26

Tan pronto como el señor abandonó la casa, su opinión sobre el compromiso de Aisha se divulgó y, a pesar de que fue acogida con resignación general —la resignación de quien no tiene otro recurso—, tuvo ecos contradictorios en las almas. Fahmi se entristeció por la noticia y sintió que se privaba a Aisha de un marido conveniente, como era su amigo Hasan Ibrahim. Cierto que, antes de que su padre zanjara el asunto, se debatía entre el entusiasmo por el novio que se había presentado y la compasión por la crítica situación de Jadiga. Pero, una vez que se había zanjado y que su lado compasivo hacia esta se había tranquilizado, la otra parte, interesada por la felicidad de Aisha, se sintió afligida y pudo manifestar abiertamente su opinión:

—No hay duda —dijo— de que el futuro de Jadiga nos preocupa a todos, pero no estoy de acuerdo con insistir en privar a Aisha de la buena ocasión que se le ofrece. La suerte es un misterio que sólo Dios conoce y quizá Él reserve un mejor destino al rezagado que al que va por delante.

Posiblemente Jadiga se sentía más culpable que nadie al interponerse por segunda vez en el camino de su hermana. Mientras se sentía en peligro, no pensó en la culpa, pero cuando llegó a sus oídos la opinión definitiva de su padre y el peligro que la amenazaba retrocedió, la rabia y el dolor la abandonaron, y su lugar lo ocupó un penoso sentimiento de vergüenza y culpa. A pesar de que las palabras de Fahmi no habían dejado una huella agradable en su espíritu, pues en lo más profundo de sí misma deseaba encontrar entusiasmo por parte de todos hacia el parecer de su padre y ser ella la única que se opusiera, Jadiga dijo a modo de comentario:

—Fahmi tiene razón en lo que ha dicho, y esta ha sido siempre mi opinión.

Yasín volvió a reafirmar su anterior punto de vista:

—El matrimonio es el destino de todo ser viviente… ¡no temáis ni os inquietéis!

Esta vez se contentó con pronunciar esas palabras generales, a pesar de su pasión por Aisha y su enorme disgusto por la injusticia de que había sido objeto, pero tuvo miedo de exponer su opinión claramente y que Jadiga tomara a mal su comprensión, o que pensara que había relación entre este punto de vista y las numerosas disputas inocentes que se desencadenaban entre los dos. Además, al enfrentarse con los asuntos graves y delicados de la familia, su sensación interna de ser sólo hermanastro le impedía manifestar una opinión susceptible de herir a uno de sus miembros. Aisha no había dicho palabra y tuvo que hablar a la fuerza, no fuera que su silencio denunciara el dolor que estaba resuelta a ocultar, aparentando indiferencia ante él, fuera cual fuese el suplicio y la tensión que eso le exigiera. Es más, decidió mostrar tranquilidad en consonancia con el ambiente de una casa que no reconocía a los sentimientos ninguno de sus derechos, y en la que se disimulaban los deseos de los corazones con la máscara de la renuncia y la hipocresía.

—No está bien que yo me case antes que Jadiga —dijo—. Lo mejor de todo es lo que opina mi padre —luego sonrió—. ¿Por qué precipitáis la boda? ¿Quién os ha dicho que vamos a tener en el hogar conyugal una vida tan feliz como la que tenemos en casa de nuestro padre?

Ya que la conversación seguía, como era costumbre cada noche, en torno a la estufa, no se abstuvo de participar en ella tanto como pudo, a pesar de la distracción de su mente y la dispersión de su espíritu. En realidad, ¡cómo se parecía a una gallina degollada que se lanza con las alas extendidas, como sacudida por la viveza y la energía, mientras le fluye la sangre del pescuezo y pierde las últimas gotas de vida!

