Aisha, cuando se contempló en el espejo, parecía enormemente maravillada de sí misma; aparte de su distinguida familia, ¿qué chica en todo el barrio se veía adornada con semejantes bucles dorados y esos ojos zarcos? Yasín la piropeaba ostensiblemente, Fahmi no dejaba de lanzarle miradas que expresaban asombro, cuando hablaba con ella de esto y de lo otro. Hasta a Kamal, el pequeño, sólo le gustaba beber en un jarro por el sitio humedecido con su saliva. Su propia madre la mimaba y la llamaba «Luna», aunque no disminuía su angustia por su fragilidad y delgadez, cosa que la impulsaba a instar a Umm Hanafi a preparar recetas para engordarla. Aisha, por su parte, posiblemente era, entre todos, la más consciente de su belleza esplendorosa, como lo mostraba el extremo cuidado que le dispensaba y lo acostumbrada que estaba a ella. Pero esta atención excesiva no pasaba sin que Jadiga la comentara incluso con reproches y reprensiones, no porque ella misma fuese descuidada, pues la verdad es que era la primera heredera de su madre en la afición por la limpieza y la elegancia, sino porque veía a la muchacha recibir el día normalmente peinándose y componiéndose aun antes de comenzar las tareas de la casa, como si no soportara que su belleza se quedara ni una sola hora sin rodearla de cuidado y protección. Pero no era sólo la preocupación por la belleza el motivo de este arreglo matinal. Cuando los hombres se iban a su trabajo, ella se refugiaba en la sala de las visitas, entreabría con un tenue chirrido los postigos de la ventana que daba a Bayn el-Qasrayn y sé plantaba detrás de ella mirando hacia la calle; entonces la invadían la angustia de la espera y el desasosiego del miedo. Así aquella mañana atisbaba indecisa entre el Baño del Sultán y la fuente de Bayn el-Qasrayn, mientras su corazón juvenil latía sin cesar, hasta que vio de lejos al «esperado» que doblaba la calle procedente de el-Juranfísh, pavoneándose con su uniforme militar y las dos estrellas que le brillaban en los hombros. Conforme se acercaba a la casa empezó a levantar con precaución los ojos sin mover la cabeza, hasta que llegó a ella y apareció en sus facciones una ligera sonrisa sumamente discreta que le llegó al corazón más que a los sentidos, como si fuera la luna creciente en su primera noche. Desapareció luego bajo la celosía, y ella dio la vuelta con precipitación para contemplarlo desde la ventana que daba a el-Nahhasín, y cuál no sería su sorpresa al ver a Jadiga encaramada en el sofá que había entre las dos ventanas, mirando a la calle por encima de la cabeza de su hermana. A Aisha se le escapó un ¡ay!, se le dilataron las pupilas con un terror evidente y se quedó clavada en el sitio. ¿Cuándo y cómo había venido? ¿Cómo se subió al sofá sin que ella la oyera? ¿Qué había visto? ¿Cuándo, cómo y qué? Jadiga la miró fijamente con los ojos entrecerrados y en silencio; prolongaba ese silencio como si quisiera alargar su suplicio. Por fin Aisha se adueñó en parte de sí misma, bajó la vista con gran esfuerzo, y se dirigió a la cama aparentando en vano que controlaba sus nervios.
—¡Hija, me has asustado! —tartamudeó.
Jadiga mostró indiferencia y siguió en su sitio encima del sofá mirando a la calle a través de la celosía. Luego murmuró socarrona:
—¿Te he asustado? ¡En el nombre de Dios! ¿Soy el coco?
Aisha apretó los dientes irritada, llena de furia y desesperación, y retrocedió un poco para ponerse a salvo de los ojos de Jadiga; pero dijo con voz tranquila:
—Te he visto de repente por encima de mi cabeza sin darme cuenta de que habías entrado. ¿Por qué andas de puntillas?
Jadiga saltó al suelo y se sentó en el sofá con una indolencia burlona.
—Lo siento, hermanita —dijo—. La próxima vez me colgaré una campana del cuello como un coche de bomberos, para que te des cuenta de mi presencia y no te asustes.
—No es necesario que te cuelgues la campana —dijo Aisha molesta y aún atemorizada—. Basta con que andes como Dios manda.
