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A pesar de que Amina había experimentado en su vida más de una ocasión capaz de turbar su serenidad, no estaba acostumbrada a un nuevo tipo de causa que resaltaba por su especial naturaleza, ya que parecía en sí misma, al contrario de las anteriores, de esas que la gente considera elementos esenciales de la felicidad en este mundo. A pesar de esto, se había convertido en su casa, y especialmente en su corazón, en motivo importante de angustia y preocupación. ¡Qué razón tenía al preguntarse: «Quién hubiera pensado que la presencia de un novio, cosa que todos suspiran por recibir, nos haya traído todas estas penalidades»! Pero así había ocurrido, y su corazón se debatía entre más de una opinión, sin sentirse segura con ninguna de ellas. Unas veces creía que aprobar la boda de Aisha antes que la de su hija mayor era una garantía de que el futuro de Jadiga estaba condenado. Otras, que empeñarse en contradecir al destino era ponerse en una situación en extremo peligrosa, que se volvería contra las chicas con fatales consecuencias. Además, la angustiaba sobremanera dar con la puerta en las narices a un novio excelente como era el joven oficial, que la suerte volvería difícilmente a presentar. Pero ¿qué sería de Jadiga si daba su consentimiento? ¿Qué sería de su suerte y de su futuro? No sabía qué decisión tomar, en tanto que su carácter, tan radicalmente negativo, la colocaba así en la imposibilidad más absoluta de encontrar una solución acertada a cualquier problema. Por eso halló sosiego cuando decidió echar toda la carga sobre los hombros del señor. Más aún, alcanzó este sosiego a pesar del miedo que la embargaba siempre que se atrevía a exponerle un asunto de cuya buena acogida dudaba. Esperó hasta que el señor acabó de sorber el café, para decirle luego, con una voz tenue y clara, llena de cortesía y humildad:

—Señor, Fahmi me ha contado que un amigo suyo le ha rogado que te exponga su deseo de pedir la mano de Aisha.

Los ojos azules lanzaron una mirada de interés y estupor por encima del sofá hacia el lugar donde estaba sentada la mujer en un puf, no lejos de sus pies, como si le dijera: «¿Cómo me hablas de Aisha si yo estaba esperando noticias de Jadiga después del asunto de las tres visitantes?». Luego preguntó para asegurarse de lo que había escuchado:

—¿Aisha? —Sí, señor.

Este miró al frente fastidiado y luego dijo como hablando consigo mismo:

—He decidido desde hace tiempo que esto era prematuro.

—Conozco tu opinión, señor —dijo la mujer antes de que él pensara que se oponía a su punto de vista—, pero es necesario que yo te tenga al corriente de todo lo que ocurre en nuestra casa.

El hombre la examinó con una mirada acerada, como si indagase cuanto de verdad y franqueza había en esas palabras, pero sus ojos brillaron con un repentino interés que lo desvió de su investigación, y preguntó con preocupación y ansiedad:

—¿Guarda esto relación con las señoras que vinieron a visitarte?

Exclusivamente ella y Fahmi conocían esta relación. Aunque el joven le había propuesto ocultar este asunto a su padre cuando le diera la noticia, ella le había prometido pensar largamente en la cuestión, dudando si aceptarla o rechazarla. Finalmente se había inclinado por ocultarla, tal como le había propuesto Fahmi, pero cuando hubo de contestar a la pregunta del señor y sintió la mirada de sus ojos como la luz ardiente del sol, su propósito se desvaneció y se le esfumó de su pensamiento.

—Sí, señor —dijo sin vacilar—. Fahmi ha sabido que son parientes de su amigo. El señor frunció el ceño irritado y, como solía ocurrir cuando se enfadaba, la superficie de su pálido rostro se tiñó de sangre y sus ojos echaron chispas. Quien despreciara a Jadiga, lo despreciaba a él, y quien atentara contra su dignidad era como si pisoteara de lleno la suya propia. Pero sólo mostró su enfado por medio de la voz, que fue elevándose y enronqueciendo a medida que preguntaba con rabia y desdén:

—¿Quién es ese amigo?

—Hasan Ibrahim, oficial de la comisaría de el-Gamaliyya —dijo mientras sentía, al pronunciar el nombre, una angustia cuya causa no sabría explicar.

—¿No me dijiste que sólo habías presentado a Jadiga a las visitantes? —inquirió el señor con excitación.

—Sí, señor.

—¿Te han vuelto a visitar?

—Claro que no, señor; si no, te lo habría dicho.

—¡Envía a sus parientas, ven a Jadiga y piden a Aisha! ¿Qué significa esto? —le preguntó con malos modos, como si ella fuera la responsable de este extraño suceso.