Como esperaba este resultado antes de que el caso fuera expuesto a su padre, no había ninguna esperanza oculta que jugase con sus sueños, como juega con nosotros la esperanza de ganar «el gordo» de la gran lotería. Al principio, había acatado la oposición a su matrimonio, impulsada por la generosidad del triunfo y de la felicidad, y por compasión hacia su desafortunada hermana. Ahora se había apagado la generosidad, se había secado la compasión y sólo quedaba resentimiento, indignación y desesperación. No tenía nada que hacer. Esta era la voluntad inamovible del padre, y ella sólo podía acatarla y someterse; más aún, debía además estar de acuerdo y satisfecha, porque la mera desolación era una falta imperdonable. En cuanto a protestar, era un pecado indigno de su educación y de su pudor. Había despertado de la embriaguez de la desbordante felicidad con la que se había extasiado día y noche, para pasar a una oscura desesperación. ¡Qué densa es la oscuridad que sigue a la luz resplandeciente! En esta situación, el dolor no se limita a la tiniebla del momento, sino que se multiplica una y otra vez ante el pesar de la luz que desaparece. Se preguntaba a sí misma: Si había una luz capaz de brillar largo tiempo, ¿por qué no continuaba luciendo? ¿Por qué se apagaba? ¿Por qué se había apagado, para convertirse en un nuevo pesar que añadir a los otros, que la tristeza ya entretejía en torno a su corazón, apartándola de los recuerdos del pasado, de la situación real y de los sueños del futuro? A pesar de estar inmersa en todos estos pensamientos y de estar presentes en su conciencia justo por eso, volvió a preguntarse, como si lo hiciera por primera vez, y como si la amarga verdad chocase con su mente también por vez primera: ¿Se había apagado verdaderamente la luz? ¿Acaso se habían cortado los lazos que había entre ella y el joven que llenaba su corazón y su imaginación?

Una pregunta nueva, a pesar de su reiteración; un nuevo choque, a pesar de haberle penetrado hasta los huesos; porque el dolor ardiente sigue en el litigio con la desesperación anclada en las entrañas, y con las ilusiones que se desvanecen en el aire cuando un rayo de esperanza destrozada las hace volar en pedazos, para volver luego a anclarse ese dolor en las entrañas y más tarde salir a flote otra vez, y una tercera, hasta que se retira a su refugio —cuando ya el alma ha dicho adiós a sus últimas esperanzas—, para no abandonarlo jamás, y acaba como si nunca hubiera existido ni pudiera existir. ¡Qué poca importancia le habían dado al asunto! Lo habían tratado igual que se tratan los asuntos cotidianos, como «qué se va a comer mañana», «ayer noche tuve un sueño extraño» o «el perfume del jazmín llena el aire de la terraza». Una palabra por aquí, una palabra por allá. Se lanza una propuesta, se expone una opinión con una calma y una cordura extrañas, luego una sonriente palabra de consuelo y otra de aliento, como si se tratara de una broma. Después la conversación cambia y se dispersa. Todo ha terminado y se incorpora a la historia que la familia relegará al olvido. ¿Dónde está su corazón? ¡No tiene corazón! Nadie se imagina que existe. No existe en realidad. ¡Qué extraña se siente, qué miserable y perdida! Ellos no tienen nada que ver con ella, ni ella con ellos. Está sola, rechazada, los lazos rotos. Pero ¿cómo iba a olvidar que una sola palabra, si la lengua de su padre la hubiera pronunciado, habría bastado para cambiar la faz de la tierra y crearle un mundo nuevo? Una sola palabra nada más. No era más que la pronunciación de un «sí», y se habría producido el milagro. No le habría costado sino la décima parte del esfuerzo que le había costado la larga discusión que terminó en la negativa. Pero no fue esa su voluntad, y escogió para ella todo este suplicio. A pesar de que estaba dolida, furiosa e indignada, su dolor, su furia y su indignación se detuvieron ante la persona de su padre, y se alejó de él desilusionada, como retrocede una fiera enfurecida cuando se le presenta delante su domador al que ama y teme. Ella no podía atacarle ni siquiera en lo más profundo de su alma, y su corazón continuó guardándole fidelidad y amor, sin sentir hacia él más que entrega y lealtad, como si fuera un dios cuya sentencia no pudiera aceptarse sino con resignación, amor y lealtad.

Esa noche, la pequeña apretó la cuerda de la desesperación alrededor de su delicado cuello, y su sensible corazón tuvo la certeza de haberse secado y haber quedado estéril para siempre. El papel que se había empeñado en representar ante ellos, de alegría e indiferencia, y el esfuerzo autoimpuesto de participar en su tertulia, redoblaron su nerviosismo hasta que su dorada cabeza se sintió aplastada por el peso, y las voces se convirtieron en un ruido ensordecedor. Cuando llegó el momento de retirarse al dormitorio, se fue tan fatigada como una enferma. Allí, en la seguridad de las tinieblas de la habitación, su rostro se ensombreció por primera vez como reflejo de la imagen verdadera de su corazón.