La otra dijo mientras le lanzaba una mirada llena de significado con el mismo acento socarrón:
—Nuestro Señor sabe que yo ando como Dios manda, pero parece que tú, cuando estabas detrás de la ventana, quiero decir detrás de esta celosía, te absorbiste de tal modo en lo que tenías delante, que mientras tanto perdiste la conciencia de lo que pasaba a tu alrededor y tampoco eras como Dios manda.
—¡Tú serás siempre así! —rezongó Aisha resoplando.
Jadiga volvió a guardar silencio un instante; luego apartó los ojos de su presa y alzó las cejas aparentando pensar en un problema difícil, y fingiendo a continuación alegría como si hubiera dado con la solución acertada; y dijo hablando consigo misma, esta vez sin mirar a la otra:
—Así que por eso ella canta tan a menudo, «¡Oh, el de los galones rojos, tú que me tienes prisionera, apiádate de mi desgracia!». ¡Cómo he podido yo pensar en mi buena fe que era una canción inocente sólo para divertirse!
El corazón de Aisha latió con violencia. Lo que temía había sucedido, y ya no valía la pena aferrarse a falsas ilusiones. La invadió un desasosiego que sacudió todos los rincones de su ser, y estuvo a punto de echarse a llorar; pero la desesperación que sentía la impulsó a desafiar el peligro en defensa propia, y exclamó con una voz cuyo tono inquieto diluía su significado:
—¿Qué es ese lenguaje incomprensible?
Jadiga, sin embargo, fingió no oírla, y continuó hablando consigo misma:
—¡También por esto se componía por la mañana temprano! Cuánto tiempo me he estado preguntando: ¿Es lógico que una chica se arregle antes de barrer y de sacudir el polvo? Pero ¿qué barrer ni sacudir, Jadiga, pobre de ti? ¡Vivirás idiota y morirás idiota! ¡Barre y sacude tú y no te arregles antes de trabajar, ni siquiera después! ¿Por qué vas a arreglarte, desgraciada? ¡Mira por la rendija de la ventana día tras día, y si se interesa por ti un soldado de ronda, me corto el brazo!
—¡No digas eso…, no lo digas! —exclamó Aisha inquieta.
—Ella tiene razón, Jadiga; estas son artes que tú no puedes comprender con tu mente ofuscada. Ojos azules, cabello como el oro, galón rojo y estrella reluciente, algo comprensible y razonable.
—Jadiga, estás equivocada; yo sólo estaba mirando, no para ver a nadie ni para que nadie me viera.
Jadiga la miró como si se apercibiera de su protesta por primera vez, y le preguntó a modo de disculpa:
—¿Hablas conmigo, chouchou? Perdóname, estoy pensando en algunas cosas importantes… Espera un momento para hablarme —y volvió a sacudir la cabeza reflexionando y hablando consigo misma.
—Algo comprensible y razonable —dijo Jadiga—, pero ¿cuál es tu delito, señor Ahmad Abd el-Gawwad? ¡Qué pena me das, señor honorable y generoso! ¡Ven a ver tu harén, señor mío, corona de mi cabeza!
Al oír el nombre de su padre, a Aisha se le erizaron los cabellos y le vino a la mente la conversación del señor con su madre, cuando cargó contra el deseo de Fahmi de pedir a Maryam en matrimonio: «Dime, ¿es que la ha visto? No había pensado que tuviera unos hijos que mirasen furtivamente a las mujeres de los vecinos». ¡Si esta era su opinión sobre el hijo, cuál no sería sobre la hija!
—Jadiga… —exclamó con voz estrangulada—, eso no está bien…, estás equivocada…, estás equivocada…
Pero esta siguió hablando sin mirarla:
—¡Vaya! ¿Esto es el amor? Es posible. ¿No dicen de él «El amor se ha adueñado de mi corazón? Por poco voy por su culpa a Tokar». Por cierto, ¿dónde está el Tokar ese? ¿Quizá en el-Nahhasín o más bien en la casa del señor Ahmad Abd el-Gawwad?
—¡Ya no puedo soportar tus palabras, líbrame de tu lengua! ¡Señor!, ¿por qué no me crees?
