores que había en lo alto de los árboles, y otra vez la llamó «Plaza Shengarli», por el nombre del turco que vendía chocolate. «Este edificio tan grande es la comisaría de el-Gamaliyya». A pesar de que el chiquillo no encontraba allí nada que mereciera su atención, salvo la espada que pendía de la cintura del centinela, la madre le lanzó una mirada llena de curiosidad, digna del lugar en el que estaba el hombre que había intentado pedir la mano de Aisha. Llegaron a la escuela elemental de Jan Gafar, en la que había pasado un año antes de ingresar en la primaria de Jalil Aga. Señaló hacia su antiguo balcón y dijo: «En ese balcón nos ponía el sheyj Mahdi de cara a la pared a la menor falta, y nos pegaba con el zapato cinco, seis o diez veces, tantas como le parecía bien». Luego señaló una tienda situada debajo del balcón y dijo tras detenerse, y con un tono cuyo significado no se le ocultó a la madre: «Este es Amm Sadiq, el que vende las golosinas», y no consintió en moverse de su sitio hasta conseguir una piastra con la que compró un malban rojo. Tras esto, giraron hacia la calle de Jan Gafar y se les apareció a lo lejos un lado de la fachada de la mezquita de el-Huseyn, en cuyo centro había una inmensa ventana. La superficie estaba adornada de arabescos, y sobre el muro de la terraza se elevaban unas almenas muy juntas, como puntas de lanza. Ella preguntó con la alegría cantando en su pecho: «¿Sayyidna el-Huseyn?». Cuando él le contestó afirmativamente, comparó el espectáculo al que ahora se aproximaba —había apretado el paso por primera vez desde que saliera de casa— con el cuadro que del mismo se había forjado en su imaginación de acuerdo con los modelos de las mezquitas accesibles a su vista, como las de Qalawún y Barquq. Encontró la realidad por debajo de lo que había imaginado, ya que ella había agrandado la imagen a lo largo y a lo ancho en la medida que correspondía al rango que ocupaba el patrón de la mezquita en su alma. Sin embargo, esta diferencia entre lo real y lo imaginado no dejó ninguna huella en la alegría del encuentro que embargaba su corazón. Rodearon la mezquita hasta la puerta verde, y se sumaron a la multitud de las mujeres que entraban.
Cuando los pies de la mujer pisaron el suelo de la mezquita, sintió que su cuerpo se derretía de dulzura, cariño y ternura, y que se transformaba en un espíritu volátil que batía sus alas en un cielo en el que resplandecía el aroma de la profecía y la revelación. Sus ojos se inundaron de lágrimas que la ayudaron a mitigar la agitación de su pecho, el ardor de su amor y de su fe, y su enorme gratitud y alegría. Se puso a devorar el lugar con ojos anhelantes y curiosos: los muros, el techo, las columnas, las alfombras, las lámparas, el almimbar y los mihrab. Kamal, a su lado, miraba estas cosas desde otro punto de vista característico de él: ¿Sería la mezquita un lugar de visita para la gente durante el día y la primera parte de la noche y, después, una casa por la que su patrón mártir fuera y viniera, disfrutando del mobiliario que allí había, del mismo modo que haría un propietario con sus posesiones? ¿La recorrería entera, rezaría en el mihrab, subiría al almimbar y a las ventanas para dominar el barrio que la rodeaba? ¡Cómo le gustaba soñar que lo dejaban en la mezquita después de cerrar las puertas, para poder encontrarse cara a cara con el-Huseyn y pasar una noche entera en su presencia hasta que fuera de día! Se imaginó las muestras de amor y sumisión dignas de ofrecerle durante el encuentro, los deseos y anhelos apropiados para poner a sus pies, y el cariño y la bendición que, tras todo esto, esperaría de él. Se imaginó a sí mismo acercándosele con la cabeza baja mientras el mártir le preguntaba con dulzura: «¿Quién eres?», y él le respondería besando su mano: «Kamal Ahmad Abd el-Gawwad» y, al preguntarle por su ocupación, él le diría: «Soy alumno —sin olvidarse de alabar su talento— de la escuela de Jalil Aga». Al preguntarle qué le había llevado a aquella hora de la noche, contestaría que el amor por los descendientes del Profeta en general, y por el-Huseyn en particular. El mártir le sonreiría con cariño y lo invitaría a que lo acompañara en su recorrido nocturno. Mientras tanto, Kamal le revelaría todos sus deseos: «Asegúrame que podré jugar como me dé la gana dentro y fuera de la casa, que Aisha y Jadiga se quedarán siempre con nosotros, que cambiarás el carácter de mi padre, que prolongarás la vida de mi madre hasta la eternidad, que recibiré dinero en cantidad suficiente, y que iremos todos al Paraíso sin pasar por el Juicio».