La madre tragó la saliva que se le había secado entre dimes y diretes, y murmuró:

—En un caso como este, las casamenteras no entran en la casa que se proponen sin haber visitado antes muchas de las casas de los vecinos, indagando lo que les interesa. De hecho ellas, al hablar conmigo, dieron a entender que habían oído decir que el señor tenía dos hijas y, posiblemente, el presentarles a la una sin la otra…

Quería decir: «Posiblemente, el presentarles a la una sin la otra les haya confirmado lo que habían oído acerca de la belleza de la menor», pero se calló, temiendo por una parte que se redoblara su cólera y, por otra, apenada de declarar abiertamente esta verdad que se aferraba a su mente con tonos sombríos de angustia y tristeza. Guardó silencio y se contentó con terminar sus palabras con un gesto de la mano como si dijera: «Etcétera, etcétera».

El señor clavó en ella una mirada penetrante hasta que la mujer bajó la vista con sumisión, mientras él volvía a un estado de irritación y tristeza tal que condensó toda la ira en su pecho. Empezó a golpearse las costillas con el deseo de respirar o de buscar ayuda, luego gritó con voz tempestuosa:

—¡Sabemos todo eso! ¡He aquí un novio que se presenta a pedir la mano de tu hija! ¡Déjame oír tu opinión!

Ella sintió que su pregunta la llevaba hacia un pozo sin fondo y dijo, sin vacilar, mientras extendía las palmas de las manos con calma:

—Mi opinión es la tuya, señor, no tengo otra.

—Si es como tú dices —rugió—, no habrías venido a hablarme del tema.

—Sólo te he hablado, señor, para informarte de la seriedad del asunto —dijo con acento apasionado y temeroso—, ya que mi deber me obliga a informarte de todo lo que se relaciona, de cerca o de lejos, con tu casa.

Él movió la cabeza, furioso, diciendo:

—¿Quién sabe? ¡Dios! ¿Quién sabe? Tú no eres más que una mujer y todas las mujeres sois tontas. El matrimonio, especialmente, os hace perder la cabeza. Quizá tú…

—Señor, ¡Dios me libre de que pienses así de mí! —le interrumpió ella con voz trémula—. Jadiga es tan hija mía, de mi carne y de mi sangre, como tuya… Su suerte me parte el corazón. En cuanto a Aisha, está aún en la primavera de la vida y no le perjudicará esperar hasta que Dios ayude a su hermana.

Él empezó a atusarse el espeso bigote con gesto nervioso y, de repente, se levantó preguntando, como si se acordara de algo:

—¿Lo sabe Jadiga?

—Sí, señor.

Sacudió la mano colérico mientras chillaba:

—¿Cómo pide este oficial la mano de Aisha a pesar de que nadie la ha visto?

—Te he dicho, señor, que seguramente oyeron hablar de ella —replicó con vehemencia, a la vez que le temblaba el corazón.

—Pero él trabaja en la comisaría de el-Gamaliyya, es decir, en nuestro barrio; es como si formara parte de su gente.

—Jamás los ojos de un hombre se han posado sobre ninguna de mis hijas desde que dejaron la escuela siendo aún muy pequeñas —dijo la madre presa de una gran excitación.

Él dio una palmada y le gritó:

—¡Calma…, calma! ¿Crees que yo dudo de eso, buena mujer? Si lo hiciera el asesinato mismo me sabría a poco. Yo sólo hablo de lo que se le podría pasar por las mientes a algunos que no nos conocen. «Jamás los ojos de un hombre se han posado sobre ninguna de mis hijas». ¡Bravo! ¿Habrías querido que se posaran sobre ellas? ¡Loca disparatada! Yo repito lo que habrán propagado las lenguas desvergonzadas de la gente. Cierto… Es el oficial del barrio, recorre nuestras calles de la mañana a la noche, y no sería de extrañar que alguien pensara en la posibilidad de que haya visto a una de las dos chicas, cuando sepan que se casa con ella. No me gusta, no quiero entregar mi hija a nadie si eso va a levantar sospechas sobre mi reputación; es más, sólo llevaré a mi hija a la casa de un hombre cuando me demuestre que lo primero que lo ha impulsado a casarse con ella es su deseo sincero de emparentar conmigo…, conmigo…, conmigo… «Jamás los ojos de un hombre se han posado sobre ninguna de mis hijas». ¡Bendito sea Dios, bendito sea Dios, Amina!

La madre lo escuchó sin decir palabra y se hizo el silencio en la habitación. Luego el hombre se levantó, lo cual anunciaba que se iba a vestir y a prepararse para volver a la tienda. Ella se apresuró a levantarse mientras el señor sacaba los brazos de la galabiyya y la alzaba para quitársela, pero se detuvo antes de que el escote le traspasara la barbilla y dijo con la prenda arremangada por encima del hombro como la melena de un león:

—¿El señorito Fahmi no ha medido la trascendencia de la petición que le ha formulado su amigo? —Luego, moviendo la cabeza con pena—: La gente me envidia por tener tres hijos varones y la verdad es que sólo tengo hembras…, cinco hembras.