—¡Toma tus medidas, Jadiga, no estamos jugando! Tú eres la hermana mayor, y el deber es el deber por amargo que parezca. Es necesario que se enteren los interesados. ¿Le contarías el secreto a tu padre? La verdad es que no sabría cómo hablarle de un secreto tan importante. ¿A Yasín? Es como si nada. Lo más que se puede esperar de él es que canturree palabras incomprensibles. ¿A Fahmi? Pero este se inclinará a su vez ante esos cabellos dorados, fuente de todas nuestras desgracias. Pienso que lo mejor es contárselo a mamá y dejarla que actúe como le parezca.
Dio un respingo como si fuera a levantarse, pero Aisha corrió hacia ella como una gallina degollada y la cogió por los hombros gritando jadeante:
—¿Qué quieres?
—¿Me estás amenazando? —preguntó Jadiga.
Aisha quiso hablar, pero las palabras la ahogaron súbitamente y murmuró algo que el llanto desgarró de modo horrible. Jadiga se puso a mirarla fijamente pensativa y en silencio. Después cambió su expresión irónica y su rostro se ensombreció, mientras escuchaba a disgusto los sollozos de la muchacha. Luego dijo en tono serio por vez primera:
—Has metido la pata, Aisha.
Se contuvo con el rostro cada vez más sombrío; era como si su nariz hubiera aumentado notoriamente, y mostrara su emoción. Luego añadió:
—Es necesario que reconozcas tu error. Cuéntame cómo te ha seducido este juego, pedazo de loca.
—Piensas mal de mí —tartamudeó Aisha secándose los ojos.
Jadiga resopló frunciendo el ceño como si la cansara esta vana terquedad, pero renunció finalmente a intentar el ataque, o incluso a bromear. Ella sabía siempre dónde y cuándo debía detenerse sin sobrepasar los límites. La burla había saciado su agresivo y cruel instinto, y se había contentado con ella como de costumbre. Pero le quedaba otro impulso de diferente matiz, más lejos de la agresión y la crueldad, que no había satisfecho aún; una inclinación que emanaba de su sentimiento de ser la hermana mayor, más aún, de un instinto maternal que nadie de la familia consideraba equivocado, por muy severo que fuese su ataque contra ellos y viceversa, y dijo impulsada por el deseo de satisfacer este instinto amistoso:
—No seas terca, lo he visto todo con mis propios ojos. Ahora no bromeo, pero quiero dejarte claro que has cometido un gran error. Es un juego que no ha conocido esta casa en el pasado, ni quiere conocerlo en el presente ni en el futuro. No es solamente el atolondramiento lo que te ha hecho caer en él. Escúchame y sé razonable con mi consejo: no vuelvas a hacerlo nunca; nada está oculto por mucho tiempo. Imagínate lo que sería de todos nosotros si te viera alguien desde la calle, o alguno de los vecinos. Tú conoces la lengua de la gente. Imagínate lo que pasaría si llega la noticia a oídos de nuestro padre. ¡Dios nos libre!
Aisha bajó la cabeza, para que el silencio expresara su confesión. Su rostro se había ruborizado de vergüenza, de ese arrepentimiento que la conciencia hace brotar interiormente cuando una falta la ha herido. En esto Jadiga suspiró:
—¡Ojo, ojo! ¿Me entiendes? —Luego una brisa de ironía sopló sobre ella, y su tono cambió un tanto—. ¿No te ha visto? ¿Qué le impide presentarse ante ti como los hombres de bien? A su tiempo te diremos adiós mil veces; más aún, ¡vete con viento fresco!
Aisha recobró su aliento y brilló en su boca una sonrisa como brillan los ojos al volver en sí tras un largo desmayo. Jadiga, una vez satisfecha de tener a su hermana a su merced largo rato, como si, a la vista de esta sonrisa, le fuera penoso que la muchacha se librase de su cepo, le gritó:
—¡No pienses que vas a alcanzar la piedad del perdón! ¡Mi lengua sólo se calla si le das una buena ocupación!
—¿Qué quieres dar a entender? —preguntó la otra tranquilizada.
—No la dejes sola, no sea que vuelva a la carga el deseo del mal. Complácela con algo de dulce para que no se ocupe de ti, una caja de bombones, por ejemplo, de Shengarli.
—¡Tendrás todo lo que deseas y más!
Reinó el silencio y cada una se sumió en sus pensamientos, aunque el corazón de Jadiga era, como lo había sido desde el principio, pasto de todo tipo de sentimientos opuestos, celos y rencor, afecto y ternura…