Durante este tiempo, la corriente de las visitantes que se arrastraba con lentitud los empujó poco a poco hasta que se encontraron en la cámara funeraria. Después de todo lo que ella había ansiado visitar esta habitación —como se anhela un sueño imposible de realizar en este mundo—, de pronto se quedó parada en pleno centro y, es más, pegada a las paredes del sepulcro mismo, contemplándolo a través de las lágrimas. Le hubiera gustado detenerse un rato para gozar largo tiempo paladeando la felicidad, de no haber sido por la intensa presión del gentío. Extendió su mano hacia las paredes de madera, y Kamal la imitó; después, ambos recitaron la fátiha. Tocó las paredes y las besó, mientras su lengua no dejaba de rezar e implorar. Le hubiera gustado quedarse largo tiempo, o sentarse en uno de los rincones para volver a observar, a reflexionar y hacer de nuevo la vuelta ritual al sepulcro. Pero el guardián de la mezquita estaba al acecho y no permitía que nadie se detuviera, daba prisa a las rezagadas y mostraba su largo bastón en señal de advertencia. Rogaba a todas que terminaran la visita antes de que llegara la hora de la oración del viernes. Ella había bebido hasta hartarse de la fuente fresca, pero no había apagado su sed, y ¡qué lejos estaba de apagarla! La vuelta ritual había despertado su ternura, cuyas fuentes habían fluido por la salida recién abierta. Esta se había extendido y desbordado, y no cesaría de buscar una mayor proximidad y deleite. Cuando se vio obligada a abandonar la mezquita, su alma fue arrancada de allí de cuajo y depositó su corazón en el edificio mientras le volvía la espalda. Luego marchó exhausta, atormentada por los sentimientos de decir el último adiós. Sin embargo, la conformidad y la resignación que eran innatos en ella le reprocharon el haberse entregado a la tristeza, y esto hizo que volviera a gozar largo tiempo de la felicidad conseguida, consolándose de la idea de la separación.
Kamal la invitó a que viera su escuela, y se dirigieron hacia ella, al final de la calle de el-Huseyn. Se detuvieron ante esta un buen rato y, cuando ella quiso volver por donde había venido, el niño advirtió que llegaba el final del feliz paseo con su madre, con el que nunca había soñado. Se negó a renunciar a él y se empeñó en defenderlo; así, propuso a su madre que caminaran juntos por la nueva avenida hasta el-Guriyya. Para terminar con la resistencia que se mostró en una forma ceñuda y sonriente desde detrás del velo, el niño juró por el-Huseyn; ella suspiró y se entregó a su manita.