Sin embargo, la había seguido una espía —Jadiga—, y estuvo segura desde el principio de que no le serviría de nada disimular con ella. Se había defendido de sus miradas en la reunión, pero ahora, si se sentaba con ella, no podría escapar ni huir. Temía que la chica abordara el tema con su conocida terquedad, y esperaba que su voz se infiltrara en sus oídos de un momento a otro. Su corazón aceptaba la conversación, no porque resucitara una nueva esperanza, sino porque esperaba un poco de consuelo tras las disculpas y el apuro que inexorablemente le manifestaría su hermana con sinceridad. La espera no se prolongó, y no tardó en llegarle la voz que decía a través de la oscuridad:

—Aisha, estoy triste y apenada, pero Dios sabe que no he podido hacer nada. Me hubiera gustado tener valor para rogarle a mi padre que rectificara su opinión.

Presa del arrebato de ira que la asaltó en cuanto oyó aquel tono entristecido, se preguntó qué sinceridad o hipocresía habría detrás de tales palabras, pero se vio obligada a volver al tono falso que había mantenido en la conversación cuando se reunieron con la madre.

—¿Por qué estar triste y desolada? —dijo—. Mi padre no se ha equivocado ni ha cometido ninguna injusticia. ¡No hay razón para precipitarse!

—Esta es la segunda vez que se retrasa tu matrimonio por mi causa.

—No me apena en absoluto.

—Pero esta vez no es como la primera —dijo Jadiga con toda intención.

La muchacha captó a la velocidad del rayo lo que había tras aquellas palabras, y su corazón latió de congoja y pesar; lloró emocionada de amor, ese amor escondido que se alteraba con cualquier estímulo llegado del exterior, de forma espontánea o intencionada, como se despierta el dolor de la herida al tocarla o del furúnculo al sajarlo. Intentó hablar, pero se contuvo a la fuerza, porque le faltaba el aliento y porque temía que el tono de su voz la traicionara. Entonces Jadiga suspiró diciendo:

—Es por eso por lo que me encuentras tan triste y apenada. Pero Nuestro Señor es generoso y no hay desgracia que no tenga consuelo. Es posible que él espere, que sea paciente, y que te toque en suerte, a pesar de las apariencias.

Todos sus miembros gritaron «Ojalá», pero su lengua dijo:

—Me da lo mismo una cosa que otra. El asunto es más sencillo de lo que crees.

—Espero que sea así. ¡Estoy muy triste y afligida, Aisha!

De repente se abrió la puerta y apareció la silueta de Kamal en la tenue luz que se filtraba por la abertura.

—¿A qué has venido? —le gritó Jadiga enfadada—. ¿Qué es lo que quieres?

—No me regañes y hazme un sitio —dijo el chiquillo con una voz que denunciaba su protesta ante el mal recibimiento.

Saltó a la cama y se puso de rodillas entre ambas, luego deslizó una mano hacia la una y otra mano hacia la otra, y empezó a hacerles cosquillas para preparar un clima agradable a su conversación, no el que presagiaba la regañina de Jadiga. Pero ellas se lo quitaron de encima y le dijeron casi al unísono:

—Ahora tienes que dormir. Vete a acostar.

Pero él exclamó furioso:

—¡No me iré hasta que sepa lo que he venido a preguntar!

—¿Y qué quieres preguntar a estas horas de la noche?

—Quiero saber si os iréis de casa cuando os caséis —dijo cambiando el tono para garantizarse su respuesta.

—¡Espérate hasta que llegue el matrimonio! —le gritó Jadiga.

—Pero ¿qué es el matrimonio? —insistió él.

—¿Cómo voy a contestarte si yo no me he casado? Vete a dormir y Dios no te castigará.

—No me iré hasta saberlo.

—Cariño, déjalo en manos de Dios y vete de aquí.

—Quiero saber si os iréis de casa cuando os caséis —añadió con voz triste.

—Sí, señor —dijo ella exasperada—, ¿qué otra cosa quieres?

—Entonces, no os caséis —respondió él afligido—; eso es lo que quiero.

—A tus órdenes.

—No puedo soportar que os vayáis lejos de nosotros —volvió a protestar con violencia—, y pediré a Dios que no os case.

—¡De tu boca a la puerta del cielo! —exclamó Jadiga—. Venga, venga, ¡qué Nuestro Señor te conceda ese honor! Por favor, déjanos en paz.