Empezaron a caminar en medio de un inmenso gentío, entre riadas de personas que iban y venían, entrechocándose, en todas direcciones; un gentío del que no habían encontrado ni la centésima parte en la calle tranquila por la que habían venido. La mujer se sintió confusa y empezó a perder el aliento con un gran desasosiego. No tardó en quejarse a su hijo de la fatiga y el agotamiento que sentía, pero el interés del chiquillo por completar la feliz salida cerró sus oídos a las cuitas de ella, y la animó a continuar el paseo. La distrajo de su cansancio enseñándole las tiendas, los coches y los peatones, mientras que ambos se acercaban con gran lentitud a la desviación de el-Guriyya. En aquella curva apareció ante ellos la tienda de fatira y al niño se le hizo la boca agua. Sus ojos se quedaron fijamente clavados en ella, y se puso a pensar en un medio para convencer a su madre de que entraran en la tienda y compraran una fatira. Mientras lo pensaba llegaron a la tienda, pero, de repente, su madre le soltó la mano. Se volvió hacia ella con gesto interrogante, y la vio caída de bruces. A Amina se le escapó un profundo ¡ay!, y los ojos del niño se dilataron de desconcierto, quedándose petrificado de terror. Pero, a pesar de su desconcierto y su miedo, vio con el rabillo del ojo —casi en el mismo momento— un coche que frenaba en medio de un brusco ruido y una estela de humo y polvo. Estuvo a punto de atropellar a la mujer caída, si no la hubiera esquivado a un palmo de distancia. Se elevó un grito y se armó un gran bullicio. La gente salió corriendo hacia el lugar desde todos los puntos de la calle, como corren los chiquillos hacia la flauta del encantador de serpientes. Se amontonaron a su alrededor en un apretado corro en el que se veían ojos curiosos, cabezas de cuellos estirados y lenguas que gritaban unas palabras en las que se mezclaban las preguntas con las respuestas. Kamal volvió un poco en sí de la impresión, y miró alternativamente a su madre caída a sus pies y a la gente, en un estado que evidenciaba el miedo y la petición de socorro. Luego se dejó caer de rodillas junto a ella y puso la palma de la mano en su hombro, mientras la llamaba con una voz deshecha por el calor de la súplica. Pero ella no le respondió. Levantó la cabeza mirando los rostros de la gente, y después gritó llorando con ardientes sollozos que se elevaron por encima del bullicio que lo rodeaba hasta casi hacerlo callar. Algunos intentaron consolarlo con palabras que no tenían ningún significado, y otros se inclinaron curiosos sobre su madre con unas miradas tras las cuales se ocultaban dos deseos: uno de ellos era rogar por la salud de la víctima, y el otro —en un caso desesperado— era tratar de ver la muerte —esa sentencia irrevocable y predestinada— que llamaba a una puerta que no era la suya, y arrancando un alma que no era la suya, como si quisieran llevar a cabo una especie de ensayo tranquilo del importante papel que todos estaban condenados a representar al final de la vida. Uno de ellos gritó: «La ha golpeado la portezuela izquierda del coche en la espalda». El conductor, que había salido del coche y estaba de pie, asfixiado por el ambiente de acusación que lo envolvía, dijo: «Yo me he apartado de la acera de golpe, y no he podido evitar chocar con ella, pero he frenado con rapidez y el topetazo ha resultado leve. Si no llega a ser por la protección divina, la habría arrollado». Llegó una voz de entre los que la contemplaban: «Aún respira…, sólo se ha desvanecido». El conductor añadió, mirando a hurtadillas al policía que llegaba, con su sable que se mecía en el lado izquierdo: «Sólo ha sido un leve encontronazo. No ha sido nada. Ella está bien…, está bien, señores, ¡por Dios!». Luego se destacó la figura del primer hombre que se había acercado a examinarla y que dijo como si echara un discurso: «Apartaos, no le quitéis el aire. Ha abierto los ojos, está bien, bien. ¡Alabado sea Dios!». Había hablado con una alegría no carente de orgullo, como si fuera él quien le había devuelto la vida. Luego se volvió hacia Kamal que estaba dominado por un llanto nervioso, al que se había entregado con tal excitación que el consuelo de la gente no le era suficiente. El hombre se volvió hacia él y le acarició la mejilla con ternura, diciéndole: «Ya basta, hijito. Tu madre está bien. Mira. Ven y ayúdame a levantarla». Pero Kamal no paró de llorar hasta que vio moverse a su madre. Se inclinó y puso la mano izquierda de ella sobre su hombro, ayudando al hombre a levantarla hasta que, con un intenso esfuerzo, la mujer pudo levantarse entre los dos, débil y agotada. Se le había caído la melaya y algunas manos se extendieron para volvérsela a colocar en su sitio, en la medida de lo posible, alrededor de los hombros. Luego, el vendedor de la fatira, ya que el accidente había ocurrido delante de su tienda, le ofreció una silla. La sentaron en ella y él le trajo un vaso de agua. Tomó un sorbo cuya mitad se derramó sobre el cuello y el pecho, y enjugó con la mano con un movimiento reflejo mientras suspiraba profundamente. Empezó a jadear con dificultad y a mirar aturdida los rostros de quienes la observaban.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó—. ¿Qué ha ocurrido? ¡Dios mío! ¿Por qué lloras, Kamal?
Entonces el policía se acercó a ella, y le preguntó:
—¿Te duele algo, señora? ¿Puedes andar hasta la comisaría?
La palabra «comisaría» estalló en la mente de la mujer y estremeció sus entrañas. Exclamó con terror:
—¿Por qué voy a ir a la comisaría? No iré nunca allí. El policía dijo:
—Un coche te ha atropellado y derribado, y si tienes algún daño es necesario que vayáis tú y ese conductor a la comisaría para que se redacte el acta.
Pero ella dijo jadeando:
—No, no. No iré. Estoy bien.
—Asegúrate de lo que dices —dijo el policía—. Levántate y ponte a caminar para que podamos ver si tienes algo.
No dudó en levantarse, empujada por el terror que había desencadenado la alusión a la comisaría, se irguió y se ajustó la melaya. Luego empezó a andar bajo los ojos curiosos, mientras Kamal, a su lado, le sacudía el polvo que tenía en la melaya. Luego ella dijo al policía, deseando que terminara este penoso asunto a cualquier precio: «Estoy bien». Luego, señalando al conductor: «Dejadlo. No tengo nada». A medida que la dominaba el miedo, dejó de sentir debilidad, ya que la aterraba el espectáculo de la gente que la miraba, y especialmente el policía que estaba a la cabeza. Se estremeció bajo la impresión de las miradas que se dirigían hacia ella desde todos los lugares, desafiando con profundo desprecio una larga vida de aislamiento y recato. Apareció ante sus ojos, por encima de esta multitud, la imagen del señor como si escudriñara su rostro con ojos de hielo y piedra, augurando un mal que ella no era capaz de imaginar. Se dirigió hacia el-Saga sin soltar la mano del chiquillo, y nadie se cruzó en su camino. Aún no los había ocultado la curva de la calle, cuando sollozó desde lo más profundo de su ser y habló a Kamal como si lo hiciera consigo misma:
—Dios mío, ¿qué ha pasado? ¿Qué he visto, Kamal? Ha sido como una pesadilla. Me ha parecido que caía desde lo alto hacia un abismo tenebroso y que la tierra daba vueltas bajo mis pies. Luego he perdido la conciencia de todo hasta que he abierto los ojos ante este terrible espectáculo. ¡Señor! ¿Quería verdaderamente llevarme a la comisaría? ¡Cielos, Señor! ¿Cuándo llegaremos a casa, Dios Salvador? ¿Has llorado mucho, Kamal? ¡Ojalá tus ojos no me falten nunca! Sécatelos con este pañuelo hasta que te laves la cara en casa. ¡Ay!
A punto de cruzar la calle de el-Saga, se detuvo. Apoyó la mano sobre el hombro del niño y su rostro se contrajo. Kamal la miró inquieto y le preguntó:
—¡¿Qué te pasa?!
Ella cerró los ojos y dijo con voz débil:
—Estoy cansada… Muy cansada. Apenas me sostienen las piernas. Llama al primer coche que encuentres, Kamal.
Kamal miró a su alrededor, y sólo vio un carro parado ante la puerta del hospital de Qalawún. Llamó al carretero, que se apresuró a poner el vehículo en movimiento hasta detenerlo ante ellos. La madre se acercó apoyada en el hombro de Kamal y, después, subió al carromato con su ayuda, apoyándose también en el hombro del carretero, que lo puso a su altura hasta que ella se sentó con su hijo al lado, y el cochero saltó al pescante azuzando con el mango de su látigo al burro, que empezó a andar con paso lento, mientras el coche se tambaleaba crujiendo tras él. La mujer suspiró entre balbuceos:
—¡Cuánto me duele! Tengo los huesos del hombro deshechos. Kamal, por su parte, tenía la vista clavada en ella con inquietud y angustia. El carro pasó en su camino por la tienda del señor, sin que ninguno de los dos prestara atención. Kamal siguió mirando hacia delante hasta que aparecieron ante él las celosías de la casa. Ya no recordaría del feliz paseo más que su triste final.